Hay pocas cosas menos domesticables que la ironía. Es como tener un yacaré de mascota: tarde o temprano alguien pierde un dedito y medio que ya se sabe de quién es la culpa. Una de mis ironías preferidas de los últimos años son los tweets que exhiben quejas sobre el progreso tecnológico, sobre su estancamiento, sobre el letargo de ciertos organismos científicos responsables de cientos de mejoras, todo mientras usan diminutas computadoras órdenes de magnitud más poderosas que modelos de hace dos o tres años.
Dudo que haya habido cambios más profundos en la historia de la humanidad que la forma en la que nos comunicamos gracias a la ubicuidad de los celulares (la última vez que contaron, eran más de 6 mil millones de líneas en todo el mundo, y ahora se estima que hay más celulares que personas). Esta no deja de ser una opinión basada en la imposibilidad de agarrar un cambiómetro y comparar deltas de comportamiento humano para domesticación del fuego, desarrollo de la escritura, imprenta de tipos móviles y telefonía celulares, aunque me la jugaría que no andan en barrios separados.
Sabemos que la jodita de estar atentos a los celulares, permanentemente conectados, nos afecta. Nos afecta la memoria, nos afecta la productividad. Nos afecta, bah. El tema es que todos estos efectos pueden ser positivos o negativos, dependiendo de un sillón de cosas, empezando por criterios tan lábiles y subjetivos como qué entendemos como ‘positivo’ y ‘negativo’.
Lo bueno es que nos quedan todavía ideas sobre las que somos bastante unánimes, y una es que tener un tumor en el cerebro no estaría tan tan bueno. La pregunta entonces es: ¿es posta o es paranoia pensar que el bichito de mandar selfies nos va a extinguir a fuerza de radiación, mutación y motín celular?
El problema de tratar de poner las cosas en la lista absoluta de ‘dan cáncer’ y ‘no dan cáncer’ es bastante difícil porque, para empezar, la vida da cáncer, o más bien la evolución. Si fuésemos organismos que copian su información genética perfectamente, no tendríamos células egoístas que rompen la armonía del bicho que forman y deciden que es momento de comer y reproducirse como si no hubiese mañana. Al mismo tiempo, si no metiéramos un pifie en la copia de ADN de vez en cuando, no habría variabilidad sobre la que seleccionar bichos distintos y chau todo. Por suerte, llenos de parches como estamos, estamos genial, y tenemos una pila de mecanismos para reparar el daño y controlar estos motines que se generan ya sea por error propio, por envejecimiento natural o por causas externas; ya sean biológicas, químicas o físicas. El tema es que dentro de las físicas está la radiación, y ahí TODOS A LOS BOTES, LOS CELULARES DAN CÁNCER. Porque, sí, inquietantemente, la radiación que sale de un celular sí puede generar daño en el ADN. Lo loco es que lo probaron en una línea celular derivada de espermatocitos, y ahí es donde tenemos el titular enorme y aclarinado: LOS CELULARES DAN CÁNCER Y ENCIMA TE DEJAN A LOS PECECITOS NADANDO EN CÍRCULOS.
Resulta extraño que a pesar de toda esta evidencia indiscutible, no andamos todos con carretillas Randy Marsh para gente que se guardó el celular en el bolsillo delantero, y probablemente esto tenga que ver con asumir que un estudio hecho en cultivo celular se puede copiar y pegar así nomás en una conclusión para un organismo completo. Ahí es donde vienen los estudios de caso, y lo fuerte es que hace poco se publicó uno que mostraba que el uso de celular triplicaba la tasa de glioma (un tipo de tumor donde la amotinada original es una célula glial, una prima re poco pop de la neurona que cada vez entendemos como más importante).
Triplicar el riesgo de glioma suena a un MONTÓN, y lo es, pero cuando sabés que la tasa normal es de 3 en 100.000 y que ellos estiman que pasa a 9 en 100.000, la cosa se pone rara, principalmente por un tema de cómo se hace un estudio y cómo se respalda la estadística. En este caso, el estudio es de caso, lo que quiere decir que juntaron población con gliomas y trataron de ir para atrás recopilando datos sobre la frecuencia de uso de celulares. El gran tema es que para hacerlo ni siquiera consultaron a los pacientes sino a parientes, lo que conlleva el riesgo de meterle el sesgo que implica preguntarle a una persona que acaba de perder un familiar por un tumor si usaba mucho el telefonito, cosa que puede terminar en ese pariente tratando de adjudicarle una causa a un efecto, ‘forzando’, voluntaria o involuntariamente, los datos, cosa que casi seguro termina mal.
Ahora, la otra opción es hacer estudios prospectivos observacionales, o sea, agarrar a una BOCHA ENORME de gente, tomarles muchísimos datos y tratar de ver si ‘uso mucho el celular’ y ‘glioma’ se relacionan de alguna manera. Eso hicieron dos estudios, uno en la población completa de Dinamarca (usando 3.8 milones de muestras), en el que encontraron que el riesgo diferencial de desarrollar un tumor para los usuarios más fuertes de celular era básicamente igual al de los no usuarios. Encima, este resultado fue repetido en otro estudio enorme (con otro millón de personas) en Gran Bretaña. O sea que hacer el experimento distinto nos da un resultado distinto, pero, claramente, la forma de hacerlo es la que está molestando.
El problema es no tener el experimento perfecto. Claramente, la mejor opción es agarrar dos millones de personas, darles celulares a uno, prohibírselos a los otros, y ver qué pasa. Momento de empezar a escribir uno de los subsidios más difíciles de justificar de todos los tiempos. Pero como no podemos, hay que ir por otro lado. La que nos queda sería preguntarnos si existió una era parecida a esta pero sin celulares para que la que podamos comparar. Ahí vienen al rescate décadas de pelos batidos y sacos arremangados, se llaman ‘los ‘80 y los ‘90’, y los datos están.
Esto es lo que intentó otro grupo para tratar de terminar de darle luz al tema. Si los celulares causan glioma, un incremento enorme del uso de celulares debería subir dramáticamente la tasa de glioma por cada 100.000 personas por año en los años en los que la telefonía celular explotó en usuarios.
Cambiar la forma de encarar la pregunta nos acerca al resultado que queríamos. Algo que se parece a un desempate (la verdad no es democrática, pero más evidencia en una dirección, arrima), y el resultado fue que no. Que ni a palos. Que si el estudio que mostraba el incremento catastrófico fuese real, tendríamos que haber visto la cantidad de casos multiplicarse varias veces, y eso no pasó.
¿Quiere decir esto que estamos salvados, que los celulares son inocuos y que deberíamos empezar a armar cunas con Nokias 1100 para proteger nuestro legado genético de cualquier asteroide? No necesariamente, pero sí quiere decir que en una de esas tenemos que dejar de usar gorritos y calzoncillos de aluminio y empezar a preocuparnos por los riesgos ciertos que tenemos alrededor y que podemos medir sin tener que usar estadísticas de millones y millones de casos; que tener el celular encima mientras almorzás una hamburguesa sentado enfrente de la computadora del laburo capaz es el menor de tus problemas.