Por momentos es como si olvidara dónde nací. Cuando trato de pensar cómo era mi vida antes, me viene a la mente la época en que Buenos Aires estaba deshabitada. No siento que Rosario sea mi lugar. Al menos no todavía. Si pudiera dejar este sitio, querría viajar por todo el país como Manuel, aunque debe ser cansador estar las veinticuatro horas a disposición del Partido.
¿Cómo voy a pensar en Rosario si ya el primer año en el edificio me parece lejano? Sé que fue cuando empecé a fumar. También recuerdo que leí los poemas de Sor Juana, de Emily Dickinson y de Rimbaud, El Aleph y El juguete rabioso, seleccionados para mí por Romina de entre lo que iban recolectando Mei y Darío. En la cocina me especialicé en guisos vegetarianos y usé el ras el hanout en secreto como un sello de autor. Afuera, caminé como nunca. Y aprendí a remar con casi cualquier cosa.
Entre los inventos para mejorar nuestra vida cotidiana, el más importante fue obra de Manuel: se le ocurrió que unas tablas de surf que habíamos encontrado podían ser un buen medio de transporte. Cuando íbamos a zonas inundables, las llevábamos para volver sobre ellas si nos quedábamos más allá de la hora de la crecida. También usábamos bicicletas y monopatines. Incluso patinetas. Nada que necesitara combustible.
El agua perdió su sorpresa mucho antes de lo que yo hubiera imaginado. Su ciclo mantenía una regularidad que se sentía natural, como el mar o cualquier río. Cada atardecer inundaba buena parte de la ciudad en un par de horas y luego empezaba un repliegue lento. Según Manuel, era incuestionable que el proceso estaba controlado por alguna tecnología que se encendía y se apagaba, pero el dispositivo era un misterio. Fuera lo que fuese, no estaba en Buenos Aires. Tal vez era un submarino, tal vez era un satélite, para alguien que no supiera nada de historia bien podría haber sido magia o un fenómeno que no necesitaba explicación, como la salida de la luna.
Una de nuestras mayores fantasías era pasar una noche cerca de alguna boca del subterráneo. Antes de que pudiéramos verla, el agua llenaba con una velocidad sorprendente la red de túneles y los insectos que habían pasado el día haciendo lo que fuese que hicieran salían a la superficie. La imagen de miles de bichos emergiendo desde el subsuelo nos fascinaba y nos ilusionamos con acampar en una terraza para verlos construir su mundo nocturno. Los insectos tienen un quantum de energía muy especial, son como un grupo de músicos improvisando, solo que de a miles. Pero un rato antes de la crecida aparecían los figuritas, así que nos llevó tiempo averiguar cómo hacerlo.
Durante el primer año apenas aprendimos cosas sobre esos seres orgánicos y artificiales que regían la ciudad. Recorriendo terrazas con prudencia, ayudados por binoculares y proyectando trayectorias sobre sus movimientos, Mei y Manuel encontraron la ubicación de una matriz que, si no era la única, al menos parecía la principal. Podíamos marcar en el mapa la manzana exacta de la que salían y a la que regresaban miles de figuritas cada día, pero no había modo de verla directamente. Aproximarse temprano, mucho antes del atardecer, había parecido una idea posible al comienzo, pero solo al comienzo. Manuel fue pronto testigo de cómo un grupo de figuritas aparecía un mediodía, casi de la nada, para engullir a un animalito perdido en los alrededores de la matriz. Los figuritas trabajaban la ciudad al atardecer, pero eso no quería decir que las inmediaciones de su hogar quedaran totalmente despobladas. Parecían hacer guardia. Manuel volvía cada tanto a alguna terraza cercana para ver si podía averiguar algo más, pero el impacto que le había producido la imagen de esa laucha o lo que fuera esfumándose íntegra no invitaba a entregarse a la observación sin miedo.
Por lo demás, los figuritas no venían seguido a nuestra pequeña zona elevada y seca y, de todas maneras, entre la tarde y la noche manteníamos bien cerrada la puerta de calle del edificio. Éramos cuidadosos. No paseábamos solos y, si veíamos acercarse algo que se asemejara a un grupo de figuritas, volvíamos al edificio sin pensarlo. El único que una vez corrió un riesgo verdadero fue Darío. Actuó de una manera estúpida, pero un año viviendo como vivíamos tenía que acabar con alguien haciendo algo estúpido. Además, no solo él mostró los efectos de esos meses aparentemente tranquilos. Sin dudas algo se había ido acumulando. Yo lo sé mejor que nadie.
Mei parecía ser de nuevo la bolsa inmensa y llena de energía que todos conocíamos: se mantenía en actividad constante o bebía. En cambio, Darío atravesaba un período de locura: le costaba escribir y ponía su energía extraviada en una especie de desenfreno por llevar al edificio cualquier aparato que funcionara o pensara que se podía arreglar. Esa tarde estaban en uno de los barrios más antiguos de la ciudad, una zona cercana al río que había albergado a la clase alta antes de la revolución del 67 y después a funcionarios bien ubicados en la jerarquía estatal o a profesionales importantes. Era una de las zonas más inundables y sus edificios, en general de la primera mitad del siglo XX, estaban mayormente destruidos por el agua. Los que permanecían en pie, de todos modos, no ofrecían un acceso fácil. Cuando la gente tuvo que evacuar la ciudad utilizó toda clase de mecanismos para impedir que cualquiera se apropiara de lo que no se podía cargar en ese momento de emergencia. Y cuanto mejor era lo que se abandonaba, más esfuerzo se ponía en protegerlo. Tabiques de madera, tapiados de ladrillos, cadenas con candados, barras soldadas, columnas de cemento: a veces las combinaciones eran alucinantes y se superponían de manera caótica. Era una galería del miedo.
Mei y Darío habían pasado horas recorriendo las calles del barrio, que conocían bien porque durante su adolescencia había sido escenario de la vida nocturna de la ciudad. Revivieron anécdotas, volvieron al pasado, tardaron un montón en decidirse por acometer algún edificio. Cuando finalmente lo hicieron, se encontraron con una puerta pesadísima que parecía fortificada desde adentro. Mei contó después que propuso más de una vez abandonar, pero cuanto más les costaba abrirla, más se excitaba Darío con lo que encontrarían detrás de ella. Lograron entrar después de mucho, quebrando la madera con una barreta y desplazando a fuerza de inconsciencia un armario metálico que hacía de barricada. Para el momento en que llegaron a un piso que no estaba arruinado por el agua, el sol ya se veía bajo por la ventana. Era un horario peligroso que no daba más que para llenar un poco al azar las mochilas y salir. Había muebles y otros objetos grandes que quizás valieran la pena, pero no tenía sentido desesperar por ellos, no desaparecerían. Mei ya se encaminaba hacia las escaleras cuando vio a Darío en cuatro patas, detrás de una mesita, desconectando los cables de un lujoso equipo de música.
—Un minuto —dijo Darío—, llevémonos el tocadiscos y el amplificador.
—Venís otro día —respondió Mei.
Pero Darío era una bolsa perturbada y en ese momento su energía enloquecida estaba aferrada a la existencia de esos aparatos. Los necesitaba con el corazón.
–¡¿Cómo los vas a abandonar acá?! ¡Son Marantz en perfecto estado!
Mei lo dejó hablando solo. Bajó y esperó en la puerta junto a las tablas de surf. Darío llegó un par de minutos después, encorvado por el peso del tesoro que había recuperado. Al verlo, Mei agarró las dos tablas sin decir nada y empezó a caminar. Subirse a una tabla de surf y remar con peso en la espalda es posible, pero el tocadiscos y el amplificador no entraban en las mochilas impermeables, que además estaban llenas, de modo que con la crecida se mojarían y se arruinarían. La única solución era caminar, llegar a nuestra zona antes que el agua, y Mei sabía que eso era imposible. Iba delante, apurando el paso por lo que alguna vez había sido un parque y ahora era en un pantano. Había decidido caminar por ahí para tener la posibilidad de correr en muchas direcciones si era necesario. Darío iba dos metros atrás, demorado por el peso.
En un borde del parque, una boca del subte empezó a escupir bichos: el agua estaba subiendo y los figuritas iban a aparecer pronto. Yo imagino a Mei moviendo la cabeza con exasperación más que con miedo, porque me cuesta representármela asustada. No sé cuánto más caminaron. En algún momento vieron la cuadrilla. Quince o veinte siluetas oscuras moviéndose con una coordinación que no podía haber sido aprendida. Avanzaban sobre el barro como si fuera su hábitat natural. Estaban a unos setenta metros, atravesando un claro que se formaba entre algunos árboles en la esquina opuesta a la boca del subte. Imposible saber de dónde habían salido. Darío debe haber tragado saliva con gusto a veneno, su pensamiento inmediato tiene que haber sido un disparate. Es seguro que Mei intentó razonar con él, pero a Darío no había manera de convencerlo de nada, así que Mei le dejó su tabla y se fue corriendo.
Darío empezó a correr cargando todo, la mochila, el tocadiscos, el amplificador, la tabla, pero fue inútil. La fantasía que hubiera construido su imaginación se deshizo en diez segundos. El grupo de figuritas lo alcanzó como una mancha viva y empezó a treparle por el cuerpo. Entonces sí soltó las cosas. Todo excepto la tabla, que iba pasando de un brazo al otro mientras corría sin norte. Apenas subidos a sus piernas, los figuritas empezaron a morder. No buscaban la cara o el cuello, como habría hecho algún animal salvaje. Se prendían con las patitas y mordían. ¡Y no tenían cabeza! No sé cómo no se desmayó al darse cuenta. En las imágenes que teníamos no estaba claro y yo no recuerdo que de Almeida haya dicho nada al respecto: mordían con la panza.
Darío se los sacaba como podía, sin detenerse, agitando las piernas o con la mano libre. Fuera lo que fuese, sus ataques no eran solo dientes: también ardían. Cuando Darío lograba agarrar alguno y lanzarlo a unos metros, parecía confundirlo por un segundo: el figurita despedido se quedaba quieto, perdido pero enfocado, como reconociendo el lugar. Y volvía a la carga, todo paz y fuerza. De cualquier manera, los instantes que tardaba en quitárselos eran suficientes para que le lastimaran la piel de los dedos o las palmas.
Cuando nos lo contó, no sabía cuánto había durado esa batalla en la que él estaba siempre en fuga, pero no puede haber sido mucho. La desesperación no le permitía medir el tiempo ni dejarse tomar por el dolor. Corría quitándoselos de encima, se detenía para lanzar ramalazos con la tabla, agarraba al figurita que tuviera aún prendido y lo tiraba lejos, volvía a correr. Era una bolsa de energía trastocada, encendida.
Pero de pronto lo dejaron tranquilo. Sin aviso, todos los figuritas empezaron a la vez a caminar en otra dirección. Darío siguió agitando la tabla como un molino en un vendaval, alienado, hasta que se perdieron de vista. A los pocos minutos, el agua ya le acariciaba los pies. Cuando le tocó las rodillas, se derrumbó en la tabla y dejó que la corriente lo empujara. Braceó poco, más que nada para corregir la dirección hacia nuestro edificio.
Llegó con una cara de asesino a sueldo que daba miedo. Tenía las manos y las piernas a la miseria. Seguramente quería buscar a Mei y pelear hasta el fin del mundo, pero al mismo tiempo pasó lo de Gómez, así que las cosas se fueron para otro lado.
El día anterior Gómez había tenido un ataque, uno de esos ataques que lo hacían sufrir muchísimo. Cada vez ocurrían más seguido. No sé si lo que le dolía era la patita trasera derecha, que tenía tan afectada, o si era un padecimiento generalizado en todo el cuerpo, pero el efecto era integral. Con la edad, los dolores eran cada vez peores y, después de peregrinar unos minutos por el edificio, Gómez solía acabar tirado en el suelo. Entonces, Manuel, Romina o Felipe, con quienes pasaba más tiempo, corrían a buscar la jeringa y la droga que le inyectaban. Aun así el sufrimiento no se iba rápido y cada vez duraba más. El hecho de que fuera esperable no lo hacía menos penoso.
Recuerdo que era de noche y estábamos en el pasillo, junto a la puerta del departamento de Felipe. Gómez no llorisqueaba como otras veces, lloraba desarmado. Mientras Felipe lo abrazaba, Manuel hundía la jeringa en la botellita cuyo líquido, traslúcido como el agua, era tan diferente al agua. Los demás mirábamos aturdidos. Teníamos enfrente una bolsa de energía canina tomada por una vibración funesta, una vibración que no llegaba a nosotros en forma de dolor, pero nos invadía como un aire denso. Vimos esperanzados cómo Manuel separaba el pelo beige y limpiaba con un algodón lleno de alcohol un punto en el lomo, entre los hombros, donde había explicado mil veces que conviene clavar la aguja para una inyección subcutánea. Por supuesto, Gómez no podía entender un lenguaje articulado, pero mi hermano lo acariciaba y lloraba con él mientras le susurraba cosas que los demás no podíamos escuchar y sin dudas eran importantes para ambos. Yo los miraba llorar juntos y sentía que la energía que me habitaba se retorcía.
—¿No sería mejor sacrificarlo? —preguntó Romina, casi susurrando, cuando todo el líquido había entrado ya en ese cuerpo peludo y no se podía hacer otra cosa que escuchar el llanto.
Manuel la miró dolido, Felipe ni siquiera levantó la cabeza. Yo nunca había escuchado que nadie dijera algo así en serio, ni en relación con Gómez ni en relación con nadie, pero sentí que Romina tenía razón. Yo podía ver. Veía el sufrimiento en Gómez, veía la angustia en Manuel, en Romina y en Felipe, veía la parálisis en Darío y en Mei. Era innegable que eso tenía que terminar. Sin embargo, también pensé que sacrificar a un ser en ese estado, acabar con la vibración de una bolsa de energía que está padeciendo de esa manera, sería darle una muerte en el sufrimiento. No puedo saber qué pasa al morir, pero se me ocurrió que tal vez fuera una experiencia que vale la pena y atravesarla sufriendo debe ser terrible. No podía hacer nada en ese momento, pero tampoco podía permitir que volviera a suceder. Supe que estaba enfrentando una idea verdadera, que Felipe o Manuel jamás podrían llevarla a cabo, que era inimaginable que lo hiciera Romina. Decidí que cuando Gómez estuviera bien lo mataría. Me aseguraría de que, cuando partiera, cuando atravesara la experiencia de la muerte, Gómez fuera una energía vibrando con el universo, una bolsa abierta.
Al día siguiente me desperté en blanco. No era un día especial, habíamos llegado a la ciudad hacía poco más de un año y no se percibía ningún horizonte contra el que recortar nada. Estoy segura de que no recordaba, al menos no conscientemente, mi reflexión del día anterior. Sentía la cotidianeidad como una expansión lenta, caldosa.
No fui la última ni la primera en llegar al departamento comunitario. Cuando atravesé la puerta no noté nada, pero en la imagen que ahora recuerdo me parece ver a Mei menos dura que de costumbre. Al pie de la mesa, echado, Gómez esperaba tranquilo que Manuel terminara su desayuno para que llegara el momento en que le tocara comer.
Hubo una conversación que no se diferenció demasiado de otras. Manuel comentó algo sobre el sector de la ciudad que recorrería esa tarde. Hacía poco había empezado a repetir lugares: tomaba notas de las huellas de las inundaciones y las comparaba con las que correspondían a la misma fecha del año anterior. Decía que hacían falta al menos tres ciclos anuales para llegar a alguna conclusión. Darío aprobaba ese método de inspiración científica. Manuel agregó que era un camino colectivo, porque cualquiera podía continuar el trabajo de cualquiera, y eso le había permitido primero a la Unión Soviética y luego a China lograr en pocas décadas lo que sobre la base de impulsos individuales habría llevado uno o dos siglos. Los dos sonrieron. Yo tomaba café y fantaseaba con el primer cigarrillo de la mañana. Mei le comentó a Darío que planeaba salir a buscar restos a un barrio antiguo.
—Me gustaría sumarme, camarada. Aunque no encontráramos nada, su compañía sería motivo suficiente —dijo Darío.
O:
—Qué maravillosa idea, compañera.
O:
—Ah, la recolección, qué tarea noble.
En todo caso, fue algo ridículo y caballeresco, que es el tono que usa Darío cuando está risueño. Especialmente si está risueño y un poco maníaco.
—Vamos después del mediodía —dijo Mei, opaca.
Yo noté el contraste pero no pensé que se relacionara con ninguna situación particular. Era la mañana de un día cualquiera, no se necesitaban razones para estar alegre o circunspecto.
Más tarde, después de fumar, cocinar, comer y leer, me encontré caminando por el edificio en busca de mi hermano. Dos o tres noches atrás, la corriente eléctrica se había cortado y Felipe había improvisado un remiendo transitorio en el generador. Ahora, tras leer un manual y conseguir los materiales necesarios, con Mei, Darío y Manuel afuera, había decidido poner manos a la obra para arreglarlo de modo más seguro y estable. Había avisado que cortaría la corriente unos treinta minutos, pero ya había pasado cerca de una hora y yo quería saber si necesitaba ayuda o cuál era la situación.
Fui directo al habitáculo de planta baja donde estaba el generador y lo encontré apagado. Felipe no estaba a la vista. Salí y volví a entrar en el edificio. Recorrí varios pisos a oscuras, asomándome a los departamentos cuyas puertas estaban abiertas. No veía ni oía a nadie, ni siquiera a Romina, que pocos minutos antes había estado conmigo. No podría recuperar el orden exacto en que me fijé en cada uno de los espacios, pero sé que cuando entré en el departamento comunitario encontré a Gómez.
Al verme atravesar la puerta, Gómez se puso de pie y se acercó. Me miró con ojos que sentí cansados pero afectuosos y me agaché para acariciarlo. Cuando iba a tocarle el lomo, me di cuenta de que en la mano derecha sostenía la pistola. Era la Makárov PM o la CZ 75 que habíamos traído de Rosario. Yo nunca supe cuál había elegido Manuel ni podría diferenciarlas, pero sabía dónde se guardaba porque Manuel no se habría permitido un secreto como ese. También nos había explicado cómo usarla. Evidentemente yo había hecho algo más que buscar a Felipe, pero aun así me sorprendí al notar que empuñaba el arma.
Sin dejar de mirar el caño, me enderecé. Gómez dio una vuelta alrededor de la mesa y se quedó frente a mí, con la lengua asomando por la boca semiabierta. No sé si es honesto imaginar que estaba feliz, pero se lo veía bien. Recordé que unas horas antes lo había visto jugando con Felipe, mordisqueando algo. Entonces irrumpió en mi cuerpo helada la idea que había distinguido tan claramente el día anterior. Gómez volvería a sufrir, pronto, y ese padecimiento sería mayor y duraría más que los anteriores. Entendí que desde esa perspectiva este era el momento adecuado, pero también que la conclusión era mucho más fácil de aceptar frente a esa escena de sufrimiento que frente a esta mirada que se me oponía ahora, con su vibración tan única.
Vacilé. Me pregunté si en verdad no era más correcto ayudarlo a alcanzar todos los momentos de alegría que pudiera, aunque eso implicara otros tantos momentos de sufrimiento terrible como el que había visto. Me acusé de pensar en su muerte por egoísmo, para evitarme la angustia de verlo sufrir. Me dije que en todo caso no lo hacía por mí, sino por Felipe, pero era falso. Lo hacía por Gómez. Y por mí. Traté de pensar qué preferiría yo si estuviera en su lugar. Morir en el sufrimiento no era una opción, pero decidir cuál era el tiempo indicado no me parecía una cuestión que pudiera resolverse solo a fuerza de valentía. Por unos instantes quise confiarlo todo a un álgebra que midiera qué tan intensos eran los lapsos de sufrimiento y los comparara con los de felicidad, por ponerles un nombre. Vi un hilo de saliva colgar de su lengua, y de ese hilo, irradiar el brillo que trae de vuelta el pasado: Gómez sentado en el asiento trasero de un auto, en silencio pero con la boca abierta, mirándome con gesto cómplice de incertidumbre y desamparo; Gómez renqueando por una ciudad semiinundada y peligrosa, casi silencioso, como conteniendo el deseo de ser un perro; Gómez ladrando estúpidamente en dirección a un tropel de figuritas que oscila a lo lejos; Gómez mordisqueando una pelota roja, imperturbable como un granjero que manipula una azada; Gómez gimiendo de dolor, latiendo en el suelo; Gómez descansando plácido en su alfombra roída; Gómez durmiendo inquieto, con las pupilas palpitantes bajo los párpados; Gómez intentando aceptar ser montado a una tabla de surf que flota en el agua, y fallando; Gómez mirando cómo nos vamos por la ciudad sin comprender por qué Manuel lo obliga a quedarse en el edificio; Gómez haciendo caso.
Consideré cada Gómez con la esperanza de encontrar una solución en ese agitarse de resonancias, una salida del laberinto en que me había metido sola. Mirando su gesto tras el arma, llegué a la conclusión de que no podía hacerlo. Creo que incluso lo puse en palabras.
—No voy a hacerlo.
O:
—No puedo hacerlo.
O simplemente:
—No.
Lo dije o lo rumié. Lo recuerdo porque todavía puedo evocar lo que sentí cuando la vibración de energía que alentaba ese vaivén de pensamientos dejó mi cuerpo. Me di cuenta de que había pasado varios minutos tirante como una marioneta. Casi al mismo tiempo escuché un estruendo. Y un zumbido.
Giré y la heladera vibraba. Evidentemente Felipe había puesto en funcionamiento el generador y la vieja heladera que teníamos había hecho un ruido estridente al encenderse. Pero después me volví y miré mis manos. Tenía el dedo índice presionando el gatillo hasta el fondo. Un metro más allá, Gómez era una bolsa inanimada. La sangre brotaba morosa de una herida en su cabeza, hacía nacer un lago a su alrededor con un movimiento líquido que resaltaba la quietud del cuerpo. Era la energía abandonando roja los confines beiges y peludos entre los que se había agitado durante años.
El zumbido era persistente. No sé si surgía de la heladera o estaba en mis oídos. No sé si la heladera se encendió en el mismo momento en que yo disparé o un poco antes. No sé si disparé impulsada por eso. Ni entonces ni ahora.
Durante un par de minutos permanecí en silencio, suspendida en la nada. Si el cerebro se puede detener, el mío estaba detenido. Tenía los ojos abiertos y la pistola en alto, apenas hacía movimientos mínimos para evitar que la sangre tocara mis zapatillas. A través de la puerta abierta, me llegó desde la planta baja el ruido de un objeto chocando violentamente contra el suelo. Era la tabla de surf de Darío, que había llegado dolorido y furioso y quería que todos lo supieran. Guardé la pistola en el cajón del que la había sacado y caminé sigilosa hacia mi departamento.