Capítulo 2.15

Capítulo 15

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En el último tiempo decidí dedicarme a las plantas. El Valle de Calamuchita tiene un clima serrano y seco, pero lo atraviesan ríos y no resulta difícil ayudar un poco a la madre naturaleza. Es una manera de participar del mundo. Cuando estoy trabajando la tierra, a veces me sorprende un pensamiento que protagonizan los figuritas. Suelo tratar de imaginar qué pasaría si los soltaran en un lugar como este. Supongo que un descalabro, pero quién sabe. Cientos de miles de personas pueden compartir un espacio para unirse en una vibración y crear algo nuevo. No veo por qué deberían ser las únicas bolsas de energía con la capacidad de hacerlo.

A pesar de la indiscutible velocidad del subte, el día del acto de reapertura de la ciudad, cuando llegamos a Plaza de Mayo ya era tarde. No había modo de que los Nos vemos mañana avanzaran para encontrar un buen lugar en la manifestación. Acaso era posible individualmente, como yo en mi corrida hasta la escalera mecánica, pero la columna no podía avanzar formada. Aunque no fuéramos más de cincuenta o sesenta cuerpos, si la intención era mantener las banderas y los carteles conectados, la única opción era quedarse en el fondo. 

Se podía sentir la frustración del grupo. Había miles de grafitis por toda la ciudad que aseguraban su permanencia histórica, pero los Nos vemos mañana estaban deseosos de que se dijera que eran ellos quienes los habían hecho, que se los señalara, que se los reconociera en persona. Habían soñado la escena durante años y ahora entendían que su bandera no sería protagonista ni quedaría registrada en las imágenes tomadas desde el escenario por los fotógrafos oficiales. Más tarde, en un especial sobre los apoyos múltiples del acto, la televisión nos incluiría en la lista de agrupaciones presentes, pero en ese momento no podíamos saberlo y no estoy segura de que esa pequeñez hubiera significado consuelo. A mí me daba pena, pero me costaba empatizar con el desaliento. No podía dejar de sentir la energía desbordante que nos rodeaba. La Historia estaba ahí, nosotros éramos parte. 

Rosebud y Montoya charlaban a un costado. Rosebud sonreía como una diosa, él se veía avejentado pero sereno. No sé si hablaban de la marcha, pero eran los únicos que no mostraban un gesto melancólico. Yo no podía soportar la frecuencia en que vibraban los demás y me les acerqué.

—Igual, cuando todos tengan que salir van a vernos —dije sonriente.

Rosebud me abrazó. Dijo que finalmente yo era la única que sabía que lo importante era lo importante, que si no fuera por gente como yo el mundo estaría acabado. Montoya asentía.

—Gente, nos vamos a quedar después del final —empezó a hablar Rosebud en voz alta—. Al salir, el pueblo nos va a encontrar dándole la bienvenida. Dejemos de lamentarnos, somos el cierre del acto. Cuando todos se den vuelta para regresar a sus casas van a vernos y sabrán que llevamos años acá, esperándolos.

 Tenía una mano sobre mi hombro, era como si lo estuviéramos diciendo juntas. Yo no podía estar más orgullosa. Terminó casi gritando:

—Prometimos que nos veríamos mañana, y mañana es hoy.

La reacción de todos me hizo recordar a Ryunosuke, al efecto que a veces producían sus palabras, a la facilidad que tenía para ser persuasivo. El tono de los murmullos cambió de golpe, hubo bromas respecto de nuestra tardanza. Juan dijo que habíamos sido los primeros y ahora éramos los últimos, que era típico de los obsesivos tratar de compensar de ese modo. Otra voz dijo que habíamos sido el comienzo y ahora éramos el final, que se percibía el círculo del eterno retorno y que en la próxima vuelta quería reencarnar en un figurita. Hubo risas. No sé cuánto de autoconvencimiento había en esa alegría, pero yo vi el cambio. La reinterpretación de la circunstancia, el refuerzo del aspecto oracular del anuncio era todo lo que necesitaban para sentirse plenos. 

Eso y el bramido escalofriante que se oyó cuando Martínez Aldana salió al escenario. Fue algo completo. Hasta entonces se oían cánticos, pero de pronto se sintió como si la Tierra hablara. No muchas plazas deben haber sufrido jamás una conmoción semejante. Tal vez con Laine en el 67, tal vez con Perón en los 40. De todas maneras, yo no creo que Martínez Aldana fuera la razón principal del alboroto, del mismo modo que un árbitro que pita el comienzo de un partido de fútbol no es la razón de la emoción de los hinchas. El 16 de agosto de 1993 era el día del regreso y la aparición del presidente era la señal: Argentina estaba de pie, Buenos Aires estaba viva. 

Oyendo pero escuchando mal las palabras que llegaban desde los parlantes a casi cien metros, yo todavía estaba un poco perdida en mi recuerdo de la noche de la terraza. Era una bolsa de energía en viaje de un tiempo a otro: me encontraba en Plaza de Mayo, en 1993, y en la cima de un edificio, a fines de los 80. Martínez Aldana pronunciaba un discurso de inflexión en la vida argentina y, a la par, las inundaciones estaban ocurriendo, los insectos ya habían salido de las catacumbas, los figuritas brillaban bajo el último sol de la tarde. Darío me abrazó por detrás y se puso a recitar en mi oído un soneto de Mondragón. Era su modo de referirse a la reapertura de Buenos Aires, pero a mí me pareció que finalmente había encontrado el poema que había empezado a buscar mirando el cielo en la terraza, años antes.

Que un viaje me despierte de este sueño,

te dijiste llenando la valija.

Te dormían tu vida siempre fija

y el tono monocorde de tu empeño.

A paso rápido, frunciendo el ceño,

recorriste, atenta lagartija,

el Norte Antiguo desde tu rendija,

soñaste un roble y era un viejo leño.

Querías sorprenderte por tu atraso,

fue un deseo moldeado con estopa:

la ropa que vestías sigue ropa

y aquí es aún de día, aún hay caso.

No hay viento que te arranque de tu popa,

la proa es lo primero en ser ocaso.

Darío estaba radiante. Daba por descontado que el esmero con que se había organizado la transmisión en vivo para radio y televisión respondía a que, además de ser un acto destinado al pueblo argentino, era también el reconocimiento internacional del pasaje de Argentina a la esfera de influencia de la República Popular China, un desplazamiento político que llevaba años y se había acelerado a partir de 1991 con el desmembramiento de la Unión Soviética. La discusión con Iony, el viaje en subte, el comienzo del discurso de Martínez Aldana habían avivado la llama, pero su entusiasmo estaba ahí desde antes. Yo tenía claro lo que él sentía que se jugaba en ese momento. Aunque no se supiera, o al menos no se supiera fuera de los escritorios de los más altos funcionarios estadounidenses e ingleses, y acaso de la OTAN, si el fin de las inundaciones había sido provocado o natural, hacía años que el mentado regreso a Buenos Aires había dejado de ser una fantasía loca. Entonces las viejas rencillas entre el ala trotskista y el ala peronista del Partido habían vuelto a tener material para continuar su histórica desavenencia. Otra vez estuvo en disputa el lugar del peronismo en el PPRA. Otra vez se insistió con que Martínez Aldana era en realidad parte de la minoría maoísta y que su aparición había permitido unir a trotskistas y peronistas bajo la perenne llamada a aliarse contra la contradicción mayor representada por las potencias capitalistas. Las facciones estaban atenazadas por la habilidad estratégica de Martínez Aldana. La alianza estaba refrendándose en ese mismo momento. El acto era un pacto de sangre.

Yo también estaba conmovida, pero no vibraba en la misma frecuencia. No me costaba mucho pensar que los conflictos y las negociaciones entre China, Rusia, Europa y Estados Unidos debían haber tenido algo que ver con el fin de las inundaciones, aunque no podía dar fe de que hubieran empezado a decrecer después del 9 de noviembre del 89, tras la caída del muro de Berlín, como decían los rumores. Nunca creí que fuera algo que se pudiera afirmar por la simple impresión de la memoria, pero además no me importaba tanto. Nosotros estábamos a más de cien metros y no vi que Martínez Aldana aparecía por primera vez en un acto público sin el uniforme de fajina, ni reconocí entre los invitados especiales a Jiang Zemin, el presidente chino, ni tomé conciencia de que, si Manuel no estaba con nosotros, era porque se encontraba sentado frente al escenario, entre las primeras filas de funcionarios. Que Fidel Castro compartiera palco con la comitiva colombiana, que aun sentado Aniceto Rodríguez Arenas no pudiera sostenerse sin el bastón que lo mostraba más cerca del Mausoleo de Allende que del Palacio de la Moneda, que el discurso de Martínez Aldana fuera breve en comparación con lo que acostumbraba y diera cuenta de un fuerte cambio en su modo de gobierno eran asuntos menores para mí. Yo no prestaba atención a lo que sucedía a la distancia, era una bolsa abierta al mundo circundante: las voces y los cuerpos innumerables, el olor de la multiplicidad humana. Sentía la energía a mi alrededor como la fuerza del agua en un río. En mi mente iba tomando lugar un pensamiento: desde el instante en que los preparativos para la reconstrucción de la ciudad habían sido comunicados a comienzos del 91, los Nos vemos mañana habían entrado en tiempo de descuento. El arte ya no podía ser la argamasa de la vida comunitaria. Su época estaba terminando esa misma tarde en Plaza de Mayo.

Capítulo 15 | El Gato y La Caja