Capítulo 2.13

Capítulo 13

14min

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Yo no creo que todas las decisiones se tomen mirando al futuro, pero sí estoy segura de que hay momentos que dan forma al material del que estamos hechos. Nuestros confines guardan huellas del contacto entre nuestra vibración y el mundo. La fiesta en que corrí delante de Montoya y los demás la última noche en que Felipe estuvo en la ciudad, por ejemplo, está impresa en lo que soy. Si cierro los ojos, aún puedo ver el reflejo en el ventanal que daba al parque: estoy desesperada, es cierto, con la boca abierta, tal vez gritando el nombre de mi hermano, pero voy delante de todos, guiándolos hacia la incertidumbre. También sigue ahí la escena que vi reflejada en la ventana de la cocina la noche siguiente, cuando me di cuenta de que quería mudarme a la casona: estoy en un rincón, al fondo, con la apariencia de una pordiosera trastornada, y busco la atención de alguien sin que nadie parezca notar que estoy dispuesta a ofrecerme en cuerpo y alma a quien prometa que me conseguirá otro lugar en la misma sociedad que ha hecho de mí ese cúmulo de fragilidad y necesidades. No es una cadena de imágenes que se detenga abruptamente. Otro eslabón surge de lo que vi en la ventana del comedor de la casona, un mes después, la última noche en que Mei estuvo en Buenos Aires: mi sonrisa muestra que estoy radiante, que las vibraciones que me animan bailan en mi interior con gracia, que no puedo saber ni me importa que falten pocos minutos para que la magia se deshaga. Y otro, de lo que vi el día en que llegamos a la ciudad, algo más de un año antes, en el reflejo de una de las ventanas de nuestro auto, tras la cual un oficial revisaba, con unas hojas en las manos, el interior del vehículo: estoy sentada junto a una bolsa de energía canina gastada por la vida, que aun babeando ofrece un semblante sereno, mientras yo sonrío con el rictus de un muñeco diabólico, tensa como si estuviera hecha de algún material resistente a los golpes. Hay más. Manuel, Romina, Mei, Darío y yo estamos en una terraza, no todos los figuritas distribuidos a nuestro alrededor entran en la mitad vidriosa de la puerta que nos refleja: yo estoy acompañada y estoy sola, me miro mirarme y siento que no soy lo que era, o que soy lo que era pero ya no me parece lo mismo. Y más. Mi papá y yo desayunamos tranquilos en la cocina de nuestro departamento en Rosario, cuando yo giro y veo el reflejo en la ventana que da al pulmón de manzana: estoy sentada a la mesa manipulando un libro junto a la taza de café y tengo el ceño levemente fruncido porque trato de entender o explicarme un problema existencial, la posibilidad de la felicidad, la vacuidad de la felicidad, el hambre de experiencias.

Hay mucho más. 

Lo que vi en el vidrio, el día en que la discusión sobre un reparto de habitaciones me permitió, por primera vez, ser plenamente consciente de que una decisión mía podía ser aceptada por todos como una sentencia, asoma entre todos esos reflejos. Pertenece a un sector de la cadena que se extiende unos años. Empieza en la zona más emblemática de la ciudad reconstruida.

Así como el 16 de agosto de 1993 no fue un día elegido al azar para la reapertura legal de Buenos Aires, tampoco hubo casualidad en la masividad de la muchedumbre que confluyó en Plaza de Mayo para el acto en que Martínez Aldana, desde un escenario montado al frente de la Casa Rosada, anunciaría la renovación del organigrama estatal, la relocalización de la Capital en Buenos Aires, el programa de redistribución de los espacios habitacionales y otros aspectos de la Resolución de Normalización Nacional y del Plan de Reforma del Estado. Prácticamente toda la población de la ciudad estaba presente. Casi todos habían llegado en los últimos dos años: eran trabajadores seleccionados para la reconstrucción por sus capacidades técnicas, por supuesto, pero también por su fidelidad al Partido.

Un par de horas antes, la casona estaba atiborrada de gente. Había sido elegida como punto de partida hacia Plaza de Mayo por todos los que vivíamos ahí, los que lo habían hecho en algún momento y una decena de personas cercanas. Cuando Darío llegó, Iony estaba dirigiendo la producción de banderas y carteles, ejercía por última vez su ascendencia en el grupo. Juan ayudaba a organizar las tareas y repartía los recursos. No hacía un año que vivía en la casona y ya se había ganado la simpatía de todos. Montoya supervisaba las actividades sin entrometerse más que para hacer delicados señalamientos de color o estilo. Lo único que parecía importarle era la bandera principal, una tela inmensa con apariencia de grafiti que, sobre un fondo complejo de manchas, mostraba grandes las tres previsibles palabras: 

NOS VEMOS MAÑANA

Darío puede tener problemas para advertir que no toda situación es propicia para exponer su criterio, así que apenas con un pie en la sala se trenzó con Iony y Juan en una discusión sobre el sentido histórico del 16 de agosto. Iony les hablaba a unos duendes ya crecidos que escribían consignas sobre cartones. Decía que no hacía falta darle relevancia a la fecha precisa porque nadie le prestaría atención.

‒Es fundamental que se vea el 16 de agosto ‒se oyó la voz de Darío.

Iony lo miró por sobre el hombro y trató de no responder, como un profesor que no dedica más de un segundo de silencio a la interrupción del sabelotodo del curso. 

—Conseguile un poco más de pintura violeta a ellos —le dijo a Juan, señalando a un grupo que estaba terminando una bandera.

Pero Iony no había llegado a ser lo que era quedándose callado.

‒Lo que importa es el año, como 1810, como 1816, como 1967. 1993: eso va a recordar el pueblo ‒dijo. 

‒Martínez Aldana debe sufrir por gente como vos, que no entiende que hay que recrear la Historia cada año en una fecha: el 25 de mayo, el 9 de julio, el 17 de octubre, el 21 de noviembre —dijo Darío.

‒Si tanto les importaba no deberían haber elegido un día tan de mierda como el 16 de agosto —dijo Juan, secundando a Iony—. ¿Por qué no eligieron el 17 y se celebraba junto a San Martín? 

‒Porque San Martín es el Padre de la Patria, el Libertador de América, pero el 16 de agosto es la batalla de Angaco —respondió Darío.

‒Uf —se quejó Iony—, lo repiten en todos lados como un slogan: “la más sangrienta de las batallas de la guerra civil”. ¡Pero justamente! ¿Qué carajo tiene que ver con las inundaciones, los figuritas y nosotros?

—¡Encima ahí ganaron los unitarios! —completó Juan—. ¿Vamos a celebrar a los unitarios? ¿Somos unitarios?

‒No, señor, somos la superación de los unitarios y los federales. Acha venció a Aldao, pero después Aldao lo capturó y lo hizo matar. 

‒¡Peor, Steimberg, Aldao era un hijo de puta! —dijo Iony.

‒Eso no importa, lo que importa es que retomás una fecha histórica... 

‒Pero lo de Angaco fue en 1841 —interrumpió Juan—. Para hacerlo bien, tendrían que haber organizado la vuelta en 1991, cuando se cumplían ciento cincuenta años. Ahora encima es un número ridículo.

‒Eso tampoco importa. Importa que tenemos una fecha histórica y los peronistas están contentos con... 

‒¡¿Qué decís “están”, qué te hacés?! —dijo Iony.

‒Bueno, okey, los peronistas estamos contentos. ¿Te parece bien? 

‒Peronista y comunista, Steimberg, ¿cómo podés ser todo? —dijo Juan sonriendo. 

Aunque tomara el lado de Iony, se divertía discutiendo con Darío, se habían caído bien desde un comienzo.

‒Y anarquista como vos, Murcia —respondió Darío, devolviendo la sonrisa.

—Cuidado, Juan —dijo Iony—. Si raspás un poco vas a encontrar que también es liberal.

—Claro que sí —respondió Darío—. El buen liberalismo del siglo XVIII. ¿Sabías que Martí admiraba a los liberales?

‒¡Perón era anticomunista! —dijo Iony.

‒Perón era lo que había que ser en cada momento. ¿Oíste hablar de Cooke? 

‒Cooke murió en el 68 y Perón en el 74. Dejate de hinchar con Perón y Cooke —dijo Juan.

—Lo único que hicieron fue obligar a que el Partido Proletario Revolucionario agregara también “Argentino” y quedara esa sigla impronunciable —siguió Iony—. ¡Una palabra! ¡Una palabra le dieron a la revolución! 

‒¡Y cien mil soldados! No finjas que no sabés que el Plan de acción de la CGT… 

‒Basta. Hay que salir ‒se oyó entonces, bienaventurada y cortante, la voz de Rosebud.

Estaba de pie en el pasillo que daba a las habitaciones. Tenía un rodete rubio, un collar con piedras rojas y un vestido azul con una rosa abrochada a un costado del corazón. Montoya vio su figura y sonrió embelesado. Rosebud asintió cerrando los ojos y nos lanzó un beso a todos. A mí me pareció que era algo interno entre ellos, pero Rosebud estaba resplandeciente y no hubo nadie que no sonriera.

‒La señora ha hablado ‒dijo Montoya, y giró artificialmente en dirección a la puerta.

De todos modos tardamos muchísimo en salir. Siempre había alguien que aún no había llegado, una voz que pedía un minuto, una última botella que llenar con agua. Los que ya estábamos listos nos íbamos acumulando en el parquecito que había entre la puerta y la reja de calle como en el fondo de un bolillero cerrado. Nicolás incluso tuvo tiempo de resumir una película de Buñuel en la que un grupo de personas son incapaces de salir de una sala, aunque ningún límite físico les impide hacerlo.

‒Pero ellos no podían salir ‒comentó Darío‒. Parece que nosotros no queremos.

Nicolás sonrió cómplice y por un momento dudé con cuál de los dos salía yo, qué me había llevado a elegir a uno de ellos. Me pregunté si había elegido.

Cuando me mudé a la casona en 1989 me convertí en la novedad. Muchos de los chicos se interesaron, supongo que todos o casi todos los que ya habían sido rechazados o no habían encontrado respuesta en el grupo. Yo pasaba la mayor parte del tiempo con Ailén, Rosebud y Nicolás. Al menos al principio, porque Darío no tardó en descubrirse. Ya el tercer día apareció por sorpresa con uno de los libros que había recolectado y que le recordaba a mí. O le parecía indicado para mí. O quería que yo leyera. En otras circunstancias, Nicolás se habría quedado a conversar, pero esa vez se comportó de manera sutilmente descortés y se alejó pronto. La visita de Darío era un ostensible acto de cortejo.

Las primeras semanas en la casona me dejé disputar. Ailén era mucho más amplia que yo y me instaba a probar con los dos para saber quién me gustaba más, pero yo le respondía que no podía hacer nada hasta que algo me impulsara.

—Cuidado con los impulsos —decía Ailén señalando el tatuaje que tenía en el brazo izquierdo.

Yo conocía esa historia. Me la había contado muy al comienzo porque, aunque yo intentara ser discreta, era visible mi curiosidad siempre que ella sostenía algo con ese brazo y se le levantaba un poco la manga de la remera. Hacia el exterior se podía leer solo colorblind, pero en realidad era una frase que daba la vuelta como un brazalete. Era un tatuaje que se había hecho con tinta china a los diecisiete años, sin pensarlo demasiado, en un parador semivacacional para la juventud, uno de esos kibutz comunistas del tercer mundo, diría Darío. La frase completa era Fuck me until I’m colorblind. Mientras me la mostraba se le formaba en la cara un gesto singular, mezcla de orgullo y vergüenza. Le gustaba haber tenido el coraje de hacerse una marca una noche cualquiera sin miedo al futuro, pero esas palabras, cuyo origen estaba en un grafiti que había visto en una foto reproducida en una revista inglesa, le parecían lamentables. Le decían de ella misma algo que la desmoralizaba. 

Yo entendía lo que pretendía que su tatuaje me enseñara, pero aun así no quería elegir entre Darío y Nicolás. Ya entonces sabía que las parejas que valen se forman más allá de una decisión intencionada. Romina y Manuel compartían para mí el arquetipo del amor deseable, pero más tarde fui testigo también de la concreción del amor entre Jim y el Lerdo. Ni qué hablar de Montoya y Rosebud. Incluso vi a Juan y a Lucía, antes del desastre, sonreírse como dos extremos de una misma vibración de energía. No importa que la mitad de esas parejas no haya perdurado, su final es la prueba fehaciente de que duraron mientras significaban algo verdadero. 

El inicio de lo que hay entre Darío y yo se rubricó algunas semanas después de su aparición solitaria en la casona. Yo había ido al edificio a ver a Romina y, tras charlar un par de horas sentadas a la mesa del comedor comunitario, decidí pasear por nuestro piso. Entré a mi exdepartamento y vi mi cama tendida. Apenas quedaban algunas cosas que no me había llevado, ya no era mi espacio. En el camino hacia la salida, pasé delante de la puerta de Darío y golpeé, un poco sorprendida de que no hubiera aparecido a saludarme. Darío sonrió y me hizo entrar con un gesto. Dijo que había estado trabajando y yo tuve la impresión de que no había querido mostrarse ansioso. Se le veía en los ojos la satisfacción de que yo hubiera ido hacia él por mis propios medios. Sentí que había algo preparado en la escena, pero no dije nada y lo dejé actuar.

—Me colgué leyendo unos poemas de Mondragón, pero debería haberme ocupado del generador y de la bomba. Tengo que hacerles un mantenimiento como me enseñó tu hermano. ¿Me esperás? —preguntó.

—Sí, claro —respondí yo, aceptando no sabía qué juego.

Darío salió y yo quedé sola por primera vez en su departamento. Era extraño, pero la situación me daba curiosidad. Pasé la vista por el cuarto y me di cuenta de que el escritorio estaba armado para que yo lo viera. Aunque aún había luz diurna, una lámpara de escritorio iluminaba Densa, el libro que Álvaro Mondragón le había dedicado a su esposa. Se veían señaladores sobresaliendo, marcando algunas páginas, y unas fichas escritas a mano a un costado. 

Me senté segura de que no estaba usurpando nada, de que era justo lo que él pretendía. Pero cuando iba a abrir el poemario de Mondragón, en la otra esquina del escritorio, bajo unos libros, me llamaron la atención unas páginas mecanografiadas. Estaban amarillas por el tiempo y no pude contener el deseo de tomarlas. Las coloqué sobre el libro de Mondragón y me concentré en lo que decían desde la primera línea. Olvidé por completo el juego al que unos segundos antes me encaminaba. Ningún poema me habría apartado de ellas, por más esfuerzo que hubiera puesto Darío. Estaban escritas por Esther Steimberg, su tía abuela, y narraban la historia de los Steimberg desde su partida de Europa hasta su establecimiento en Argentina. Eran hermosas y verdaderas. 

Leí durante un buen rato, pero no llegué a leerlas enteras. Cuando me encontré con el nombre completo de Darío, levanté instintivamente la vista y lo vi parado en el umbral del departamento. Me miraba feliz, imagino que fantaseaba con que los materiales que había dispuesto me hubieran deparado una experiencia intensa. Sin embargo, cuando giré hacia su posición con las páginas de su tía abuela en las manos, su gesto cambió. Yo no había sucumbido a sus planes y ni siquiera me di cuenta en el momento de que los había esquivado. 

—¡Te llamás Darío Gregorio y sos judío! —dije poniéndome de pie, sin saber lo que quería decir con eso.

Darío se acercó sobreactuando un enojo que tal vez era auténtico y me sacó los papeles de las manos.

—Soy un latinoamericano descendiente de judíos —dijo.

Y me dio un beso.

Capítulo 13 | El Gato y La Caja