Capítulo 1

La torre

20min

Imagen de portada
La pausa. Capítulo 1.

Tenía la esperanza de que fuera visible. Una franja de aire azulado por el frío, una pared de niebla. Se la imaginaba como se imaginan las fronteras: una especie de territorio autoconsciente, un umbral. Pero la camioneta avanzaba en línea recta por una ruta angosta, subiendo y bajando pendientes, y adelante no se veía más que nieve. Un manto liso, cortado al medio por el hilo de asfalto. Un hilo delgado, puesto que sólo una mano de la ruta había sido abierta. Tanto la banquina como la línea que separaba los carriles todavía quedaban enterradas bajo la rebaba de nieve. A esa altura, a esas latitudes, ya no se veían alambrados.

Se sacó los anteojos de sol y los dejó sobre el tablero de la camioneta. El cielo recuperó de pronto ese azul profundo y limpio del sur. La nieve también lucía limpia, más limpia que en la ciudad. Y emitía una leve fulguración blanca que sólo podía adjudicarse al verano, al sol que entraba en ángulo recto, penetraba la atmósfera como una aguja en una tela estirada, y rebotaba después en el manto inmaculado y perpetuo. 

—Estuvo fuerte la tormenta. —A su lado, el chico mantenía el rumbo con una mano en el volante y se acomodaba la gorra con la otra. No había mucho que hacer en esa línea recta, excepto conversar. 

—Llegué hoy —respondió Leila. 

—Fuerte, fuerte. Hacía tiempo que no se veía algo así. Volaron techos. Estuvo lindo. 

Lo miró de reojo. Se veía joven, no más de veinte. Esa edad indeterminada en la que algunos son chicos y otros son hombres. Este parecía un chico, excepto por la mirada atenta, pendiente siempre de la ruta por más recta y lisa y gris que permaneciera. Se había presentado como Guillermo, un nombre que a ella le pareció demasiado antiguo, pretencioso, como de realeza. Pero ahora que llevaban un rato largo compartiendo el mismo aire encapsulado de la cabina de la camioneta, ya no le parecía tan chico él, ni tan desajustado el nombre. Lo miró otra vez, rápido para que no se diera cuenta: usaba una campera común y el cuello al descubierto. Leila se preguntó cuánto recordaría de la vida antes del invierno, si extrañaba un poco las viejas temperaturas. 

—¿Ayer fue? 

—El sábado a la madrugada. El domingo no se podía salir. Y de acá para allá se cortó la luz. —Señaló hacia el oeste sin soltar el volante, como si pudiera abarcar toda esa inmensidad con tres dedos—. Se cayó una torre de alta tensión. Por eso está limpita la ruta. Tuvieron que abrirla para que pasen las cuadrillas. Deben estar ahí todavía.

Avanzaban entre dos cicatrices hinchadas que daban cuenta del paso de la barredora. Fuera de eso, y de la propia camioneta en la que viajaban, ninguna otra señal de presencia humana interrumpía el paisaje. 

Por un momento, Leila deseó estar sola. Haber pasado el examen de manejo la única vez que le dio una chance, haberse comprado un auto cuando todavía era posible. Se imaginó manejando por esa misma ruta, al sur, siempre al sur, cada vez más lejos de todo. 

Una sensación de bienestar le bajó por la espalda y el pecho. Cerró los ojos. Era la misma sensación que perseguía en esos sueños lúcidos de la infancia, cuando también cerraba los ojos y fantaseaba con ser astronauta. En sus sueños, nunca estaba dentro de la nave, sino en su traje blanco durante una caminata espacial. Flotaba sola en el vacío negro, atada a la vida por una simple cuerda que pegaba tirones secos cada vez que se tensaba, y ella entonces volvía y se empujaba otra vez, respondiendo al llamado de la oscuridad profunda. La cuerda nunca se cortaba, pero el gancho era fácil de soltar si quería. Le intrigaba lo grande del espacio, la idea de que podía internarse en la negrura eternamente, sin llegar nunca a ningún lado. El sonido de su respiración reverberaba en el aire dentro del traje. Fuera de eso, el silencio absoluto. 

Abrió los ojos. El negro del espacio fue reemplazado por la nieve, y el silencio, por el traquetear de la camioneta. 

—¿Me recordás tu nombre? —dijo él. 

—Leila. 

—Ah, cierto. Yo soy Guillermo.

—Sí, me dijiste.

—Sí, pero igual todos me dicen Willy. Podés decirme Willy. 

—Bueno —aceptó, y empezó a cerrar los ojos de nuevo. Pero la voz la jaló otra vez como la cuerda de su traje: 

—¿No es peligroso llevar eso así? 

Leila bajó la vista. El cañón de la carabina que sostenía entre las dos piernas había quedado apuntando hacia ella. 

—Está descargada —dijo, sin moverla de posición. Después se quedó mirando el hueco del cañón. Otro abismo negro, infinito, en el que perderse. 

La ruta trazó una curva amplia y durante un rato fueron hacia el oeste. Después, cuando retomaron la dirección sur, el paisaje había cambiado un poco. Las pendientes se hicieron más pronunciadas y bosquecitos breves de pinos brotaron acá y allá. Un color nuevo —un verde oscuro y frío— ayudaba a despertar un poco los sentidos. 

Esta vez fue ella la que inició la charla, un poco incómoda ahora que él parecía estar en paz con el silencio:

—¿Y vos? ¿Para dónde vas?

Guillermo usó los mismos tres dedos para señalar hacia el frente, sin soltar el volante.  

—¿A Primeros Pobladores? —dijo ella.

—Vivo ahí yo. 

—Ah, mirá. ¿Hace mucho? —preguntó por preguntar.

—Unos años. Antes vivía más al sur. Igual ahora no me quedo. Te dejo y me vuelvo. Todo el tiempo voy y vengo con provisiones. Todo lo que está ahí atrás en la caja de la camioneta es para el pueblo: comida en lata, leche en polvo, velas, fósforos, cosas así que mandan del Ministerio a veces porque en el pueblo no queda nada para comer. Lo que se puede cazar nomás, pero tampoco hay mucho para cazar. Están espantados los animales. Bueno, ya sabés, por el perro. 

El perro. La sola mención le recordó que ella también tenía un propósito, que a ella también la mandaba el Ministerio, otra carga en la camioneta.

—¿Sabés algo más del perro? —La conversación ahora le interesaba. Guillermo miró de reojo la carabina y sonrió. Era una sonrisa completa, y le devolvía a la cara la juventud que el frío quería arrebatarle temprano.

—Sólo sé que es una mala idea que lleves eso descargado.

Leila sonrió también, pero menos, como si hubiese perdido la práctica. Después extendió una mano, sin pensar, hacia la perilla de la radio.

—Está prendida —dijo él—. Pero no hay nada para escuchar. 

—¿Y entonces para qué la tenés prendida? 

—Hay un diario ahí atrás si querés.

Leila se dio vuelta. En efecto, en el asiento trasero, al lado de su mochila, había un diario. No eran más que unas pocas hojas de papel varias veces reciclado, impreso a una única tinta. Pero era algo. 

Revisó los titulares sin saber bien qué buscaba. Eran noticias locales que en su mayoría no le decían nada. Un encuentro de intendentes en la gobernación para discutir el destino de unos fondos nacionales precedía a otro titular acerca de la posibilidad de que dichos fondos nunca llegaran. En la columna de la derecha, un micro repleto de feligreses se había desbarrancado. Al pasar la página encontró la foto del micro, indistinguible de la maleza y de la textura del papel. Pasó de largo y se concentró en el pronóstico del clima. Anunciaba buen tiempo para los próximos diez días. 

Un titular, abajo de todo, le llamó la atención: había muerto en la cárcel Walter Soto, antiguo guardia de seguridad del Ministerio de Invierno, condenado por el doble crimen de Claudio Vergara y Helena Rigazi. Según el extracto, la muerte había ocurrido en el marco de una pelea entre internos, en la cual habría tenido que intervenir personal penitenciario. Ahí se acababa la información sobre el hecho. El resto del texto se deshacía en un repaso ya conocido sobre el caso. El nombre de Leila, por suerte, no estaba. Revisó el artículo dos veces, en diagonal, para estar segura. 

La nota tampoco mencionaba al empleado que había sobrevivido al cautiverio y al incendio del edificio. El empleado había dejado de hacer declaraciones públicas más allá de las que se le requerían en el juicio. A la larga, los medios se habían resignado a dejarlo en paz. Cada tanto, algún que otro periodista joven trataba de cazar al unicornio, pero la mayoría de esos intentos acababan en un teléfono muerto o un timbre que nadie respondía. Leila lo sabía porque ella también había hecho sonar ese timbre hacía no tanto tiempo. ¿Seis meses? ¿Un año? La cronología se le hacía espuma en la memoria. 

El siguiente artículo era sobre los perros, pero no alcanzó a empezarlo. Guillermo silbó fuerte y agudo, con asombro. La camioneta había coronado la cima de una pendiente y ahora el terreno que se abría adelante parecía de otro planeta: la ruta descendía unos cientos de metros hasta que la nieve se la tragaba. Justo en ese punto, una pequeña caravana de vehículos naranjas —una barredora, un camión y dos utilitarias— se había detenido. 

Algunos hombrecitos estáticos como maniquís contemplaban el resto del escenario: lo que antes habría sido un valle profundo ahora se ofrecía como una llanura blanca, con un ligero declive, de la que asomaban puntas de árboles, pinos y álamos, que parecían enanos, como árboles de Navidad. Y unos kilómetros más allá, donde el terreno subía y la ruta volvía a emerger, se adivinaba una serie de torres de alta tensión que cruzaban de este a oeste como una peregrinación de robots gigantes, empequeñecidos por la distancia, cargando cables en los hombros. Aun desde arriba de la camioneta, era fácil ver que los robots quedaban inalcanzables para cualquier vehículo. En el medio, se interponía la hondonada, donde la tormenta parecía haberse ensañado particularmente. 

—Sonamos —dijo Guillermo, y empezó el descenso en dirección a los obreros. Bajaba con el envión, despacio, como si no quisiera molestarlos. 

Los hombres reían. Uno de ellos cargaba un termo y servía algo en la tapa de plástico, y alguien lo agarraba y lo tomaba de un trago, devolvía la tapa y el hombre volvía a servir. Cuando la camioneta los alcanzó, le dedicaron una mirada breve y no le dieron mayor importancia. Pero otro hombre bajó de una de las utilitarias y fue hacia ellos. Leila abrió la ventanilla para hablarle y un viento glacial le pegó en la cara, haciéndole doler la nariz y los pómulos.

—No hay caso —dijo el hombre. Era ancho y tenía una barba colorada sin bigote que le enmarcaba la cara. Leila miró la barba con envidia y se subió la capucha. 

—Tengo que llevar comida al pueblo —dijo Guillermo. 

—Tenemos que arreglar la torre —respondió el hombre. Hablaban como si pudieran abrirse paso a través de la nieve argumentando cada uno su posición, pero Leila comprendió que en realidad estaban intercambiando información básica, como hormigas chocando antenas en un sendero. 

—¿Sabemos cuándo se va a poder pasar? —preguntó Leila.

Guillermo aprovechó para abrir su propia ventanilla y encender un cigarrillo. El hombre lo miró un segundo, interesado. Recién después le respondió: 

—Días. Lo que tarde en bajar la nieve, si es que baja. Con este sol de porquería, pueden ser semanas. La barredora no puede penetrar ahí, se va a quedar encajada. Hay que ver si nos pueden tirar con el helicóptero, pero queda uno solo en la provincia y no sé para cuándo tendrá disponibilidad…

—Bueno, vamos —lo interrumpió Guillermo—, no hay nada que hacer acá. Gracias, jefe. 

Le ofreció el cigarrillo por la mitad. El hombre se lo sacó de la mano sin dudar, hizo un gesto con la cabeza y le dio una seca rápida para avivarlo. Después se acercó al resto del grupo y empezó a compartirlo. 

Subieron las ventanillas y la camioneta se puso en movimiento. Guillermo ya había logrado encararla de nuevo hacia el norte cuando Leila tomó la decisión:

—Pará —dijo. 

Frenaron y los hombres se dieron vuelta para ver qué pasaba. Ahora las torres se deformaban en el espejo retrovisor, más pequeñas y lejanas aún. 

—¿A cuánto está el pueblo? 

Guillermo miró el espejo también. Pensó un poco.

—Depende. Por la ruta todavía es un tramo largo, como diez kilómetros porque hace una curva y se aleja, y hay que agarrar el acceso que entra por la avenida principal. Pero en línea recta en realidad estamos cerca. —Señaló directo hacia el sur—. ¿Allá chiquitas ves las torres de alta tensión? Ahí hay un camino que las va siguiendo hasta una centralita eléctrica. Yo fui a hacer un par de laburos ahí en una época. Y me iba caminando porque sale un sendero que te mete al pueblo de costado. Serán dos kilómetros de acá a la centralita y otros dos después hasta las casas. Unos cuatro o cinco en total. 

—Ya casi estábamos. 

—Ya casi estábamos —coincidió. Quiso arrancar de nuevo, pero Leila lo volvió a frenar. 

—Me bajo acá. 

—¿Cómo que te bajás acá? ¿Qué vas a hacer acá?

—Me bajo acá. Voy caminando —dijo. Abrió la puerta y se bajó. 

Los hombres dejaron de conversar e hicieron ademán de acercarse, pero apenas vieron la carabina cambiaron de idea; volvieron a armar el círculo y a reírse entre ellos. Guillermo la interceptó cuando abría la puerta de atrás para agarrar la mochila. 

—¿Vos estás bien? Te va a llevar horas cruzar por ahí. Mirá esos árboles. Deben tener seis metros cada uno y no se les ve más que las puntitas. Además, en el pueblo van a estar sin luz hasta que… escúchame, está el perro también. 

Leila escuchaba, pero no respondía. Se había ajustado la mochila al pecho y al estómago. Después se colgó la carabina al hombro y empezó a caminar por la ruta, hacia donde el asfalto se sumergía. 

Los hombres mudaron la risa por una expresión incrédula. Les pasó por al lado sin mirarlos y se paró en el borde de la llanura de nieve. 

—Pará un poco, pará. —Guillermo venía con unas latas de conserva en las manos—. ¿Te entra esto en la mochila?

Le hizo un gesto con la cabeza y ofreció la espalda para que las pusiera. 

—No es mucho, pero es algo. Lleváselas a Miller. Él va a saber a quién le hacen falta. 

Leila asintió. Después puso el primer pie en la nieve y la sintió crujir. Otro paso más y la suela del borcego desapareció. Respiró profundo y se infundió valor. Tenía que avanzar. Tenía que tener fe y avanzar, se dijo. No la clase de fe que hace a las personas creer que van a poder caminar sobre el agua. La otra fe: la del astronauta que sale a caminar fuera de la nave. O la del suicida que debería nadar y, sin embargo, camina. 

Dio otro paso y se enterró un poco más. Siguió así hasta que la nieve compactada pudo soportar su peso. Pero entonces tenía que hacer fuerza con los muslos para abrirse camino. El fondo de la mochila rozaba los bordes del surco que iba dejando y por momentos necesitaba usar las manos para excavar un poco adelante o para apoyarse y salir de una posición particularmente difícil. Escuchaba voces detrás, pero no eran más que fantasmas que se llevaba el viento.

Había recorrido algunos cientos de metros cuando notó que su cabeza hacía sombra hacia la izquierda. Mejor apurarse. No estaba siquiera a mitad de camino. 

Entre la preocupación por el tiempo se le filtró otra más: los anteojos de sol habían quedado encima del tablero de la camioneta. Se dio vuelta: la camioneta ya no estaba. Sólo los hombres alrededor de la caravana la miraban todavía, como apostadores siguiendo al caballo más lento. Leila decidió que no tenía tiempo para ellos. Volvió a dar algunos pasos y miró hacia delante. Las torres parecían un poco más cercanas, pero aún no lo suficiente. Todavía faltaba terminar de bajar la pendiente antes de empezar a subirla. Y sin embargo, la nieve ya había logrado penetrar por algunos resquicios, entre el pantalón y el borcego, y empezaba a derretirse contra las medias térmicas y el segundo par de algodón, donde la piel quedaba más cerca. 

—No puedo mojarme —dijo en voz alta, más por necesidad de escucharse que por necesidad de decirlo—. No puedo enfriarme. Vamos. ¡Vamos!

Una brisa fría se levantó de nuevo. Respiró un par de veces, agotada por el esfuerzo. Ahora había llegado al fondo de la hondonada. La nieve le alcanzaba la cintura y los hombres se veían diminutos, muñequitos recortados contra el cielo limpio. Transpiraba. 

Entonces lo vio. En lo alto de la colina que tenía adelante, un perro. Una silueta ofreciéndole el flanco, pero mirando directo hacia ella. 

Sabía qué perro era. Había oído la descripción en la oficina del Ministerio, cuando le asignaron la tarea. Hacía tiempo que el pedido dormía en el cajón del empleado, que no podía creer la suerte que estaba teniendo cuando Leila se presentó. Nadie quería venir nunca al sur, le confesó el empleado cuando ella ya había firmado la asignación y no corría demasiados riesgos de que se arrepintiera. Y para eso había dos razones: el frío era una, el perro era la otra. Un bicho espantoso. Un galgo flaco, hambreado, y que sin embargo pesaría sus cuarenta y cinco kilos. Un espectro sólido, cubierto de un pelo espeso y largo, cada mechón coronado por un corpúsculo de nieve. Si Leila ahora lo veía era porque se recortaba contra el cielo como los hombres que, del otro lado de la hondonada, hacían gestos con los brazos y daban gritos que morían en el aire sin llegar a cruzar. 

El perro no parecía que fuera a atacar. Al menos no de inmediato. Seguía ofreciendo el flanco y husmeaba el aire, examinaba ese olor nuevo que subía. Leila, sin embargo, no dudó. Se descolgó la carabina y empezó a cargar las cinco balas que tenía. Cada una hacía un clac metálico y profundo al entrar en el repositorio. A la tercera bala que cargó, el animal había empezado a correr. Liviano, casi sin hundirse en la nieve. Rápido como nunca antes había visto. Corría hacia el oeste, en dirección a los árboles. 

Cargó la cuarta, pero la última se le cayó de la mano y se perdió entre los borcegos. 

Se calzó la culata al hombro y apuntó.

El perro se desplazaba a una velocidad inexplicable. 

El primer disparo fue el mejor. La bala se hundió en el exacto lugar donde el perro había estado una milésima de segundo antes. 

Los otros dos tiros fueron más torpes y nerviosos, y ninguno tuvo la menor chance de detener la carrera. Leila bufó, pero se obligó a mantener la calma. 

El perro corría tan rápido que levantaba pequeñas volutas de nieve con las patas flacas. Corría desesperado y a cada paso desprendía una estela de nieve. Ahora Leila distinguía las costillas asomando bajo el pelo, inocultables de frío y hambre. 

Apuntó de nuevo, respiró y soltó el aire. 

Cerró los ojos y disparó. Pero el perro ya se había perdido entre los árboles.

Revisó un rato el suelo, buscando la bala que le faltaba, pero no hubo caso. A su espalda, los hombres ya se habían ido. Y el sol declinaba.

Lamentó de nuevo haber dejado los lentes en la camioneta. Pero no había nada que hacer. Lo mejor era avanzar. Confiar en que los estampidos mantendrían alejado al perro el tiempo suficiente para dejarla llegar al pueblo.

La subida le llevó otras dos horas. Fueron dos horas de silencio. No parecía haber nada vivo en muchos kilómetros a la redonda. Sólo podía oír su respiración y el frotar de la tela contra la nieve, que a cada paso se hacía menos profunda. Luego, fue cuestión de caminar unos minutos para alcanzar las torres. 

Desde allí, los gigantes parecían más grandes aún. Recordaba haber pasado, de chica, por debajo de algún tendido así, pero siempre en auto. Había que estar de pie, había que quedarse quieta con el cuello torcido y los ojos entrecerrados para dimensionar el verdadero tamaño que tenían. 

Empezó a seguir el tendido hacia el oeste. Caminaba debajo de los cables colgantes y contaba el tiempo que le llevaba llegar de una torre a la otra. Las imaginaba como colosos de hierro escapados de alguna mitología postapocalíptica, condenados por los dioses al trabajo de llevar esos cables hasta el infinito, sin llegar nunca a ningún lado. Un día, uno de los gigantes decidiría tirar los cables al suelo y empezar una revolución. Habría rayos. La tierra temblaría. Ahora que caminaba sobre suelo firme, se sentía liviana y alegre, propensa a fantasear. 

El sol se estaba poniendo naranja. Adelante y a lo lejos, vio a un gigante que había tirado los cables de una de las manos. Colgaba de la otra, inclinado hacia el suelo, arrastrando a sus compañeros con su peso. Al acercarse, vio que se había desprendido de la base y que los hierros de la cintura estaban torcidos. No era una rebelión. Era una caída. La muerte de una torre. La escena la hizo sentirse más pequeña aún. 

Un poco más allá se abría el camino que llevaba al pueblo. Era fácil distinguirlo porque en el cruce se erguía una suerte de habitación cerrada, rodeada de un alambrado, con una puerta metálica y la advertencia de un rayo amarillo: la centralita eléctrica que le había mencionado Guillermo, una habitación para cobijar un transformador. Los gigantes seguían su viaje eterno hacia el oeste. Pero de allí partían, hacia el sur, unos postes de tendido eléctrico, de tamaño normal, con cables normales. Un sendero ―una hendidura entre los árboles, un vacío por el que meterse― los acompañaba. 

Tomó el sendero. La alegría empezaba a diluirse. Ahora tenía frío. La mochila pesaba y la correa de la carabina se le clavaba en el hombro. Se preguntó si en el pueblo conseguiría más munición. Empezaba a caer la noche. La sentía en los huesos.