Si fuera cierto que empecé a salir con Darío porque sus conocimientos de Historia convenían a mis supuestos planes, no lo negaría. No veo cómo eso podría considerarse censurable, cómo el ansia de preparación hablaría mal de nadie. Está claro que es una tontería, pero en la intención de dibujarme como un cerebro maquiavélico a veces aparecen ideas que quizás no sean totalmente ridículas. Romina y Darío me mantuvieron en contacto con el estudio desde que llegamos a Buenos Aires. Leía lo que me recomendaban, los escuchaba atenta. Muchas veces sentí incluso que se ponían de acuerdo. Cuando, después de un par años de no vernos, busqué a Manuel para contarle lo del Sueño Lúcido, que ya se producía en la casona con eficacia, y lo que se me había ocurrido que se podía hacer, tenía muy presente lo que ellos me habían señalado sobre los “regalos” de China y Rusia.
En 1991, un mes después de su inauguración, Romina y yo fuimos a visitar el parque de los figuritas, el predio donde el gobierno los había confinado con ayuda de China para rehabilitar la ciudad. Era inmenso, todo cemento y plantas, y lo circundaban un foso angosto y un paredón altísimo. No estaba permitido entrar, pero había una zona con rejas especialmente pensada para que el público pudiera verlos seguir con su vida, si es que es legítimo usar esa palabra para los figuritas. Aunque apenas habían pasado unas semanas, ya entonces las rejas estaban electrificadas: después de lo de Mondragón, había quedado claro que, tanto como evitar que los figuritas escaparan, era necesario impedir el ingreso a los humanos.
No se podía divisar completo, pero lo que alcanzaba la vista resultaba extraordinario. Era artificial y no se sentía artificial, una explanada de cemento con huecos de los que brotaban especies vegetales nativas de Buenos Aires: lirios, salvias, jacarandás, tipas, ombúes. Periódicamente, camiones recolectores de basura entraban y desparramaban desechos orgánicos cerca de la matriz, a unos cincuenta metros de la reja. Los figuritas entonces salían, los procesaban y volvían de vuelta a su hogar para descargarse. Parecía un ritual.
Junto al principal punto de mira, había una placa de bronce con un antiguo poema chino de agradecimiento al invierno:

El parque había sido presentado como una instalación del mañana, un centro de reciclado perfecto, pero Romina no se dejaba encandilar. Señalaba que también era un monumento que simbolizaba el nuevo vínculo entre China y Argentina. De alguna manera, contenía una advertencia.
—La placa es un símbolo —me dijo—, una muestra de poder. Nadie nos regala nada. Si no sabemos qué les estamos dando a cambio, el precio somos nosotros.
Dos años después, en viaje hacia el acto de reapertura de Buenos Aires en Plaza de Mayo, Darío continuó la misma línea de pensamientos. Estábamos en el subte, cuya remodelación había sido una de las primeras obsesiones de Martínez Aldana. Había solicitado ayuda a los rusos, que enviaron a dos ingenieros y un artista para dirigir a los veinte mil trabajadores argentinos que se ocuparon de la tarea.
—Porque el subte de Moscú es el modelo a seguir —exclamaba Manuel.
O:
—No hay pueblo que sepa más de subtes que los rusos.
Darío afirmaba que las razones eran más que las que los voceros del gobierno declaraban en público. En principio, el PPRA quería mostrar una Buenos Aires mejor que la que había tenido que abandonar en 1982, y uno de sus conocidos problemas era el transporte. La nueva Buenos Aires sería más moderna, más limpia, más confortable. Lo que no estaba explicitado era que los figuritas eran China, el maoísmo, pero el subterráneo era Rusia, el trotskismo. Martínez Aldana se había ocupado de que las dos tradiciones socialistas estuvieran con nosotros en ese momento de refundación.
—Los chinos nos dieron a los figuritas, nos ofrecieron su abrazo de oso cuando la Unión Soviética no pudo más que soltarnos la mano. Pero no hay que quemar los puentes —decía Darío.
No hablaba preocupado como Romina, lo cautivaba el modo en que se urdían las alianzas geopolíticas. O acaso no era eso, sino que disfrutaba entenderlas, explicarlas.
El día del acto yo vi el subte por primera vez. Qué fabuloso puede ser un túnel bajo tierra. Ya mientras bajábamos colmados de banderas y carteles empecé a sentir una vibración que me recorría. Toda la estación en la que estábamos entrando conmemoraba la Revolución cubana. En el centro del andén, un mural que mostraba a Castro y a Guevara hablando entre los árboles de Sierra Maestra nos hacía sentir como si estuviéramos en Cuba en 1956. Yo había escuchado los relatos cándidos e inverosímiles de Manuel, que había logrado entrar a ver los avances de las obras una o dos veces, pero solo entonces pude ver la dimensión que habían cobrado. La red de subterráneos era un homenaje a las grandes gestas del siglo XX. La Revolución rusa y la Revolución china tenían sus estaciones, por supuesto, pero también la guerra de Vietnam, las elecciones de Chile del 70, la fundación de Colombia del Sur. Nunca terminé de conocer todo lo que se expone en las líneas que atraviesan la ciudad, pero por alguna razón los murales más emocionantes para mí fueron desde el primer momento los dedicados a las derrotas. Ya en ese viaje inaugural, con Darío hablando incesante como un guía turístico, repasé la historia del sionismo socialista en Israel, cuya ideología está casi olvidada pero se mantiene viva en algunos kibutz, la de los Muyahidines del Pueblo en Irán, que participaron en la revolución del 77 y fueron luego traicionados y asesinados o expulsados por la teocracia de Jomeini, la de la Guerra Civil española, que arrastró a España a cuarenta años de franquismo. Como se sabe, la más importante cabecera de la red está dedicada a la Revolución argentina de noviembre del 67 y la coronan esos famosos retratos multicolores de Laine y de Martínez Aldana, pero la movilización que dio inicio al peronismo en el 45 también tiene su estación, un poco más escondida. Cuando la atravesamos aquella vez, en un rincón de nuestro vagón un grupo de gente empezó a cantar la marcha peronista. Darío sonreía mirando a Iony.
Al ver acercarse el cartel de la estación Revolución argentina, bajo un vértice de Plaza de Mayo, el entusiasmo me dominaba y me esforcé en salir del vagón primera. Cuando las puertas se abrieron, me escurrí entre la gente. Incluso troté sin pensarlo hasta alcanzar la escalera mecánica y llegué a la calle sola. La muchedumbre era inabarcable, se podía sentir la energía colectiva. La Plaza de Mayo vibraba como un cúmulo de bolsas enardecidas, era un mundo lleno de vida, un coral terrestre.
Daba la impresión de que toda la historia argentina del último cuarto de siglo estaba ahí. El escenario debía elevarse en algún lugar más adelante, pero era imposible verlo. La cantidad de banderas era inimaginable. Había cientos de miles de personas y aun así no dejaban de llegar. Sé por las fotos publicadas después que frente al escenario estaban las columnas de las corrientes internas del PPRA: los trotskistas, los peronistas, los maoístas, los sindicatos, las juventudes de cada sector. Desde mi posición ni siquiera eso era fácil de percibir. Yo estaba en el fondo, con los grupos rezagados que no podían negociar un lugar en la delantera ni exigir presencia ante las cámaras. Me rodeaba gente que atesoraba fantasías desiguales, principalmente cofradías inspiradas en los soviets históricos o hermandades anarcocomunistas que emocionaban a Juan, pero incluso se veían símbolos de logias masónicas y de agrupaciones que muchos, como Manuel y Darío, consideraban fascistas. A un costado, desde la pequeña contramarcha conformada por el renacido Partido Autonomista Nacional, por los restos no integrados al PPRA de la Unión Cívica Radical y por las Juventudes Libertarias, que Martínez Aldana permitía en nombre de la libre expresión, unos cientos de personas vociferaban con rabia, dejaban en claro que existían y no abandonarían su lucha hasta que Argentina hubiera cambiado de bando.
Yo sentía la necesidad de cantar y saltar abrazada, y giré en busca de mi grupo. Siempre en alto, las banderas y los carteles de los Nos vemos mañana salían de la boca del subterráneo a la velocidad invariable de la escalera mecánica. Emergían de las entrañas de la Tierra apuntando al Sol, eran el interior de la Tierra acercándose al cielo, la Tierra misma ocupando el horizonte. Me parecía hermoso, pero no era una imagen totalmente nueva. Era un eco del pasado, una respuesta. Yo había visto algo parecido y lo supe al instante. Recordé, como si la memoria y la experiencia estuvieran calcadas una sobre otra, la salida de los insectos que habíamos presenciado con Mei, Manuel, Darío y Romina, unas semanas después de la ida de Felipe.
Estábamos en la terraza de un edificio, a media cuadra de una boca del subte, en la zona más inundable de la ciudad. Manuel y yo no habíamos hablado con franqueza sobre la muerte de Gómez, pero estaba claro que no me había perdonado. De todos modos, desde que Darío y yo habíamos empezado a vernos seguido, se cuidaba. Mei bebía a un lado, empuñaba un vino que había llevado especialmente. Romina miraba hacia abajo ilusionada como nadie.
La terraza era grande, pero nosotros estábamos bastante apretados junto al borde. Después del descubrimiento de que los figuritas eran incapaces no ya de nadar o atravesar inundaciones, sino simplemente de franquear cualquier superficie con agua, Manuel había decidido preparar un espacio protegido. Decía que nos permitiría observar qué ocurría en el centro de las inundaciones, pero sin dudas era también un modo de cumplir nuestra fantasía de acampar para ver a los insectos salir del subsuelo. Imagino que él ocultaba para sí mismo ese deseo, como todo lo que no fortaleciera al Partido.
Creíamos que armar el dispositivo sería difícil y tomaría tiempo, pero Manuel había pensado una solución sencilla inspirada en esa especie de isla artificial que habitaba el figurita que yo había encontrado solo. Utilizando ladrillos y cemento, había construido directamente sobre el piso una canaleta que podía mantenerse llena de agua por unos días. Junto a la baranda que daba a la calle, un rectángulo de terraza quedaba separado del resto. Tres o cuatro días después estábamos ahí. Habíamos subido siete pisos por escalera cargando lo necesario para quedarnos hasta la mañana siguiente: comida, bebida y unos pocos elementos de supervivencia. Nos habíamos acomodado exactamente como se veía en el boceto con que Manuel había acompañado la explicación de su plan.
Después de unos minutos se inició el espectáculo. El agua empezaba a llenar la red de subterráneos y empujaba una nube de bolsitas de energía afuera. A través de unos binoculares que compartíamos, el enjambre borroso se descomponía en alas, patas, ojos compuestos, antenas, aguijones. Brotaban de la boca del subte como lava. Los figuritas debían estar cerca, pero aún no podían verse. De todos modos, se suponía que no estarían en el terreno demasiado tiempo, tal vez un par de horas. Cuando el agua amenazara con terminar de cubrirlo todo, se irían.
Atento a un lujoso reloj a cuerda que Mei le había conseguido en alguna recolección, Manuel tomaba notas. Los demás disfrutaban en silencio de esa explosión de insectos y arácnidos que ocurría más abajo. Yo no estaba tranquila, aun cuando se estuviera cumpliendo el orden previsto. Aunque me había encontrado con un figurita en vivo y no había sentido miedo, un detalle me obsesionaba: ese aglomerado de bultitos marrones casi negros no producía ningún ruido. El recuerdo tenebroso de la falta de sonido me obligaba a darme vuelta todo el tiempo para recorrer la terraza con la mirada. Fue como invocarlo.
Entre un comentario de Manuel acerca de la inundación y otro de Romina sobre el movimiento de los bichos que salían misteriosamente en oleadas, alguna de las veces en que giré hacia la puerta de la terraza lo vi: un figurita se acercaba a paso firme. No pensé demasiado. Lo vi y grité.
—Tranquilos. No va a poder pasar —dijo Manuel en un susurro—. Lo importante es que no nos perciba y se vaya.
Manuel se mostraba convencido porque, durante dos noches, había dejado unas manzanas en la isla artificial que ahora ocupábamos y las había encontrado casi intactas, pudriéndose, en cada inspección. Sin embargo, yo no estaba segura de que el figurita no me hubiera oído. Recorrió el canalcito que nos rodeaba sin prisa y sin pausa, de punta a punta. Luego se alejó un poco.
—Se va, ¿vieron? —dijo Manuel.
Pero los demás no respondimos. El figurita no se dirigía a la puerta, sino hacia un costado, donde estaban nuestras cosas. Las habíamos dejado descuidadamente, fuera de nuestra zona protegida, arriba de una especie de mesada que tenía un poco menos de polvo que el suelo.
—Qué idiota soy —dijo Manuel.
—Se va a comer todo —dijo Mei en voz alta—. ¿Y si lo agarramos y lo tiramos por la terraza?
El figurita se detuvo en el momento preciso en que Mei hablaba. Ya no había dudas de que oía, aunque pensar que entendía las palabras era una locura. En todo caso, entonces nos paralizamos nosotros. Permanecimos inmóviles mientras el figurita, pequeño y aparentemente indefenso, examinaba nuestras cosas con tranquilidad, se metía en una mochila abierta, hurgaba en el desorden. Pudimos verlo hacer lo suyo: al pasar sobre un pedazo de pan apenas envuelto, se demoró unos segundos y produjo un huequito. Después bajó de la mesada, avanzó a su velocidad siempre constante, se frenó en un punto que estaba a la misma distancia de nosotros que de las cosas y se colocó en una posición que yo asumí de descanso: dobló un poco las cuatro patitas y se quedó quieto.
—¿Qué mierda hace? —dijo, más bien para sí, Manuel.
—Espera —dijo Romina, que era una bolsa tan abierta que hasta podía conectar con la energía de los figuritas.
Habíamos olvidado a los insectos y las inundaciones. No prestábamos atención más que a ese ser cuya forma impedía reconocer nada parecido a una expresión. Mei dio un trago, el último a juzgar por la verticalidad en que colocó la botella, y agitó el pico para que unas gotas cayeran cerca del figurita.
—¿Qué hacés? —susurró Manuel.
—Comparto —dijo Mei, no sé si en broma.
El figurita se tomó unos segundos para analizar las gotas y volvió a quedarse quieto. Es difícil saber cuánto tiempo estuvimos así, pero después de un rato sucedió lo obvio: empezaron a llegar más figuritas. Nosotros ignorábamos cómo trabajaban, sabíamos que salían en cuadrillas, pero no que se repartían para cubrir espacios complejos como edificios. En ese momento quedó claro que el figurita había emitido una señal que alertaba a los otros.
Eran cientos, o miles, no sé cuántos, supongo que mi memoria exagera. Los que iban llegando empezaron a procesar nuestra comida y a almacenarla en sus cuerpos. Ninguno volvió a intentar atravesar la línea de agua que nos protegía, pero cuatro o cinco se colocaron todo a lo largo del canal, con las patitas levemente dobladas, enfrentándonos. Era fácil inferir que el primero no solo había emitido una señal, sino que había trasmitido información. Se sentía como si nos vigilaran.
El resto organizaba su labor por orden de llegada. Y los que no estaban limpiando el territorio de material orgánico hacían algo igual de sorprendente: formaban una fila. No había signos de ansiedad o hastío. Veinte o treinta figuritas por vez se posaban sobre las cosas, trabajaban unos minutos y partían. Entonces otros tomaban su lugar. Así iban desapareciendo todos los alimentos que estaban al alcance: las frutas, el queso a base de leche en polvo y el pan. Pero enseguida algunos se acercaron a mi mochila.
—Tienen olfato —dije yo, alucinada.
—¿Cómo sabés? —preguntó Manuel.
—Porque están tratando de llegar a unas torrejas que traje.
Yo había preparado unas torrejas de arroz con ras el hanout. Las había envuelto bien para guardarlas y darles una sorpresa a todos en algún momento celebratorio. Ningún humano las habría percibido, pero evidentemente el ras el hanout era un imán para esas bolsitas de energía del futuro.
El miedo no se iba, pero entré en una especie de éxtasis. Hacía tiempo que mi secreto no tenía valor, si es que alguna vez lo había tenido, y de pronto parecía cobrar peso. En una terraza sin escapatoria, ver a un grupo de figuritas esforzarse por llegar a él era una señal. Seis pisos abajo, el agua empezaba a cubrir las calles. Treinta metros más allá, miles de insectos volaban y se arrastraban a la salida de la boca del subterráneo. A trescientos kilómetros, un líder latinoamericano discutía con sus subordinados los eventos que, del otro lado del mundo, sacudían al régimen comunista más importante de la historia. Pero nada de eso importaba. Frente a nosotros, un puñado de figuritas se mantenía vigilante para que otros estuvieran libres de subir a la mesada y posarse sobre mi mochila. Era una coronación.
Me perdí en mi fantasía hasta que dejaron de llegar. Estaba claro que había suficientes para terminar de procesar y almacenar lo que quedaba, más difícil era imaginar cómo lo calculaban. En cualquier caso, podíamos ver cómo nos íbamos quedando sin provisiones. Nuestras cosas eran un reloj de arena. Yo estaba extraviada en mi ensueño, pero a pesar de eso la vibración de la ansiedad trepaba, se convertía en angustia. Aunque la cantidad de figuritas frente a nosotros se reducía, no había manera de saber si estaban agrupándose abajo para atacarnos, si eran capaces de planear una emboscada.
—¡Cuiden a Mei! —me oí decir, sin pensarlo, cuando ya no había nada en lo que los figuritas pudieran ocuparse.
Y me arrepentí al instante. Los varones me miraron extrañados, pero Mei y Romina compartían un gesto de reproche mezclado con sorpresa. Supongo que para Manuel y Darío el episodio alcohólico había quedado demasiado atrás, relegado tras la noche bizarra de Felipe y su posterior partida.
—¿Vos estás bien, Mei?
—¿Te sentís bien?
Preguntaban con sincera e ingenua preocupación, pero Mei no respondía. Por un momento, los figuritas también perdieron interés. Éramos cinco bolsas de energía vibrando enredadas.
—¿Qué pasa? —preguntó Darío posando los ojos en nosotras con suspicacia.
—No sé... —dije yo balbuceante, convertida en un figurita atraído por el olor persistente de un secreto—. Mei, ¿vos estás embarazada?
—¡Emilia! –gritó Romina.
Mei inclinó la cabeza, los ojos apuntando al suelo, a un costado de sus pies.
—No estoy segura —dijo grave—. Puede ser, tendría que ir a Rosario a averiguarlo. No sé qué voy a hacer y no es un tema de ustedes.
De nuevo el silencio tomó la escena, pero esta vez volví a prestar atención al lugar en el que estábamos. La parte superior de la puerta de ingreso a la terraza era de vidrio y en el reflejo la escena estaba casi completa. Todavía quedaban figuritas enfrentándonos, pero ya no parecía que nos vigilaran. Más bien sentía que nos observaban, que nos estudiaban, que lo nuestro no era una isla, sino un anfiteatro.
La cara de incomprensión de Manuel daba pena. Darío tenía la vista perdida en el cielo, como buscando un poema que recitar. Romina me miraba censora. Mei se mordía los labios, contenía un rugido. Yo tenía los ojos entornados. Podía verme ensimismada en el reflejo, pero yo misma no sabía qué estaba pensando.
—Emilia —dijo Mei—, te prohíbo que vuelvas a hablar del tema. Con nadie.
Entendí que mi vida en la casona era un peligro para su privacidad, el responsable tenía que estar entre los Nos vemos mañana. Quería jurarle que no tenía intenciones de decir o averiguar nada, pero era ridículo. Podría haber hecho una promesa con sangre y ella no habría cambiado el gesto. De todas maneras, su vibración me llegaba sin desprecio. Como la noche en que me miró segura de que yo había matado a Gómez, incluso sentí que portaba algo de estima.
Los figuritas estuvieron con nosotros hasta el momento en que el último y angosto corredor seco de la calle amenazaba con desaparecer bajo el agua. Entonces se fueron como habían venido: a velocidad constante, sin hacer ruido. Nos dejaron la terraza limpia, lista para cualquier actividad que no fuera alimentarnos.