Capítulo 1.8

Capítulo 8

20min

Imagen de portada

Si es verdad que ser es ser percibido, podría decirse que tengo una existencia intermitente. A veces existo yo, a veces existe alguien más. Ella también es hija de mis padres y hermana de mi hermano, nació en Rosario y viajó a Buenos Aires, le disparó a un perro y ayudó a desarrollar las investigaciones sobre el Sueño Lúcido, pero tiene un dominio de sí que me excede. Lleva adelante planes con una rigurosidad que no puedo ni imaginar. Yo salgo a caminar por las sierras cordobesas y recorto un manojo de lavanda para no sentirme triste. Ella maneja las riendas de un grupo de soñadores desde el sector de terapia intensiva de un hospital en Buenos Aires. Al menos es la versión que hace circular el gobierno. Los medios a veces me ubican en lugares insólitos: un sótano apestado de armas y drogas en Rosario, una mansión digna de Pablo Escobar en La Pampa, un casino en Puerto Rico, un monasterio en China. Si pudiera viajar en el tiempo y se lo contara a mi yo del edificio, se reiría. En esa época también había otra de nosotras. Existía fundamentalmente ante Romina, Mei, Manuel y Darío. No hacía más que cocinar y leer. Era tan incapaz de escapar de sus fantasías de aventura como de matar a un perro. Me pregunto si hay alguna intersección en la que nos encontremos las cuatro. 

El día en que Darío conoció en persona lo que podían hacer los figuritas y yo disparé un arma por primera vez, a la hora de la cena nos encontramos en el departamento comunitario. Felipe, Darío, Romina y yo. No se habló de Gómez, aunque se sentía la presencia de su cuerpo en el ambiente de al lado. Yo empecé a cocinar como un robot. Recuerdo que evité el ras el hanout intencionalmente, no quería que su sabor quedara asociado a nada de lo que había ocurrido. Por lo demás, no me preocupaba qué usaba y qué dejaba de usar. Teníamos comida para mucho tiempo: habíamos acopiado alimentos no perecederos y cultivábamos algunas verduras en un terreno cercano. Manuel no aparecía, pero eso no hacía menos notoria la ausencia de Mei. Durante un buen rato, la conversación eludió también ese tema, pero finalmente nos dirigimos en conjunto a su departamento.

Tirada en el piso bajo la ventana del living, Mei tenía la cabeza apoyada en un almohadón rojo con unas flores bordadas. Era bueno que existiera el almohadón, de otro modo la espesa capa de vómito le habría manchado también la cara. Era un lago pequeño que había ganado un terreno de dos metros de diámetro. Podría decirse que Mei nadaba en él, pero no hacía ningún ruido ni se movía. A simple vista, dormía tranquila, pero Romina rompió en llanto al verla. Los demás permanecimos a un paso de la puerta, apabullados.

Felipe fue el primero en acercarse. Se inclinó sobre ella y le quitó el pelo de la cara. Le tocó la frente.

–Mei, ¿estás? –preguntó.

Mei no respondió. 

–¿Está consciente? –pregunté yo.

–No, ¿cómo va a estar consciente? –dijo Darío.

–¿Y sus signos vitales?

–¿De qué carajo hablás, Emilia? –Darío tenía los brazos abiertos y mostraba las vendas desprolijas–. ¿Vos ves paramédicos acá cerca?

–¿Respira? ¿Tiene pulso normal? ¿Cómo querés que lo pregunte? 

Felipe se inclinó sobre Mei y colocó dos dedos bajo su mandíbula, cerca de la oreja izquierda. Era casi gracioso: un inmenso monstruo flotando en un pantano de vómito al que Felipe trataba de tomarle el pulso con delicadeza, sin mancharse. 

–Parece que está bien —dijo.

–Igual no la dejemos así. Hay que bañarla –dijo Romina.

Se inclinó sobre Mei y la tomó por debajo de los hombros. Felipe y yo la ayudamos. La llevamos hasta la bañera y la recostamos adentro. La desvestimos. Romina abrió la canilla y dejó que un chorro de agua le cayera directo en la cabeza. Entrecerró la cortina de la bañera y giró para hablar con Darío. 

–Me preocupa, ¿la llevamos a lo de Montoya?

–Pará un poco –dijo Darío–. Se emborrachó. Tiene que dormir y ya.

–Pero nunca se había puesto así. 

Desde el interior de la bañera se oyó una vocecita leve.

–Frío.

Era Mei, el agua que caía directamente sobre su cabeza no había empezado a calentarse. Hablaba sin abrir los ojos ni moverse para evitar el chorro.

–Pobrecita –dijo Romina.

Cerró la canilla de la bañera y abrió la del lavatorio para esperar que el agua se calentara. Volvió a liberar el chorro sobre Mei.

–Pero… no sé –empezó Romina–. No es normal.

–Voy a decir una pavada –dijo Darío–. Nada es normal.

Desde el fondo, la vocecita se dejó escuchar de nuevo.

–Me quemo.

Pudimos ver el vapor que subía desde la mollera de Mei. Romina se abalanzó sobre ella, le apartó la cabeza y cerró la canilla. Darío estalló en risas. Felipe y yo nos sumamos por lo bajo. Romina nos dedicó una mirada asesina, pero no dijo nada. Sabía que Darío y Felipe la querían, que yo la admiraba. 

La vestimos y la acostamos. Romina me pidió que le llevara un plato de comida para quedarse con ella y nosotros tres volvimos al departamento comunitario. Mientras cenábamos, Darío contó una película: Aguirre, la ira de Dios, de Herzog. Según su relato, era una cosa densa, llena de momentos en los que prevalece una especie de tensión quieta. Supongo que era su manera de hablar de nuestra situación sin nombrarla. Por lo que entendí, trata de un viaje imposible, realizado con la tecnología precaria del siglo XVI o XVII, a través del Amazonas. Enviado por la corona española, Aguirre decide separarse del mandato monárquico y proclamar el territorio descubierto como propio. Darío hablaba con fascinación, se sentía identificado. A modo de cierre, recitó “Hatillo”, otro soneto de Mondragón. 

Todo lo que dijiste a grito crudo,

todas las emociones que juraste,

nada de lo que sangra hasta el empaste,

nada que te susurre que estás mudo;

mucho de lo que escupe el estornudo, 

poco de lo cantado que te armaste,

todos los que hayan visto cuánto amaste,

nadie que no haya dicho cuanto pudo;

cuernos quemados antes del olvido,

piernas quebradas justo en el aplazo,

dientes gastados luego del reemplazo,

cuello estirado, hígado leído;

siempre deseando nunca irte al mazo,

nunca tirando el ancla en lo perdido.

Romina habría estado feliz de saber que nuevamente se perdía un recitado de Darío. No es que no lo quisiera, pero la irritaba y disfrutaba mostrándose distante de sus apreciaciones. Como si lo hubiera calculado, apareció poco después del último verso y habló con cara de preocupación:

–Hay que llevar a Mei a lo de Montoya. Se siente mal, no se puede levantar, no creo que sea el alcohol. Es otra cosa.

Yo la apoyé:

–Montoya es medio médico. Puede mirar a Mei y dejarnos tranquilos.

–Montoya no es médico –dijo Darío–. Es un curandero.

–No podés ser tan terminante siempre –Felipe se había armado de coraje para decir eso. 

Romina no abandonaba su gesto severo.

–¿Pero Mei se despertó? ¿Qué siente? –preguntó Darío.

–Sí. Está muy mareada, no se puede levantar.

–¿Y cómo la llevamos? –preguntó Felipe.

–La subimos al karting azul que trajeron Mei y Darío.

–Lo traje yo –dijo Darío.

–¿Qué te pasa? –dijo Felipe—. Pará un poco.

–Le atamos unas sogas –siguió Romina– y la remolcamos en bicicleta.

–No estarás fantaseando con que salgamos ahora, ¿no? –dijo Darío.

–No. Mañana, cuando nos levantemos.

El día siguiente nos alistamos lo más temprano que pudimos. A las diez de la mañana estábamos en movimiento por las calles de una ciudad intervenida acá y allá con grafitis y murales. Felipe y Romina pedaleaban en sus bicicletas y cargaban con el peso de Mei sin quejarse. Tiraban como bueyes de dos sogas atadas a la parte delantera del karting. Aunque se la veía pálida, cada tanto Mei se agitaba como si tuviese figuritas encima y la estuvieran mordiendo. Eran burlas tontas, pero a Darío le molestaban. Avanzaba hosco en un monopatín porque no quería manejar una bicicleta con las manos doloridas. Yo iba a su lado en una patineta. Creo que me gustaba un poco cuando estaba contrariado. 

No íbamos alegres, pero salir del edificio nos producía cierto alivio. Conocíamos el camino que estábamos transitando como ningún otro, lo habíamos recorrido varias veces. Era la distancia exacta que nos separaba del arte y los artistas, de los hongos alucinógenos, de las situaciones que después nos daban algo de qué hablar, de algunas bolsas de energía muy bellas y de otras que no lo eran tanto, gente que poder amar y detestar de veras.

Yo quería a Rosebud más que a ninguno de los Nos vemos mañana. Qué energía hermosa. Rosebud trabajaba todos los días para que cada encuentro fuera algo nuevo. La primera vez que enfrenté su presencia era un varón algo tosco. Llevaba unos pantalones de jean que le quedaban grandes y una remera larga, un poco arruinada. No entendí todo de golpe, pero percibí algo particular. La segunda vez era una especie de diva de pin up, con tacos, aros redondos inmensos, pollera ceñida y un corset que daba base a un escote al borde del estallido. Sería tonto pensar que había una versión más verdadera. En la casona decían que Rosebud y Montoya eran amantes, pero a mí no me constaba. Cuando me parecía verdad, en todo caso, veía a Montoya con otros ojos.

En ese entonces yo no sabía que ahí iba a encontrar una gran amiga, Ailén, la persona más graciosa del mundo. Todavía no la distinguía del resto de los duendes que corrían alrededor de Montoya, ocho o nueve adolescentes que apenas tenían edad suficiente para dejar sus casas. Si había alguien de quien prefería estar lejos, era Iony, una bolsa con mucha ascendencia en el grupo. Lo llamaban así porque pasaba la mitad del tiempo vistiendo una remera blanca con un breve texto en el centro del pecho:

I ♥

NY

Me resulta difícil explicar por qué no me gustó desde un comienzo, pero más tarde, cuando hirió a Ailén y ella lloró como si le hubieran quitado el corazón, confirmé que mi recelo era apropiado. Ahora, a lo lejos, su recuerdo me hace pensar en el soma, la droga de Un mundo feliz, la novela de Aldous Huxley. En realidad no en el libro, más bien en una charla con mi papá.

Sentados a la mesa de la cocina, tomábamos café junto a la ventana. Yo estaba leyendo la novela y dije:

–Supongamos que existiera el soma, un soma ideal. Lo tragás y estás feliz, ¿no?

Mi papá asintió.

–¿Por qué suena siniestro? Te produce felicidad, es una pastillita perfecta. ¿Por qué igual es tan oscuro? ¿Por qué no podés imaginarte tomándolo todo el tiempo?

Mi papá se quedó pensando. 

–Porque tal vez la felicidad no es el objetivo. 

En fin, esa mañana yo me mostraba tranquila. Patinaba sonriendo ante las bufonadas de Mei, pero en realidad seguía angustiada y lo que menos quería era tener que soportar al Manuel de otro grupo. 

Cuando entramos en la casona me quedé mirando la muestra que había en las paredes de la sala principal. Eran dibujos hechos con tinta negra sobre pequeñas hojas canson, imágenes irreales de la ciudad, con vegetación desproporcionada o plantas tropicales que no existían. Las había hecho Nicolás, un duende muy tímido, aunque no fuera pequeño. Más alto que Mei, debía pesar cerca de cien kilos. Era un hombre en ciernes. A mí ya me había llamado la atención antes, pero ese día empecé a quererlo porque, tras verme quieta frente a sus dibujos, un poco triste, se acercó, descolgó uno de la pared y me lo regaló. Ilustraba una de esas esquinas porteñas de edificios afrancesados con cúpula. Por el parabrisas roto de un auto abandonado a sus pies brotaba una rama gruesa. Yo quise creer que simbolizaba algo.

Me quedé charlando con Nicolás y otros duendes mientras Mei entraba débil con Montoya en un estudio que daba al parque. Romina miraba la puerta inquieta y yo sentía la obligación de estar atenta, pero no quería despegarme de los duendes. Me gustaba escucharlos. Comentaban un libro de un francés que había viajado por Latinoamérica entrevistando a grandes figuras de la política y yo no tenía nada que decir, pero me sentía integrada. 

Tras una breve entrevista, Mei salió de la habitación con gesto afligido y yo temí que hubiera malas noticias, pero en realidad lo que la agobiaba era que Montoya no había podido ayudarla. Darío revoloteaba con las manos vendadas alrededor de Lupe, y Felipe, visiblemente apenado, caminaba por el parque junto a la pileta. Ninguno discutió nada cuando Romina dijo que había que volver al edificio. Entonces Nicolás nos contó que esa noche pensaban hacer una fiesta e insistió en que volviéramos después de la cena. Romina y Mei agradecieron, pero dejaron en claro que no volverían. Darío, Felipe y yo nos alegramos. Era obvio que Darío no podía perder oportunidad de encontrarse con Lupe. Era obvio que yo estaba empezando a desear cualquier cosa que me alejara del edificio. Era menos obvio qué quería Felipe, pero fue el primero en responder que ahí estaríamos. Antes de que cruzáramos la puerta de calle, Nicolás apareció con el libro del francés del que habían estado hablando y me lo dio. Yo no lo había pedido y no planeaba leerlo, pero coloqué el dibujo entre sus páginas y lo abracé contra mi pecho.

A medianoche, bajo un cielo húmedo y macizo de verano, llegamos a la casona en silencio. Habíamos cargado nuestras tablas de surf un par de minutos desde nuestro edificio hasta el corredor de agua que conectaba los dos grupos cada noche, habíamos chapaleado sentados durante veinte o treinta minutos, habíamos dejado las tablas a resguardo cerca del mismo corredor, nos habíamos puesto ropa seca que llevábamos en las mochilas impermeables y habíamos caminado otros cinco minutos. No recuerdo que se haya pronunciado palabra alguna durante todo el trayecto. La ciudad pasaba a nuestro alrededor apenas iluminada por la luna y las estrellas. Buenos Aires era un delta calmo, abandonado con prisa y redescubierto con respeto. 

Mientras cruzábamos el jardincito que había entre la reja y la puerta de entrada, Darío mostró que conocía la canción que irradiaban los parlantes desde adentro:

–Kraftwerk, qué increíbles los alemanes. 

Lo percibí como una sensación física repentina: Darío se había convencido de que la canción estaba destinada a sus oídos. Creo que tuvo una fantasía ególatra, como que Lupe estaría cerca de la entrada, esperándolo. Su cara de decepción al ver que tras la puerta aparecía Nicolás, los ojos fijos en mí, con una sonrisa que le quedaba grande, fue grotesca.

Nicolás me tendió una mano cortés mientras subía el escalón de entrada. Atravesamos un hall y llegamos a la sala. Como las muestras, que se sucedían mes a mes en sus paredes, el mobiliario cambiaba. En el fondo del parque había un gran depósito y los Nos vemos mañana eran muchos, así que sus propias recolecciones podían incluir objetos grandes. Esa noche la sala parecía estar arreglada a partir de arrebatos, con muebles irreconciliables. Había un solo elemento ubicado en su lugar justo, una bolsa de energía que dominaba la escena, Montoya.

–Hola –me dijo cuando nos acercamos.

Yo sentí un poco de temor. Creo que se me mezclaron Montoya, Ryunosuke y Martínez Aldana, me pareció que eran parte de una misma vibración que de alguna manera dirigía mis pasos. Mi impulso fue alejarme de ellos con alguna frase fácil. Dije que tenía que pasar por el baño y los dejé antes de que Nicolás pudiera decir nada. Me senté en el inodoro y estuve un par de minutos intentando hacer pis. Cuando salí, fui en busca de Rosebud, que charlaba con mi hermano en la cocina. Nos saludamos con una simulación de beso, que intuí adecuada porque Rosebud estaba montada como una señora distinguida. Acercamos las caras sin que las mejillas se tocaran. 

–Dos –me dijo señalando su vestido y sus zapatos–. ¿No ves que soy italiana? –y repitió el movimiento en la otra mejilla–. ¿Dónde estabas? Vamos a prepararte algo de tomar, así dejás esa carita de pasmo permanente. 

Mientras Rosebud mezclaba un par de alcoholes, Felipe me miró y yo imaginé que estaba pensando algo sobre mí, pero no dijo nada. Se apartó de a poco y dejó la cocina. 

–Probá esto –dijo Rosebud alcanzándome un vaso. 

Era un trago fuerte y me provocó una arcada, pero yo quería todo lo que pudiera ofrecerme, así que después de un breve sofocón sonreí complacida. Nos pusimos a charlar sobre algo que no recuerdo y, de pronto, soltó con una sonrisa: 

–Nicolás, ¿eh? Me contó un pajarito…

–Qué sé yo –dije mirando para otro lado y traté de cambiar de tema–. ¿Qué tiene? –pregunté levantando el vaso.

Lupe entró en la cocina con la cámara de fotos al cuello, seguida por Darío, que portaba el gesto de un enamorado idiota. Apenas atravesaron la puerta, Lupe se detuvo para tomarnos una foto sin que mediara palabra alguna y Rosebud posó con una rodilla flexionada, una mano en la cintura y la cabeza ladeada. Darío hablaba sin parar. Como quería seducir a Lupe y no conocía ningún otro modo de hacerlo, estaba disertando sobre ese proyecto que constaba de cientos de retratos de Montoya caracterizado de múltiples maneras.

–Una codificación de las posibilidades del cambio –decía, o algo parecido.

Lupe seguía haciendo foco en nosotras dos, no le respondía, aunque sonreía levemente. Creo que hasta me da un poco de pena recordar a Darío en esa situación. 

–Y Montoya significa una intromisión en ese recorrido de estéticas que parecen existir aisladas –continuó Darío.

–Tiene que hablar conmigo de eso, doctor –dijo entonces Rosebud–. ¿Sabía usted que el vestuario, el maquillaje y la producción de esas escenas están a mi cargo? 

Darío giró y nos miró como si antes no hubiera notado nuestra presencia.

–¿En serio? 

–Claro –dijo Lupe sin separar la cámara de su cara–. ¿No te habías dado cuenta?

–Bueno –balbuceó Darío–, también podía ser tu... Aunque no, claro, ahora veo que es un proyecto en conjunto. Es muy interesante.

Tal vez haya sido un efecto rápido del alcohol, pero la desorientación de Darío me pareció graciosa y solté una risotada. Darío me miró con gesto asesino y yo no pude evitar sacarle la lengua.

–Ay, gente, búsquense un cuarto –soltó entonces Rosebud maliciosa. 

A veces pienso que sabía todo. Incluso del futuro.

Alcoholes, conversación, música, insinuaciones. En la siguiente hora y media la fiesta mantuvo un ánimo a media asta, una intensidad contenida por las nubes que toman a veces el cielo de Buenos Aires y convierten la ciudad en un sopor de humedad y aire caliente. Las caras se estiraban con el sudor, los párpados empezaban a caer, cuando sucedió lo que secretamente todos esperábamos, lo único que mantenía nuestra fe en la comunidad humana: Iony empezó a ofrecer hongos alucinógenos cultivados según una técnica de Montoya. Como una espada cortando un nudo inviolable, cada manojito de cucumelos que dejaba caer en las palmas que lo solicitaban fue deshaciendo la red que nos refrenaba. La sola promesa de ímpetu y delirio hizo aparecer el espíritu festivo.

Colores fluorescentes y sombras móviles, paredes blandas y conversaciones confusas, un poco de baile y algún que otro vómito. Un par de horas después, casi todos nos sentamos cansados en el suelo. De nuevo, pero esta vez coloreado todo por las lentes deformantes que los hongos habían interpuesto entre los sentidos y las cosas, se sintió el calor.

Yo lo recuerdo así:

Parada dentro del círculo, Ailén exhibió el labio inferior brillante, con ese brillo irregular que solo puede provocar la saliva. La mayoría seguía en su charla o su estado mental incomunicable, pero algunos fuimos captados por la escena. Ailén empezó a abrir los labios lentamente, con una regularidad y una paciencia desproporcionadas para el momento. Insuflaba aire en cantidades mínimas y la película plana de saliva que se había formado tapando la boca mostró una curvatura. Cuando ya tenía la atención de todos, comenzó a cerrar de a poco la boca, moviendo las manos para indicar que se proponía algo. Al fin, cerró los ojos y efectuó un último soplido. Una burbuja se liberó de su boca y flotó hacia un costado de la ronda. Iony se arrodilló y sopló con la cabeza apuntando hacia el cielo raso. La burbuja se elevó un poco y avanzó hasta el siguiente miembro del grupo, que reprodujo la maniobra. Se sucedieron dos o tres paradas hasta que la burbuja estuvo cerca de Felipe, que llevó a cabo lo más inesperado que podía imaginarse: se quedó quieto.

La esfera de saliva se deshizo contra el suelo y la imagen me produjo tristeza, pero cuando levanté la mirada y me di cuenta de que mi hermano seguía inmóvil la olvidé al instante. Fui la primera en quebrar el círculo y caminar hasta él.

–¿Estás bien? –pregunté–. ¿Está bien? –repetí mirando al resto.

Iony y Darío se acercaron.

–Ey, ¿oís? –dijo Iony poniéndole una mano en el hombro.

Felipe tenía los ojos abiertos pero no emitía ninguna señal. Alguien trajo una silla y lo sentaron. Le hicieron tomar un vaso de agua. Le mojaron la cara. Lo acostaron en el piso. Lo hicieron volver a la silla. Le dieron unos sorbos de whisky. Felipe no mostraba ninguna dificultad para hacer lo que le pedían.

–Hola. ¿Entendés algo? –preguntó Darío.

Felipe permanecía sentado sin moverse. Si se observaba con mucha atención, podía percibirse una respiración regular, un ritmo tan lento que apenas se podía llamar ritmo. Alguien apareció de la nada y, en una acción que debe haber juzgado como una gran idea, descargó sobre la mejilla de Felipe un sonoro cachetazo. Felipe no dio señales siquiera de haberse enterado, pero Iony se sacó.

–¡Qué hacés! –gritó.

El autor de la maniobra era un duende que miraba callado, haciéndose más chiquito con cada gesto de Iony. Rosebud se acercó desde el fondo, abrazó por atrás al pobre chico y lo apartó. Lupe apagó la música y alguien prendió las luces. Montoya entró desde el jardín. Iony le explicó en pocas palabras la situación.

–¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos? –decía yo, mirándolos.

Iony quiso volver a darle whisky, pero Montoya lo frenó. Le hizo unas preguntas, le acarició un hombro, le tocó la cara, pero Felipe no hacía nada. Todos nos íbamos quedando como espejos, repitiendo su postura de estatua: la espalda recta, los brazos a los costados del cuerpo, las pupilas inmutables, el parpadeo lento como la respiración. Éramos energías tridimensionales, pero temblorosas y ancladas. 

Repentinamente, en medio del silencio luminoso que había tomado la escena, Felipe se puso en pie de un salto y salió corriendo por la abertura que daba al parque. El instante que tardamos en reaccionar alcanzó para perderlo de vista. Yo corrí tras él sin dejar tiempo a que nadie se preguntara nada. Por primera vez iba delante, guiaba una estampida de bolsas lisérgicas de energía. Reflejados en la puerta ventana de vidrio que daba al parque, vi a Iony, Darío, Rosebud, Montoya y algunos duendes seguir mis pasos. Podía oír a Felipe en el pasto, pero su nuca, su espalda y sus piernas se habían perdido de a una por vez, fuera del cono de luz que emitía un foco desde la pared trasera de la casona. A mitad de nuestra carrera desesperada, se oyeron los pies de Felipe golpeando contra la escalerita de la pileta y el estruendo de un objeto chocando contra el agua. Rosebud y Montoya se detuvieron. Iony, Darío y yo continuamos acercándonos. Desde la casona, alguien encendió un reflector que daba a la mole traslúcida. 

Centenares de reflejos amarillos esparcidos por el parque aparecieron ante nosotros. Yo empecé a alucinar algo pero no puedo recordarlo, la imaginación se borraba a medida que la escena iba recuperando definición. Frente a nosotros, plácido como quien lleva a cabo el ejercicio más normal del mundo, mi hermano flotaba vestido, de espaldas. Braceaba y pataleaba ocasionalmente, como si lo más importante en ese momento fuera no perder el envión.

Capítulo 8 | El Gato y La Caja