Manuel dice que Jim y el Lerdo no se exiliaron, que trabajan en secreto para el gobierno, que yo también soy importante. Jura que estoy una zona de veraneo de altos mandos y que Martínez Aldana suele pasar alguna semana al año con su familia en una cabaña similar a la mía. Supongo que es posible, no da la impresión de ser un hombre muy alocado o afecto al lujo. Cada tanto me piden que escriba una carta a mis seguidores. Parece que el número está en pleno crecimiento, Manuel dice que son miles. Ligiosos se hacen llamar. Yo no tengo muy en claro quiénes son, pero me parece hermoso que hayan elegido ese nombre. Me encanta recordar ese día.
Todavía faltaba mucho para que las cosas desbarrancaran. La mayoría de los Nos vemos mañana ya no vivía con nosotros, pero la casona seguía siendo un punto de reunión. Incluso Montoya y Rosebud venían a veces. Esa tarde íbamos a celebrar la llegada de la primavera en el parque. El plan era comer hongos de día, como le gustaba a Montoya. De día el cuerpo está mejor predispuesto, sin cansancio.
Habíamos desplegado lonas y mantas a un costado de la pileta. También algunas reposeras, aunque ya no quedaban demasiadas. Después de la Normalización, la mayor parte de lo recolectado por los Nos vemos mañana había sido donado al Estado. Lo mismo había pasado con lo que habían juntado Mei y Darío. En realidad, decíamos que había sido devuelto, porque la propiedad es temporaria y la tierra es de todos. El cielo estaba celeste y lo atravesaban nubes grises, como casi todos los 21 de septiembre en Buenos Aires, donde la primavera no suele llegar sin lluvia. En los momentos en que el sol pegaba en la pileta, quedábamos cubiertos por pequeños reflejos, éramos bolsas salpicadas de luz. Cuando se escondía tras alguna nube, nos cubríamos con mantas. Teníamos botellas de agua y no necesitábamos nada más.
Por experiencia sé que al comienzo todos temen los efectos del cucumelo. El saber popular y la palabra “alucinógeno” han convertido la imaginación en un carnaval de locura, con elefantes fucsias, deidades y monstruos, pero para llegar a ese extremo hay que comer una cantidad muy difícil de soportar. En la casona casi nadie lo hacía. Comiendo algo más medido (entre tres y ocho hongos, dependiendo del tamaño y de qué tan fuerte haya resultado la cosecha), lo que se produce es un estado hilarante, un aflojarse de las articulaciones, un conjunto de efectos visuales: se intensifican los colores, se pueden ver mandalas fantásticos incluso en las paredes blancas. Hay a quien le produce un estado introspectivo y a quien le dan ganas de charlar. No he visto que produzca violencia, pero sí paranoia. Depende del ánimo de cada cual.
Esa tarde algunos caminaban, corrían o jugaban, se oían carcajadas. Algunos dormitaban en la sala o en el parque, algunos conversábamos en el pasto alrededor de un fuego imaginario. Para muchos, el cucumelo era algo nuevo y, entonces, además de ser causante de las charlas, era también uno de los temas. En un momento, Iony empezó con la vulgata del grupo: la palabra “droga” es occidental, para los pueblos originarios estas son sustancias rituales, un camino para conocerse y experimentar la existencia, no se trata de olvidar el mundo y los problemas, sino de verlos desde otra perspectiva. Juan comentó que, explicado de ese modo, parecía algo religioso y Darío dijo que no estaba mal verlo así. Que “religioso” venía del latín, de religare, que en su origen la palabra quería indicar una actividad que funcionaba como un lazo de la comunidad, un volver a ligar lo que por una u otra razón se había desunido o se percibía desunido.
—La gente quiere volver a estar con los demás, quiere ser parte —dijo.
—¿Por qué volver? —pregunté yo—. Lo importante es unirse, ¿no? No importa si alguna vez, en el pasado, fuimos parte de algo. Nosotros no somos religiosos, somos ligiosos —dije segura de lo que decía, aunque acabara de pensarlo.
—Yo soy ligioso —dijo Montoya.
A su lado, Rosebud, que esa tarde era un señor atlético de jogging y zapatillas, lo abrazó y me tiró un beso.
—Yo siempre fui ligioso —dijo Juan.
La palabra se repitió muchas veces, atravesó el parque.
—Yo quiero ser ligioso —dijo Darío, sonriéndome.
—Todos somos ligiosos —dijo Iony.
Pero Darío comentó que no le parecía que se pudiera decidir por los demás. Iony respondió algo y hubo una breve discusión. Volvieron a hablar de peronismo. Darío mencionó la introducción del reconocido libro de Carmen Lucero sobre la guerra de Malvinas y se dio el gusto de recordar un acto de 1952 en el que Perón, después de una reunión con un viejo socialista judío llamado Enrique Dickman, empezó su discurso con un portentoso “Trabajadores del mundo, uníos”.
—Perón era ligioso —dijo Darío—. No le importaba si habías sido radical, comunista, fascista o anarquista, no le importaba si nunca habías sido nada, si te habías pasado la vida rascando el fondo de las latas o si eras un burgués que presumía de su cultura. Lo que contaba era la unión. Yo soy ligioso —repitió a modo de cierre, y la vuelta empezó misteriosamente de nuevo.
—Yo soy ligiosa.
—Yo soy ligioso.
—Yo soy ligioso.
—Yo soy ligiosa.
Creo que lo dijeron todos. La única que no lo hizo fui yo, porque me parecía absurdo repetirlo, pero saboreé el modo en que lo pronunciaba cada cual como si me estuvieran prometiendo algo. Eran expresiones de regocijo, o yo las sentía celebratorias, y la vibración que producían era como de canto gregoriano.
A partir de entonces escuché la palabra incontables veces. Cada vez pronunciada con más naturalidad, como si existiera hace siglos. No siempre en labios felices, pero siempre a la manera de un reconocimiento, como la manifestación de una convicción.
—Yo soy ligioso y vivo la partida de un amigo sin optimismo —dijo años más tarde el Lerdo, con los ojos rojos, mientras velábamos a Juan, cuando lo empujó la culpa y sintió que tenía que decir algo—. Nosotros no venimos de ningún lado, no vamos a ningún lado, no tenemos esas ilusiones, pero sentimos la partida como una verdad. Esta sensación que tengo ahora es la de algo que se rompe y no volverá a recomponerse, pero me dice que nuestro vínculo fue real. Juan Murcia estaba ligado a mí. Estuvimos juntos.
Yo me puse a llorar. Hasta ese momento había permanecido cabizbaja, pero cuando el Lerdo empezó a hablar me solté. Juan estaba muerto, había muerto en la casona, en Buenos Aires, en Argentina, en este planeta de bolsas de energía que no saben qué son, ni si son, y se preguntan qué es el Universo. Lloré porque los Nos vemos mañana ya no existían y porque extrañaba Rosario, porque Romina estaba lejos y porque el recuerdo de Gómez inmóvil en el piso no se iría nunca. Lloré por muchas razones, podría haberme pasado la noche llorando, pero entre imagen e imagen se me aparecían las bolsas de Sueño Lúcido acumuladas en el depósito. No eran suficientes para cumplir con lo que Jim y el Lerdo habían prometido, creo que no llegaban a la mitad de la cantidad pactada, pero eran muchas pastillas, miles, alcanzaban para soñar la vida entera de cientos de personas. Solo había que caminar por el parque, dejar atrás la pileta y entrar en el depósito. Ese lugar casi escondido alguna vez había albergado muebles, electrodomésticos, bicicletas, libros, ropa, discos, instrumentos musicales, herramientas, obras de arte: las huellas de la historia de la ciudad, las huellas de nuestra propia historia en la ciudad. Yo podía entrar y recordarlo todo. Y si lo que deseaba era revivir un encuentro con alguien, con cualquiera, no hacía falta más que tomar una pastilla.