Se despertó con el vértigo de encontrarse en cama ajena. La habitación, que a la noche le había parecido un abismo negro, ahora, con la poca luz que entraba por los orificios de la persiana, se revelaba pequeña y desordenada, como si la compartieran varias personas.
Se estiró. Quería aferrarse a las mantas y quedarse hasta el mediodía intoxicada por ese olor. El olor de su propio cuerpo macerándose en sábanas prestadas, irradiándolas, la conquista de su cuerpo sobre el frío territorio de lo otro. Tuvo que obligarse a salir de la cama.
La cucheta de arriba estaba vacía. Se imaginó a Lucio bajando, mirándola dormir un instante antes de salir del cuarto. O a María que venía a despertarlo, una secuencia repetida: una canción para dar los buenos días, el remoloneo de rigor, la voz suave que prometía un desayuno. Imágenes de su propia infancia se deslizaron como polizones en la secuencia. La cama áspera de la casa del abuelo, allá en el norte húmedo. El verano. Los mosquitos. La voz del viejo despertándola con la primera luz de la mañana para salir a cazar.
Una voz mental, un poco más lúcida, le reclamó volver al presente. Se frotó los ojos y poco a poco esa otra voz fue imponiéndose. Ahora le señalaba un hecho: por lo menos dos personas que apenas conocía habían estado de pie junto a ella mientras dormía, probablemente hablando, sin que se enterase: tan profundo había sido su sueño.
Se sacó las medias de lana que le había dado María y buscó un par limpio en la mochila. Se puso los borcegos. Después buscó el cepillo de dientes y bajó.
La cocina estaba inundada de luz y vapor. El vapor salía de una olla puesta al fuego, mientras que la luz se volcaba desde las ventanas como una avalancha. Leila miró para afuera, fascinada con la vida en aquellas latitudes: unos rosales bordeaban la casa del lado de afuera y mostraban sus flores rojas, blancas y amarillas, como una guirnalda dispuesta a lo largo del alféizar. Eran, sin embargo, flores incipientes. Mal desarrolladas. Cristalizadas a medio hacer.
Más allá, el terreno en pendiente, cubierto de nieve, y la calle. En la vereda, un árbol enorme, que no había visto la noche anterior, mostraba una copa frondosa y naranja. Detrás, el cielo azul.
No había nadie en la cocina. Leila encaró por el pasillo y entró al baño. El brasero había sido reavivado. Tuvo que separar un poco de agua en un vaso y dejarla entibiar para poder usarla. Después volvió a subir, ordenó sus cosas, bajó con la mochila y la dejó junto a la carabina, al lado de la puerta.
En ese momento apareció María. Venía de la habitación y traía una sonrisa en la cara.
—Buenos días…
—Buenos días. ¿Dormí mucho?
—Lo normal para una persona cansada. Vení, sentate. Hay panceta, huevos y arvejas. Y pan. Y té caliente. Servite.
Leila obedeció y María le acercó todo. Las cantidades eran escasas, pero en la variedad se notaba la intención de agasajarla. Probablemente, María había abierto reservas valiosas.
Comió con constancia pero con decoro, tratando de no desperdiciar nada.
—Muchas gracias, María.
María se había sentado en el extremo de la mesa. Encendió un cigarrillo y empezó a soltar las cenizas en un vaso.
—¿Cuándo me vas a dejar de dar las gracias?
—Hoy, probablemente, cuando encuentre una hostería.
María se rió.
—No hay hosterías acá.
—¿No?
—Vos sos todo el turismo que recibimos. Antes había algo de movimiento, pero más bien poco. Te estoy hablando de antes. Antes del invierno. En esa época se vivía del petróleo, pero no acá. Más al sur. Ahí se iba todo el mundo a trabajar. Diez días allá, diez días acá. Era un ritmo de locos.
—¿Y qué pasó?
—Se lo comió la pausa. Toda esa zona donde estaba la perforación se congeló y tuvieron que empezar a perforar más al norte y más al norte. El suelo se ponía demasiado duro y la gente no quería hacer turnos ahí en el hielo, era muy ingrato eso. Y como tampoco hay mucha demanda, viste, ni mucha exportación ni mucho nada, las empresas se fueron yendo. Las pocas que quedan perforando contratan gente de la zona, porque acá te cae una nieve y listo, te quedás atrapado andá a saber cuánto tiempo. No les conviene tomar gente de acá.
—No, claro. ¿Y de qué viven acá?
María terminó el cigarrillo y soltó la colilla en el vaso.
—De la caza, de lo que manda el Ministerio. Y de nada más. Pero estas preguntas se las vas a tener que hacer a Miller, él es el que administra las provisiones. —Rescató la colilla que flotaba en el vaso y la tiró a la basura. Después metió la mano en el tacho y revolvió un poco. Mientras abría las ventanas, agregó—: Tengo que ventilar bien porque a Simón no le gusta que fume. No le puedo ni pedir que me traiga cigarrillos las pocas veces que va para la ciudad y lo tengo que andar molestando al Willy. Decí que es un sol él y siempre que puede... Pero con Simón no hay caso. Al principio discutíamos mucho por eso, ahora me sale más barato hacer que no se entere.
Leila sonrió. Después se puso a levantar la mesa.
—¿Y vos? ¿Trabajás? —preguntó, con un plato en la mano.
—Doy clases en la escuela, dos veces por semana.
—Qué lindo. ¿Clases de qué?
—De todo. Yo soy farmacéutica en realidad, pasa que ahora todo eso lo tenemos centralizado con los alimentos y las herramientas, en fin, todo lo que nos llega del Ministerio. Y la verdad que no es mucho, lo que es clasificarlo y demás se hace en un ratito. El resto del tiempo voy a la escuela. Enseño Química, Matemática, Geografía. Todo lo otro lo da César, que es el sacerdote. Él da Lengua, Historia, todo eso. Igual son ocho nenes, contando a Lucio.
—Ah, qué poquitos.
—Sí, son poquitos. Casi todos hijos únicos, como Lucio. Traer chicos a este mundo, la verdad…
Leia asintió. Entonces Selena no era una hermana. Al menos no una de la que María quisiera hablar.
La radio emitió un murmullo inaudible, el espíritu de un viento acariciando la antena, y volvió a enmudecer.
—Qué lindo el árbol de la puerta.
—¿La lenga?
—Sí, no sé cómo se llama. Pero el color es una belleza.
—Sí, es lindo. A mí me tiene un poco aburrida. Hace cuatro años que se quedó en ese color. No se le caen las hojas ni las renueva, no terminan de ponerse amarillas y no le nacen verdes. Se quedó así nomás. Pero es lindo. Es alto. Tiene ramas fuertes.
Leila se paró frente a la bacha de la cocina, dudando. Las canillas probablemente estaban congeladas, tal vez iba a tener que buscar la pava del baño.
—¿Salieron? Simón y Lucio, digo…
—Fueron a buscar leña y a poner trampas. Tienen para rato. Dejá todo ahí, no laves. Vamos que ya está alto el sol. Tenés que conocer a Miller.
Se pusieron las camperas. Pero cuando Leila se calzó la mochila y levantó la carabina, María la miró de arriba a abajo:
—¿Vas a llevar todo eso?
—Tengo unas cosas para Miller.
—Dejá todo eso. Agarrá lo que tenés que llevarle.
Hizo aparecer una bolsa de nylon blanco y Leila puso adentro las cuatro latas de conservas que le había dado Guillermo. La bolsa se estiró y los filos de las latas tensaron el nylon como si fueran a romperlo.
Afuera el sol caía sin temperatura, pero como el viento había cesado, se permitió bajar unos pocos centímetros el cierre de la campera. Ahora podía ver la lenga en todo su esplendor. Una copa alta que empezaba bien abajo y subía repleta de hojas de bronce. Algunas pocas hojas habían caído a los pies del árbol, pero era imposible saber cuánto tiempo llevaban ahí. Al menos en esa cuadra, el árbol naranja parecía ser la única pincelada de color. Todo lo demás era un juego de blancos y sombras hasta donde la mirada podía abarcar.
La puerta del auto se abrió sin problemas. María lo tenía en marcha desde hacía un buen rato y la calefacción todavía funcionaba. Arrancaron alegres, con ánimo de paseo.
A la luz del día, el pueblo se mostraba como lo que era: una serie de casas bajas, desordenadas, interrumpidas mayormente por pinos y por cables de electricidad mudos, inútiles, meras líneas negras dibujadas con regla contra el cielo. La mayoría de las persianas estaban bajas y había nieve acumulada en muchas puertas. Ni un alma caminaba por esas veredas, y entre baldosa y baldosa se adivinaba una fina película de hielo, tan resbalosa como quebradiza.
Pero, aun a pesar del invierno, aquello no dejaba de ser un pueblo. Detrás de algunas de esas paredes necesariamente había fuegos y personas con la capacidad de darse calor mutuamente. En algunos terrenos se alcanzaba a vislumbrar alambrados y refugios construidos en madera de pino. No había señales de los animales que debían estar dentro de esos refugios.
Con la panza llena, mecida por el andar suave del auto, que no se podía permitir acelerar, la idea de internarse en el bosque de nuevo a buscar al perro le dio pereza. Una pereza cálida, una invitación a perseguir objetivos simples y enormes: quedarse a vivir ahí, conseguir una casa, olvidarse de todo. Convertirse en un miembro más de una comunidad pequeña, benevolente, curtida por el frío. Se imaginaba haciendo su parte, cazando, juntando leña, acompañando a Guillermo a la ciudad a buscar provisiones. Se iría a dormir temprano, una pila de libros junto a la cama. Empezaría por matar al perro, y después vería a dónde la conducía ese camino. Sólo algunas veces extrañaría lo que había dejado atrás. Llevaba meses poniéndose objetivos inmediatos, preocupándose únicamente por lo que tenía que hacer a continuación, como quien avanza por un pasillo oscuro con una linterna débil. Y venía funcionando, había que admitirlo. Lo de las balas era un contratiempo, sí. Qué diría el abuelo si supiera la forma en la que había desperdiciado sus balas, las únicas que le había dejado con la carabina. Mejor ni pensarlo. El auto empezaba a trepar una cuesta de tierra y los árboles se empequeñecían y todo parecía más fácil. Era el silencio. María manejaba sin hablar y ambas estaban cómodas con eso.
A la derecha, el paisaje se abrió de golpe y Leila tuvo una visión aérea del pueblo. No sabía en qué momento lo habían dejado atrás, pero ahora se veía como una serie de techos salpicados entre la nieve y los árboles. Buscó la iglesia; siempre había una iglesia y por regla general encontrarla implicaba encontrar la plaza central. Pero no había iglesia. Sólo las casas y una construcción baja con un mástil vacío, en medio de un terraplén bastante extenso, que seguramente era la escuela. Más allá, empezaba el lago: una llanura de hielo celeste y blanco, con forma de medialuna, que bordeaba los límites del bosque y cuyo extremo norte se perdía de vista, detrás de los árboles. Y después del bosque, la línea de torres donde aún parecía que el gigante seguía caído, aunque a esa distancia no podía asegurarlo. Por el parabrisas, en cambio, sólo se veía el camino que subía, el cielo limpio, y una cúpula blanca que empezaba a asomar. Era un observatorio. La luz solitaria que había visto la noche anterior, antes de empezar el descenso.
María paró el auto y puso el freno de mano.
—Llegamos.
Había una escalera que daba a una puerta doble de madera. Ese era el único acceso al edificio, un cilindro perfecto, coronado por la cúpula blanca de la que asomaba, tímidamente, el objetivo de un telescopio de proporciones considerables. Las ventanas alrededor del edificio tenían rejas que parecían haber sido agregadas hacía no tanto tiempo, pintadas con antióxido y nada más, lejos de la estética general que ofrecía el edificio, mucho más viejo.
Leila buscó un timbre que no estaba y se resignó a golpear la puerta. María sonrió con aprobación. Esperaba un paso más atrás, con los brazos cruzados.
Repitió los golpes. Tres golpes, amortiguados por los guantes. Se los sacó y volvió a la carga: ahora el llamado sonaba efectivo, pero los nudillos le quedaron doliendo. Lo mismo que ayer —pensó—. La gente acá debe tener los nudillos destrozados.
Una mirilla se abrió en la puerta y un ojo la observó en silencio por un instante.
—¿Quién es? —dijo una voz.
—Buenos días. Me llamo Leila González. Vengo del Ministerio. Me dijeron que hable con usted. —Levantó la bolsa de nylon con las latas de comida—. ¿Usted es Miller?
La mirilla se cerró. Hubo un ruido de cerrojos y después se abrió una hendija en la puerta. El ojo la miró de nuevo, ahora de pies a cabeza, y luego por encima de su hombro, a María.
—Ah, Mari, ¿por qué no dijiste que eras vos? ¿Cómo estás? Pasen.
La puerta se abrió del todo y el sol le cayó encima a Miller. Era un tipo alto y ancho, que apenas cabía en el marco. No parecía particularmente musculoso, pero en su tamaño había implícita una fuerza atroz. El pelo gris había sido rubio no mucho tiempo atrás. Y Leila notó de inmediato que el ojo con el que la examinaba, de un azul eléctrico, era el único que funcionaba. El otro era un borrón blanco que cubría la mitad del iris y lo salpicaba de puntitos, como un cielo estrellado.
Atravesaron una recepción y dieron a una sala redonda, con aspecto de museo. En las paredes colgaban imágenes de galaxias y nebulosas, lunas y planetas, la mayoría desconocidos para Leila. Hacía tiempo que no veía imágenes así y no pudo evitar perderse un rato en la contemplación. Algunas imágenes, como la de la nebulosa de Géminis con sus turquesas rabiosos y su vacío oscuro en el centro, que asemejaba a un ojo gigante en el cielo, eran producto del trabajo de los telescopios espaciales, y sólo se podía adivinar la intervención posterior en lo encendido de los colores. Otras, como la imagen de la explosión de una estrella de neutrones —un punto fulgurante con dos aureolas rojizas que de lejos parecían formar un reloj de arena inclinado—, eran claramente el trabajo de un artista digital. Sin embargo, las dos imágenes parecían igual de reales. O igual de irreales. Para el ojo no entrenado, no había verdadera forma de diferenciar si el cosmos era un lugar maravilloso, una suerte de generador automático de arte abstracto que los humanos habían aprendido a imitar, o si tras aquellos colores se escondía una realidad opaca, invisible, un vacío profundo alrededor del cual la ciencia se empecinaba en arrojar pintura para hacerlo parecer menos terrible, menos desconocido.
Leila no lo sabía. Hacía tiempo que no se lo preguntaba, por lo menos desde el comienzo del invierno. Entonces, la ciencia había sido el tema de moda y cualquier conversación de oficina involucraba un debate en miniatura sobre sus alcances, sus límites y sus problemas. Después, como todo, el tema había pasado. La gente había empezado a hablar de otra cosa. No recordaba de qué.
Al darse vuelta, se encontró a solas con Miller. El ojo sano la miraba en actitud de cortés espera. El otro parecía mirarse a sí mismo, ni para adentro ni para afuera, como si su contemplación se acabara en el microcosmos de estrellas que lo envolvía. María no estaba por ningún lado.
Leila levantó la bolsa de nylon y se la ofreció. Miller sonrió y la agarró con dedos viejos y nudosos.
—Es poco —dijo.
—Lo manda Willy. Es lo que pude traer. Tuve que cruzar a pie la hondonada.
Miller la miró, interesado.
—¿Guillermo se volvió a la ciudad?
—Sí. ¿Y María?
Miller llevó las latas hasta uno de los dos armarios grandes que había contra la pared. En el segundo que tardó en guardarlas, Leila alcanzó a ver otros productos, otras latas, cajas de remedios y botellas.
—Vení —dijo. Después la guió bordeando las imágenes que colgaban hasta llegar al pie de una escalera. La escalera bordeaba la pared del observatorio, de modo que subía en una espiral corta y permitía tener una visión amplia del hall. Leila notó, desde los escalones más altos, que la planta baja estaba completamente vacía, a excepción de las fotos, un pequeño estrado y los armarios donde Miller había dejado las latas. Si alguna vez hubo otros muebles, estos habían sido retirados para despejar el lugar. No era demasiado grande, pero unas treinta personas podían entrar de pie sin amontonarse. Las luces estaban encendidas.
Arriba el lugar era mucho más pequeño, pero infinitamente más fascinante: un enorme telescopio dominaba la habitación y se perdía hacia la cúpula, a través de una mampara móvil de lona que le permitía asomar el objetivo al exterior sin dejar el lugar a la intemperie. Del lado del observador, un mecanismo de poleas hidráulicas permitían que el telescopio se moviera siguiendo las indicaciones de una computadora integrada a una consola. Por lo menos, tres monitores estaban adosados a la pared para reproducir lo que el telescopio captara, pero eso no impedía que un pequeño ocular quedase a la altura de un humano para poder hacer observaciones directas.
Leila no salía de su asombro. Parada delante de todos esos aparatos, volvió a sentir una oleada de calor en el pecho, un entusiasmo casi infantil. Ella podría haber sido astronauta. O por lo menos, astrónoma. Si las cosas hubiesen sido diferentes, si no hubiese tenido que ir a vivir al monte con el abuelo, si mamá y papá… dejó el pensamiento a la mitad. Veinte años eran demasiado tiempo. Tenía que enfocarse en el presente.
Respiró. Después miró a Miller directo en el ojo sano:
—Vine a matar al perro.
Una pared cruzaba de punta a punta el recinto y una puerta cerraba el paso a otra habitación. Por esa puerta apareció María. Llevaba un balde con una mopa, un trapo colgando de la cintura y un limpiavidrios en la otra mano. Pasó sin mirarlos y fue hasta la única otra puerta que había, esta vez junto al pie de la escalera, contra la pared curva del exterior del laboratorio. Al abrirla, Leila alcanzó a ver la baranda del balcón que bordeaba por afuera el edificio, una pasarela para hacer ajustes y mantenimiento al telescopio o a los paneles móviles de la cúpula. El viento helado se escurrió hacia dentro, hasta que María cerró la puerta y lo cortó.
—El perro —dijo Miller— es un problema. Pero está lejos de ser el único problema que tenemos. Vení, por favor, sentate.
Acercó una silla y él se ubicó en la otra, junto a la consola. Un mate y un termo descansaban cerca de su brazo, encima de un mapa dibujado a lápiz con trazo prolijo y seguro. Leila alcanzó a distinguir el lago y el bosque, el pueblo, la ruta sinuosa que unía la ciudad con los cerros. Pero nada más. El resto quedaba tapado por el mate. Por un momento, Leila soñó con la posibilidad de que le ofreciera uno, pero la yerba tenía ese verde oscuro y brillante que adquiere algunas horas después de estar abandonada. Evidentemente, Miller había estado tomando la noche anterior, o acaso lo tomaba así, haciéndolo rendir. De cualquier modo, no dejaba de ser una maravilla que tuviera yerba, por vieja que fuera, en esas latitudes, siete años después de iniciado el invierno.
—Están sin luz también. Bueno, usted no… —dijo, sin estar muy segura de por qué no lo tuteaba. Era la diferencia de edad, sí. Quizás la diferencia de tamaño. Pero también el hecho de que estuviera en un observatorio o que todos hablaran de él con tanto respeto.
Miller no la corrigió.
—Yo tengo un generador eléctrico. No soy el único, hay varias casas que también tienen, pero no todas. Pusimos uno en la escuela. Le insistí mucho a Guillermo para que consiguiera más, pero está difícil el asunto. En el Ministerio no nos hacen mucho caso. Se han olvidado que existimos. Cuatro latas de conserva para cien personas…
—Bueno, por lo menos me mandaron a mí.
—Sí, sí, eso está muy bien. La solicitud para que nos manden un cazador la hice yo mismo, hace dos años, cuando llegué a Primeros Pobladores. Antes, yo, y muchos de los que estamos hoy acá, vivíamos en Karü, ¿sabés? Del otro lado de los cerros. En aquel entonces, la pausa estaba más al sur y en el pueblo se podía sobrevivir criando bien a las ovejas, cazando huemules. Era duro, pero se podía. Después, la pausa nos fue empujando. Ya estábamos acá cuando apareció el perro…
—¿De la nada? ¿No se sabe de dónde vino?
—Los huemules, te imaginarás, duraron poco. Cuando se acabaron, el perro empezó a atacar el ganado. No era mucho, pero una familia podía vivir un mes de lo que sacaba de una oveja. Atacaba de noche, en silencio. No se oía nada, y al día siguiente, donde antes había una oveja te encontrabas una mancha de sangre y un surco que se perdía en el bosque. Si seguías el surco, encontrabas la oveja. Desgarrada, destruida. Se las comía, sí, un poco. Pero además las desfiguraba. Con saña. Con maldad. Algunas veces logramos rescatar algo, traerlo de vuelta para cocinar. La mayoría de las veces el pobre animal ya no servía para nada. Y después se acabaron las ovejas.
Leila se imaginaba lo que venía a continuación. Decidió dejarlo hablar, decidió que necesitaba escucharlo, conocer el número, cuántas personas, cuántos niños. Pero Miller no dio cifras.
—Es un bicho inteligente. A mí me emboscó una noche, viniendo para acá.
—¿Ahí fue cuando…? —Le señaló el ojo, con timidez.
—No, no, eso fue otra cosa. —Para ilustrar se arremangó el brazo derecho. Tenía cicatrices profundas que cambiaban de grosor y de dirección—. Casi pierdo el brazo. No me soltaba, y si soltaba, era un instante para agarrarse mejor. Lo sentí llegar al hueso y pensaba: mejor el brazo que el cuello.
—¿Y cómo se soltó?
—Le di unas cuantas piñas en el morro con el otro brazo. Se ve que alguna impactó bien. Y tuve la suerte de que justo llegaba Patricio con el auto, se lo tiró encima y el perro se escapó. Después fue lo de Clara. A Clara la mató, no hubo nada que hacer ahí…
Dejó caer su ojo bueno, su ojo cansado, sobre ella, y dijo—: Tenés que tener mucho cuidado. Es una bestia flaca para su tamaño, pero debe pesar cincuenta kilos. Puro músculo. Pura fibra. Es rápido y blanco. Y está loco.
—Lo sé. Quiero decir… lo vi.
Entonces Leila volvió a narrar el episodio en la hondonada. La forma en la que casi logra cazarlo y cómo perdió la última bala en la nieve. Miller la escuchaba atento, sin perder palabra. Parpadeaba con ambos ojos, pero cada uno parecía mirarla a distintas profundidades. Cuando ella terminó de hablar, se tomó un momento para responder, y aun así sólo atinó a repetir lo que ya había dicho:
—Dos años hace que presenté la solicitud. En fin, vas a necesitar balas. El problema es que no tenemos ninguna. ¿Qué arma usás?
—Una carabina de ingenieros Mauser.
—¿De qué calibre es eso?
—Siete sesenta y cinco.
—Está difícil. Supimos tener escopetas y carabinas pero de un calibre más chico si no recuerdo mal. Y la reglamentaria de Patricio. Dudo mucho que tenga balas de ese calibre que usás vos, pero si alguna vez tuvo, las tiene que tener todavía. Andá a hablar con él.
En ese momento volvió a entrar María, envuelta en sol y viento. Miller la llamó:
—Haceme un favor. Llevala a… ¿cómo me dijiste tu nombre?
—Leila.
—Llevala a Leila a lo de Patricio, a ver si él tiene munición. Preguntale, dale, haceme el favor.
—Me falta la habitación y el baño, pero el lente grande ya está.
—No te preocupes por la habitación y el baño, si el lente ya está, vayan.
—Ya en un segundito estoy —dijo María y se metió por la puerta cargando el balde con la mopa.
Leila se quedó un momento absorta contemplando la consola con los monitores, el micrófono, la pila de libros de física y astronomía, el telescopio enorme. ¿Le dejaría Miller venir de noche a probarlo? Estaba juntando valor para preguntarle cuando Miller salió de su abstracción:
—¿Por qué tardaron tanto en mandarte? ¿Por qué ahora?
—Me ofrecí. Primero me anoté en el registro de cazadores. Después busqué la oficina del Ministerio más alejada que pude encontrar y me presenté preguntando qué trabajos había. Este se ve que nadie lo quería. Me lo dieron, me dijeron que volviera al día siguiente y ahí me lo presentaron a Willy… a Guillermo. Y nos vinimos. El resto es lo que ya le conté.
—Una casualidad.
—Eso parece.
—¿Y vos creés en las casualidades?
Leila lo pensó un poco y respondió con sinceridad:
—Antes sí. Ahora no.
Miller la estudió fijo, sin acotar nada, y Leila sintió que la miraba con ambos ojos.
—Ah, ahí está —dijo por fin.
María se había vuelto a cambiar.
—Bueno, estoy lista. ¿Vamos?
Estaban ya con el primer pie en la escalera cuando Miller le volvió a hablar:
—Volvé pronto y hablemos un poco más. Si querés.
Leila asintió con la cabeza.
Cuando ya estaban en el auto, no pudo evitar preguntarle:
—¿Trabajás para Miller?
—Sí. Y él trabaja para mí.
—¿Cómo sería eso?
—Todos trabajamos para todos acá. Es la única forma de sobrevivir.
—Pero él no viene a tu casa a limpiarte el baño.
—No, pero eso lo puedo hacer yo. Lo que él hace yo no lo podría hacer.
—¿Qué hace?
—Administra los recursos, coordina los trabajos, intercede en conflictos…
—¿No hay un intendente?
—Había uno. Un jefe comunal, el turco. Pero hizo como tantos, se fue para el norte. Igual, Miller en unos meses hizo más de lo que había hecho el turco en quince años. —María abrió la puerta del auto y se subió. Recién cuando las dos tuvieron el cinturón de seguridad puesto, agregó—: Para empezar a hablar, Miller vigila el sol.