Capítulo 2.18

Capítulo 18

55min

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En un sueño lúcido se puede hacer estallar una nave espacial, pero también se puede comer una naranja. Con el debido entrenamiento, no hay un esfuerzo que sea incomparable con otro. Lo que no es del todo natural es el primer instante de conciencia, nunca deja por completo de ser sorprendente el momento en que alguien percibe que está en un sueño, dentro de sus propios confines. Nada que haga podrá ser utilizado por ninguna persona para presentar ninguna acusación. Nada de lo que suceda tendrá sentido o consecuencias para nadie. Excepto para quien sueña.

En las cartas que me hacen llegar todos los meses, los ligiosos y las ligiosas que escriben me cuentan sus sueños. Casi siempre lo hacen para agradecerme, para explicarme que la experiencia los ayudó a superar algún trauma o a entender algo sobre sí mismos, pero también hay algunos que hablan de “sueños lúdicos” y me cuentan episodios más locos, recuerdan series y películas, me recomiendan libros. Unos y otros comparten una confusión general según la cual yo soy la inventora o una de las inventoras del Sueño Lúcido. Me da pena por Jim y el Lerdo, no quiero robarles crédito. Quedarme con la fama que merecen, aunque sea una pequeña porción, me hace sentir mal, pero Manuel dice que tengo que hacerme cargo de mi lugar. Afirma serio que la labor de quienes ayudamos en la organización y la realización de las grandes ideas es a veces igual o más importante que todo lo otro. Además es fundamental desviar la atención que podría recaer sobre Jim y el Lerdo. Manuel no lo dice en esos términos, dice que soy un símbolo, pero creo que me considera un señuelo. La versión oficial de que estoy enferma, acaso al borde de la muerte, me parece un poco siniestra, pero tiene una eficacia sorprendente. Cuando Manuel me muestra las fotos de los grupos que se juntan en la puerta del hospital porteño en el que supuestamente estoy en cuidados intensivos desde hace meses, siempre me descoloco un poco. Algunas son tomas de miembros de la Asociación de Víctimas del Sueño Lúcido. Se los ve furiosos, resentidos, me desean el mal y lo anuncian en banderas horribles. Pero también se juntan ligiosos y gente independiente. En general son jóvenes, pero hay algunos viejos y algunos adultos. Discuten con los otros, me defienden, dejan sus cartas en la urna que hizo colocar el director del hospital en la puerta. Me regalan amor. 

Yo no soy inmune al debate sobre los efectos a largo plazo del Sueño Lúcido, pero no creo tener una voz autorizada. No soy quién para certificar que su uso ayude en el procesamiento de recuerdos dolorosos, mucho menos para afirmar o negar que el consumo periódico borronee o cambie la memoria. No sé si eso se puede medir, o cuál sería el procedimiento para hacerlo, yo solo tengo mi experiencia. Y de todos modos ya casi no lo uso, prefiero la imprevisión de mi inconsciente a mi voluntad. Tal vez sea porque mi vida cotidiana es de por sí bastante repetitiva. 

Manuel no me las ofrece, pero nunca se negó a conseguirme unas pastillas si se lo pedía. Después de la noche en que velamos a Juan pasaron unas semanas hasta que me atreví a volver a ellas, pero la verdad es que los primeros meses que estuve acá las usé bastante. Me ayudaron a dejar de fumar, de eso puedo dar fe. Puede parecer estúpido para quien nunca haya tenido una adicción fuerte como la que provoca el tabaco, pero para los que somos capaces de fumar como chimeneas, saber que se puede tomar una pastilla y pitar conscientemente un cigarrillo inexistente en un sueño es casi milagroso. No me parece que se pueda negar su utilidad en el tratamiento de las adicciones, al menos de algunas, aunque entiendo que el peligro es el intercambio de una adicción por otra. 

Nunca logré manejar mis sueños con la maestría que algunos dicen haber alcanzado. Nunca pude crear escenarios que no haya visto. Puedo modificar lo que hay y a veces logro que aparezcan las personas que deseo, no mucho más. No estoy segura de haber experimentado ninguna epifanía comparable a las que me cuentan en las cartas. Por ejemplo, hice múltiples intentos para que el único encuentro que tuve con Martínez Aldana resultara diferente de lo que fue, para que me enseñara algo sobre mí o sobre la política. Le hablé como una idealista aventurera, como una líder marcial, como una colega en apuros. Lo insulté, lo golpeé, lo besé, lo ignoré. Lo asesiné. Bajé al río con él y su familia, le presenté a Rosebud y lo convencí de vestirse de mujer, me escondí para escuchar una conversación misteriosa que tenía con Ryunosuke. Durante un tiempo, cualquier cosa distinta del puñado de minutos que realmente me otorgó cuando me visitó en esta misma cabaña me parecía un camino de posibilidades abiertas. Había escuchado demasiadas veces en boca de Darío la historia del primer encuentro entre Martínez Aldana y Fidel Castro. Se extendió por once horas. A mí me tuvo enfrente apenas veinte minutos antes de convencerse de que yo no le interesaba. No fue descortés, aunque casi no me miró a los ojos. Ni siquiera en sueños logré que lo hiciera.

La noche que trasladamos a Juan muerto desde el hospital para velarlo en la casona, el frío húmedo del invierno se había concentrado en nuestra sala. Estuve un rato mirando la pileta sin hablar con nadie, pero después de las palabras del Lerdo abandoné la contemplación y me puse a llorar. Darío no dejaba de intentar darme ánimos, pero su cortesía me agobiaba un poco. Cuando Lucía Lajst llegó con los ojos cargados y nos insultó hasta quedarse sin palabras, yo ya no escuchaba más que intermitentemente lo que me decían. Jim y el Lerdo permanecían a un costado. Estaban dolidos, pero esa afectividad sutil que pueden mostrar algunos científicos irritaba a Lucía y la encendía cada vez más. Sus gritos terminaron entre amenazas. Antes de cruzar la puerta de calle, dijo que iba a llamar a la policía. No recuerdo haber temido, en el hospital no habían hecho ninguna consideración extraña luego de la autopsia, que indicaba muerte por intoxicación causada por el consumo de alimentos en mal estado. El automóvil gubernamental que esperaba en la puerta a la flamante viceministra de Educación se alejó sin hacer ruido. El color negro y los vidrios polarizados me hicieron acordar a los figuritas. No había manera de saber lo que pasaba adentro.

Parada a dos metros del ataúd, yo estaba desconsolada. Traté de distraerme sirviendo café y bebidas, pero todos querían contarme algo sobre Juan. Le pedí a Darío que se hiciera cargo y hui hacia mi habitación. Encendí un cigarrillo y luego otro. Y otro más. Con la cuarta colilla entre los labios abrí un cajón de mi mesa de luz y agarré una cajita de cartón preparada por Jim tiempo antes. Contenía hipnóticos de tres tipos. Junto a los comprimidos, que estaban mezclados en una bolsita, Jim había colocado un papel con los nombres (Diazepam, Zolpidem, Suvorexant) y unos dibujos que permitían identificarlos. La idea era investigar cuál me resultaba mejor combinado con el Sueño Lúcido, pero yo nunca los había necesitado. Guardé la cajita en un bolsillo, dejé mi cuarto y esquivé la sala. Del pasillo fui a la cocina, donde agarré una botella de agua, y salí al parque. Caminé por las zonas no iluminadas, lo más lejos posible de la pileta. Llegué al depósito y abrí la puerta con mi llave. Solo había tres. Jim y el Lerdo tenían la suya, me pregunté dónde habría dejado Juan la tercera. Cerré la puerta y entreabrí el postigo de la única ventana, pero no prendí la luz eléctrica. En la penumbra, el depósito vacío no parecía tan grande. Antes de que donáramos lo recolectado era imposible ver el fondo, ahora podía recorrerlo entero con una mano bordeando la pared: era un rectángulo lúgubre. Yo sabía que en la esquina más alejada, donde no llegaban los rayos del sol ni aun con la ventana y la puerta abiertas de par en par, tapadas con un escritorio viejo, estaban las dos grandes bolsas negras de plástico. Adentro tenían bolsitas transparentes, decenas, cada una con ochenta pastillas de Sueño Lúcido. Una conciencia borrosa del peligro nos había empujado a guardarlas siempre fuera de la casona. 

Me senté en el piso con la espalda apoyada en la pared, entre las bolsas y el escritorio, y saqué la cajita de hipnóticos del bolsillo. Miré el papel con los dibujos y los nombres, pero no me decían nada. No sabía cuál era más efectivo y no quería descubrir que alguno era suave, así que elegí dos distintos y me los puse en la boca. Estaba tan ansiosa que los tragué antes de tocarme los labios con el pico de la botella. Luego abrí una bolsa negra y, dentro de ella, una bolsita transparente. Saqué una pastilla de Sueño Lúcido y la empujé con un trago de agua fría. La temperatura me hizo advertir que la pared y el suelo estaban helados. En el depósito quedaba una alfombra roída que no habíamos donado y me envolví en ella. Me acurruqué y cerré los ojos. Esperé. No sentía ningún efecto. Me puse a contar. Llegué a trescientos y el número me pareció inmenso. Saqué la cajita de hipnóticos y la miré de nuevo. No había tiempo de calcular el tiempo, tal vez había dejado afuera el único comprimido que resultaba efectivo para mí. No quería arriesgarme a seguir despierta y tomé dos más. Me pareció imposible que el azar me hiciera repetir precisamente los mismos dos, pero en todo caso como mínimo había duplicado la dosis. También recordé que el Lerdo me había explicado un modo de hacer más fuerte el efecto del Sueño Lúcido. Agarré otra pastilla de la bolsita transparente, la coloqué bajo la lengua y dejé que se disolviera de a poco, sin enviarla rápido al estómago. Tenía que ser suficiente.

—¿Te imaginás no saber si estás embarazada? —me preguntó Ailén, sentadas en la cama, en su cuarto, en la casona.

 Tenía los ojos abiertos como una nena imaginando algo estrambótico, una posibilidad atemorizante pero que también la excitaba un poco. Yo conocía esa mirada, sabía que se iba a desviar hacia la ventana y que se iba a perder en la nada, especulando con una historia hipotética hasta el absurdo. Yo estaba verdaderamente cansada, me había pasado la tarde preparando el comedor y cocinando un guiso para veinticinco personas. Sin embargo, cuando oí el timbre, salté de la cama. Tenían que ser Mei, Romina, Darío y Manuel. Esa noche iba a ser la última de Mei en la ciudad, finalmente había decidido volver a Rosario para averiguar si estaba embarazada. A diferencia de Felipe unas semanas antes, lo había anunciado y quería hacer una despedida. Dejé el cuarto y llegué a la puerta principal segunda, después de Rosebud, que ese día tenía un vestuario futurista, platinado. No era un él ni una ella, pero era igual de clarividente que siempre. Me vio caminar apurada y se apartó para que fuera yo quien les diera la bienvenida. 

La más bella sonrisa que Mei me haya dedicado ocurrió entonces. Darío hizo algún movimiento para saludarme con un beso, pero yo fui directo a Mei. La abracé y ella me devolvió el abrazo. Por sobre su hombro miré a Romina, que sonreía asintiendo. Luego le di un beso a Darío, que hizo algún chiste tonto sobre cómo él era siempre lo segundo. Reí y le di otro beso. Manuel y yo apenas nos acercamos, fue más bien un simulacro, pero sin agresividad. Y luego abracé a Romina. Entonces recordé que Romina había vuelto a Rosario hacía años y que Rosebud ya no vivía en la casona. Me habría gustado convencerme de que había regresado en el tiempo, que los hados me daban la oportunidad de arreglar el desastre que había sido la última noche de Mei en Buenos Aires, pero entendí que estaba en un sueño lúcido. No me sentía cansada porque hubiera estado preparando un agasajo toda la tarde, sino porque había tomado una cantidad excesiva de hipnóticos. Después supe que hay gente que siente un cansancio tan fuerte que sueña que se duerme y sueña. En ese momento yo no lo sabía y no entendía bien por qué me sentía tan débil.

Miré a mi alrededor y me sorprendió la maravilla de la memoria. Todo era igual a como había ocurrido la primera vez. En el comedor habíamos armado una gran mesa uniendo las mesas medianas y pequeñas en que comíamos usualmente. El resultado era un mueble irregular, pero la imagen era cálida, el lugar en que cenaría un conjunto de ligiosos. En las paredes había una muestra de cuadritos abstractos muy coloridos de un chico retraído llamado Luis, que no era exactamente un duende, sino algo intermedio. Yo sabía que era un sueño y no lo sabía. Me sentía tan cansada y tan triste que deseaba dejarme llevar, vivir una noche hermosa.

Al sentarnos a la mesa ocupamos lugares como si hubiera un encargado de protocolo dirigiéndonos. Nicolás se sentó frente a mí, que me había sentado un segundo antes junto a Darío. Era una muestra de amistad, de que no había rencor, y la disfruté como la primera vez. Montoya, Rosebud, Mei, Iony, Lupe, Manuel y Romina se sentaron en el mismo sector y acapararon la conversación. A mi lado estaba Ailén, y no podíamos evitar reírnos de algunas intervenciones de Manuel, que evidentemente quería ganarse el respeto de Montoya. Yo la miraba y quería pedirle disculpas, pero aún no había razones para hacerlo y no tenía ningún apuro en que la noche terminara. La que más hablaba era Mei. La verdadera razón de su viaje se mantenía en secreto, pero había inventado un trabajo que supuestamente le había conseguido su madre en la oficina de publicaciones de la Universidad de Rosario. Hablaba con la misma seguridad con que lo habría hecho Ryunosuke. Por momentos dejaba entrever que la oficina de publicaciones no era el verdadero motivo de su partida, que sencillamente se había aburrido de la vida que llevábamos. A quienes desconfiaban del supuesto trabajo, esa explicación los satisfacía y miraban orgullosos al resto. No se les pasaba por la cabeza que las dos razones pudieran ser falsas.

Viviéndolo por segunda vez, me sorprendió darme cuenta de que casi no se hablaba de los figuritas ni de las inundaciones. La política y la obra de los Nos vemos mañana ocupaban todo el espacio que dejaba libre el interés por la agasajada. Bebíamos como se bebe en toda despedida y comíamos con placer. Al terminar su segundo plato, Mei dijo en voz alta que se reconocía mi mano en ese sabor aromático y yo vi mi sonrisa en el reflejo de una ventana. Había cocinado un inmenso guiso de garbanzos y calabaza y le había puesto todo lo que me quedaba de ras el hanout. Me sentía liberada. Además, mientras cocinaba le había contado a Rosebud la historia del peluche y estaba feliz de haberla compartido. No porque siguiera considerando que el condimento era un secreto, sino porque sentía que mi secreto era haber escondido algo. Rosebud me había contestado que quien no esconde nada no es nada. Fue en lo primero que pensé cuando Ailén lo arruinó todo.

—Es como una metáfora, ¿no? La embarazada en la oficina de publicaciones —dijo inclinándose hacia mí, con los ojos brillantes como si hubiera hecho un descubrimiento jocoso.

Tal vez esas no hayan sido las palabras precisas. Tal vez haya dicho:

—Una embarazada en una oficina de publicaciones es como un soldado en una carnicería.

O:

—La embarazada que te publicó… parece un insulto.

En todo caso, el mensaje fue clarísimo para todos los que sabíamos de qué hablaba e imposible de pasar por alto para el resto. La primera vez había ocurrido justo en uno de esos momentos en que un bache en la conversación principal permite que todos puedan oír lo que alguien dice, aunque sea en voz relativamente baja. Esta vez se había escuchado como si la voz viniera desde el cielo y ocupara el espacio entero. Ailén volvió a sorprenderse o actuar sorpresa y se tapó la boca con las dos manos. Tenía los ojos abiertos al máximo, las cuencas parecían a punto de expulsarlos. 

—¡Ailén! —grité yo.

Le había dicho claramente que el tema no podía mencionarse. Estaba en un sueño, pero el rencor me invadió de nuevo. No importaba si Ailén había tomado de más, ni si en realidad la frase revelaba una inquietud honesta, ni si se le había escapado por estúpida. La estupidez suele ser una excusa que antepone la gente para hacer maldades. Y hay cosas que pueden ser estúpidas y malvadas a la vez. 

Mei me miró con los ojos saturados de una furia violeta. Yo recordé la escena de la terraza, cuando había hablado de más rodeada de figuritas. Entendí que Romina no se había enojado porque yo expusiera a su amiga, sino porque era imposible que Mei no pensara que solo ella podía habérmelo contado. Ahora yo estaba en la misma posición. El sector de los mayores fue tomado por un silencio que era más escandaloso que cualquier grito. En todo el resto de la mesa los cuchicheos eran continuos, irritantes como una legión de grillos drogados con anfetaminas. Yo no buscaba ninguna palabra para disculparme porque sabía que no había manera de disculparse, pero mi cabeza estaba atiborrada de explicaciones. No podía parar de examinar los hechos y decirme a mí misma que no era mi culpa, pero sabía que no tenía importancia. El verdadero problema era que el posible padre tenía que estar ahí. Se estaba enterando en ese momento.

Primero creí percibir que Luis, el autor de los cuadritos que nos rodeaban, estaba más retraído de lo que era normal en él, que no podía ser casualidad que sus obras engalanaran justo esa cena. Rápidamente descarté a Montoya. Iony era demasiado engreído para que Mei lo aceptara y sin dudas él no estaría con alguien a quien sintiera que no podía dominar. Ante mis ojos, Nicolás era un candidato posible, pero solo porque lo era también para mí. Miré a todos los varones uno por uno y creí ver gestos extraños en la mayoría, pero la verdad es que me parecían poca cosa para Mei. Pensé que en su lugar yo no los habría percibido atractivos, aunque también podía ser que ella se divirtiera con ellos, tal vez con más de uno. ¿Quién no querría pasar una noche con Mei? Entonces la perspectiva cambió. Darío pasaba muchísimo tiempo con ella, ¿por qué no podía haber sido Darío? ¡¿Y Felipe?! No, si hubiera tenido algo con Mei, algo con alguien, no se habría ido. Mei en cambio podía tenerlo todo, a todos. Podía ser que fueran varios los que se preguntaban si les cabía alguna responsabilidad. ¡Tal vez Mei misma no sabía quién era el señalado! Tal vez tenía pensado abortar y esto solo agregaba un problema innecesario. En cualquier caso, no era algo que me incumbiera y, sin embargo, no había dudas de que yo era de alguna manera culpable de que la estúpida de Ailén hubiera hecho su estúpido comentario. Sentí que no podía respirar, o que podía respirar pero el aire era irrespirable, o que las luces eran violentamente fuertes, o que todos me consideraban una mala persona, una idiota profunda, una alcahueta. Dejé de ser capaz de entender los gestos de los demás, eran como figuritas vigilándome. No podía quedarme quieta y salí corriendo hacia mi cuarto. 

Abrí la puerta y me tiré en la cama boca abajo. Ailén entró casi al mismo tiempo. Yo estaba de espaldas y no podía verla, pero sabía que era ella. Aunque algo en mí recordaba que estaba en un sueño, otra vez le grité que se fuera y me tapé la cabeza con la almohada. Esperé hasta que sentí que mi energía había dejado de agitarse y me puse de pie para buscar tabaco. Ailén seguía quieta en la esquina, se había quedado sin hacer ruido. Su cara se confundía con la de Lucía Lajst. 

Encendí un cigarrillo y empezó a hablar. Un poco se disculpaba y un poco afirmaba que nada era tan grave. A mí me habitaba una rabia profunda, todo lo que salía de su boca me parecía un insulto. Dije barbaridades y ella empezó por actuar de modo comprensivo, pero yo gritaba desaforada porque su paciencia me parecía insoportable y logré que abandonara su buena disposición. Hubo una guerra sin cuartel, utilizamos todo lo que sabíamos la una de la otra para herirnos. Esta vez era un sueño, pero yo no podía o no quería contenerme. Le gritaba a Ailén, pero también le gritaba a Lucía y me gritaba a mí. En el máximo punto de violencia, volví a decir que su tatuaje era patético, que ella se acostaba con Iony para sentirse importante. Entonces Ailén cruzó el último límite. 

—Yo seré cualquier cosa pero nunca mataría a un perro herido —dijo.

La frase volvió a morderme el alma. Solo había hablado acerca de eso con ella, me había visto llorar por la culpa. En nuestra pelea real, yo la había mirado con la boca cerrada, con las muelas apretadas. Pero en el sueño Ailén se confundía con Lucía y yo no era responsable de que Juan se hubiera intoxicado. Necesitaba que todos lo supieran, que Lucía misma lo reconociera, y grité:

—¡Juan murió, nadie lo mató!

Lucía me miró llorosa, pero no respondió. Salió del cuarto como había salido Ailén la primera vez y yo me quedé sola. El cansancio fulminante de los hipnóticos me asaltó de nuevo. El cansancio de los hipnóticos, el cansancio de haber ido y venido varias veces entre la casona y el hospital, el cansancio de haberme culpado por todo durante dos días. Mi anhelo de perdón trepaba y sentí la necesidad de disculparme con Mei. Caminé dificultosamente y llegué al comedor apoyándome en las paredes. Era un caos. Todos los varones se preguntaban si eran el padre o les preguntaban a los demás si habían estado con Mei. Mei no estaba a la vista, pero entre las mesas en que habíamos cenado ahora se alzaba el ataúd de Juan abierto. Era una escena absurda y horrible, no había nada que pudiera ayudarme y salí al parque. 

Afuera, el sonido del pasto al pisarlo me producía escalofríos. Pasé bajo la pileta, donde una manguera se movía como una serpiente. Seguí avanzando y abrí la puerta del depósito. Estaba lleno como en sus épocas doradas, la solidez de los objetos era reconfortante. Me acomodé en una silla mecedora preciosa, que empezó a moverse sin que yo hiciera ningún esfuerzo, y cerré los ojos. Me dejé acunar.

—Emilia —decía Manuel a media voz—. Despertate.

Hablaba con una mano en mi hombro. Lo empujaba suavemente, haciendo que mi cuerpo se meciera. Abrí los ojos y vi la alfombra que me envolvía y, a mi alrededor, el depósito vacío en penumbras. 

—Está viniendo la policía. Tenés que salir de acá.

—Perdón —dije yo.

Manuel me miró frunciendo el ceño.

—Llevate el Sueño Lúcido. Yo me voy a quedar —siguió—, voy a decir que organicé el velatorio con Darío. Conozco a algunos agentes. Vos andate. 

—Gómez estaba muy mal y yo quería que muriera sin sufrimiento, pero en realidad no quería matarlo. Es decir, quería, pero fue un accidente.

Manuel me sacudió un poco.

—Tenés que irte y sacar las bolsas de acá. Llevalas a lo de Montoya. Escondelas hasta que las necesitemos.

 —Juan murió solo —dije yo.

—Emilia, tenés que salir. Mejor no lleves las bolsas a lo de Montoya. Llevalas a donde vos quieras, no me digas adónde. No quiero tener que mentir si me preguntan. 

Me ayudó a acomodarme con la espalda recta contra la pared. Me pidió que tomara un poco de agua, dijo que tenía que levantarme y se fue. Yo dejé caer los párpados para cobrar fuerzas y todo se movió. Oí golpes en la puerta. Abrí los ojos y la ventana estaba de nuevo perpendicular a mi cuerpo. Los golpes eran continuos. Me puse de pie apoyándome en la pared y traté de abrir, pero la puerta estaba cerrada con llave. Los golpes no se detenían. Saqué mi llave del bolsillo y abrí. Era Manuel.

—¿Qué hacés encerrada? ¿Estás loca?

—Ya me iba —respondí.

—¿Adónde ibas?

—¿No viene la policía? 

—¿Viene la policía? —preguntó.

—Lucía dijo que iba a llamar a la policía. Lucía Lajst, la viceministra de Educación, la ex de Juan.

—Yo sé quién es Lucía, Emilia.

—Dijo que habíamos matado a Juan, que iba a llamar a la policía.

Manuel se quedó pensativo. Después levantó la vista.

—Tenés que irte, llevarte el Sueño Lúcido. Yo puedo decir que organicé el velatorio con Darío. Tal vez conozca a algunos agentes.

Caminó hasta el escritorio, levantó las bolsas y las sopesó.

—Son livianas. ¿Podés? —preguntó alcanzándomelas.

Yo agarré una bolsa con cada mano y asentí. Salimos al parque. El efecto de los hipnóticos era cada vez más fuerte, no sentía casi ninguna vibración. Me apoyé un segundo en la pared externa del depósito y cerré los ojos. 

—Ey, dale, no te duermas —dijo Manuel.

Abrí los ojos y me vi sentada dentro del depósito. No tenía fuerzas. Manuel me ayudó a levantarme. Me quedé apoyada contra la pared mientras él sopesaba las bolsas. 

—Vas a poder —dijo poniéndome una en cada mano.

Salimos al parque. Manuel me miró y se dio cuenta de que necesitaba algo que reavivara mi energía.

—Quedate acá —dijo.

Me apoyé en la pared y cerré los ojos. No me pareció que hubieran pasado ni tres segundos.

—Tomá esto —dijo.

Sostenía una taza de café frente a mi cara. Yo tenía las manos ocupadas y solo atiné a abrir la boca. Manuel inclinó la taza.

—Quema —dije entre sorbos.

Manuel me miró molesto, retiró la taza y revolvió el café con un dedo. Volvió a ponerme la taza en los labios y la inclinó hasta que ya no tenía nada.

—¿Mejor? —preguntó.

Asentí y me separé de la pared. El café no podía haber producido un efecto tan inmediato, pero la sola promesa de ímpetu me activó. Empezamos a caminar a través del parque. Cuando estábamos bajo la pileta, vimos movimientos extraños en la casona, todas las luces de la cocina y la sala estaban encendidas.

—La policía —dijo Manuel—. Tenés que salir por otro lado.

Yo sabía que detrás del depósito un fragmento de la pared medianera que delimitaba el terreno era más bajo que el resto. Avancé resuelta hacia ahí, dejé las bolsas en el piso y le pedí a Manuel que me hiciera pie. Él juntó las manos para que yo pisara y me ayudó a cruzar del otro lado. Después me alcanzó las bolsas. El jardín vecino no era grande y estaba vacío, excepto por un árbol que ocupaba el centro. El esfuerzo me había dejado extenuada. Me senté en el pasto frío, oculta tras la medianera, y cerré los ojos.

—Abrí la boca —dijo Manuel.

Una taza de café me tapaba la cara. Estaba parada, apoyada contra la pared externa del depósito, y solo atiné a hacer caso. Manuel inclinó la taza.

—Está frío —dije entre sorbos.

Manuel me miró molesto e inclinó la taza aún más. Me obligó a hacer fondo blanco.

—¿Mejor? —preguntó.

—Ponele.

Empezamos a caminar a través del parque. Cuando estábamos bajo la pileta, Darío apareció en la puerta ventana de la casona con los ojos muy abiertos. Se lo veía asustado y nos indicaba con las manos que no nos acercáramos.

—La policía —dije yo.

Caminé hacia detrás del depósito y dejé las bolsas en el piso. Manuel me ayudó a cruzar del otro lado de la medianera. Me alcanzó las bolsas y yo me alejé hacia el árbol que reinaba en el centro del jardín. Lo único que deseaba era un cigarrillo y me apoyé en el tronco fantaseando con la sensación que produce la nicotina. Metí instintivamente las manos en los bolsillos y encontré la cajita de hipnóticos en uno y el paquete de tabaco, con papel de armar y un encendedor negro, en el otro. Feliz como si hubiera encontrado oro, me puse a armar un cigarrillo, pero la casualidad empezó a resultar sospechosa. Desear una cosa y obtenerla era exactamente lo que podía ocurrir en un sueño lúcido. Traté de recordar si había salido de mi cuarto con el tabaco, pero la escena se confundía con la del sueño de la última noche de Mei. Encendí el cigarrillo con una pitada larga. Junto con el humo, el agotamiento me invadió de nuevo. Si estaba en un sueño lúcido, podía acostarme en cualquier lugar. Si estaba despierta, convenía encontrar algún escondite. El riesgo no valía la pena y decidí esconderme. Miré alrededor. La casa vecina estaba habitada, pero no podía pedir asilo llegando desde su propio jardín. Lo mejor era salir y golpear la puerta o seguir de largo y buscar otro refugio. Cuando había caminado unos pasos, me di vuelta y noté que el árbol tenía una escalerita de maderas clavadas y una casita infantil construida entre las ramas. No era el lugar más secreto del mundo, pero mis músculos estaban desapareciendo y no pude resistirme. Subí con cierta dificultad, entré y me dormí abrazando las bolsas.

Abrí los ojos y vi el depósito en penumbras. A mi lado estaba la botella de agua y bebí un sorbo largo mientras escrutaba la puerta y la ventana. Esperaba golpes o que alguien apareciera, pero no ocurrió nada. Sentí un destello de ímpetu y me puse de pie. Agarré las bolsas, salí del depósito y fui directo hacia el fragmento menos alto de la medianera. Dejé caer con cuidado las bolsas del otro lado y trepé metiendo las puntas de las zapatillas en las irregularidades de la pared. Salté al jardín vecino y caminé hacia el árbol. No había ninguna casita entre las ramas. Dejé las bolsas en el piso, metí las manos en los bolsillos y solo encontré la cajita con hipnóticos. Moría por un cigarrillo y salí a la calle.

Buenos Aires de noche es como un sueño. En invierno, la humedad y el frío hacen que se generen halos alrededor de los faroles. Los árboles, que salen de huecos en las veredas, proyectan sombras y generan espacios ocultos. Una casa de 1910 puede tener al lado un edificio de 1970 que comparte medianera con un taller mecánico de 1940 construido sobre los restos de una pared de 1880. Entre todo eso, la típica arquitectura comunista de hormigón puede aparecer en cualquier parte, especialmente en los lugares que fueron más afectados por las inundaciones. Yo caminaba fascinada por el hecho de no poder distinguir si estaba en un sueño lúcido o no. Aunque conocía la zona, encontraba detalles que nunca había notado: fragmentos gastados en que el asfalto dejaba ver el empedrado antiguo, grafitis en paredes que creía recordar limpias, cortinas que velaban el interior de algunas casas. 

El efecto de los hipnóticos iba y venía en oleadas, pero el deseo de nicotina se mantenía. No era la primera vez que necesitaba tabaco de noche y el único lugar de la zona en que podía conseguirlo era una estación de servicio que a esa hora funcionaba como punto de encuentro de taxistas. Era perfecto: yo no tenía dinero y nadie está acostumbrado a los intercambios especiales mejor que los taxistas y quienes se relacionan con ellos. Antes de llegar, saqué una bolsita de Sueño Lúcido de una de las bolsas negras y me la puse abierta en un bolsillo. Entré en el negocio y pedí tabaco, papel de armar y un encendedor. El chico que atendía era muy joven y se lo veía adormilado. Casi sin mirarme, buscó el tabaco y el papel y los puso sobre el mostrador. Luego me señaló una ristra de cartón con encendedores de colores que colgaba de una pared.

—¿Cuál?

—El azul.

Metí la mano en el bolsillo mientras él apoyaba el encendedor junto a las otras cosas. 

—No tengo plata. ¿Aceptarías esto? —dije sacando tres o cuatro pastillas.

El chico se despabiló de golpe. Le brillaron los ojos.

—¿Son B&B?

—Sí.

Las agarró mirando con suspicacia alrededor y las guardó bajo el mostrador. Creí entender su gesto. Saqué tres o cuatro pastillas más y se las di.

—No me viste —dije.

El chico las agarró y asintió. Salí intentando no cruzar la vista con nadie. Caminé un par de cuadras y me senté en el rellano de una puerta antigua. Armé un cigarrillo y fumé tratando de pensar cómo podía distinguir un sueño lúcido de una caminata somnolienta por la ciudad. El cansancio arreciaba como el viento.

Abrí los ojos en el interior de la casita del árbol. Me asomé por la abertura sin puerta y el jardín estaba vacío y calmo. No podía ver la casona, pero creí percibir ruidos viniendo desde esa dirección. Decidí alejarme. Bajé por la escalerita con cuidado y salí a la calle. Todo se veía casi igual: los agujeros en el asfalto, aunque acaso alguno se había movido; la mayoría de los grafitis, tal vez alguno había cambiado de tono; una o dos cortinas no estaban desplegadas. La mayor diferencia era que ahora sentía un frío bruto. Caminé automáticamente hacia la estación de servicio y entré como si fuera la dueña. Le pedí al chico tabaco, papel de armar y un encendedor. Cuando le estaba ofreciendo las pastillas de Sueño Lúcido, se oyó una voz:

—Ey, diosa, ¿qué es eso? 

Era un taxista que estaba sentado a una mesa en un rincón. Me pareció petiso, como de mi estatura, y del respaldo de su silla colgaba una campera que se notaba abrigada. Le di las pastillas al chico y me acerqué sonriendo. Le mostré la bolsita abierta. 

—Te doy la mitad por la campera —ofrecí.

El taxista miró la campera y dijo:

—Es nueva.

Yo ladeé la cabeza como lo habría hecho Ryunosuke.

—Toda la bolsa —dijo el taxista.

Asentí sin hablar, apoyé la bolsita en la mesa y agarré la campera mirándolo a los ojos. No quería soltar las bolsas negras y salí con todo en las manos. Afuera unos taxistas detuvieron su conversación al verme pasar y el temor me empujó a seguir de largo sin abrigarme. Caminé un par de cuadras sin mirar atrás, llegué a una puerta antigua, dejé las bolsas en el rellano y me puse la campera. Metí las manos en los bolsillos y encontré la cajita con hipnóticos y dos paquetes de tabaco, dos envoltorios con papeles de armar, un encendedor azul y uno negro. Armé un cigarrillo, me senté y lo fumé pensando que me estaba volviendo loca. 

Sentí frío y abrí los ojos. Pensé que me habían robado la campera, pero estaba sentada sobre el pasto en el jardín vecino a la casona, con la espalda apoyada en la medianera. Metí las manos en los bolsillos y encontré los hipnóticos, el tabaco, el papel de armar y un encendedor gris. Me puse una bolsita de Sueño Lúcido abierta en un bolsillo, armé un cigarrillo y lo fumé mientras caminaba hacia la estación de servicio con las dos bolsas negras en una mano. Entré y no había nadie. No necesitaba nada del kiosco y salí. Me acerqué a tres taxistas que charlaban tomando café parados junto a sus autos. Al verme llegar, se quedaron en silencio. 

—Tengo frío —dije.

Ninguno abrió la boca, se miraban extrañados. Había uno más petiso que los demás y lo miré mendicante. 

—Tengo esto —dije sacando la bolsita de Sueño Lúcido—. ¿Me lo cambiarías por tu campera?

El petiso miró al resto. Se veía la avidez en sus ojos, pero también el temor a ser engañado.

—¿Son B&B? —preguntó otro.

Asentí.

—Aceptale, Jorge —dijo mirando al petiso—. La chica tiene frío.

—¿Sabés lo que pasa? —dijo el petiso—. A mí me cuesta mucho dormir y esa mierda sola no me hace nada.

Saqué la cajita de hipnóticos.

—Tengo hipnóticos —dije.

En el reflejo de la ventana de uno de los autos podía verme bien: no iba mal vestida, pero estaba evidentemente desabrigada y las dos bolsas de plástico negro en las manos me daban la apariencia de una persona desvalida, abandonada por el mundo. 

—¿Cómo conseguiste todo eso? —preguntó el petiso.

—Me escapé —respondí sin explicar más.

—Claro —comentó el que había estado en silencio.

El petiso miró a los otros, hizo un chasquido con la lengua, se sacó la campera y me la dio. Yo apoyé las bolsas negras en el piso y me la puse enseguida. 

—¿Qué tenés ahí? ¿Tus cosas? —preguntó preocupado el último que había hablado.

Asentí.

—Qué país —dijo moviendo la cabeza.

Me alejé despacio. Llegué a una puerta antigua, apoyé las bolsas en el rellano, me senté guarecida del viento, armé un cigarrillo y fumé tratando de no pensar.

Sentí que el agua me mojaba la cola y abrí los ojos. La calle y la vereda estaban anegadas por una corriente rápida que venía desde el río. Pensé que el dispositivo de inundación se había puesto en funcionamiento de nuevo y me paré de un salto. Era extraño que se encendiera de noche, pero en rigor nunca habíamos aprendido nada sobre esa tecnología. Empecé a caminar. El agua me tapaba los tobillos y seguía creciendo, el cansancio se multiplicaba a cada paso. A la distancia, vi pasar a Gómez parado en tres patas sobre una tabla de surf. Iba con la cabeza en alto, orgulloso. Me invadió una alegría vibrante. Tardé unos segundos en darme cuenta de que al menos podía estar segura de que estaba en un sueño lúcido y sentí alivio. Pensé que no podía ser difícil conseguir mi propia tabla. Miré alrededor y una casa cuyo frente estaba todo grafiteado me atrajo como un oasis. No había peligros reales y entré sin golpear. Encontré a unos chicos y unas chicas radiantes cantando canciones acompañados con una guitarra criolla. Les ofrecí una bolsita de Sueño Lúcido a cambio de una tabla de surf. Una chica respondió sorprendida que justo habían estado hablando de los sueños y un chico salió del cuarto sin decir nada. Volvió con una tabla de surf en las manos. 

—Son B&B, ¿no? —preguntó sonriendo mientras me la alcanzaba.

—Por supuesto —respondí. 

Dejé la bolsita de Sueño Lúcido en una mesa ratona y salí a la calle. Coloqué la tabla en el agua, acomodé las bolsas negras en los extremos y me acosté boca arriba, con la cabeza y los pies sobre ellas. Durante unos minutos, disfruté del paseo sin hacer esfuerzo, propulsada solo por la corriente.

 Abrí los ojos en el rellano de la puerta antigua. La noche seguía fría, pero el cielo estaba despejado. Decidí ir a ver a Rosebud y Montoya. Me puse de pie, metí dos bolsitas de Sueño Lúcido abiertas en los bolsillos del pantalón y caminé hacia la estación de servicio fumando. Antes de llegar, frente a una vidriera apagada, un borracho que bien podía ser un mendigo dijo algo incomprensible desde una posición lastimosa en el suelo. Pensé en Juan y sentí que él habría querido hacer algo, así que saqué una bolsita y se la di entera. El borracho miró el contenido y me devolvió una sonrisa divina. Llegué helada a la estación de servicio. Dos taxistas charlaban en la puerta. 

—¿Alguno me podría llevar al centro por esto? —dije mostrando un puñado de pastillas.

—¿Son B&B?

—Por supuesto.

Se miraron y uno me señaló su auto sin hablar. Subí por la puerta trasera y me acomodé esperando la calidez de un refugio, pero hacía frío y el taxista mantenía su ventana abierta. En el asiento del acompañante había una campera.

—¿Cuántas por la campera?

—Es nueva —respondió.

—Tengo frío —dije.

—¿Cuántas tenés?

—¿Cuántas querés?

Lo pensó unos segundos.

—Cincuenta.

—Creo que llego —dije.

—Sesenta con el viaje.

Sonreí mirándolo a los ojos por el espejo retrovisor y fingí que contaba. Saqué diez o quince pastillas, que me puse sueltas en un bolsillo, y le pasé la bolsita entera. La campera me quedaba un poco grande, era agradable como envolverse en un edredón mullido. Intenté permanecer despierta, mirando la ciudad pasar por la ventana, pero los pestañeos se iban haciendo cada vez más largos y supe que no completaría el viaje sin dormirme.

Volví a abrir los ojos en el rellano. Abrigada con una campera, no sentía frío, pero sí ganas de fumar. Armé un cigarrillo, lo encendí, metí dos bolsitas de Sueño Lúcido abiertas en los bolsillos y caminé hacia la estación de servicio. Antes de llegar, desde una obra en construcción me llegó un sonido, ronquidos o una respiración dificultosa, y me asomé por una abertura sin pensarlo. En la penumbra no se podía ver bien, pero una bolsa de energía viva dormía en un rincón. Pensé en Juan, saqué una bolsita entera de pastillas y la dejé del lado de adentro, en un punto que no podía pasarse por alto para salir. Frente a la estación de servicio, negocié con un taxista para que me llevara al centro, entré en el auto y cerré los ojos abrazando la muestra más grande de Sueño Lúcido que existía en el mundo. Me dormí pensando que lo más justo era usarla para honrar la memoria de Juan.

—Estamos —oí la voz del taxista—. ¿Dónde te dejo?

Abrí los ojos y vi una de esas avenidas porteñas siempre en movimiento. Gente caminando, bares luminosos. Se me ocurrió que era mejor no proporcionar ninguna dirección específica.

—Acá está bien —dije, y bajé del auto.

El departamento en que vivían Rosebud y Montoya no quedaba lejos, pero ya no estaba segura de ir ahí. Vagué durante unas cuadras mientras un pensamiento me iba ganando, dominaba las frecuencias en que vibraba mi mente: Juan habría considerado que las pastillas pertenecían a todos, a cualquiera. Era una idea tan verdadera como su muerte y el único homenaje a la altura era repartirlas. 

Al comienzo miraba a los ojos a las personas que me cruzaba y les preguntaba si querían Sueño Lúcido. Pero las bolsas negras, la campera, la lentitud para hablar y moverme a la que me sometían los hipnóticos, todo debía darme la apariencia de una adicta perdida y en general se apartaban sin responder, con temor o apenados. Si consultaban el precio, cuando yo respondía que era un regalo se disculpaban o se negaban titubeando. La situación era cada vez más triste, pero empezó a convencerme de que era una demostración de que no ocurría solo dentro de mis confines, en un sueño. Me encendió pensar que mi homenaje a Juan iba a ser real. Me erguí y me esforcé en mostrarme segura. Cuando me cruzaba con alguien, lo miraba a los ojos y decía sonriendo “Sueño Lúcido” mientras depositaba una o dos pastillas en su palma, más si estaba frente a una pareja o un grupo. Aprendí que la mayor parte de la gente abre las manos cuando se les ofrece algo sin dar opción a que se nieguen. Lo hice cientos de veces. Recorría la avenida por una vereda y volvía por la otra en círculo. Cuando sentía que mis bolsillos se vaciaban, me detenía y los recargaba. Era una Papá Noel yonki, una flautista de Hamelin de la noche, y después de un rato la gente se me acercaba con un gesto de sorpresa y agradecimiento que no voy a olvidar nunca. Llegué a estar rodeada en una esquina, sin espacio para caminar. Es posible que de ahí haya salido la más famosa de las imágenes con que buscan acusarme. Yo no presté atención a que estaba frente a una sede bancaria, mucho menos podía tomar conciencia de que había una cámara de seguridad grabando. La Asociación de Víctimas del Sueño Lúcido sostiene que eso solo es suficiente para enjuiciarme, pero la verdad es que en ningún momento se ve que yo reciba nada a cambio. Simplemente soy yo regalando pastillas. Hay quienes me ven como una santa. Manuel dice que con esa toma no podrían hacer mucho, pero no es lo único que hay, ni siquiera es la única toma, y tampoco conviene arriesgarse.

El reparto ininterrumpido me fue desgastando, no llegué a terminar con las dos bolsas. Los hipnóticos y la actividad física se acoplaron y sentí un mareo oceánico. Todavía tenía algo más de media bolsa negra, pero creo que para ese momento no quedaba gente en la zona que quisiera y no hubiera conseguido su pastilla. Ya no me acompañaban más que dos o tres personas. Vieron mi cansancio demoledor y me invitaron a sentarme en un bar a tomar algo. Yo quería descansar, pero sentía la necesidad de completar la tarea y únicamente acepté un vaso de agua. Me alejé caminando sola por las calles angostas del centro. Llegué a una de esas placitas escondidas que alguna vez fueron de la clase alta, la recorrí entera para asegurarme de que nadie me seguía y me acosté en un banco junto a un árbol.

—¿Dónde te conviene? —oí la voz del taxista.

Abrí los ojos y vi una avenida llena de gente. Las luces y el movimiento eran similares, pero sentí que estaba en Rosario. Seguía exhausta y me hundí en el asiento. El techo del auto tenía una ventana corrediza. En el reflejo me encontré abrazada a Vladimir, mi koala de peluche. Me acurruqué con él y miré la costura que tenía en el cuello hasta que tomé conciencia de que estaba en un sueño lúcido. Entonces lo abracé y lo descabecé feliz. No sé qué esperaba, tal vez quería sorprenderme por lo que mi propia mente me deparara, pero no podía pensar en otra cosa y encontré un relleno de pastillas.

—Abrí el techo, por favor —le dije al taxista.

Me paré en el asiento y saqué la mitad del cuerpo con Vladimir abierto en las manos. El cielo me recibió con un calor de verano y me saqué la campera. Empecé a lanzar pastillas como si fueran papel picado. Me sentía la reina de un carnaval. Chicas y chicos se agolpaban alrededor del auto, que apenas se movía. Avanzábamos como si yo fuera una estrella y mis fanáticos desesperaran por tocarme, como si en mí estuvieran viendo pasar la Historia. El taxista reía cuando los cuerpos se abalanzaban sobre el capot, disfrutaba como solo puede hacerlo quien adora a su soberano. Vladimir tenía un interior infinito y se escuchaban vítores y aplausos. Era un sueño de gloria y dejé que durara.

—¿Vas a algún lugar en especial? —preguntó el taxista.

Abrí los ojos un poco nauseosa. Miré la avenida llena de gente y las bolsas negras a mi lado. Habría deseado encargarle el reparto a alguien más, pero no podía dejar de pensar en Juan y en el deber. Tenía la vaga sensación de haberlo cumplido, pero las imágenes se confundían. Me pregunté si estaba en un sueño recordando algo que había pasado realmente o si estaba despierta recordando un sueño. Puse unas bolsitas de Sueño Lúcido abiertas en mis bolsillos, le pedí al taxista que detuviera el auto y bajé como quien tiene una misión. 

Empecé como una autómata, solo interesada en la eficiencia. Caminaba acelerada, decía “B&B” colocando un par de pastillas en la mano de quien me cruzara y seguía sin darme vuelta. Pero al poco tiempo la frecuencia que vibra en los actos de homenaje sincero me invadió. “De Juan Murcia”, pasé a decir, “B&B para recordarlo”. “En memoria de Juan Murcia”, “el Sueño Lúcido de Juan Murcia”, quería que todos escucharan su nombre. La gente me miraba confundida, pero al ver lo que tenían en la palma su gesto cambiaba. Yo sentía que entendían. De nuevo me vi rodeada en una esquina como si fuera un apóstol con agua bendita. Alguien dijo sonriendo que era la primera vez que disfrutaba hacer fila y acaso estábamos frente a un banco, pero no presté atención. Tal vez de ahí haya salido la toma con que pretenden acusarme. Cuando estaba por llegar a la mitad de la segunda bolsa se oyó que alguien gritaba “la policía” y la multitud se disgregó. Dos o tres personas supieron que yo necesitaba compañía y se quedaron charlando conmigo. Cuando el patrullero había pasado, agradecí el gesto, caminé sola hasta una plaza, di una vuelta para asegurarme de que no había policías y me dormí bajo un árbol.

Desperté poco antes del amanecer mirando unas ramas. Estaba oscuro, pero una línea clara en el horizonte anunciaba la salida del sol. Vi pasar un patrullero dos veces por la misma esquina y me puse de pie inquieta. Pensé en abandonar la bolsa en la plaza, alejarme sin mirar atrás, pero temí que me hubieran visto y no quería dejar pruebas. Escondí la bolsa bajo la campera y empecé a caminar sin decidir hacia dónde. Quise tirarla varias veces, pero siempre había algo que me lo impedía: un encargado baldeando la vereda, una sombra intrigante, un ruido a mis espaldas. Supongo que eran miedos reales, pero también sé que tirar la bolsa en cualquier parte era difícil. Como deshacerse de los restos de Gómez, como dejar que Juan muriera otra vez solo, como abandonar un cuerpo querido en la cocina, en la pileta, en la morgue. El efecto de los hipnóticos no se había extinguido, pero algo me impulsaba y me dejé llevar. Parecía que eran las calles las que caminaban y de pronto se quedaron quietas. Me había guiado la memoria del cuerpo. El parque de los figuritas se veía inmenso a la luz del amanecer, soltaba brillos en la neblina. Era un fantasma vestido de encaje.

Un par de años antes habría encontrado gente a su alrededor, había sido una especie de zoológico al que no se podía entrar pero cuyo borde nunca estaba totalmente desierto. Sin importar la hora, adolescentes, adultos, ancianos miraban hacia dentro desde los lugares permitidos, donde la reja de hierro que culmina en un cerco electrificado permite ver una parte del país de los figuritas. Pero ahora era un deleite pasado de moda. Me acerqué sintiendo en el cuerpo la soledad del espacio. El pedazo de matriz que alcanzaban mis ojos no parecía inactivo, era como un hongo gigantesco elaborado con el mismo material que sus habitantes. A su alrededor unos pocos figuritas inmóviles se distribuían cada tres o cuatro metros. Supongo que su objetivo era defenderlo, aunque hacía años, desde la muerte de Mondragón, no hubiera nada inesperado que los enfrentara.

Junto a la placa china que conmemora la reapertura de Buenos Aires, miré al otro lado de la reja el foso angosto de agua que impide la salida de los figuritas y me pregunté si envolvería todo el predio. La zona de visita no tiene más de treinta o cuarenta metros, más allá la reja se convierte en un paredón y empecé a rodearlo. Se sentía menos como un parque que como una cárcel o un cementerio. No podía imaginar su tamaño y me di cuenta de que el cansancio, mezcla de resaca e hipnóticos todavía en asimilación, no se iría. Me detuve apagada, muchos minutos después, frente a la entrada para los camiones que transportan cada día los desechos orgánicos que procesan los figuritas. Eran dos hojas de hierro pintadas de verde. Crucé y me senté contra la vidriera de un negocio. Me dormí pidiéndole al universo que las puertas del parque se abrieran. 

Me despertó el ruido de un camión de basura haciendo maniobras frente a la entrada. Corrí mientras las puertas se ponían en movimiento. Adentro del parque, un hombre accionaba desde una casilla el mecanismo. A un lado, un guardia apuntó su ametralladora en mi dirección. 

—¡Alto!

Me quedé paralizada. El chofer del camión bajó la ventanilla y me miró comprensivo. 

—La entrada está prohibida. 

—Por favor, vine desde Rosario solo para esto. 

—¿Vino para qué? —dijo el guardia.

—Soy bióloga. Solo quiero ver la matriz de cerca. 

—Existen permisos para eso —el guardia no bajaba el arma para hablar.

—Sí, ya sé, pero es muy difícil conseguirlos. Puede llevar meses. Años.

—No podemos hacer nada. 

Miré al chofer ladeando la cabeza.

—Por favor. Prometo no bajar del camión. 

El guardia se acercaba con la ametralladora en alto.

—Traje algo para compensar el inconveniente.

Abrí la mano mostrándoles unas pastillas. 

—¿Son B&B? —preguntó el chofer.

—Sí, las originales.

El chofer miró al guardia y al encargado de la puerta. El guardia dudó unos segundos, bajó la ametralladora y se acercó. 

—¿Cómo sabemos que es verdad? 

—Yo las reconozco —dijo el encargado sonriendo tímido.

Caminó hasta mí, agarró una y la revisó de cerca.

—Son de verdad.

Los tres se miraron. 

—Son pocas —dijo el guardia.

—Tengo más de ciento cincuenta. 

Metí la mano bajo la campera y el guardia me apuntó de nuevo. Saqué dos bolsitas lentamente y se las di al encargado. Los tres volvieron a cruzar miradas. No querían expresarlo, pero estaban conformes. El chofer hizo un gesto y subí al camión. 

Desde la cabina, a su derecha, mientras nos alejábamos pude ver por el espejo retrovisor al guardia y al encargado contando las pastillas. Adelante y a los costados todo era cemento y vegetación, no había figuritas paseando como yo había imaginado. Avanzábamos por una calle que terminaba en una rotonda. Un poco más allá, en el centro del parque estaba la matriz. No creo que se elevara más de dos metros en su punto más alto, pero se extendía en un radio enorme, tal vez setenta, cien metros, las tenues variaciones en el marrón negruzco de sus elementos hacían difícil calcularlo. Era como si un gigante hubiera aplastado una montaña. 

A medida que nos acercábamos, más y más figuritas empezaron a brotar de sus entrañas. Sentí que la matriz misma estaba viva, como el coral. Parecía un mundo extraterrestre, antiguo y potente. La eternidad estaba a su alcance. Si algún poder hay detrás de ella, yo estaba viendo su obra. Los figuritas eran igual de naturales que yo. Eran bellos. Pensé que la belleza es la realidad de la naturaleza. 

Nos detuvimos en la rotonda y el chofer accionó el mecanismo de descarga. Un mar de figuritas empezó a acercarse. Algunos iban directamente hacia los desechos, pero otros trepaban al camión y lo recorrían. Cuando caminaban sobre el parabrisas podía verlos bien, acercarme hasta casi tocarlos con la nariz. No eran idénticos. Los bultitos que los conformaban se unían de modos variados, como una grafía modular. No sentí que fuera azarosa. Los agujeros a sus lados, por los que percibían el mundo, eran oscuros y no dejaban ver nada, pero el órgano en su panza era distinto. Tenía como dientes hechos con cáscara de nuez y un interior tremendo, una especie de lengua de barro en constante movimiento cubierta con una sustancia viscosa como de miel y lava que parecía poder disolver cualquier cosa. Al menos cualquier cosa de la que yo estuviera hecha.

—Esto va a tardar —dijo el chofer—. No podemos mover el camión hasta que hayan terminado. No puedo pisarlos. 

Por el espejo retrovisor vi a los figuritas trabajar sobre la montaña de desechos. Miré la matriz y tomé conciencia de que ellos la habían construido. Pensé en horneros, castores y termitas, pero esto era descomunal. No creo que haya ningún animal, sacando a los humanos, con la capacidad de construir algo de ese tamaño. ¿Qué pasaría si el agua no los detuviera? ¿Si desarrollaran alas? ¿Harían del planeta entero una matriz? ¿Agotarían el mundo animal hasta morir ellos mismos de hambre? ¿Y si no los repeliera la clorofila? ¿Acabarían con toda vida? ¿No eran ellos vida? Contemplando su hogar, yo sentía que los figuritas estaban vivos porque habían vivido. 

Una mano me tocó el hombro izquierdo y abrí los ojos. Era el chofer. Me había quedado dormida, pero no era eso lo que me estaba advirtiendo. Señalaba azorado algo que pasaba fuera del camión, necesitaba compartirlo conmigo. Una figura humana caminaba hacia la matriz. Los figuritas iban a su encuentro y subían por sus piernas. Pequeños espasmos dejaban entender que las mordidas surtían efecto, pero la figura no se detenía. Cuanto más se acercaba a la matriz, más figuritas trepaban a su cuerpo. Miré al chofer esperando que pusiera el camión en movimiento para salvarlo y su gesto era de desconcierto. La figura seguía avanzando, movía la boca, pero ningún sonido llegaba a nosotros a través de los vidrios. No parecía estar gritando, sino ejecutando un rezo. Entonces recordé la escena. Yo había visto el comienzo de esa caminata en las filmaciones que más se han reproducido en los últimos años: era Álvaro Mondragón. Quienes lo vieron presentar sus poemas en vivo dicen que en las grabaciones de su muerte lo que se ve es un recitado. Yo no tardé en darme cuenta de que estaba en un sueño lúcido, pero tampoco dejé de sentir la realidad de lo que veía.

Hay mucha gente que analiza su muerte, que busca darle sentido, pero la interpretan principalmente como un suicidio, como un mensaje para todos nosotros. Yo no estaba viendo lo mismo. Mondragón no estaba entregándose a los figuritas para morir, intentaba entrar en la matriz. Era alguien valiente, capaz de abandonarlo todo con tal de ver ese mundo funcionando. Tan orgulloso estaba de morir que me avergonzaba. Pensé que ahogarse no es tan terrible como querer salvarse. Pensé que cuando dejamos de preocuparnos podemos ver que las cosas que creemos que debíamos hacer no son las que hicimos. Pensé en lo que teníamos y ahora deploramos y luego volveremos a amar. Vi a Mondragón avanzar de rodillas, con buena parte del cuerpo en carne viva, y me dije que yo no tenía otra vida que esta. Envidié el material orgánico desmenuzado en que se estaba convirtiendo. Pensé que las cosas que nunca regresan son muchas.

Volví a sentir la mano en el hombro izquierdo y abrí los ojos. Era el chofer, que me invitaba a bajar del camión. Estábamos afuera del parque, su horario laboral había terminado. Yo sentía un cansancio tan tremendo que no tuve fuerza más que para caminar unos pasos y sentarme contra la vidriera de un negocio. Apenas había cerrado los ojos, alguien empezó a hablar. No podía dormir ahí, tenía que dejar la vidriera libre. Miré hacia arriba y la luz del sol me encandiló. Una figura negra recortada contra el cielo hablaba ofuscada y nerviosa. Traté de acomodarme la campera y sentí el resto de la bolsa negra que todavía conservaba. Temí que el escándalo llamara a algún policía y me puse de pie. 

Empecé a rodear el parque completando la vuelta que había interrumpido al amanecer. Algo que no puedo explicar me decía que ya no había dudas de que estaba despierta. Me sentía descompuesta y triste, pero de alguna manera estaba orgullosa. Llegué a la zona de visita y miré a los figuritas a través de las rejas. Eran extranjeros en un mundo extraño y sentí que pedían protección. Tenés que protegerlos, me dije, no sea que vos misma seas una refugiada. No pensé en las cámaras de seguridad que habían filmado a Mondragón años antes, pero tal vez eso no me habría detenido. Saqué la bolsa negra y la lancé con toda mi fuerza por arriba de la cerca electrificada. 

De acuerdo con las propias versiones oficiales, los figuritas recién encontraron la bolsa al atardecer, cuando su programación original los obligaba a salir a recorrer el territorio. Si en las grabaciones se me ve correr luego de lanzarla, no es porque yo supiera que el consumo de Sueño Lúcido iba a modificar su comportamiento, sino porque vi un policía a lo lejos y recordé que estaba prohibido tirar cosas dentro del parque. No tengo la menor idea de cómo es posible que algunos figuritas hayan cruzado el canalcito de agua que les impedía llegar a la reja, pero los encargados del parque informaron que fue posible capturar a casi todos los que escaparon. Supongo que si los perdidos hubieran construido una matriz sería fácil encontrarla. La lista de elementos que algunos rumores incluyen en la bolsa negra además de las pastillas es una burla. ¿Cómo podría haber ocultado una cabeza humana bajo la campera? No hay ninguna noticia oficial que informe que alguien ha utilizado el parque para hacer desaparecer un cuerpo humano. Creo que es algo inventado por la Asociación de Víctimas del Sueño Lúcido. No tengo explicación para el hecho de que las filmaciones del banco y el parque me muestren vistiendo camperas distintas. ¿Eso prueba que me disfracé para confundir a las cámaras? Tampoco es cierto que me hayan encontrado desnuda. Sí es verdad que no tenía los pantalones puestos, pero es porque la corrida me provocó arcadas y no estaba lo suficientemente entera como para evitar que mis vómitos cayeran sobre mis propias piernas. No guie a los figuritas hacia ningún lugar secreto, no me exhibí desnuda frente a ningún colegio primario, no oculté ningún dinero en el ataúd de nadie. Acurrucarme dentro de la campera fue lo último que hice antes de dormirme.

Capítulo 18 | El Gato y La Caja