Yo solo quiero pegar en la radio
para ganar mi primer millón,
para comprarte una casa grande
en donde quepa tu corazón
Veinte años pasaron. Veinte años desde el lanzamiento de ese estribillo ubicuo, autoprofético, que en el mismo acto de decir lo que deseaba, lo conseguía. La banda era (todavía es) latina, ensamblada en Miami y devuelta hacia el sur en forma de ondas que repetían una y otra vez, en todas las frecuencias posibles, los mismos versos, la voluntad de tener éxito en un sistema cultural dominado por un aparatito indomable: la radio. Y Los Bacilos —así se llama la banda— tuvieron éxito, eso no se puede negar.
Pero lo cierto es que Gardel estaba equivocado y veinte años es un montón de tiempo. Al menos en estos últimos veinte pasaron muchísimas cosas: ya casi nadie sabe quiénes son los Bacilos, el primer millón que ganaron hoy vale muchísimo menos y, para colmo, la radio (el dispositivo cultural, no sólo el aparatito) dio un paso al costado y le cedió terreno a nuevas tecnologías y formas de consumo. Estamos hablando de apps de música y podcasts, la más famosa: Spotify.
Si ahora un artista quisiera reescribir el hit “Mi primer millón”, debería aggiornarlo. Decir, por ejemplo: Yo sólo quiero pegar en Spotify para ganar mi primera suma de dinero significativa, preferentemente en dólares porque se devalúan más despacio. El problema es que eso no luce como un hit. Porque lo más importante de un hit es que entre en algún tipo de resonancia con su época. Esa resonancia va más allá del tema del que habla y tiene mucho que ver con la forma. Ahora este es mi trabajo, for free no te doy ni un abrazo, pesos no me sirven, paso… ya es otra cosa. Suena más actual, por lo menos.
De cualquier modo, la ambición de los artistas no es solo financiera. Hay otras cosas en juego, cosas que tienen que ver con el arte, el prestigio, el público… ¿Quién puede culparlos? No hay nada más común que el deseo de ser especial y, en este caso, ser especial significa triunfar. Triunfar, volverse influyente, destacarse. Subirse al escenario de alguien más grande. Tender puentes improbables y alucinantes. Probar las mieles del éxito de las que, como todo el mundo sabe, no comen las hormigas.
Pero ¿qué significa ser un artista exitoso? ¿Cómo se juega ese juego? ¿Hay un modo medianamente objetivo de saber quién es el o la artista más influyente? La app no lo dice. Las empresas que organizan los festivales sí lo dicen, pero nadie les cree. ¿Cómo podemos averiguarlo? ¿Cómo se mide el brillo de una estrella?
Pídeme un lucero y tendrás diez mil estrellas
El universo es grande, muy grande. Y en su interior contiene una cantidad exorbitante de artistas. Así que, para entenderlo mejor, elegimos recortarlo y mirar una sola parte: la de quienes hacen música en español.
Pero a esta parte la volvimos a recortar: vamos a buscar el artista más influyente de la música en español solo entre quienes tengan una popularidad por encima de 50 en Spotify y que hayan hecho, por lo menos, una colaboración con otro artista de la lista. El recorte de la popularidad tiene que ver con el paso del tiempo. La app puntúa la popularidad de los artistas según cuánto y cuándo son escuchados, y les asigna un valor entre 0 y 100. Así, alguien que recibió muchas escuchas en el pasado va a ser menos popular que alguien que recibe muchas escuchas hoy, pero más popular que alguien a quien directamente se escucha poco. Este criterio nos impide caer en el error de pensar que el artista más exitoso hoy en día es Beethoven solamente porque la novena sinfonía lleva doscientos años de escuchas acumuladas. El otro recorte, el de las colaboraciones, parte de la idea de que no se puede ser influyente a solas. La misma definición de influencia (esto lo veremos más adelante) implica un impacto en otros artistas. Considerar las obras en colaboración nos permite convertir esto en algo medible.
El resultado final del recorte nos deja con 864 artistas y 6.400 obras en colaboración. Un universo mucho más chico pero aún desordenado. Para sacar belleza de este caos necesitamos algo más. Necesitamos transformar nuestra pregunta inicial (“¿Quién es más influyente?”) en una pregunta, o varias, que sí podamos responder.
Mirá mamá, estoy arriba
Una solución simple y elegante es preguntarnos primero quién tiene más seguidores en Spotify. El o la artista más influyente será quien encabece ese ranking, ordenado descendientemente en base a la cantidad de seguidores que tiene en la app. Con este criterio, la respuesta es fácil: Bad Bunny es el artista más influyente.
Ranking de followers
Pero, por lo menos, hay algo sospechoso en este criterio. ¿Es tan transparente la relación entre seguidores e influencia? ¿Es lo mismo ser escuchado una vez por muchas personas que ser escuchado por menos personas muchas veces? ¿Por qué no tomamos directamente el valor de popularidad tal como lo asigna la app? De hecho, lo hicimos:
Popularidad
La magia sigue intacta. Bad Bunny continúa en su puesto y como diría el ahora doblemente coronado Rey de la escena musical en español de Spotify: “Si tu novio no te mama el culo, pa' eso que no mame” (no fue posible encontrar una cita del autor que aplicara al contexto). Pero los puestos subsiguientes cambiaron. En algunos casos, cambiaron mucho. Al modificar el criterio del ranking, J Balvin descendió del segundo al tercer puesto, y Rauw Alejandro trepó del decimoquinto al segundo. La cosa de pronto se puso inestable. Según el criterio que utilicemos, el ranking cambia. Necesitamos un criterio mejor. Y para encontrarlo, necesitamos recordar que las estrellas no se organizan en listas, sino en campos.
Convertir los campos en ciudad
La sociología de Bourdieu entiende que las relaciones sociales están estructuradas en sistemas que él denomina “campos”, espacios de acción con sus propias reglas, donde los diversos actores desatan luchas y establecen alianzas con el objetivo de ganar un bien simbólico: el prestigio. No existe el prestigio fuera de un campo determinado porque el prestigio (que podemos asociar al éxito y la influencia) está otorgado por el reconocimiento de los otros actores del campo. Es parte de un sistema de valores que se construye hacia dentro y tiene que ver con justificar la propia existencia allí. Del mismo modo, pertenecer o no pertenecer al campo es una decisión que los demás toman sobre uno. Y dominar el centro, es dominar el campo.
Los rankings anteriores (y los rankings en general) fracasan a la hora de reflejar esas alianzas, esas tensiones. Poner un valor encima de otro no nos dice mucho acerca de cómo esos valores se relacionan entre sí, y por lo tanto no nos sirven para entender cómo se estructuran las relaciones dentro del campo musical en español de Spotify.
Lo que tenemos que hacer, entonces, es un poco de cartografía. Dibujar el campo. Tejer la red. Y para eso contamos con una herramienta con la que Bourdieu no alcanzó a soñar: ciencia de datos y grafos.
¿Cómo hicimos el mapa?
Primero, bajamos la lista de todos los artistas iberoamericanos que tienen colaboraciones con otros artistas y empezamos a dibujar esas colaboraciones.
Así, línea tras línea, armamos el gran mapa de la música en español.
El asunto empieza a tomar forma. Tenemos nodos (artistas) relacionados entre sí a partir de aristas (colaboraciones). Empezamos a identificar islas, clusters, zonas de mayor densidad que podrían corresponder a géneros musicales. Pero los géneros son codificaciones más o menos arbitrarias, resultados de un consenso que nos ayuda a poner discos en una determinada estantería o bien, su equivalente, ponerle tags a obras subidas a internet. Lo que vemos en este mapa es otra cosa: la agrupación “natural” entre artistas a partir de colaboraciones, es decir, sus alianzas concretas, explícitas, cristalizadas en un producto (que, solo a veces, alcanza la categoría de temazo). En todo caso, podríamos pensar que es más probable que dos artistas que comparten un mismo género colaboren entre sí que dos artistas que hacen música completamente diferente.
Pero, de lejos, todas las estrellas parecen iguales. Empecemos a interrogar un poco este firmamento. Veamos el mapa más de cerca.
Cuando tú y yo nos juntamo'
Bizarrap es, probablemente, el caso emblemático para hablar de colaboraciones. Su obra más conocida son sesiones musicales (numeradas, como los opus de los músicos clásicos), en conjunto con otros artistas: L-Gante, Nicky Jam, Villano Antillano, Nicki Nicole, Trueno, Cazzu, Nathy Peluso, Residente, Paulo Londra, y la lista sigue y sigue. En esas sesiones, el artista invitado es el protagonista y Bizarrap realiza la pre y post producción musical, sin embargo las sesiones son conocidas con su nombre y tienen mucha repercusión entre la audiencia. Algo de eso trae desde sus orígenes: tras un comienzo solitario en YouTube, donde subía mezclas propias de batallas de freestyle, su popularidad se disparó y pronto muchos artistas lo convocaron para que les remixara sus canciones. Bizarrap descubrió (y ejecutó) lo que Bourdieu había anunciado hacía décadas: la centralidad en el campo se consigue estableciendo alianzas. Esto, en nuestro gráfico, se expresa como el grado de cada nodo.
Así luce el campo si los artistas con más cantidad de colaboraciones se muestran más grandes.
Lo primero que salta a la vista es una zona que parece tener que ver con el reggaeton y la música urbana. En el centro, Farruko, Arkangel, De la Ghetto… artistas con muchísimas colaboraciones, aunque casi siempre con otros artistas del mismo cluster. Pero nuestra pregunta no es únicamente sobre el cielo que brilla en la isla del Reggaeton, es sobre todo el universo de la música en español de Spotify. No sabemos si Farruko tiene la capacidad de conectar bien (y mucho) con nodos más alejados, si puede tender puentes entre clusters. Por lo tanto, en términos de Bourdieu, podríamos pensar que estos artistas son buenos centros en el subcampo reggaetonero, pero que tal vez no funcionan tan bien mirando el universo completo que recortamos. De mínima, sería arriesgado afirmar que tienen influencia en artistas más alejados.
Aún así, parece que hacemos progresos. Sigamos por este camino.
Quiero elegir del mapa un lugar sin nombre a donde ir
Existe una hipótesis —ideada por un escritor húngaro en 1930— que dice que todas las personas del mundo estamos a un máximo de seis grados de separación de cualquier otra. Es decir que, a partir de cinco vínculos, cinco saltos de un conocido a otro, podemos conectar a dos personas cualquiera, sin importar donde vivan ni qué hagan. Posteriores investigaciones determinaron que, aunque en algunos casos el número puede ser muy superior, en promedio hablar de seis grados es bastante certero, e incluso tal vez pueda ser un poco menos.
La versión en miniatura de esta idea es el juego de Kevin Bacon: se supone que partiendo de cualquier personalidad (grande o pequeña) del mundo del cine, es posible llegar mediante saltos sucesivos (películas en las que dos personas hayan trabajado juntas) hasta Kevin en tan solo seis pasos. Lo llamativo es que estos seis grados de separación funcionan bien en un universo muy grande como, por ejemplo, toda la población mundial, pero no tanto en universos pequeños. Esto es así porque a medida que se salta de un nivel al otro, aumenta también, exponencialmente, la cantidad de vínculos posibles. Lograr el mismo resultado en un universo más pequeño (como Hollywood) es toda una hazaña.
En Hollywood, Kevin es el centro del laberinto y toma seis pasos o menos ir desde él hasta cualquier otro lugar. Esto significa que Kevin tiene una baja excentricidad, o sea que desde él se puede llegar casi hasta cualquier confín del grafo. Esta característica, que puede interpretarse como otra forma de cuantificar la influencia en un contexto de redes, se llama centralidad de intermediación: para ir de un nodo de la red a otro, aunque esté medianamente alejado, lo más probable es que haya que pasar por él (como ocurre, por ejemplo, en cualquier centro de trasbordo frecuente en una red de transporte).
Bien, en la red que estamos analizando, nuestro Kevin Bacon, nuestro Cabildo y Juramento, es el Duki. En una casualidad coqueta pero relevante para la trama, podemos ir desde Duki hasta cualquier parte del grafo de colaboraciones en idénticos 6 pasos.
De atrás corren Farruko, Wisin, Carlos Rivera y Andrés Calamaro. Igual, no tan de atrás. Mucho más atrás vienen las mujeres, que al parecer no tienen tanta centralidad como sus contrapartes masculinas y eso debería decirnos algo acerca de cómo se produce la música, nuestras formas de consumo y la perpetuación de ciertas relaciones de poder en espacios culturales, pero semejante elefante en el living es material para otro análisis diferente al que propone este texto.
Cabe preguntarse acá: ¿Qué pasó con Bizarrap? ¿Por qué alguien que hizo su carrera a partir de colaboraciones no aparece destacado en este gráfico? Ocurre que Bizarrap realiza muchas colaboraciones con artistas muy cercanos en su posición en el mapa. Esto no sirve tanto para construir influencia y ganar centralidad en el campo como sí lo harían las colaboraciones largas y extrañas. Duki tiene colaboraciones bien distantes, por ejemplo, con Vicentico. Una sola colaboración de Bizarrap con alguien bien lejano podría cambiar mucho su centralidad (nos permitimos proponer una colaboración con Soledad en una especie de revoleo de poncho digital con ambición de conquista).
Así como antes veíamos a Farruko construir centralidad en un sector bastante endogámico del campo (el cluster más asociado al reggaeton y la música urbana), ahora se destacan los artistas que pueden conectar clusters distintos, tender puentes entre miembros más alejados del campo y así convertirse en “cuellos de botella” o pasos más transitados. En el cielo de las estrellas, son verdaderos armadores de constelaciones.
En esta liga, yo sería LeBron
Entonces tenemos un universo recortado, manejable y medible. Y tenemos cuatro criterios posibles para establecer quién tiene mayor influencia o, dicho de otro modo, quién domina el centro del campo: cantidad de seguidores, popularidad, grado y centralidad de intermediación. ¿Cuál de estos criterios elegimos para determinar un vencedor? Depende mucho de cuál pensemos que es el rasgo principal de un artista exitoso. Cantidad de seguidores y popularidad son la respuesta más evidente, pero la idea de campo y centralidad que tomamos de Bourdieu parece mucho más adecuada para evaluar influencia. Podríamos decir, entonces, que Bad Bunny es el artista más popular. Pero que la estrella más brillante de este retazo de cielo es EL DUKI.
¿Te gustaría navegar este universo? Acá compartimos el mapa interactivo para que hagas tu propio viaje y, quizás, descubras música que no conocías. Realmente queremos que te rías y decirte que es un juego nomás:
Últimas aclaraciones: ¿Tu artista favorito no aparece en este mapa? No te preocupes, esta es una construcción que interpreta y reduce a una versión expresable una realidad mucho más compleja. Una de esas complejidades, no menor, tiene que ver con que el campo es dinámico. Todo el tiempo aparecen y desaparecen actores, se forjan nuevas alianzas y se desatan batallas por un capital que es, en definitiva, intangible. Este es un análisis estático y, por lo tanto, no recupera la historicidad y los cambios que pueden haber sucedido previamente o en el tiempo entre que se publica y finalmente es leído. Por último, no hay en este análisis ningún tipo de valoración estética del trabajo de estos artistas. Es una foto cenital que fue sacada, lo que se dice, por amor al arte. Y a los datos.
Hicimos este contenido:
Maru Amábile, Juan Cruz Balian, Juanchi Cuiule, Azul Damadián, Javier Goldschmidt, Pablo González, Vicky Milano, Agus Nahas, Ro Priegue.
Artista invitado: Pablo Riera