/ Notas

El brazo armado de la imaginación

¿Para qué sirve la ciencia ficción? ¿Cómo se volvió un discurso tan potente en la actualidad?

El brazo armado de la imaginación

Fantasías científicas de ayer y hoy

Isaac Asimov se burlaba de los escritores que, para esquivar la etiqueta de “autor de ciencia ficción”, se escudan tras el más elegante “ficción especulativa”. Les reconocía como virtud haber debilitado el uso de la abreviatura “sci-fi”, que le parecía abominable, pero advertía que “spec-fi” (de speculative fiction) sería aún peor. En esos mismos años, a fines de la década de 1970, Kurt Vonnegut afirmaba haber ignorado que lo que él escribía era ciencia ficción hasta que aparecieron especialistas que se lo explicaron. No está claro que el término en sí le desagradara, pero opinaba que el setenta y cinco por ciento de los escritores y el noventa por ciento de los lectores del género tenían poca preparación, por decirlo con suavidad: “Lo que saben de ciencia fue totalmente revelado en Mecánica popular en 1933. Lo que saben de política y economía e historia puede encontrarse en el Information Please Almanac de 1941. Todo lo que saben de las relaciones entre hombres y mujeres deriva principalmente de las versiones limpias y pornográficas de Maggie and Jiggs”. Además, Vonnegut decía haber notado que la ciencia ficción era un cajón que muchos críticos literarios confundían con un orinal.

Es difícil no sorprenderse un poco al reparar en el recorrido histórico de ciertas prácticas. Algunas, como escribir una carta de puño y letra a una persona querida, pueden ser fundamentales durante siglos y convertirse en dos o tres décadas en poco más que una extrañeza. Otras, como poner en palabras sobre una página narraciones con máquinas imaginarias o aventuras e investigaciones de cariz científico, pueden forjarse en los márgenes del ámbito artístico (en la mente de una adolescente gótica escapada con un poeta romántico o en la de un dramaturgo treintañero frustrado), llegar con el tiempo al lugar de fenómeno de entretenimiento o de culto y acabar convirtiéndose en una de las principales fuentes de deseos y temores de la humanidad. 

Una adolescente gótica, un dramaturgo treintañero frustrado.

Más allá de su origen, las fraguas de la ciencia ficción tienen hoy espacio para la imaginación de todas y todos: desde la emoción infantil que se enciende al ver que un conjunto de perritos parlantes solucionan un problema a través de algún aparato fantástico creado por un niño de diez años, en Paw Patrol, hasta las ambiciones megalómanas de los hombres más ricos y poderosos del mundo, como el Programa de colonización de Marte de Space X que entusiasma hasta el delirio a Elon Musk. Acaso no haya gran distancia entre la lógica que dirige el placer de un niño de cuatro o cinco años cuando comprueba que un perro conduciendo un camión futurista puede ser la respuesta a un inconveniente verdaderamente grave y la que gobierna el goce de un magnate que propone extasiado que la solución a la destrucción del mundo que nos acecha no está en cambiar nuestro modo de habitar el planeta, sino en poblar Marte. Por suerte, en todo caso, esos dos planteos (que bien vistos son bastante diferentes, más no sea porque uno es simpático y otro expresa el pensamiento de un psicópata) no son lo único que la ciencia ficción tiene para ofrecer. Los efectos sociopolíticos y ambientales de las nuevas tecnologías (entendiendo como tecnologías tanto a las máquinas como a los sistemas económicos tecnificados que rigen nuestra supervivencia), la influencia en la psicología humana del desarrollo de dispositivos mediales cada vez más poderosos, el avance inconmensurable de las inteligencias artificiales, entre muchas otras, son cuestiones que tal vez nunca hayan estado tan presentes en nuestras discusiones cotidianas como ahora, pero es imposible pasar por alto que la ciencia ficción lleva décadas dedicando espacio, tiempo y energía a concebirlas. 

Puestos a bucear en la historia, lectores perspicaces son capaces de encontrar precursores del género en casi cualquier época, en Tomás Moro y su Utopía del siglo XVI, en Luciano de Samosata y su Historia verdadera del siglo II a.C. No está mal, al fin y al cabo nada empieza de golpe, excepto tal vez el universo. La opinión mayoritaria y mejor argumentada es, de todos modos, que el nacimiento se encuentra en Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley, novela publicada en 1818. Sin embargo, puede considerarse sin demasiado riesgo que fue más bien a partir de mediados del siglo XIX cuando esas narraciones vinculadas de maneras variadas con la ciencia y la tecnología de la época, cuyo ejemplo más representativo son los Viajes extraordinarios de Julio Verne, empezaron a tener un sector propio en las bibliotecas. Sesenta o setenta años más tarde, en la década de 1920, el editor Hugo Gernsback popularizó en sus revistas el nombre que hoy les damos (en rigor, primero las llamó “scientifiction”, pero pasó pronto a “science fiction”, cuyo origen estaba en un texto de William Wilson de 1851). Hasta entonces, el modo de nombrarlas variaba en función del texto y del gusto de quien las mencionara: novela científica, viaje fantástico, relato de anticipación. En cualquier caso, entre todas las expresiones, hay una que no tiene, y tal vez no haya tenido nunca, la importancia que su clarividencia podría aportar: había quienes las llamaban “fantasías científicas”. 

Cuestión de sensibilidad de época, no es casual que el género que parece hoy inundarlo todo haya nacido en el siglo XIX, con su orientación al conocimiento positivo y sistemático. Sin embargo, mal que les pese a muchos, la nueva mentalidad científica que empezó a crecer de modo exponencial entonces no llegó para anular los mitos, sino para modificarlos, para habitarlos con anhelos e ilusiones de distinto calado, para mostrar visiones del futuro, ensoñaciones de otros mundos, posibles resoluciones políticas de todos los tipos. Por caso, en Ciencia ficción capitalista, Michel Nieva analiza con gracia y habilidad el modo en que la llamada ciencia ficción “dura” (Asimov, Clarke, Heinlein) moldea los planes de los empresarios más ricos del planeta. Pero no deberíamos olvidar tampoco, en palabras de Frederic Jameson, el “apasionado compromiso de Marx con un aerodinámico futuro tecnológico”, ni la esperanza puesta por Herbert Marcuse, otro comunista ilustre, pero del siglo XX, en que el desarrollo tecnológico nos libere de los trabajos más alienantes para permitirnos utilizar el tiempo en actividades creativas y de realización personal (¿alguien puede culparlo, no sería bello y posible?). En el camino, el protofascismo del manifiesto futurista de Filippo T. Marinetti declaraba, en 1909, sin ambigüedades: “un automóvil de carrera, que parece correr sobre metralla, es más hermoso que la Victoria de Samotracia”. 

Un auto de carreras pintado por el futurista Ugo Gianattasio (1920) vs. la Victoria de Samotracia (siglo II a.c.) exhibida en el Louvre

Es que la ciencia tiene mucho, muchísimo para dar, pero no puede ofrecernos un sentido. No es solo que no tenga cómo darnos un significado (nada puede darnos EL significado), sino que tampoco puede indicar una orientación para el movimiento. La ciencia es capaz de poner a la mano los medios para comprender un número estrictamente incontable de asuntos, pero no puede decirnos hacia dónde queremos ir. El afán por conocer la estructura mínima de la materia, la curiosidad por medir la velocidad de la luz o el ansia por encontrar vida en algún otro rincón del universo no son científicos. Frank Kermode tenía razón cuando recomendaba no dejarse convencer por la idea de que las bombas atómicas llevan a experimentar sentimientos de crisis más auténticos que los ejércitos del cielo presagiados en el Apocalípsis bíblico. Sin embargo, también es evidente que, a medida que la investigación científica avanza, aumenta a la par la influencia que sus descubrimientos y sus invenciones ejercen sobre nosotros. No es un simple agregado de colores, sino una cuestión estructural. 

La ciencia ficción lleva dos siglos poniendo en relación nuestro modo principal de producción de conocimiento con nuestras aspiraciones y nuestras angustias. Es muy poco lo que se revela de ella cuando se la piensa simplemente como un subgrupo de la narrativa de ficción. No es una rama descarriada del árbol de la literatura, es el brazo armado de la imaginación científica o cientificista permeando (¿contaminando?) el arte de narrar nuestras vidas.

Puños en alto

En la actualidad, el solar punk, un movimiento que busca la justicia social y la sustentabilidad ambiental, afirma que la ciencia ficción no es entretenimiento, sino un modo de activismo. Acaso George Orwell no tuviera en mente algo muy distinto mientras escribía 1984. Pero no hace falta que un autor declare más o menos explícitamente su intención de cambiar el mundo (o de cambiar el modo en que pensamos el mundo y, entonces, los posibles caminos de transformación) para que su obra influya en nuestras concepciones. De hecho, hasta podría argumentarse que, cuanto más explícito y directo es el razonamiento que sirve de armazón o sostén de una narración, más simple y por tanto menos rica es su propuesta. Borges nunca perdía oportunidad de señalar que el principal atributo del universo es la complejidad. 

Asimov sostenía que 1984 no era ciencia ficción, sino más bien un panfleto anticomunista. Probablemente tuviera razón: el crecimiento en importancia de la novela de Orwell se dio a la luz de la Guerra Fría, movilizado principalmente por sectores de Estados Unidos embanderados en una posición antisoviética, y es seguro que los libertarios anarcocapitalistas de hoy, si acaso la leyeran, suscribirían emocionados todas y cada una de las acusaciones que la novela lanza contra el poder del Estado. Y es que lo mejor de 1984 no está en su trama ni en la construcción general de su mundo, sino en algunas imágenes potentes que prefiguran la materialización de temores indiscutiblemente reales: el “Gran hermano”, ejemplarmente, y sus dispositivos de vigilancia y control. Nótese, sin embargo, que los dispositivos que hoy nos espían y nos estudian hasta el absurdo no están dirigidos por ningún Estado, sino por empresas tecnológicas, que luego procesan la información para exponernos el máximo de tiempo posible a publicidades muy bien pagas de productos que podríamos adquirir y a propagandas muy bien retribuidas de ideologías que se nos insta a adoptar.

Acaso las potencias de los textos que agrupamos bajo la categoría cada vez más difusa de “ciencia ficción” sean, a grandes rasgos, tres. 

La primera es común a toda la literatura: consiste en problematizar aspectos de nuestra existencia, tanto colectiva como individual. En ese sentido, se dedica a tratar los mismos “grandes temas” —el destino y la posibilidad de cambio, la muerte y el deseo de experiencias, la ambición y el lugar de cada quien en el mundo, la lengua y su papel en la percepción de lo real, la necesidad de amar y ser amados—, pero los despliega a través de inflexiones tocadas por perspectivas e interrogantes provenientes de las disciplinas de indagación rigurosa y sistemática que solemos unificar bajo el paraguas de “ciencias”. Ahí están J. G. Ballard y su tour de force a través de los cambios en el “espacio interior” de nuestras mentes, Ursula K. Le Guin y sus propuestas de inmersión en antropologías alternativas, Stanislaw Lem y su exploración, a veces hermosamente humorística, de los discursos científicos que buscan explicar fenómenos tan complejos como la vida. Al respecto, tal vez no esté de más insistir en que, a medida que las fantasías científicas impregnan los más variados ámbitos de la actividad humana, más y más ingresan en nuestras prácticas artísticas y literarias, de modo que ya no resulta sorprendente siquiera que una telenovela esté habitada por clones. Por la misma razón, no es sencillo separar hoy tajantemente obras firmadas por figuras indiscutiblemente identificadas con la ciencia ficción, como Philip K. Dick, Brian Aldiss, Angélica Gorodischer, Ted Chiang o Anna Starobinets, de otras tantas que ejecutan usos desviados de sus elementos y sus procedimientos, como Thomas Pynchon, Kurt Vonnegut, Marcelo Cohen, David Foster Wallace o Roque Larraquy. 

En segundo lugar, la ciencia ficción participa de nuestros diálogos de un modo que prescinde de la necesidad de filiación con la “alta” (o siquiera “buena”) literatura. Tanto a través de libros, como de películas, obras de teatro, cómics, series o videojuegos, diferentes narrativas se interesan en la exposición de problemas derivados del lenguaje matemático, físico o químico, conciben aparatos tecnológicos del futuro, discuten resoluciones a enigmas del saber, en suma, dan lugar al despliegue de ejercicios intelectuales y emotivos que exceden los alcances del arte y sus búsquedas estéticas. Acaso un ejemplo ilustrativo sea el éxito de El problema de los tres cuerpos, de Cixin Liu, que, aun con problemas severos de construcción, aburrida prosa de estilo informativo y malos diálogos, es una novela poblada de ideas seductoras sobre las posibilidades de la tecnología, que divulga con encanto un antiguo problema físico y hasta empuja a tomar partido ante la famosa paradoja de Fermi

Por último, pero no menos importante, más allá del reconocimiento que obtengan sus obras, la ciencia ficción actúa también como laboratorio lingüístico. No son pocos los términos presentes en nuestro vocabulario que han sido acuñados en sus factorías, como “ciberespacio” (William Gibson) o “robot” (Karel Čapek), y existen otros tantos que, si no han nacido allí, le deben en gran medida su popularidad, y por consiguiente mucha de su influencia en nuestra imaginación, como “criogenia” (de nuevo Gibson), “terraformación” (Jack Williamson), “nave espacial” (J. J. Astor) o “viaje en el tiempo” (H. G. Wells). Si la lengua es constitutiva de nuestro modo de ver y pensar el mundo, la ciencia ficción es una máquina a través de la cual los discursos filocientíficos (profesionales, amateurs o pseudocientíficos) ejecutan buena parte de sus intervenciones.

Ah, la utopía, la distopía y la ucronía… Qué emoción los viajes temporales, las naves espaciales y el primer contacto con un ente extraterrestre… Cuánta furia el cyberpunk, cuánto humor el steampunk, cuánto compromiso el biopunk… ¿Para qué negarlo? El porcentaje de obras de ciencia ficción reconocidas fuera del gueto por su relevancia estética es bajísimo en comparación con el de otros géneros. Tómese el policial, por ejemplo: ¿cuántos de sus libros, cuántas de sus películas y series, ya sea en su variante clásica de detective y criminal, ya sea en su variante noir de realismo sucio y develación del funcionamiento de los mecanismos de poder, recuerda cada quién con admiración? No en vano Borges dirigió una colección de relatos policiales e importantes estudiosos consideraron al género como modelo de su actividad reflexiva (Ricardo Piglia veía en toda lectura sus mecanismos, Carlo Guinzburg encontró ahí la clave de la atención al detalle que debe caracterizar según su perspectiva a la microhistoria, ¡Jacques Lacan y Jacques Derrida polemizaron en su territorio!). Por su parte, la ciencia ficción apenas puede mostrar un puñado de “grandes” novelas, cuentos y películas. Sin embargo, las narrativas que conciben el devenir de la especie humana, de sus desarrollos técnicos y sus implicaciones, ofrecen a la imaginación espacios de producción y experimentación de una riqueza que no se encuentra en la vida cotidiana ni en los ámbitos de investigación pública o privada. Ese es su verdadero fundamento, su fuerza. El arte literario, el audiovisual y el escénico, el de los cómics y los videojuegos pueden permitirse desarrollar ideas y escenas incomprensibles, a veces rigurosamente estúpidas, a veces (al menos provisoriamente) impracticables. Pueden permitirse incluso el mal arte. Porque la imaginación científica, la imaginería técnica y tecnológica, nos constituye más allá de cualquier logro comprobado. No necesitábamos llegar a la luna para sentir la trascendencia de un viaje que nos depositara en su superficie. No hace falta que hallemos ninguna especie intergaláctica para percibir la extrañeza fascinante que representa la vida. No será imprescindible que ninguna inteligencia artificial nos demuestre que tiene conciencia (ni mucho menos que nos domine, si es que ese riesgo es realmente un riesgo y supone algo peor que el dominio de unos humanos por otros en el que ya vivimos) para experimentar estupor ante la pregunta por el sustrato material de la razón. Aun cuando su magnetismo es muchas veces aprovechado por las empresas de entretenimiento para lograr recaudaciones insólitas, los interrogantes que se ubican en los confines de la ciencia no pueden ser coptados por ninguna actividad exclusiva. La ambición científica (el delirio cientificista) está en mí, en muchos de nosotros, desde el comienzo. Nos llegó sin más mediación que la pasión por el deporte, el fervor por el arte o la fascinación por la filosofía. La ciencia ficción es una modalidad de su existencia.

Dos números de la mítica revista donde Hugo Gernsbeck acuñó el término “ciencia ficción”.

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Me asalta la seguridad de no haber incluido en estos párrafos todos los nombres “importantes” del género. Es cierto que la mayoría apenas ha encontrado lugar en enumeraciones, pero aún así hay muchos otros cuya estela valdría la pena resaltar: Edgar A. Poe, Leopoldo Lugones, Theodor Sturgeon, Ray Bradbury, Adolfo Bioy Casares, Alfred Bester, Anthony Burgess, Octavia Butler, Eduardo Goligorsky, Frank Herbert, Héctor Oesterheld, Ann Leckie, Dan Simmons… ¿Ante quién siento la necesidad de mostrar riqueza y variedad? ¿Ante ustedes, fanáticos imaginarios escondidos quién sabe dónde? ¿Vendrán a reprocharme el haber ignorado la máxima joya de su biblioteca? ¿Mencioné a Cordwainer Smith? En cualquier caso, sé que es menos importante defender un género narrativo que intentar entender su lugar en la cultura. Más allá del goce gratuito que brinda el debate como juego, la supervivencia de la ciencia ficción no depende de ninguna defensa tanto como del sentido que genere su práctica, en la escritura y en la lectura, en nuestras maneras de pensar y pensarnos. ¿Llegará una edad en que la ciencia no ocupe el rol central que tiene hoy en nuestras cosmovisiones? Si llega, seremos otros, postapocalípticos o habitantes de la utopía. Y, entonces sí, tal vez la ciencia ficción ya no sea necesaria.

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Darío G. Steimberg nació en Buenos Aires en 1978. Doctor en Letras (UBA), dicta cursos y talleres de escritura, narrativa, ensayo y análisis de discurso en la Universidad Nacional de las Artes y en la Universidad Nacional Arturo Jauretche. Es editor de la sección de Teoría y Ensayo en la revista Otra Parte.

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