Las mujeres y el apocalipsis
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Las mujeres y el apocalipsis

¿El mundo va a despoblarse? ¿O por el contrario va a estallar por la superpoblación? ¿Es responsabilidad de las mujeres?

Estamos en un avión. Viaje transatlántico de Córdoba a Madrid, con muchas horas por delante. Todo empieza en ese momento de esfuerzos de comunicación en que el aeromozo español me da a elegir entre dos comidas y yo no tengo idea de a qué llama ‘macarrones’. Será que estoy muy cerca de su zona de descanso, o que siempre hay una sensación de soledad al cruzar el océano de noche (por más que uno viaje en un avión atestado), porque nos ponemos a charlar. Al principio parece un diálogo trivial, pero hablar sobre cómo hablamos nos pone, finalmente, a conversar sobre diferentes formas de ver el mundo entre hablantes iberoamericanos, tema con muchas más implicancias que el mero hecho de que les digan ‘macarrones’ a los fideos guiseros.

No me sorprende que nuestra conversación se adentre en los estereotipos de género, el machismo, los cambios contemporáneos y el feminismo. En cambio, sí me toma de imprevisto que mi interlocutor traiga a colación el ‘problema demográfico’. Un poco por lo pertinente (me dirijo a estudiar demografía en Madrid con colegas del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, algo así como el CONICET español) pero sobre todo porque el tema no suele aparecerme por fuera de charlas técnicas, en contextos no académicos.

El aeromozo, Rafael, me dice que a él le parece muy bien que las mujeres sean más libres y autónomas, pero ‘el problema’ es que ahora muy pocas mujeres tienen hijos: “evitan la maternidad porque se han vuelto individualistas y egoístas”. Y eso va a llevarnos directo al desastre, agrega.

El incidente es casi poético: ocurre precisamente volando entre dos países con diferentes realidades demográficas, y me brinda un adelanto de las ideas que encontraré casi naturalizadas en la prensa española y algunas charlas de vereda, pero que en mis pagos siguen coexistiendo con el supuesto problema de la ‘superpoblación’. Es decir, la idea de que no son pocos sino, de hecho, demasiados nacimientos.

Rafa me deja pensando. Entonces, en el futuro… ¿viviremos en un mundo en el que introducir una vida nueva será un derecho ultra regulado para contener la expansión poblacional? ¿O en uno en el que habrá que introducir recompensas e incentivos para fomentar la maternidad y evitar nuestra extinción?

Conceptos apocalípticos tan opuestos como ‘bomba demográfica’ (somos una plaga y explota todo) e ‘invierno demográfico’ (se viene la despoblación) tienen en común que ambos ponen el foco de la cuestión en ‘la cantidad de hijos por mujer’. Ellas habrían sido y serían, de alguna manera, las responsables de los apocalipsis (¿acaso imaginarios?), y eso ocurre en gran medida por el protagonismo que la demografía ha dado a un indicador en particular: la tasa global de fecundidad, que es la cantidad de hijos que tiene en promedio cada mujer a lo largo de su vida reproductiva (y que se llama ‘tasa’ pero es un ‘índice’, así que arrancamos masomenos).

Génesis del apocalipsis

Tanto la superpoblación como la extinción serían los resultados (extremos) de alejarnos de ese punto de equilibrio en el que la población se reproduce lo suficiente para garantizar su ‘reemplazo’: ni crece, ni decrece, porque mantiene estable la cantidad de individuos, reemplazando a los que mueren con los que nacen. El concepto que pareciera copar los análisis demográficos, y luego los políticos y a veces hasta los de conversaciones en la calle, es el de ‘la tasa de reemplazo’..

¿Qué es la tasa de reemplazo? Es la cantidad de hijos que debería tener cada mujer para, supuestamente, garantizar la reproducción equilibrada de la población. En su versión más simple y difundida existe una cifra que parecería ser la clave de todo: 2,1 hijos por mujer.

Si en el pasado preocupaba la superpoblación y el objetivo era un mayor control de la natalidad, al menos en Europa las cosas han cambiado. Para preocupación de muchos, las tasas de fecundidad de algunos países han perforado ese piso y están por debajo de 2.

Cómo evoluciona la fecundidad en algunos países de América Latina y algunos de Europa. (Se puede agregar cualquier país a la serie desde la página de Gapminder).
En Europa la tendencia es muy similar en los países, aunque se ve una fuerte caída en el caso de Francia durante la primera guerra mundial y en el caso de España durante la Guerra Civil Española. Otra particularidad en el caso español es que, mientras el descenso general de fines de los 60s se produjo con algunos años de rezago en España, el descenso fue allí más acelerado y pronunciado que en los demás países de la región.

Ante estos datos, las preocupaciones ‘natalistas’ anuncian apocalipsis diversos, porque no habría ‘suficientes’ niños. Pero, ¿qué tan fundada es la alarma por alejarnos del número de referencia?

La dichosa cifra (2,1 hijos por mujer) tiene la ventaja de resultar intuitiva: si aproximadamente la mitad de la población son mujeres, dos hijos por cada una de ellas aseguraría la sustitución de todos los individuos ya que, como sabemos, todos vamos a morir.

El decimal que agrega 0,1 (o sea un hijo adicional cada 10 mujeres) sería en parte para compensar la mayor masculinidad de la descendencia (asumiendo que la relación de sexos al nacimiento es de 105 varones cada 100 mujeres, como ocurre de hecho en casi todas las poblaciones, y que entonces para que nazcan 100 mujeres deben nacer 205 personas) y en parte para compensar la mortalidad (porque la tasa de reemplazo de 2,05 sólo funcionaría en absoluta ausencia de mortalidad y esterilidad de las mujeres desde que nacen hasta que pasan su edad reproductiva).

Esto ya nos da una pista de lo que hay detrás de la fórmula: para llegar al número ‘asumimos’ (como premisa) una determinada tasa de mortalidad. Y el problema es que asumir algo es dejar de considerarlo, es pasarlo por alto.

Haciendo números

El principal problema con apegarnos a la ‘tasa de reemplazo modelo’ es que, cuando llevamos el interés al mundo real, encontramos que ‘la cifra clave’ podría no ser la tasa de reemplazo de ninguna población del mundo. Ocurre que ese número se calcula para una población hipotética, asumiendo varias premisas en las que diferentes variables se mantienen estables. Sin embargo, vivimos en tiempos en que las tasas de mortalidad, tanto infantil como adulta, se transforman y no podemos ignorar las consecuencias que esto tiene sobre la tasa de reemplazo efectiva. Insistir en ‘dos hijos por mujer’ (o 2,1) como una idea abstracta sólo nos lleva a malinterpretar lo que realmente ocurre con las poblaciones.

Lo que sigue ayuda a entender por qué en realidad apegarnos a ese nivel de fecundidad no tiene mucho sentido. Basta con un ejercicio mental.

Una tasa de reemplazo debería asegurarnos que cada año nacen tantos individuos como los que mueren, ¿verdad? Así, la población mantendría su número (esto, claro, dejando a un lado las migraciones).

Cada generación, es decir, las personas que nacen en un mismo año, entra en la población cuando nace y a la larga, indefectiblemente, termina ‘saliendo’.

Parece fácil pensar en una población equilibrada en que los que se van dejan una idéntica cantidad de sustitutos (hijos), pero no hay que perder de vista que no todo ocurre en el mismo momento. O sea, sus sustitutos no entran en el mismo momento en que la generación sale (al menos no siempre, por suerte, porque la orfandad es un escenario muy poco deseable). Entonces ya no sólo importa la cantidad de descendientes con relación a la generación de sus madres, porque para que la diferencia dé cero (que ese año entren en la población tantas personas como salgan), cada año las flamantes madres deberán aportar sustitutos para otros individuos, los que se mueren, que generalmente son, en su mayoría, personas de otras edades (o sea, de otras generaciones). Todo esto puede resultar demasiado abstracto, así que pongamos números en un ejemplo.

Imaginemos, con números, una población en la que se cumple la tasa de reemplazo de ‘dos hijos por mujer’. Y vamos a despreciar el decimal (0,1) para facilitar el ejercicio.

Supongamos que cada generación tiene mil individuos equilibrados por sexo, y que todos mueren a los 65 años. Como hay mil individuos de hasta 1 año, otros mil de 1 hasta 2 años, y así hasta 65, la población tiene un total de 65 mil individuos. Cada año, entonces, mueren mil personas y será necesario que nazcan mil individuos para que la población mantenga su número.

Como la mitad de cada generación son mujeres, para que una generación (las 500 mujeres nacidas un determinado año) aporte mil individuos en un mismo año todas ellas deberían tener mellizos, cosa muy pero muy pero muy improbable. Así que vamos a suponer que cada año la mitad de esos mil individuos son aportados por las mujeres de una generación (que tendrán un hijo cada una), y la otra mitad por las mujeres de otra generación. Supongamos, las generaciones con 25 y 28 años. Como todas las mujeres tendrán esa edad antes de llegar a los 65 años y morir, al final de su vida habrán tenido dos hijos. Y cada año, mientras mueren mil, nacerán otros mil. El modelo, en este caso, funciona.

En el ejemplo, cada mujer tiene un bebé cuando tiene 25 años y otro cuando tiene 28. Así, al ser 500 mujeres en cada una de esas generaciones (la de 25 y la de 28 años), cada año se incorporan a la base (cero años) mil individuos.
Por otro lado, la mortalidad es absoluta luego de los 65 años y nula en los demás. Por eso, todas las demás edades tienen idéntica cantidad de personas y no hay generaciones con 66 años.
Dado que cada año muere una generación completa, anualmente entran mil individuos y salen otros mil, de modo que no se modifica el tamaño de la población

Pero ahora hagamos un par de cambios a nuestra población imaginaria. Supongamos que, por mejoras en los conocimientos médicos, se logra incrementar un año la expectativa de vida. Al mirar nuestra población, ya no tendremos únicamente 65 generaciones de mil individuos, sino también una generación de 66 años adicional. 66 mil individuos en total. La población estaría creciendo, saliéndose del ‘balance’.

Para que no se produzca este incremento de mil individuos, será necesario que una generación tenga cero hijos (o que dos generaciones tengan uno sólo, o alguna combinación que implique mil nacimientos menos).

Si las mejoras de la longevidad fuesen aún mayores y, supongamos, la expectativa de vida aumentara 10 años en un lapso de 50 años, la tasa de reemplazo sería de ‘dos hijos por mujer’ en sólo 40 de los 50 años, y de cero en los demás. En definitiva, esos 50 años la tasa de reemplazo será, en promedio, de 1,6 hijos por mujer. Vemos entonces que la tasa de reemplazo puede ser menor de ‘dos hijos por mujer’ cuando se produce, en simultáneo, el incremento de la expectativa de vida.

En el ejemplo, la expectativa de vida se incrementó un año de vida, anualmente, a lo largo de una década. Las siguientes 4 décadas la mortalidad no se tranformó y, con una expectativa de vida estable, la tasa de reemplazo se posicionó en los valores del modelo ‘ideal’. La tasa de fecundidad de reemplazo en promedio en ese medio siglo (representada por la línea de puntos) es 1,6 por mujer.

Ahora bien, lo cierto es que en las poblaciones reales no todas las generaciones mueren a la misma edad. Y eso, como veremos, también puede tener sus consecuencias.

Volvamos a la población de 65 generaciones de mil individuos. Ahora imaginemos que la población no vive en un paraíso y tiene problemas graves como, por ejemplo, mortalidad infantil: la mitad de todos los nacidos vivos mueren durante su primera infancia (antes de los 5 años) de manera equilibrada por sexo. Lo primero que encontramos es que sólo 250 de las 500 mujeres de la generación llegarán a la edad en que pueden procrear. Entonces, para que esa generación aporte mil individuos ya no alcanzará con que cada una tenga dos hijos, sino que será necesario que tenga 4. O sea que la tasa de reemplazo puede ser mayor a ‘dos hijos por mujer’ cuando parte de una generación muere antes de llegar a la edad fértil. No era tan fijo el numerito después de todo.

En este ejemplo, hay mortalidad infantil hasta los 5 años, de modo que la mitad de quienes nacen no llegan a cumplir los 6 años. Por ello, a partir de los 6 años ya no hay mil individuos en cada generación (como en el ejemplo anterior) sino 500. Al haber 250 mujeres, para que aporten mil nuevas personas al año deberán tener 4 cada una, a lo largo de su vida. En la base, entonces, hay mil individuos de 0 años.
Pero ahora la mortalidad ya no se distribuye como en el ejemplo anterior. Sigue siendo absoluta luego de los 65 años, pero ahora las personas que mueren con esa edad son 500 y no mil. Las otras 500 de su generación han muerto antes de los 5 años. La población sigue sin modificar su tamaño, porque cada año nacen mil personas y también mueren mil, sólo que ahora la mitad de quienes mueren anualmente son menores de 5 años.

Evidentemente, las consecuencias serán muy diferentes si la mortalidad infantil no afecta exactamente por igual a mujeres y varones, puesto que si afecta más a las mujeres, la tasa de sustitución subirá aún más, porque menos mujeres serán las que deberán afrontar el numero de nacimientos de nuevos individuos. Entonces ya no sólo es cuestión de sustituir más individuos, sino de hacerlo entre menos mujeres.

Todos nos vamos a morir, pero ¿con cuántos años?

Del ejercicio anterior podemos coincidir en que poner el eje en la tasa de fecundidad para entender la reproducción de las poblaciones ignora la importancia de otro componente fundamental: la mortalidad. El reemplazo poblacional no depende sólo del número de hijos que tengan las personas, sino también del tiempo que viven, ellas y su descendencia.

Históricamente, las poblaciones se mantuvieron sin crecimiento incluso manteniendo fecundidades superiores a 5 hijos por mujer. Con 2,1 hijos por mujer, en 1900 Argentina se hubiese extinguido: hacían falta seis.

Lo frecuente en el pasado era que la mitad de los nacidos ya hubiese muerto antes de cumplir 15 años, de manera que la esperanza de vida nunca rebasó los 35 años (en 1900 la esperanza de vida en España estaba en torno a los 34).

Cómo evoluciona la mortalidad infantil (entre 0 y 5 años) en algunos países de Europa y América Latina.

De hecho, la explosión demográfica de la población humana mundial no tuvo que ver con un incremento de los nacimientos, sino con la postergación de la muerte. Desde la teoría que explica estos cambios como una ‘Revolución reproductiva’, las poblaciones actuales tienen una reproducción ‘más eficiente’, que se basa en morirnos más tarde y no en que nazcan más personas. Esta ‘eficiencia reproductiva’ se consigue ‘democratizando la supervivencia’, hasta que prácticamente todos los que nacen lleguen vivos ellos también a edad reproductiva, teniendo y criando sus propios hijos y ayudando a criar a los hijos de sus hijos (cosa que usualmente se expresa como “mamá no te metas” o “papá dejá de darle golosinas a tu nieto”).

Cómo evoluciona la expectativa de vida (cantidad de años que vive en promedio un individuo que nace en la población) en algunos países de Europa y América Latina.

La maternidad como mandato y el miedo al otro

Aunque todo este ejercicio puede parecer sumamente técnico, permite reflexionar sobre cuestiones políticas nada menores.

Para alcanzar la supuestamente necesaria fecundidad de reemplazo, algunas veces se tiende a exaltar el histórico deber de maternidad atribuido a la mujer (valgan un par de ejemplos acá y acá), de modo que la planificación familiar, la libre elección de esa maternidad o incluso la opción de no maternar suelen quedar en medio de la trinchera de preocupaciones natalistas que, disfrazadas de neutralidad científica promueven, en realidad, sus morales particulares.

Imagen de campaña del gobierno italiano para promover el ‘día de la fertilidad’

Pero también detrás del objetivo de la tasa de reemplazo suelen enfilarse preocupaciones que podríamos considerar eugenismo, es decir, creer que la sociedad será mejor si se reproducen ‘los mejores’. Porque claro, lo cierto es que las preocupaciones por la baja fecundidad se vuelven un poco irrelevantes si tenemos en cuenta que las personas migran y, allí donde falten personas, sería cuestión de reducir las restricciones a la inmigración (así como promover la emigración donde ‘sobren’). En este caso, lo que preocupa a algunos sectores en realidad es la fecundidad diferencial: que las poblaciones ‘superiores’ tengan fecundidades por debajo del reemplazo, mientras ‘los demás’ mantienen tasas de fecundidad mayores. ‘Los demás’ serían otros grupos religiosos, étnicos, poblaciones inmigrantes u otras clases sociales.

Valgan un par de ejemplos. ‘El invierno demográfico francés’, el programa de Jean Marie Le Pen para las elecciones francesas de 2002 y 2007, aborda el tema de ‘La Identidad’, y su primer apartado es ‘Familla: recibir la vida’. La constante de este apartado afirma que los ‘lobbies’ (no aclara cuáles) quieren hacer desaparecer a los franceses como pueblo, y que la familia es el objeto y la clave de todos esos ataques. Insiste en la idea de los ‘franceses de raíz’. Y ese tipo de ideas aparecen en defensores de la ‘pureza nacional’ en varios países.

Pero estas ideas no las encontramos sólo entre grupos políticos autoidentificados con la derecha extrema. Contaba al comienzo que toda la charla con Rafa empezó por descifrar la palabra ‘macarrón’, y resulta que justamente Macarrón (Alejandro) es uno de los referentes españoles que supuestamente aportan una mirada demográfica especializada, y aunque especialista realmente no es, su voz tiene impacto sobre políticas y perspectivas incorporadas por sector público. El autor habla de ‘suicidio demográfico’ para referirse a la reducción de la fecundidad en España, también de ‘declive demográfico’, y concluye que “¡España necesita más niños!” (eso sí, serían niños ‘puramente’ españoles).

Esta viñeta es un gran ejemplo del pensamiento de una derecha que insiste en la idea de que los españoles (o de la nación que les interese según el caso) tienen que tener más hijos porque sino se van a extinguir los que son ‘puros’. Estas ideas racistas muchas veces se presentan no como lo que son, perspectivas ideológicas, sino como si fuesen un desprendimiento de conocimientos demográficos.

Un ejemplo ya casi pintoresco del temor a la ‘decadencia de la civilización occidental’ es el trabajo del filósofo Blanco Martín, que en un paper ‘académico’ se refiere a la situación de Europa con ideas muy parecidas a las ideas que me comentaba Rafa:

“Su muerte demográfica, la esterilidad de sus matrimonios, las matrices hastiadas que no desean hijos porque desean, en vez de ello, ‘realizarse como personas’. En Europa no se quieren tener niños: todas quieren ser como todos. Ser madre es una carga, y el problema de los hijos, como el de los coches, consiste en buscar “dónde aparcarlos”. Con ello, no es de extrañar que se esté dando un proceso de sustitución étnica”.

Pero ojo que no toda eugenesia viene de la mano de valores religiosos y tradicionales o nuevos fascismos: por ejemplo al profesor en política Erik Kaufmann le preocupa la mayor fecundidad de creyentes respecto de laicos.

Desde estas miradas, habría cuestiones como los valores (occidentales, o nacionales), la religión, la cultura, que se reproducirían ‘por la sangre’ (y su pureza), confundiendo lo que es la reproducción demográfica con lo que es la reproducción social.

En definitiva, atribuir situaciones y características sociales a la supuesta herencia genética de un grupo social, que probablemente contenga en sí mismo una altísima variabilidad genética, y suponer que dicha herencia es verdaderamente un patrimonio común distintivo de estos grupos supuestamente ‘mejores’, no sólo es reduccionismo biológico y pobre conocimiento de genética, sino más bien racismo liso y llano. A lo sumo, sin escala cromática.

Lo cierto es que las ideas no se extienden ni se extinguen porque quienes las sustentan tengan más o menos hijos (al menos no es ese su único o más efectivo mecanismo de reproducción).

Para pensar un ejemplo, tener una población con más personas educadas no depende necesariamente de una mayor fecundidad de los grupos educados, ya que su descendencia no nace educada. De lo que depende es de cuántos retoños de la población acceden a la educación. Por lo que, si encontráramos que hay una correlación fuerte entre la educación de padres y sus hijos, deberíamos considerar el papel de la segregación, así como el de  la desigualdad de oportunidades en la ‘herencia social’ (y que la meritocracia te la debo). Y en ese caso, la supuesta relación demográfica se rompería si se trabajara para que la educación no fuese sólo para hijos de padres educados.

Igualmente equívoco es suponer que la pobreza se expande debido a la reproducción biológica de personas pobres, y no a la reproducción social y económica de la pobreza, la distribución desigual de la riqueza y las oportunidades.

Otro ejemplo: aun pudiendo existir una predisposición genética a la religiosidad, ello no implica ni que dicha predisposición esté necesariamente concentrada en las poblaciones fuertemente religiosas, ni que la religión se reproduzca genéticamente: para que una persona adquiera un sistema de creencias como es una religión, intervienen (además de esas predisposiciones genéticas) procesos de reproducción social que, valga aclarar, pueden exceder los que se producen en el ámbito familiar (porque lo que natura non da, salamanca no implementa). Así, el hecho de que todas las personas tengan desde pequeñas acceso a una formación laica, supone un contexto de reproducción muy diferente que cuando la familia se ocupa de toda la formación.

Del mismo modo, será muy distinto que estos hijos interactúen con personas de diferentes credos, o solo con quienes lo comparten, y que accedan (o no) a información, arte y medios de comunicación que expresen otras miradas. A la inversa, una religión puede incrementar sus filas expandiéndose entre los hijos de laicos o miembros de otras religiones de modo que, por ejemplo, una expansión acelerada de un grupo religioso puede tener más que ver con procesos sociales que demográficos.

La sociedad de los profetas muertos

En medio de las incertezas que supone pensar el futuro, lo que sí podemos empezar a concluir es que el apocalipsis nos queda grande. Ni una bomba demográfica de superpoblación ni la extinción inminente. En definitiva, para evitar un futuro de posible ‘desastre’, puede que la clave tenga menos que ver con preocuparnos por regular la cantidad de hijos de cada quién, y mucho más con lo que hacemos cuantos sea que estemos acá. Cómo consumimos, cómo producimos y hasta cómo lo repartimos. Cuestiones sociales, culturales, económicas y políticas, que de fatalidad e inevitable tienen más bien poco.

En este panorama, no parece nada obvio que las ‘políticas de población’ deban centrarse en objetivos definidos por ‘cantidades’, en los que de paso se cuelan mandatos, ideas eugenistas, y hasta ajustes que se concluyen técnicamente ‘inevitables’. De hecho, es perfectamente posible pensarlas como herramientas para asegurar la protección y los derechos de las poblaciones.

Esto es, palabras más, palabras menos, lo que le respondí a Rafa mientras aprendía qué son los macarrones (y lo pegoteados que pueden ponerse cuando vienen en una bandeja de avión). Espero haberlo dejado un poco más tranquilo.