Capítulo 3.22

Encuentro con Jesús David López Orduña

15min

Imagen de portada

(Latinoamérica y el comunismo. Once entrevistas y un intento malogrado, Madrid, Alianza, 1985.)

Por Olivier Feraud

(Trad. Jorge Guillén)

Entre los numerosos nombres de la historia política colombiana del siglo XX, uno será olvidado antes que los otros, el de Jesús David López Orduña. La noticia de su muerte se hará presente, en un futuro más o menos lejano, en unos pocos diarios alrededor del mundo. Algunos periodistas volverán a narrar el misterio de su vida y buscarán justificar con ese relato una ideología cualquiera. Luego desaparecerá en la inmensidad de los registros, se perderá entre todos los personajes confusos, secundarios, que ensanchan la interminable corriente del tiempo. Yo no soy más que uno de los tantos que quieren ver en él un signo de la época, y fui a entrevistarlo sumido en confusión, acaso sin darme cuenta, como quien se encamina a pelearse con un padre que no ha conocido. 

Jesús David López Orduña nació en Barranquilla en 1921. A los 36 años se mudó a Marquetalia, un poblado situado entre las sierras de Atá e Iquira, en la Cordillera Central de Colombia. Eslabón de la misma cadena de olvidos que López Orduña, el nombre de ese poblado también suele ser pasado por alto, aunque su historia sea inolvidable. En el territorio de Marquetalia se desarrolló la comuna más importante de la Historia de Colombia, lo que es decir mucho. Para los pocos que lo recuerdan hoy, ese nombre es un símbolo. Pero supo ser otra cosa, sin dudas más concreta: fue el experimento comunitario que dio comienzo a la vida de todas las personas que habitan hoy Colombia del Sur, el segundo de los cuatro Estados socialistas de Latinoamérica.

López Orduña llegó a Marquetalia en 1957 y fue uno de sus hombres más influyentes durante diez años. Para cualquiera que investigue hoy lo sucedido, la importancia de su labor es indiscutible. Fue uno de los nueve líderes comunales que integraron el primer Consejo Popular de la Comuna, tras lo cual ocupó diversos cargos, ninguno intrascendente. Sin embargo, el olvido que suele cubrir su historia tiene explicación: en 1967, pocos meses después de consumada la instauración de los dos Estados colombianos, López Orduña abandonó la vida política. En los años que siguieron a su decisión, su nombre fue desapareciendo de las discusiones públicas. A comienzos de los 70, si acaso aparecía en charlas o textos, se asociaba a la figura de un dirigente insigne de la década previa, alguien que había luchado por la Comuna, un hombre digno que, una vez decretada la paz armada entre los dos Estados colombianos, se había retirado a alguna otra labor.

Por fin, poco o nada se sabía de él en 1975, año en que intentó iniciar los trámites legales de residencia en Barranquilla. El hecho salió a la luz como un estallido. Fundamental puerto del Caribe, Barranquilla es desde siempre una de las principales ciudades del norte de Colombia, y se ha convertido en los últimos años en un bastión del Estado del Norte, sede de oficinas de varias importantes instituciones colombiano-estadounidenses, instituciones que forman parte del núcleo imperecedero del anticomunismo latinoamericano. 

Se discuten los detalles, pero el hecho es que algún funcionario menor, uno que asombrosamente conocía la historia del hombre que figuraba en los formularios de solicitud de residencia, informó a sus superiores. Tal vez lo hizo por temor a que la sospechosa figura protagonizara una acción desestabilizadora, tal vez la desestabilización le importaba menos que la posibilidad de que se dijera que era él quien la había permitido, tal vez actuó en busca de un ascenso o de fama. En cualquier caso, se supo que un importante exlíder comunista se encontraba en Barranquilla y pretendía quedarse legalmente. Por supuesto, López Orduña fue detenido y encarcelado. Diversas investigaciones apuntaron a su figura. La Agencia Nacional de Inteligencia de Colombia (ANIC) y decenas de periodistas dedicaron largas horas a hurgar en cualquier recoveco que otorgara pruebas de algo, por más impreciso que fuera. Surgieron innúmeros informantes que afirmaban haberlo visto en tal o cual lugar, con tal o cual personaje oscuro, dirigiendo desde las sombras alguna operación a cual más siniestra. No faltaban las voces que aseguraban tener pruebas de que había cruzado la frontera muchas veces, que trabajaba como agente del Estado de Colombia del Sur, que era la encarnación del peligro rojo. 

Como una bola de nieve, el asunto creció hasta que la justicia de Estados Unidos exigió su extradición bajo acusaciones de responsabilidad en el asesinato de algunos de sus soldados en veladas operaciones de fines de los años 60. Sorprendentemente, el gobierno de Colombia del Norte se opuso a ese pedido. Fue un hecho excepcional, pero triunfaron las voces que se habían esforzado en convencer a los enviados estadounidenses de que permitir ese proceso no ayudaría en la lucha contra el comunismo en el subcontinente. El gobierno de Estados Unidos aceptó a regañadientes aplazar el juicio, pero exigió participación de la CIA en la investigación. Aun así, las búsquedas resultaron infructuosas. La labor conjunta de la ANIC y la CIA solo pudo confirmar que López Orduña había viajado a Colombia del Norte, vía Venezuela, en 1970. No había registros de ningún otro movimiento. No había pruebas de comunicación alguna con el gobierno del Estado del Sur. 

Como era de esperar, la ausencia de detalles verdaderamente sustanciosos no amedrentó a la prensa. Se supo que, al momento de su detención, López Orduña vivía en Riomar, una de las cinco localidades de Barranquilla, en la casa de su hermana menor, María Concepción, que jamás había dejado su ciudad natal y trabajaba como maestra. Diarios y revistas hicieron circular textos inflamados acompañados de furtivas fotos de la habitación en que López Orduña había pasado la mayor parte de sus horas durante los últimos cinco años. Las fotos todavía pueden encontrarse hoy: muestran la habitación de un don nadie, llena de libros y vacía de casi todo. Sin datos útiles avalados por la ANIC o la CIA, las miradas viraron hacia la hermana del famoso comunista. Un conjunto de padres, asustados por las implicancias en la educación de sus hijos o llenos de odio, elevaron tremendas quejas y María Concepción fue licenciada de sus tareas. Poco y nada ocurrió luego. Simplemente pasaron dos o tres años en los que la información brilló por su pobreza. 

Solo resta consignar que el gobierno de Colombia del Sur se solidarizó en comunicados internacionales con la situación de su otrora valioso político, pero negó cualquier conexión. Con el tiempo, otros asuntos fueron tornándose más importantes y la prensa colombiana, la ANIC e incluso (hasta donde se sabe) la CIA abandonaron el tema. Al cabo, olvidado por segunda vez, López Orduña fue liberado bajo palabra en 1978 y vigilado escrupulosamente apenas hasta 1981, cuando la tarea parece haber aburrido incluso a sus responsables. Entonces María Concepción pudo volver a la enseñanza y Jesús David, si no tuvo facilidades para encontrar una ocupación legal, al menos dejó de ser un perseguido político.

Desde entonces, solo ha transgredido la decisión de mantenerse alejado de la vida pública para dar a conocer algunos ensayos sobre literatura latinoamericana. Yo no estoy seguro de que hayan logrado verdadero reconocimiento, ni siquiera de que sean buenos, pero resultaron muy importantes para mí, puesto que me otorgaron una excusa perfecta para solicitar una entrevista. Incluso antes de llegar a Colombia, sabía que López Orduña se había negado a ofrecer reportajes en muchas ocasiones, pero sospechaba que no se había intentado hacerlo por el camino de la discusión literaria. Aun así no había razón alguna para pensar que sería sencillo conseguirla. 

Llegué a Barranquilla en junio de 1984 y alquilé una habitación en un hotel a cuatro cuadras de la Biblioteca Pública Departamental Meira Delmar, en cuya hemeroteca pasé tres días. Así obtuve la dirección de López Orduña e incluso pude ver las fotos que mencioné antes, además de repasar los acontecimientos que he resumido. Sin embargo, a medida que me sumergía en la investigación, me parecía cada vez más inadecuado llegar sin aviso. Temía que una sorpresa de ese tipo me cerrara las puertas de su vida para siempre. Durante dos semanas me encargué entonces de obtener y leer sus ensayos. Preparé una lista tentativa de preguntas. Decidí que lo correcto sería contactar a María Concepción, conjeturé que era mi deber pedir un permiso indirecto. Averigüé los datos de la escuela en que trabajaba y la esperé en la puerta. Al verla sentí que algo de él me llegaba a través de ella y me presenté torpemente. Le dije (mentí, claro) que no había podido hallar su teléfono o dirección y que por eso me había permitido molestarla a la salida de su trabajo. Le hablé (mentí, claro) de mi interés en el trabajo crítico de su hermano. Evité mencionar nada explícito relacionado con el pasado, aunque dejé entrever que yo sabía de la participación política de Jesús David e, incluso, me permití implicar que ello había engrandecido su labor como estudioso de la literatura. Cuando le entregué unos papeles con las preguntas sobre literatura latinoamericana que había preparado y los datos del hotel en que me hospedaba, ella me miró con recelo y dijo que se los haría llegar, pero que no era inteligente de mi parte esperar respuesta alguna. 

Volví a mi hotel resignado, convencido de que la perspicacia de su hermana lo alertaría de mis verdaderas intenciones. Sentí que era estúpido ignorar que ella tenía claro que nadie que hubiera reparado en la figura de su hermano desdeñaría su pasado revolucionario, que ese rasgo lo marcaba tanto o más que escribir sobre literatura desde Barranquilla, importantísima ciudad industrial y portuaria de la muy liberal Colombia del Norte.

Tras dos días de ansiedad vacía, contraté una excursión al volcán de lodo del Totumo, a 70 kilómetros de la ciudad, y pasé otros dos días encontrando, intencionalmente o no, relaciones simbólicas entre esa formación natural y el hombre cuya historia me mantenía en vilo. De regreso a Barranquilla, al pedir la llave de mi habitación en la recepción del hotel, me entregaron una pequeña notificación. Decía que un tal señor Jesús David López Orduña había llamado y dejado su teléfono. La muchacha que me alcanzó el papel mencionó el nombre con una voz tan carente de interés en lo que estaba diciendo que yo sentí que ese país no merecía su Historia. Sentí, también, vergüenza de mí mismo, de mi esfuerzo por encontrar a un hombre que no deseaba ser encontrado, por hacerlo hablar de algo de lo que no quería hablar. Sentí un vigor colosal.

Al día siguiente caminé hasta su casa. La distancia que la separaba de mi hotel no era poca, pero necesitaba llegar con energía y a la vez tranquilo, lúcido pero capaz de ocultar el objeto de mi viaje hasta que fuera apropiado. Llamé a la puerta. López Orduña la abrió sin siquiera preguntar quién estaba del otro lado. Sonrió afable. Era un hombre de sesenta y tantos años y tenía un aspecto común, igual al que podrían haber tenido muchos otros colombianos de su edad. Mientras nos acomodábamos en el modesto comedor donde iba a tener lugar la entrevista, repasé mentalmente mi estrategia. Tenía que hablar de literatura. Tenía que preguntar por Álape y García Márquez, por Cortázar, Fuentes y Vargas Llosa, por Borges y Neruda, por Rulfo y Cabrera Infante. Había memorizado bien esa lista de nombres y algunos otros, había leído algunos de sus libros, pero apenas sentado, tras unas pocas frases de cortesía, me hostigó la impresión de que no tenía sentido perder tiempo y dirigí el diálogo de la peor manera.

–¿No es extraño –pregunté sin solución de continuidad– que uno de los líderes de la Revolución que instauró el Estado comunista en Colombia del Sur escriba sobre literatura desde Barranquilla, una de las principales ciudades de Colombia del Norte?

López Orduña se enderezó en su asiento. Me gustaría decir que me miró con sorpresa, pero sería falso. Me miró con decepción, con tristeza. Posó los ojos en la ventana y volvió a mí con un gesto diferente. Habló pausada y acentuadamente, como quien modera un enojo.

–Usted me quiere hacer decir algo que no tengo por qué decir. Y lo hace para defender una supuesta ética… una ética que yo debería sostener, pero que se mide con un examen que usted y sus lectores, si es que los hay, no practican sobre sí mismos. Mi hogar está en el sector geográfico norte de Colombia, pero Colombia es una. Yo no vivo en el norte ni el sur de Colombia, yo vivo en Colombia. Barranquilla es la ciudad en la que me tocó nacer, una casualidad, pero eso me marcó y aún hoy me toca. Buena parte de la población nacida en Bogotá vive en Bogotá. Y así en San Pablo, Quito, Santiago, La Paz, Lima, Montevideo, Caracas, Buenos Aires… al menos hasta las inundaciones. No soy distinto de ellos. Viví diez años fuera de Barranquilla y en ese período participé de la vida política de mi país con intensidad. Quién sabe tuve una incidencia mayor a la que habría merecido. En algún momento sentí que, si no volvía entonces, ya no podría volver. ¿Estoy contento con lo que surgió de esos años? En ciertos sentidos sí y en ciertos sentidos no. Pero la división no fue generada por un solo grupo. No hay una mitad de Colombia que deba cargar con toda la responsabilidad. Es preciso luchar contra la división, es una misión que no puede ser abandonada, pero Colombia del Sur y Colombia del Norte son los nombres que se dan a dos Estados, no a dos pueblos. 

El tono del comienzo era enfático, pero hacia el final se había diluido, como si se tratara de una reflexión para sí antes que algo que le importara que yo oyera. Volvió la mirada hacia la ventana. Supongo que se estaba esforzando, supongo que quería que yo le cayera bien, perdonarme mi indiscreción.

Por mi parte, yo había cruzado el Atlántico para escribir mi libro. Había entrevistado a once importantes personajes de todas las latitudes de América. Y aun así tenía la impresión de que aquel era un momento cumbre. Debería haber hablado de literatura, mostrarme satisfecho con esa respuesta, esperar hasta ganar su amistad para continuar, luego y con mayor complicidad, por el camino que me interesaba. No lo hice.

–Pero, más allá de la separación de los Estados –insistí–, usted formó parte de una generación, y un grupo dentro de ella, que buscaba efectivamente la instauración de un Estado socialista.

Creo que entonces perdí para siempre la posibilidad de causar simpatía en él.

–Permítame que le explique lo que está mal de su afirmación –su tono era severo–. Usted cree que yo participé de un grupo que intentó tomar el país por la fuerza. Pretende ser “sutil”, pero me quiere preguntar cómo fue hacer una revolución. El problema es que entiende por ello una cosa sonsa: usted piensa que hacer una revolución es creer en una idea, convencer a mucha gente, juntar armas y combatir. No es así, no fue así. Nadie tomó Marquetalia. Marquetalia era una comunidad de algunos miles de personas y yo era uno de ellos… Usted cree que para oponerse al relato de sus mayores conservadores debe confiar en el relato opuesto. La historia conservadora sostiene que hubo un grupo de gente que tomó por las armas un pueblo y que eso es terrible. Usted, que evidentemente está en contra de esa perspectiva y se dice todos los días frente al espejo que es un hombre de izquierdas, invierte su valoración y se convence de que hubo un grupo de gente que ganó por las armas un pueblo y que eso es maravilloso. Pero nadie tomó nada. Nosotros fuimos parte de una comunidad. No obligamos a nadie a vivir allí, ni mucho menos a escapar de ella. La comuna creció… 

–Y a partir de allí…

–No. Usted habla de algo que no conoce. Y lo hace con un hombre que no está interesado en lo que usted entienda. Además, es un hombre que corre algún riesgo hablando del asunto. Y a usted eso no le importa, o considera que debería ser valiente. La comuna no fue el resultado de la toma de un territorio. La comuna creció y eso asustó a mucha gente poderosa. Y les dio una excusa.

Yo esperaba que la explicación continuara, pero López Orduña ya había dicho lo que diría. Me observaba seco. Por un momento, creí que volvería a mirar la ventana y me concentré entonces en mis papeles para pensar, para buscar alguna información que me permitiera recomponer el diálogo, virar hacia la literatura. Cuando levanté la vista, López Orduña seguía mirándome fijo. 

–Roland Barthes –dije– escribió que la única patria es la infancia y…

–Barthes no escribió eso –me interrumpió–. Barthes escribió que solo hay una lengua, la patria de la infancia, la lengua materna. Ustedes, los franceses, suelen leer mal a Barthes. Es algo sorprendente.

–Creo que está equivocado.

–Un francés que habla de sus creencias… Continúe, tal vez esto vaya hacia algún lugar después de todo.

Recién entonces comprendí hasta qué punto lo había irritado. Intenté disculparme.

–Creo que me he manejado mal y quisiera pedirle perdón. Usted es alguien a quien respeto mucho.

–Usted no me respeta. Usted vino a ver qué tipo de latinoamericano soy. Fernández Retamar nos enseñó para siempre lo que somos para ustedes. Los europeos creen que hay dos tipos de latinoamericanos: los caníbales y los taínos; los bárbaros salvajes y los sabios naturales. En el medio, gigantescas hordas luchando por una de dos ficciones: los que tratan de vivir como en Nueva York o Londres y los que tratan de vivir como en París o Berlín. Pues bien, usted dirá.

Sentí su palabra como el peso final de una puerta de hierro que se cierra para siempre. La siguió un silencio durante el cual él o yo tomamos un trago de agua. Permanecimos un par de minutos haciendo nada. Después intercambiamos una frase de cortesía. Salí de su casa sin poder ponerlo en palabras, pero aún pienso mucho en su última frase.

Usted no lo sabe, López Orduña, pero quisiera recibir su herencia y luchar contra sus mandatos. Quisiera decirle que su misterio me habita.