¿Cuántas veces se puede contemplar la energía propia e ignorar los deseos que la agitan, reconocer la vibración que se exalta y no hacer nada?
Felipe decidió dejar Buenos Aires al día siguiente. Yo me levanté cerca del mediodía y salí al pasillo con la misma ropa con la que había dormido. Me habían despertado la intuición o la energía extraña que flotaba en el aire. Felipe sostenía una mochila y miraba hacia dentro del departamento comunitario, desde la puerta, con gesto cansado. Por el ángulo en que miraba, yo entendía que sus interlocutores estaban sentados a la mesa, pero él no respondía mucho. Debía haberse explicado antes, en el momento en que llegué apenas soltaba algún monosílabo. Era como si hablara con el cuerpo y dijese “voy a escucharlos para que no sientan que no hicieron lo posible”.
Cuando notó mi presencia, giró la cabeza y levantó el mentón hacia mí.
–Me voy –dijo.
No “nos vamos”, ni “yo me quiero ir, ¿vos qué querés hacer?”, ni “Emilia, extraño Rosario y los partidos de fútbol”. Se acercó a mí, me dio un beso en la mejilla y volvió a pronunciar esas dos palabras que no consideraban mi situación de ningún modo. O sí: consideraban mi situación y me dejaban intencionalmente afuera. Yo no atiné a decir nada inmediato. Sentí que era la culpable, me cayó como una certidumbre de hormigón sobre la cabeza. Felipe se iba por la muerte de Gómez. Felipe sabía que yo había matado a Gómez. No quería hablar de eso conmigo ni quería escuchar mi versión. Yo lo había manipulado para alcanzar la ciudad prohibida y ahora se despertaba como de un maleficio. No quería estar en Buenos Aires ni ocuparse de las actividades de las que se ocupaba. No era un artista como los Nos vemos mañana ni un pichón de político como Manuel. No era una idealista como Romina ni un proyecto de escritor en busca de experiencias como Darío. No era una extraterrestre cumpliendo un mandato paterno como Mei ni una… ni era como yo, fuera lo que fuese que yo era. No hacía falta que nos dijéramos nada. No tenía ninguna razón para estar en Buenos Aires.
Tardé en reaccionar. Temí que les hubiera contado la verdad a los demás, pero no fue más que un parpadeo. Enseguida comprendí que no. No me pareció que me odiara, aunque no entendiera lo que yo había hecho. Esa incomprensión, de todos modos, tenía que haberlo llevado a la incomprensión general. “¿Qué mierda hago acá?”, debe haber pensado. No quería preguntarme por Gómez porque no quería preguntarme por todo lo otro. Tal vez estaba enojado conmigo, pero me quería. Yo era su hermanita y lo había necesitado para llegar a Buenos Aires.
–Felipe… –alcancé a decir. O creo.
Él ya estaba dándose vuelta. No es que se moviera rápido, sino que lo hacía con una decisión imperturbable.
–¿En qué te vas a ir? –pregunté yo, buscando tiempo, tratando de hacer algo.
Pero él seguía caminando hacia las escaleras. Giró apenas la cabeza y me ofreció una sonrisa triste. Yo avancé hasta la puerta y miré dentro del departamento. Mei, Romina y Darío estaban sentados a la mesa. Manuel seguía sin aparecer y pensé que la situación habría sido distinta si él hubiera estado presente. Lo que yo veía era una cofradía carente de energía. Eran bolsas flácidas, se podía sentir su desamparo. Me pareció que estaban al borde de la indiferencia.
–¿Lo vamos a dejar ir así nomás? –pregunté angustiada.
–Se quiere ir.
Y:
–¿Qué vamos a hacer?
Y:
–Emilia, esto no es un servicio militar.
Esas fueron las respuestas. Yo volví acelerada hasta mi departamento, me calcé con lo primero que encontré y corrí detrás de lo que tenía que ser el camino de Felipe hacia la salida. Me moví todo lo rápido que podía, pero todavía estaba atontada por los hongos y el alcohol de la noche anterior. Era como si la energía que me animaba fuera una gelatina. Felipe bajaba silencioso como un ninja o ya estaba abajo, yo no podía oírlo. Solo me llegaba el sonido de mis propios pasos bajando por las escaleras. No era un ritmo constante como el de un atleta o una máquina, era el traqueteo de un objeto deforme despeñándose.
Cuando llegué a la planta baja, la puerta estaba abierta. Salí a la calle y vi que Felipe se alejaba en bicicleta. Corrí hasta el garaje y agarré otra. Pedaleé gritando.
–¡Felipe!
Él me miró a los ojos. No aceleró, pero tampoco disminuyó la marcha, dejó que yo me esforzara hasta alcanzarlo. Llegué llorando como si tuviera cinco años y, entonces sí, se detuvo y bajó de la bicicleta. Yo me abalancé sobre él y lo abracé en un sollozo continuo. No tenía nada que decir y tal vez hasta me parecía bien que se fuera, pero no podía dejar de llorar desconsolada. Necesitaba abrazarlo y que me abrazara.
–Me voy, Emilia.
–¿En bici hasta Rosario?
–Sí, si hace falta… No, después de la tercera barrera va a haber autos o camiones. Voy a hacer dedo.
–¿Y si los guardias te quieren detener por haberte quedado en Buenos Aires?
–Les digo que me raptaron. Les explico cómo llegar para que los metan presos a todos ustedes… No va a pasar nada, Emilia.
Nos dijimos todo eso al oído, abrazados. Yo quería que él hiciera lo mejor para él, pero algo me impedía dejarlo ir. Hundí la cara un poco más en su hombro y no lo solté hasta que me di cuenta de que ya no me salían lágrimas.
Estaba sola en una calle cualquiera y no quería volver al edificio. Si hubiera tenido tabaco, habría fumado hasta hartarme. Creo que me habría gustado oír a Darío recitar un poema. Algo como el soneto “XX” de Mondragón:
El lunes que te obliga a escupir mierda,
que te hace llorar polvo y sangrar hambre,
que te muestra que estás en el enjambre,
ese lunes que nunca se te pierda.
En marzo y en la noche de la izquierda,
libando con espanto de tu estambre,
salivando las púas del alambre,
esa noche no impidas que te muerda.
Mártir en las batallas del presente,
Llorona de los cantos del pasado,
Apóstol del futuro arrebatado,
Killer de los retoños del ausente,
que el cross de la inacción te vuele un diente,
nada como atacar desesperado.
Me habría gustado oír a Darío recitar algo así y que luego desapareciera. No quería hablar con él. Tampoco quería hablar con Romina, no quería que ella me comprendiera. La figura de Manuel se me aparecía borrosa y atemorizante.
Subí a la bicicleta y empecé a pedalear. Era un día azul de verano. Las ruedas aplastaban ese pasto que aparecía por todos lados en las grietas del asfalto y cada tanto algún yuyo crecido me picoteaba las piernas. Yo trataba de elegir siempre las calles más angostas. Dejé que el viento me lavara la cabeza. Vagué sin pensar, con una sensación sin identidad. No sé qué tan lejos. La ciudad era mi naturaleza.
En algún momento vi un grafiti de los Nos vemos mañana y empecé a prestar atención a esas pintadas multiformes como si pudieran decirme algo, darme alguna información útil, contagiarme una vitalidad perdida. Yo conocía al grupo que las producía, pero era como encontrar petroglifos de una civilización extraviada. Lo que expresaban los excedía por completo. No sabían si lo que hacían eran celebraciones, ritos o epitafios. No sabían si perseguían experiencias o querían transmitir enseñanzas. No sabían si debían hacerlo con imágenes figurativas, simbólicas o abstractas. No podían decidir entre la geometría armónica y el caos. Se bañaban en esa incertidumbre en busca de más vida, en busca de más guerra, en busca de más búsquedas.
Yo no me detenía para mirar ninguna obra en detalle. Pasaban a mi lado o las divisaba a lo lejos y eso era suficiente. Su energía podía inundarme sin que me esforzara. No hacía falta ningún contacto privilegiado, no estaba intentando lograr nada. Ni siquiera escapar. La imagen de mi hermano en la pileta rondaba mi cabeza. Nadaba en mi cabeza.
Al doblar en una esquina, algo me llamó la atención del otro lado de uno de esos riachos que se formaban y a veces se mantenían más allá de la hora de la bajada del agua. Se movía como si estuviera vivo, pero con un movimiento que no era el de un roedor ni el de un insecto. Recorría minuciosamente diversos pedazos de territorio y luego volvía siempre al mismo rincón, una elevación de cemento que estaba junto a una pared casi derruida. Estábamos separados por un accidente urbano colmado de agua, su territorio de exploración era como una isla. Yo habría podido cruzar hasta allí fácilmente, no parecía que la profundidad de esa especie de foso que lo circundaba llegara más allá de mis tobillos, pero me quedé del otro lado. Era un figurita.
Fue la primera vez que vi uno solo. Por lo que nos habían contado y las pocas veces que los había visto a la distancia, sabía que se movían acompañados. Salían en grupos, trabajaban una zona y regresaban a su matriz a descargar el material orgánico que hubieran conseguido, a repararse, a recargarse y descansar o lo que fuera. No sé qué pudo haber ocurrido para que ese quedara ahí, abandonado, huérfano de su comunidad. Supongo que algo que había funcionado como puente se había perdido de algún modo repentino, arrastrado por el agua. Tal vez sus hermanos no lo habían abandonado, sino que habían muerto en alguna catástrofe a la que él había sobrevivido por azar. Tal vez hacía mucho que estaba solo y el lugar al que volvía cada pocos minutos era un proyecto de matriz. Se me ocurrió que yo era la primera persona en ver algo así. Imaginé que Manuel habría dado cualquier cosa por obtener la información que yo tenía. Eso me confortó.
El figurita no se acercaba mucho a mi posición. No era claro si podía percibirme de algún modo y me consideraba una amenaza o si su distancia se debía a una lógica en el recorrido. Era como una cajita alargada y sin ángulos rectos con pequeñas extremidades muy dúctiles. No podía nadar, pero cualquier otro accidente en el terreno era a lo sumo un escollo. Daba la impresión de ser capaz incluso de escalar paredes, no parecía que una caída pudiera hacerle daño. Había algo en sus laterales y en sus partes de adelante y atrás, tal vez eran aberturas, pero yo no podía verlas bien. Tal vez eran ojos. Sabía que los figuritas tenían su mecanismo más complejo en la parte inferior, en lo que sería su panza, pero no había manera de verlo. Lo más sorprendente era su piel, su cobertura. No era uniforme y lisa, como yo había imaginado. Era oscura, como de un marrón negruzco irregular, y estaba conformada por bultitos o granos ensamblados.
Después de un par de minutos intenté hablarle. No sé por qué. Dije:
–Hola.
Y:
–¿Estás solo?
Y:
–¿Te perdiste? ¿Dónde está tu grupo?
No percibí que respondiera de ningún modo, no sé si podía emitir sonidos. Luego de mi primera palabra pareció detenerse por un instante, pero el resto de mis frases no provocó nada. Tal vez consideraba que no era un sonido que informara sobre ningún peligro. Si podía oírme, continuó con su tarea como si mi voz fuera un efecto del viento.
Me senté en el suelo junto a su isla, de mi lado del agua. Éramos dos, de alguna manera estábamos juntos. Pensé en Gómez. Imaginé que, si hubiera estado conmigo, se habría emocionado. Habría atravesado el riacho renqueando y se habría lanzado a olfatear al figurita sin reparos. Acaso habría recibido una mordedura y habría respondido a ladrido vivo. Luego se habría colocado en posición de ataque, gruñendo feroz. Y finalmente lo habría embestido. Lo habría atrapado con su poderosa mandíbula, lo habría sacudido y lo habría lanzado lejos. Lo habría buscado de nuevo y habría vuelto a aferrarlo entre los dientes. Habría repetido la acción quién sabe cuántas veces. Me pregunté si el figurita habría muerto. Me pregunté si eran mortales. Si, de haberlo encontrado, otro grupo de figuritas habría podido alzarlo y llevarlo hasta la matriz para curarlo o repararlo. O si lo habrían desmenuzado para que la matriz hiciera otro figurita con su material. Me pregunté si eso habría producido alguna diferencia, si los figuritas tenían algún sentido, aunque fuera leve, de identidad.
Pero Gómez ya no estaba. Y el figurita seguía haciendo lo suyo, que por lo que yo veía era prácticamente nada. Volví a pensar en Felipe. Y de Felipe salté a la pileta, y a Nicolás, y a Rosebud, y a Montoya, y de nuevo a Rosebud, y de nuevo a la mole de agua, y me puse en pie, y subí a la bicicleta.
Antes de alcanzar la puerta de entrada de la casona, en el jardincito delantero me atacó una sensación profunda de vergüenza y me paralicé. No sabía qué iba a decir en el momento en que me abrieran porque no podía explicar bien qué me había llevado hasta ahí. O no quería explicarlo. Temía ponerme a llorar al ver un rostro humano. Tampoco quería volver al edificio ni seguir andando en bicicleta. No sabía qué hora era, pero no podía arriesgarme a que la crecida del agua me encontrara en cualquier parte.
Uno, cinco o quince minutos después, la puerta se abrió y yo me puse en movimiento como si por casualidad fuera el momento justo en que estaba llegando. Del otro lado apareció Ailén sonriendo, aunque todavía no éramos amigas. Estaba despeinada, con ese descuido que es hermoso cuando enmarca una cara con rasgos chiquitos como los de ella. Cargaba una mochila y llevaba unas bermudas de jean y una remera manchada con pintura de varios colores. Estaba saliendo a grafitear. Se la veía alegre. Era una bolsa de energía encantadora.
Sonreí con mi mejor sonrisa.
—Hola —dije.
‒¡Hola! ‒dijo Ailén, y yo la quise de manera automática.
Ailén no salió ese día. Porque era perceptiva y a pesar de mi sonrisa se dio cuenta de que yo no estaba bien. O porque yo pregunté por Nicolás y me tuvo que decir que estaba afuera pintando y le pareció raro dejarme sola. O porque ella también me quiso automáticamente.
Charlamos horas, cuando empezó a anochecer ya éramos confidentes. Ella me contó que casi nadie lo sabía, pero estaba acostándose con Iony. Yo, que solo había estado con dos chicos antes de venir a Buenos Aires y que desde entonces no había pasado nada con nadie. Ella dijo que vivir en comunidad estaba buenísimo, pero que a veces fantaseaba con abandonar a todos e irse a vivir por su lado a algún otro lugar. Yo, que aunque en el edificio vivía con cinco personas a veces me sentía muy sola. Ella, que también le daban ganas de volver al sur, donde había nacido, o ir a conocer Rosario. Yo, que Felipe acababa de irse y que de algún modo eso me había llevado hasta la casona. Pero no dije que creía que Felipe se había ido por mi culpa. Tampoco mencioné a Gómez. Tampoco dije que Manuel me daba miedo como Martínez Aldana ni que Iony me caía mal. Le hablé de Mei. Ella me dijo que le parecía rarísima pero que la atraía. “¡A mí también!”, dije yo, y le conté que su papá había muerto poco después de que llegáramos a Buenos Aires y que la noche anterior a la fiesta se había emborrachado hasta quedar inconsciente. “Pobre”, dijo ella. Y yo, que igual no me parecía que fuera por lo del padre, pero que era extraño porque tenía un aguante increíble para el alcohol. Ella dijo riéndose que tal vez estaba embarazada. Y yo me reí, pero solo para afuera.
Entrada la noche sentí un hambre voraz. Habíamos estado hablando todo el tiempo en un lugar semioculto del parque, más allá de la pileta, en un banco de plaza rodeado de arbustos, entre un árbol gigante y el depósito donde los Nos vemos mañana guardaban todo lo que recolectaban. Yo solo había tomado agua en todo el día e incluso Ailén podía escuchar los ruidos que hacía mi estómago. Fuimos a ver si encontrábamos un tentempié, porque ella suponía que ya estarían preparando la cena, que solían ser unos guisos inmensos para todos.
Al entrar en la gran cocina me impresionó la actividad. Montoya dirigía a tres duendes entre risas, como un padre bueno. Entre los cuatro pelaban, cortaban y picaban, salteaban y hervían, condimentaban y mezclaban. Yo sabía hacer todo lo que veía, pero estaba acostumbrada a hacerlo mayormente sola. Ailén le dijo a Montoya que yo estaba muerta de hambre, que mi hermano se había ido, que yo me iba a quedar a cenar, que se había enterado de que yo era rosarina, que yo había estado todo el día andando en bicicleta sin rumbo, que a pesar de la hermosura del día ella no había ido a pintar porque se había quedado hablando conmigo. Todo sin orden, o con un orden extraño que sin embargo daba una idea bastante acertada de las cosas. Montoya dijo algo afectuoso sobre mí y sobre Felipe y me dio un pedazo de pan con queso. ¡Queso! Más tarde me enseñarían a hacerlo: es un tipo de queso casero que se hace con leche en polvo. Tiene un sabor suave o casi no tiene sabor, pero yo aprendí a amarlo.
Mientras engullía como una ratita desesperada mi pan con queso, muchos de los Nos vemos mañana empezaron a pasar por la cocina. Saludaban, hacían chistes, agarraban cosas para poner las mesas en el gran comedor. Un Rosebud versión galán de cine, peinado con gel y vestido con camisa, zapatos y corbata floreada, me vio en el rincón, se acercó y me dio un abrazo hermoso. Casi me puse a llorar. Aunque lo había pasado muy bien con Ailén, el abrazo de Rosebud era lo que necesitaba. Al igual que con mi hermano, no hacía falta decir nada. No podía saber qué hacía yo ahí, pero de alguna manera lo sabía y me entendía. Al menos yo me sentía comprendida. Hasta que apareció Nicolás.
Entró desde el parque, por la puerta trasera de la cocina, y desde el otro lado yo vi en el ventanal que daba al fondo el reflejo de la imagen que él tenía que estar viendo: Ailén todavía estaba a mi lado, con su remera graciosamente pintarrajeada; Rosebud condimentaba unas ensaladas con pompa; Montoya dirigía entre risas a unos duendes en una coreografía que parecía salida de una película de Disney; algunas otras personas iban o venían buscando cosas, todas con su porte de artistas o su actitud de artistas en potencia; y en el rincón estaba yo, la boca llena de pan con queso, saludando tímida con la mano en alto, vestida con mi ropa de dormir, unos pantaloncitos rosa pálido gastados por el tiempo y una remera amarillo patito que hasta tenía nubes y arcoíris; en los pies, unas zapatillas de lona destruidas que en realidad usaba como ojotas o pantuflas completaban una imagen de nenita menesterosa que me quedó grabada.
Nicolás se acercó y yo pensé que no podía desearme en esa versión de huérfana indefensa. Él no hizo nada que me hiciera sentirlo, pero por un momento imaginé que lo estimulaba el plan “Príncipe azul se encuentra con Cenicienta” y lo detesté. Así que incluso me permití ser un poco sarcástica y agresiva respecto de lo lindos y libres que eran todos en esa casona, acerca de cómo debían disfrutar que una desventurada duendecita llegara con hambre hasta su reino.
‒¿Duendecita? ‒preguntó Nicolás.
Y yo me di cuenta de lo ofensivo que podía sonar, pero de todos modos consideré que había usado la palabra sobre mí misma, así que no había agravio. Y segundos después necesité explicarme, y le dije que, aunque no quería hablar de eso, estaba vestida así porque mi hermano se había ido y yo lo había perseguido apenas levantada y después no había vuelto al edificio y se me había ocurrido ir a la casona y hablar con alguien, no sabía con quién, y ahora estaba ahí parada y todos me parecían felices y yo no tenía nada que hacer con mi grupo y, aunque no sabía pintar, sabía cocinar y conocía muy bien la ciudad y había visto un figurita solo y no entendía bien lo que los Nos vemos mañana estaban haciendo y me parecía que ellos tampoco, pero igual los admiraba, y le conté que Martínez Aldana había firmado un permiso para que Ryunosuke, Mei, Manuel, Romina, Darío y Felipe hicieran tareas en la ciudad, pero yo no figuraba, y ahora me daba cuenta de que tal vez los Nos vemos mañana también tuvieran un permiso y le pregunté si tenían uno y cuál era su supuesta función y si Montoya tenía contacto con Martínez Aldana y si sabía si había conocido a Ryunosuke y si le parecía un delirio absoluto que alguien se sumara a su comunidad, si es que admitían gente que no fuera artista, o en todo caso si había alguna posibilidad de que yo me mudara con ellos, aunque entendía lo delirante que debía sonar, y le pedí que no le diera vergüenza ser franco porque yo igual tenía todas mis cosas en el edificio y también podía volver a Rosario como mi hermano o quedarme con mi grupo, que al fin y al cabo no era tan terrible, y estaban Romina, que era mi mejor amiga, y Mei, que era genial, y Manuel y Darío, que eran Manuel y Darío y no necesitaba explicarle quiénes eran.
‒¿Leíste el libro de Feraud? ‒preguntó Nicolás.
Supongo que lo miré con un gesto desencajado.
‒El francés de las entrevistas, el libro del que estábamos hablando ayer.
Yo tardé en recordar la charla que había presenciado el día anterior. Y también tardé en recordar que me había dado ese libro. Casi grito. ¡Solo había pasado un día y medio! Yo ni siquiera sabía bien qué había hecho el día anterior entre la visita matutina y la fiesta nocturna. Me parecía ridículo tener que aclarar que no, no lo había leído, ni lo había agarrado. Recordé que lo había dejado junto a la cama, pero eso era todo. Se me ocurrió que Nicolás estaba proyectando sobre mí lo que habría hecho él, que acaso hubiera leído al instante cualquier cosa que yo le recomendara, y me pareció tierno, así que me contuve. Pero yo le estaba hablando de algo mucho más importante, le había confesado que quería irme del edificio, que quería vivir con ellos. Me habría gustado decirle que el pasado era un perro muerto y el presente un hermano alejándose y que yo necesitaba un futuro distinto, pero dije:
‒¿Tenés un cigarrillo?
Así que fuimos en busca de tabaco y papel de armar y caminamos por el parque mientras yo fumaba. Nicolás me contó que no había nacido en el sur, sino que era de Buenos Aires y recordaba muy bien la evacuación posterior a las amenazas. Como la mayoría de los varones, a los veinte años todavía no había aprendido a hablar de cosas íntimas y necesitaba comentar obras de arte o películas o libros para expresarse. Me pareció que tenía bastante en común con Darío, aunque era menos irónico y más alto y corpulento. No era una energía que se agitara nerviosa, era más orgánica, como de agua.
Darío debía estar en su departamento escribiendo sobre historia argentina o sobre Mondragón. Mei no podía estar tomando alcohol ni buscando restos, así que me resulta difícil imaginar qué estaría haciendo. Tal vez estaba leyendo, o pensando en Ryunosuke, o en su mamá, Catalina Kuchma, que debía extrañar a su única y extraordinaria hija y con quien seguro tenía unas conversaciones insólitas que habrían merecido un libro. O tal vez estaba con Romina. Si es que Romina no estaba con Manuel, porque después me enteré de que la noche de la fiesta él había vuelto, o se había dejado ver, cuando en el edificio solo estaban Mei y Romina. En sus dos días de meditación había llegado a la conclusión de que solo Felipe o yo podíamos haber matado a Gómez y no pretendía encontrarse con nosotros hasta no estar seguro de quién lo había hecho.
En todo caso, yo no creía que estuvieran demasiado preocupados por mi ausencia. Tal vez Romina. Darío todavía no sabía o no quería saber que yo le gustaba. Y Mei casi no me consideraba, como un dios no puede estar pensando en los bichitos de cada rincón del universo. Manuel probablemente sentía ira, pero también paz, la tranquilidad de saber que el traidor no está al acecho. Si algo de Gómez todavía seguía con vida, tenía que ser en mi mente, en la de Romina, en la de Manuel o en la de Felipe, que a la noche ya habría llegado o estaría llegando a Rosario, a casa, al abrazo de mamá y la risa nerviosa de papá, que debe haberse esforzado para no hacer un escándalo al verlo acercarse solo, sin mí.
Yo no me sentía una traidora. En el gran comedor de la casona, compartía mesa con Nicolás y otros duendes que aceptaban mi presencia sin mucho dilema. Aunque en su etapa en el sur había sido habitual que su comunidad sufriera altas y bajas, hacía mucho que no se incorporaba nadie, así que mi aparición era bienvenida. Hacían chistes acerca de con quiénes compartiría cuarto. Y Nicolás se comportaba como un caballero atento, y Ailén me sonreía de lejos cuando cruzábamos miradas, y Rosebud se acercaba cada tanto a nuestra mesa, y Montoya no me parecía una amenaza.
Esa noche no dormí en la casona, pero sin dudas la cena fue mi fiesta de admisión.
‒Nos vemos mañana ‒dije más tarde, consciente del chiste tonto que estaba haciendo, mientras salía con una tabla de surf prestada bajo el brazo.
Ailén, Nicolás y Rosebud saludaban desde la puerta. Me veían irme como quien llega para quedarse.