Cuando era chica solía escuchar a mi mamá decir que, si le ataban las manos, no podía hablar. Más allá de no entender por qué mi vieja imaginaba que alguien fuera a atarle las manos, me preguntaba qué quería decir con esto. Quizás ella sabía algo sobre sus manos. Quizás uno gesticula para los otros, sí, pero también para uno mismo.
Arranquemos por el principio: ¿De qué hablamos cuando hablamos de gestos? A ver, son una forma de comunicación no verbal que incluye movimientos de las manos, la cara y otras partes del cuerpo. O sea, todo eso que estás diciendo cuando hablás, pero que no sale de tu boca. De hecho, los gestos no sólo acompañan el lenguaje verbal sino que, en algunas ocasiones, son capaces de comunicar conceptos por sí mismos. Es decir, son tan grosos que hasta pueden reemplazar las palabras. Como una imagen, pero menos cliché.
Pero ojo que no son un lenguaje. No estamos hablando de lo que hacía Araceli González allá por los 90’ —los más jóvenes no tienen idea de lo que hablo, pero básicamente se trataba de una serie en la que una Araceli muda chapaba con Gustavo Bermúdez (no importa, uno) mientras chapoteaban entre delfines—. Hablamos de movimientos, a veces desprolijos e irreconocibles y otras veces completamente conocidos, como el que hacés cuando querés pedir la cuenta. Esa aerofirma que nunca, nunca ve el mozo cuando la tirás.
Gesticular es un fenómeno robusto y, si bien cuando uno piensa en gestos automáticamente se imagina a un italiano que acaba de chocarle el auto a un tachero, lo cierto es que todos gesticulamos, sin importar la cultura de donde venimos. Uno podría creer que es algo que imitamos, que se lo vimos hacer a nuestros padres, a una tía o al verdulero; pero cada vez más investigaciones muestran que es algo natural —o innato— que aparece cuando cumplimos alrededor de ocho meses, incluso en personas ciegas de nacimiento.
Pero, si las palabras andan bárbaro, ¿por qué usamos esta gesticulosa forma de comunicarnos? Los gestos acompañan, refuerzan, realzan lo que estamos diciendo; hacen que nos sea más fácil entender eso que estamos escuchando. Pero también muestran lo que pasa en nuestra cabeza; son una ventana directa para exponer lo que estamos pensando y para ver lo están pensando los otros. Digamos que, la próxima vez que pienses que no entendiste lo que te estaba diciendo esa flaca o ese pibe en el boliche, no repitas en tu cabeza lo que te dijo; mejor volvé a mirarlo. Si analizás los gestos y el patrón de miradas (que no son gestos) capaz que lo descifrás (que te guste o no lo que estaba queriendo decir la persona ya es otro asunto).
Pero los gestos no son sólo para los otros, sino también para nosotros (no, no lo leí en un sobre de azúcar). Si así no fuera, ¿por qué cuando charlamos con el espejo o cuando hablamos por teléfono, también gesticulamos?
Susan Goldin-Meadow, una encantadora e histriónica profesora de la Universidad de Chicago, propone que los gestos son herramientas para comunicar y pensar. Fue de las primeras que planteó que, para entender lo que pasa dentro de una cabeza, se pueden mirar las manos de una persona. En particular, trata de estudiar qué ocurre dentro de la cabeza de un niño.
Para entender el trabajo de esta investigadora, primero tenemos que pasar por Piaget. La tarea de conservación de la materia (Piagetian conservation of matter task) fue desarrollada por este suizo como una forma de evaluar la habilidad que tienen los niños de entender que una determinada cantidad será siempre la misma, independientemente de la forma o el tamaño que tenga el recipiente que la contenga (seguimos con las rimas). El ejemplo clásico es colocar 5 monedas en una fila y abajo otra fila de 5 monedas; y preguntarle al nene si ambas filas tienen la misma cantidad de monedas. Después separás entre sí las monedas de una de las filas y volvés a preguntarle.
Lo genial que hizo Susan fue ver qué hacían los niños con sus manos cuando explicaban este fenómeno, mirando más allá de lo evidente. Ella no se quedó con los chicos que respondían ‘bien’, sino que se fue a mirar qué hacían los otros, los que la erraban. Y, si bien todos estos pequeños equivocados decían ‘hay más’, al mirar sus manos se los podía dividir en dos grupos que mostraban estados mentales muy distintos. Había un grupo que gesticulaba ‘mayor’ o ‘más grande’ , es decir, eran consistentes con sus respuestas verbales incorrectas; pero había otro grupo de chicos que, a pesar de haber respondido verbalmente de manera incorrecta, hacía los mismos gestos que los nenes que habían contestado correctamente.
Esto era muy loco porque ya no podía dividirse el desempeño de los chicos en bien y mal. Ahora había que pensar en la consistencia entre lo que decían y sus gestos. Ella descubrió que esa falta de consistencia entre las manos y las palabras, ese mismatch, era una forma de ver que los chicos mostraban un estado mental diferente. Esos chicos, los ‘inconsistentes’, estaban listos para entender el nuevo concepto.
Recapitulando un poco, cuando nos equivocamos con nuestras palabras, nuestros gestos pueden ser correctos, y eso muestra en qué anda nuestra mente en ese momento. Es decir que gesticular no es simplemente mover las manos, sino además reflejar lo que pensamos.
Así que, ya sabés. La próxima vez que vayas a decir algo, acordate de que tus gestos están ahí para darte una mano.