Por momentos me gustaría olvidar a los figuritas, pero no soy la única que los tiene presentes. En las cartas que me hacen llegar desde el hospital, me suelen consultar por ellos. La mayor parte de la gente los imagina como animales, parecidos a roedores o reptiles, o como insectos, que al fin y al cabo son un tipo de animales. Yo no estoy tan segura. En alguna revista leí que en el 91, cuando empezó el repoblamiento de Buenos Aires, se contaron más de ochocientos mil. Me intriga cómo hacían para organizarse. Me pregunto si se generarían conflictos, si podría haber figuritas en guerra. Sé que actúan a partir de una inteligencia colectiva, como las hormigas o las abejas, pero no tienen nada parecido a una reina. A veces me los imagino como un todo pensante, cada uno como una célula de un cerebro en movimiento, una mente gigante encarnada en bolsitas de energía conectadas entre sí. Un artículo decía que cuando los científicos gubernamentales llegaron había dos matrices en diferentes zonas de la ciudad. No se sabe cómo empezaron a dividirse. La más grande era la que habían encontrado Mei y Manuel, ocupaba casi una manzana. La otra, bastante más chica, se tenía que haber formado mientras nosotros estábamos en el edificio. Yo todavía no estoy segura de lo que concibo cuando pienso en los figuritas. Algo vivo, en todo caso. Algo vivo.
Las cartas que me llegan se dedican principalmente a dos temas: los figuritas y el Sueño Lúcido. Es sorprendente el grado de repetición que puede haber en lo que escribe gente que no se conoce. Por suerte no me piden que escriba más de una carta pública cada varias semanas, así que después de unos meses empecé a dedicar cada vez menos tiempo a leerlas. Sin embargo, nunca las abandoné. Supongo que podría escribir las mías sin tomar en cuenta lo que me dicen, pero me gusta sentirme querida y esas cartas traen emociones verdaderas. No cambia nada que muchas estén construidas sobre confusiones y datos falsos.
En un contingente que llegó hace un mes y medio descubrí algo inesperado. Estaba leyendo cartas como quien se corta las uñas, cuando volví a encontrar una de esas que hablan de “sueños lúdicos”. En cada entrega suele haber una, dos como máximo. La escribía una chica que se presentaba como “ligiosa” y parecía tener mi edad o un humor similar al mío. Terminaba abruptamente, en medio de un sueño delirante que no podía haber concluido donde lo abandonaba el relato. Era como si hubiera llegado al límite de oraciones permitido. Volví a leerla una o dos veces y me quedé mirándola desconcertada. De pronto, de la misma manera en que los patrones de algunos cuadros se vuelven perceptibles cuando los ojos flotan por su superficie sin detenerse en ningún punto, un rasgo saltó a la vista. Era algo muy simple. Busqué el resto de las cartas lúdicas y las desplegué sobre la mesa. Vistas en conjunto, era evidente: todas tenían dos hojas, pero solo la primera estaba escrita en las dos carillas, la segunda exhibía palabras únicamente en un lado y hasta mitad de página. Por un instante pensé que se trataba de una casualidad, pero no me pareció creíble. O bien estaban escritas por una misma persona obsesionada por la extensión, aunque tuvieran diferentes firmas, o bien era una señal. Ni siquiera eran posibilidades excluyentes. Me senté y volví a leerlas.
Lo que alguna vez me había parecido una repetición más, menor pero similar a las de los figuritas y los sueños epifánicos, cobró un sentido distinto. Todas las cartas lúdicas encontraban un modo de mencionar historias o artefactos relacionados con agentes secretos, espías, logias. Eran menciones desperdigadas, nunca el tema central de cada carta, como si buscaran despistar a un lector oficial. A veces, en medio del relato de un sueño, recordaban una escena de una película o una serie televisiva, James Bond o El agente 86. A veces contrabandeaban señales en recomendaciones burlescas, como la de que yo debería escribir junto a Felipe un texto inspirado en El libro de cabecera del espía, que Graham Green escribió con su hermano Hugh cuando ya era famoso. En una de las primeras cartas, un ligioso me recomendaba un número de hace unos años de la revista dominical de La Equidad. Esa sugerencia me llamó la atención. Quien la hubiera escrito sabía o suponía que yo puedo pedir lecturas, y nada es más fácil que conseguir la revista del diario oficial.
El mismo día que Manuel me la trajo la escudriñé completa. No sabía con precisión qué buscaba, pero presentía que me daría cuenta al verlo y efectivamente encontré algo. Entre otras rarezas, un artículo que recopilaba hechos militares inusuales del siglo XX contaba que en la Segunda Guerra Mundial algunos soldados habían enviado a sus bases mensajes secretos escritos con tinta invisible elaborada a base de semen. Creo que no terminé el artículo. Leí esa frase y mis ojos saltaron a las cartas lúdicas, que había vuelto a desplegar en la mesa. Por supuesto, un principio de repulsión me invadió cuando imaginé que un extraño o, peor, muchos extraños me estaban enviando su semen en cartas, pero la curiosidad era más fuerte y no pude evitar revisarlas.
Comencé con cuidado, tomándolas por los bordes, intentando que la luz del sol reflejara algo o que a contraluz se me revelara una letra, una palabra en la media carilla vacía. Las revisé como una historiadora que tuviera entre manos papeles de cientos de años de antigüedad, una por una, pero ese cuidado profesional no tenía ninguna eficacia y luego de unos minutos perdí toda aprensión. Empecé a manipularlas sin escrúpulos: las miraba de cerca, las olfateaba, llegué a tocar una con la punta de la lengua mientras intentaba recordar el sabor del semen. Después de unos minutos me sentí estúpida. Reflexioné que el semen no podía ser revelado tan sencillamente. Recordé alguna escena de película policial estadounidense en la que las marcas aparecían en las sábanas de la cama de la víctima cuando se las iluminaba con luz ultravioleta. Si había un mensaje secreto, quien lo hubiera escrito no podía esperar que yo utilizara ningún recurso de alta tecnología. Además, algunas de las cartas lúdicas estaban firmadas por ligiosas, no tenía sentido que enviaran señales tan contradictorias. No podía tener entre manos el semen de nadie.
A pesar del traspié, enfervorizada por el éxito relativo que suponía haber encontrado en la revista algo similar a lo que esperaba, volví a leer las cartas lúdicas. No me pareció que se me pudiera exigir una decodificación criptográfica, por medio del recuento de letras o procedimientos matemáticos, así que retorné a las recomendaciones explícitas. Entre películas, series y libros, una ligiosa me decía en un tono que desentonaba con el resto de su carta que, si no encontraba qué hacer, el Manual de curiosidades artísticas y entretenimientos útiles, de un tal R. Munaiz Millana, ofrecía “caminos novedosos para salir del aburrimiento”. La expresión me pareció pornográfica y anoté el título del libro y el nombre del autor como quien copia las indicaciones de un hechizo olvidado. Usualmente Manuel me visita cada una o dos semanas, así que pasé unos cuantos días luchando por concentrarme en la tierra, leyendo otras cosas.
(En un diccionario de etimología, encontré que en latín religio se produce por medio de la unión de re y ligare, como dijo Darío, pero me enteré de que no está claro el sentido de ese re. Hay quienes piensan que indica repetición, firmeza, es decir que religión implicaría una unión fuerte con los dioses o la divinidad a través del culto. La idea de que religar significa “volver a ligar” algo roto, en cambio, es una interpretación judeocristiana que asocia la religión con lo que nace luego de la caída, tras el pecado original. Por fin, también hay quienes sostienen que ese re no denota firmeza ni un regreso a un estado previo, sino que es como el de república, que viene de res, es decir que religión quiere decir simplemente “cosa ligada”, como república quiere decir “cosa pública”. Pensé en repasar todo esto en una de mis cartas, pero no sé bien lo que implica para mí.)
Cuando llegó el día, pedí el libro de curiosidades artísticas junto con otros de entre los que me recomendaban, para alejar toda sospecha. Luego de otra semana larga, siempre solícito, Manuel me trajo puntillosamente los títulos que yo había anotado. Mientras me entregaba el paquete, dijo orgulloso que el de Munaiz Millana era un libro de 1831, que lo había conseguido en una edición de la década del 50 por pura casualidad y que, si me gustaba, había cosas más nuevas, aunque el librero le había dicho que ese era un clásico. Yo dije que igual vivía casi como en 1831 y me sería más fácil conseguir materiales de esa época. Y me arrepentí al instante. En parte porque me di cuenta de que era una especie de maltrato que no valía la pena, pero también porque sentí que estaba revelando algo. Manuel hizo caso omiso y sonrió como si no me hubiera entendido o no me hubiera escuchado. Salió de la cabaña y yo abrí el libro.
Imaginaba una tarde de lectura, pero con solo mirar el índice encontré algo que, es increíble, ya sabía. Entre las curiosidades se mencionaba cómo producir tinta invisible con limón, que no hace falta más que calentar con fuego suave para que se revele. Un poco descreída, tomé la más nueva de las cartas lúdicas, prendí una hornalla de la cocina y la acerqué. Fue tan sencillo que, cuando las letras empezaron a tomar color en la media carilla vacía, casi me sentí decepcionada. Pero la sensación no duró ni tres segundos, el mensaje me tomó desprevenida.
RAS EL HANOUT
Repetí el procedimiento y la frase estaba en casi todas las cartas lúdicas, aunque en las primeras ya no aparecía o no aparecía entera, supongo que se habría evaporado. Tuve un chispazo de pensamiento mágico, pero entendí que se trataba de la apertura de un canal de comunicación. Si quería mostrar que había recibido el mensaje, tenía que incluir esas palabras en una carta pública. El nombre del condimento indicaba que sabían de mí más que lo que se cuenta en los medios. Me sentí halagada, pero también me asusté y mi primer impulso fue alejarme de la mesa. Habría sido un buen momento para que Romina me recomendara algo que leer apartada del mundo, pero me hallé sola frente a la pequeña biblioteca que fui armando en este tiempo. Entre las sugerencias que recordaba estaba Peanuts, la tira cómica de la que salió el personaje de Snoopy. No era una recomendación de Romina ni de los ligiosos, sino de Darío. Me había hecho llegar un tomo que recopilaba algunos años de publicaciones. No fue difícil encontrarlo.
Lo abrí y dejé que mi energía tomara la forma de Charly Brown, de Lucy, de Snoopy. No sé por qué nunca me había interesado, Peanuts es hermoso, todos sus personajes son hermosos, su mundo es hermoso. Algo vivo. Recostada en la cama, leía y me olvidaba de las cartas lúdicas y del ras el hanout. Leía y me olvidaba de Juan, de la pileta, de la casona. Leía y me olvidaba de Martínez Aldana, de los figuritas, del Sueño Lúcido. Pero esos olvidos no generaron un vacío, prepararon el terreno. Entonces cuatro dibujitos y una treintena de palabras fueron capaces de entrar en mi cabeza como una droga. Liberaron una vibración única, me trajeron de nuevo el último día de Gómez.
Snoopy camina con su amigo pajarito por un prado. Está sorprendido porque el pajarito nunca ha soplado un diente de león, una de esas flores como de pelitos blancos que llamamos “panaderos”. Tan sorprendido, que le dice a su amigo que no puede afirmar que está vivo si nunca ha soplado uno. Entonces el pajarito se acerca a un diente de león y sopla: la flor se agita y los pelitos blancos saltan. Snoopy, que ha visto todo desde atrás, exclama orgulloso:
—Muy bien… ¡Ahora ya puedes decir que estás vivo!
Yo soy el pajarito que sopla. Gómez es el diente de león que se agita. No sé quién es Snoopy.
O:
Yo soy Snoopy. Gómez es el pajarito que sopla. El diente de león que se agita es la muerte.
O:
Gómez es Snoopy y yo soy el pajarito que sopla. El diente de león que se agita es aún la muerte.
O:
Yo soy Snoopy y soy el pajarito que sopla. Gómez es el diente de león. Su agitación es su muerte.
O:
Yo soy Snoopy, soy el pajarito que sopla y soy el diente de león que se agita. Gómez no está ahí.
Cuando logré dejar de mirar el dibujo, me puse a escribir una carta. Todavía vibraba sumergida en algo, pero… Me di cuenta de que tenía mucho para decir acerca de la cocina de mi mamá y de cómo los condimentos son el saber que se transmite y forja las cocinas comunitarias. No hablé del peluche, pero conté que mi comida era conocida por el sabor que le daba el ras el hanout y mencioné que vi figuritas conquistados por su embrujo. Dije que siempre quise creer que el hechizo de lo desconocido es tan antiguo como la respiración, pero que en realidad no sé si lo creo o si me gusta creerlo y tal vez la diferencia no tenga importancia. Terminé con una frase de Emily Dickinson: “sacadme todo lo que tengo, pero dejadme el éxtasis”.