El diablo

20min

La pausa. Capítulo 2.

El pueblo estaba sin luz, pero algunas pocas ventanas se iluminaban en las calles vacías. Desde lo más alto de la colina, podía distinguir las casas con generador eléctrico de las que se arreglaban con la luz fluctuante de algún fuego. De las chimeneas se izaban flacas columnas de humo, como dibujadas a lápiz, contra el último resplandor del cielo. Se difuminaban arriba, en lo negro.

La mayoría de las ventanas iluminadas se concentraban en una misma zona. Algunas pocas se desperdigaban hacia el sur. Una luz solitaria brillaba del otro lado del pueblo, en una zona alta y apartada. Algunas calles estaban inundadas de nieve, pero en general parecía que la tormenta había descargado sobre las casas su parte más amable. Las que estaban más tapadas de nieve, por lo menos en la semipenumbra, costaba adivinar cuánto tiempo llevaban así.  

Bajó por el sendero, tensando las piernas para compensar la inercia. Los borcegos le sostenían bien los tobillos pero, aun así, convenía pisar con cuidado. 

Fue a dar a una calle lateral, sin cartel de bienvenida ni puesto de policía. Sólo una casa de aspecto abandonado, con los vidrios rotos, y varios metros de terreno baldío antes de la siguiente construcción. Caminó un par de cuadras, guiándose por los resplandores y el ruido monocorde de los generadores eléctricos, que se oían sin problemas en la noche quieta.  

Decidió probar suerte en alguna casa que pareciera habitada. No tenía tiempo de buscar una hostería ni había previsto la posibilidad de que aquel lugar no la tuviera. El plan original consistía en llegar de día, a bordo de la camioneta de Guillermo. Ahora caía en la cuenta de que el empleado del Ministerio le había resuelto el problema del transporte, pero no habían cambiado palabra sobre el hospedaje. Se internó un poco más, dejando pasar algunas casas iluminadas sólo por no golpear en la primera. Le parecía mala idea, una tentación al azar. Pero tampoco podía demorarse demasiado en elegir: si la noche terminaba de caer, ya no sería posible orientarse. 

Se decidió por una que parecía cuidada. Tenía dos pisos y alguien se había tomado la molestia de limpiar la nieve que la tormenta había acumulado en la entrada. Al menos una luz cálida y vibrante, como de muchas velas encendidas, se adivinaba por una ventana. 

Golpeó. 

Los nudillos le dolieron de frío, pero el guante amortiguaba el sonido, así que se obligó a repetirlos más fuerte. 

Al principio no respondió nadie. Al rato, la puerta se abrió. 

Un nene rubio, de seis o siete años, con pijama largo, la miraba con una mano todavía colgando del picaporte. No parecía asustado ni sorprendido. Parecía moderadamente interesado, como si todas las noches ocurriera algo nuevo y sólo estuviera corroborando qué era esta vez.   

—Hola —dijo Leila. 

Una mujer surgió de la casa limpiándose las manos con un repasador. De un manotazo, metió al chico para adentro y cerró. Leila quiso decir algo, pero no pudo. 

—¿Quién es? —dijo la mujer, tratando de sonar firme del otro lado de la puerta. 

Leila se presentó. Dijo su nombre y su cargo. Mencionó el Ministerio. 

Después de un par de segundos, la puerta se abrió de nuevo. 

Sacó la credencial del bolsillo y la levantó para que la mujer la viera, pero era un gesto inútil con tan poca luz. 

—Viniste… —le dijo, los labios apretados en una sonrisa honesta. Después cambió la cara: miró hacia afuera, por encima del hombro de Leila, a la última claridad del día que terminaba de huir—. Entrá. 

Apenas cruzó el umbral, la mujer cerró la puerta. 

Ocho velas dispuestas en círculo en el centro de una mesa de madera. Eran cabos pequeños y no les quedarían más de un par de horas de vida, pero de momento daban toda la luz que se podía desear, en un radio que se desvanecía hasta arrojar sobre las paredes apenas lo necesario para distinguir colores.  

Leila volvió a mirar a la mujer. Se sentía como una aparición, un espectro emergido del bosque, incapaz de hablar. 

La mujer habló por ella:

—Vení, sentate, dejá eso. 

Le recibió la carabina y la apoyó con cuidado junto a la puerta. 

—Está descargada —dijo Leila, mientras dejaba la mochila en el suelo. Los músculos de los hombros se le retorcieron con una mezcla de dolor y alivio.   

—Debés estar helada. ¿Cómo se te ocurre venir de noche? —Mientras la retaba, la mujer le sacó la campera y la colgó. Ahora Leila notaba que el interior de la casa tenía dos fuentes de luz, las velas sobre la mesa y un fuego encendido en una cocina a leña, con la puerta vidriada. Un caño grueso llevaba los residuos de la combustión hacia el techo y después, más allá, lo soltaba a la noche, produciendo esas estilizadas columnas de humo que había visto al llegar. Pero, en alguna parte del trayecto, algo se estaría escapando. Leila lo sentía en la nariz, un olor dulce y picante, a fuego húmedo, a cenizas. Le gustaba. 

La mujer puso a calentar una pava.

—Vení, sentate. Ahora te sirvo un té. ¿Comiste? ¿Tenés hambre?

—No, no comí. Gracias.

Se sentó. 

—Acá se cena temprano, pero como mi esposo no volvió, todavía lo estamos esperando. Sacate el calzado también, el frío te puede necrosar los dedos de los pies, ¿sabías? ¿Viniste caminando? Está cortada la ruta dijeron.

Leila le contó la historia de cómo había llegado. La mujer asentía y sonreía, y cuando sonreía los pómulos parecían querer separarse del resto de la cabeza. Pero cuando mencionó al perro, la expresión se le cerró. El nene, desde la otra punta de la mesa, levantó la cabeza, interesado.

—¿Le diste? —preguntó.

—No. —Apretó los labios, como si lamentara decepcionarlo.  

—Bueno, no te va faltar oportunidad —dijo la mujer mientras le depositaba con cuidado una taza adelante. Después agregó—: Lamentablemente. 

Se llevó la taza a la boca, pero estaba demasiado caliente. Desde la nueva posición, se dedicó a observar la casa: no había más que aquel comedor con la cocina incorporada y un pasillo que se perdía en la oscuridad. En la pared más grande, un cuadro enorme pintado al óleo reproducía un ciervo de tres cuartos perfil, erguido, orgulloso, con el ojo negro y reluciente, como si lo hubieran lustrado. El pintor lo había situado en lo que parecía un promontorio cubierto de césped, y le había rasgado destellos de luz dorada en los cuernos. En la otra pared, sin embargo, no había nada. Dos rectángulos oscuros marcaban la ausencia de otros dos cuadros, que alguna vez habrían pasado mucho tiempo colgados, pero ya no estaban más. No había ningún retrato familiar a la vista.

—¿Será posible? —La mujer iba y venía por la breve cocina, abriendo y cerrando aparadores—. ¿Lucio, vos viste la palangana? ¿Dónde está la palangana? 

El nene levantó la mano y señaló la puerta delgada y alta de un escobero. En efecto, la palangana estaba ahí, y antes de que Leila entendiera lo que pasaba, la mujer la había dejado a sus pies y se acercaba con la pava grande de agua caliente. Después de llenarla y devolver la pava a su lugar, la mujer tiró un puñado de sal gruesa que empezó a disolverse en volutas pequeñas, siguiendo las sutiles corrientes del agua. De rodillas, sin cambiar su expresión alegre y hospitalaria, empezó a desatarle los cordones. 

—No hace falta —dijo Leila, retirando el pie. Pero las manos de la mujer eran hábiles y fuertes, y volvieron a atrapar el borcego. Lo sacaron con un solo movimiento y ya estaban sobre el otro cuando el nene apareció con un juego de tablero y se ubicó de nuevo en el extremo de la mesa. Leila lo miró disponer las fichas y hacer girar una suerte de ruleta. Para entonces, ya había perdido ambos borcegos y los dos pares de medias, y las manos de la mujer, dispuestas en forma de cuenco, levantaban agua salada y la dejaban caer sobre los pies. Abandonó toda idea de seguir protestando tan pronto sintió cómo la carne se descomprimía y la sangre empezaba a fluir. Las plantas le palpitaban y un ligero temblor le electrificaba la punta de los dedos.

La mujer dejó los pies de Leila en remojo y se levantó. Enseguida volvió con un plato y dos vasos de acero, y dispuso una mesa sencilla pero prometedora. Después hizo aparecer una botella cubierta de polvo y sirvió vino para ambas. 

—En un rato va a estar la sopa. ¿Te gusta la sopa?

Asintió. 

—De haber sabido te esperaba con un puchero, un guiso, algo más contundente. Decime, ¿cómo lo viste a Willy? ¿Estaba bien? ¿No te dio nada para mí? —Leila pensó en las latas, la indicación expresa de que las entregara a alguien llamado Miller, y no dijo nada. Tampoco hizo falta: María siguió hablando sin esperar respuesta, ahora en voz baja—. Igual si te dio algo no me lo des ahora porque no quiero que lo vea Lucio y pregunte. Tomá un poquito de vino, dale, te va a calentar. 

Leila agradeció. Se sentía extremadamente cansada y más que dispuesta a doblegarse ante aquella hospitalidad.

Aprovechó un silencio para dejar la mente flotando, los ojos pendientes del juego que Lucio desarrollaba en la otra punta de la mesa. Lo veía girar la ruleta y mover una pieza, levantar una tarjeta, leerla. Después la dejaba, giraba la ruleta de nuevo y movía otra pieza. Así iba personificando a los diferentes jugadores y el juego avanzaba, y él perdía y ganaba al mismo tiempo, cosa que no parecía importarle. A ella tampoco. Una breve porción de su atención seguía los movimientos y la trama implícita, trataba de adivinar las consignas de las tarjetas a partir de los movimientos de Lucio y así iba extrapolando reglas generales para el juego. El resto de su conciencia permanecía en reposo. Descansaba. 

Pero entonces Lucio levantó la cabeza y miró hacia la puerta. Dos segundos después, entró un hombre envuelto en un camperón fucsia. Tenía restos de nieve en las botas y un poco de pelo enrulado alrededor de una cabeza lisa que reflejaba el brillo de las velas. 

—Leila —dijo la mujer, yendo hacia él—, este es mi esposo, Simón.

—Buenas noches —dijo Leila, de golpe avergonzada, como si sus pies sumergidos en la palangana constituyeran un verdadero acto de invasión o exhibicionismo. 

Simón se quedó en el lugar, mirándola, estupefacto.

La mujer salió a rescatarla:

—Es la cazadora que iban a mandar del Ministerio. La que nos dijo Miller. La trajo Willy hasta donde pudo. —La mujer se acercó a tocar el agua—. Se está enfriando. 

—Ah, qué tal. Un gusto. —Simón le tendió la mano todavía enguantada y Leila pudo sentir de nuevo, por un instante, el frío de afuera contra la piel—. Pensé que estaba cortada la ruta.

—Está cortada. Caminé.

La mujer retiró la palangana y le envolvió los pies en una toalla.

—¿Tenés medias secas? 

—En la mochila. 

—No te voy a andar revolviendo las cosas, esperá que te presto unas mías. 

Se perdió por el pasillo y volvió con un par de medias gruesas de lana. Mientras Leila se las ponía, Simón dejó su propio abrigo en el perchero y se sacó las botas.

—Lucio, poné la mesa —dijo Simón, mientras se sentaba frente a un plato vacío. Lucio obedeció. Dejó el juego a un lado y fue a buscar un salero y unas servilletas, pero como eso era todo lo que faltaba, se ubicó él también frente a un plato vacío y esperó. 

La mujer volvió con una olla de sopa humeante y la puso en el centro de la mesa. Mientras servía los platos, se disculpó por no tener pan. A Leila eso no le importaba. Sentía un hambre profunda que no hacía distinciones.

La mujer y Simón se pusieron al día rápidamente. Ella le preguntó si había encontrado algo en las trampas, pero él le dijo que no. Después él quiso saber por qué Lucio no había ido a encontrarlo. 

—Media hora a la intemperie estuve esperándolo.

—Le dije que no fuera —dijo ella—. Demasiado frío hoy.

—Siempre hace demasiado frío, María. No va a aprender nunca así.

—No me gusta que ande solo.

Aprovechó que el diálogo no la incluía para mirarlos con más detalle: la mujer tenía el pelo negro bien peinado en una colita y las manos curtidas. Y parecía genuinamente alegre de esa visita inesperada. Él lucía preocupado, pero parecía una persona comprensiva. 

—¿Y el generador? —preguntó María—. ¿Lo vas a poder arreglar mañana? 

—Necesito el repuesto. Me lo iba a traer el pibe. —Simón giró la cabeza y le habló a Leila—. ¿Willy no te mandó algo para mí?

Negó con un gesto mientras terminaba de tragar. En el breve silencio, se oyó a Lucio que aspiraba la sopa con un ruido escandaloso. María lo amonestó con una palmada en la mano. 

—No, no me mandó nada. Unas latas de comida nomás, me dijo que se las dé a un tal Miller. 

Simón le hizo un gesto de resignación a María y los dos volvieron a la sopa.      

—¿A Miller lo conocen? —preguntó Leila.  

Los dos la miraron y asintieron.

—Mañana te llevo a verlo —dijo María. Después, a Simón—: Se cruzó con el perro. 

Simón interrumpió el viaje de la cuchara y se quedó mirándola, estupefacto.     

—Viniendo para acá —dijo Leila—. Cerca de las torres de alta tensión. Me gasté las balas que tenía tratando de darle, pero…

Lucio atacaba su segundo plato y María, que había terminado el suyo, contemplaba las llamas del círculo de velas

—Miller fue el que hizo el trámite para que manden a alguien a matar al perro —dijo Simón.

—Ah —respondió, no muy segura de qué debía hacer con esa información.

—Vas a necesitar balas —agregó él. Buscó con la mirada hasta que encontró la carabina apoyada junto a la puerta. Se levantó y se acercó para mirarla de cerca, pero sin tocarla. 

—Es una reliquia esto. 

—Funciona.

—Sí, con balas.    

—Bueno, mañana vamos a ver a Miller —repitió María—.  Él va a saber qué hacer. 

Simón no volvió a hablar. Tampoco volvió a sentarse. 

—Sí, mañana —dijo—. Hoy intentá descansar. Me voy a acostar, Mari. Mañana Lucio viene conmigo, temprano, sin excusas. 

—Mañana vemos.

Simón saludó con un gesto, agarró una vela y se metió por el pasillo. 

Hubo unos segundos de silencio mientras María levantaba la mesa. Recién entonces, Leila escuchó la estática. Había estado presente todo el tiempo, confundiéndose con el crepitar del fuego en la cocina, pero ahora sus oídos la diferenciaban, la separaban del fondo, identificaban el origen: la radio apoyada en un aparador, con el dial rojo clavado en la justa mitad, gastando batería inútilmente, a la espera de una señal que no iba a llegar. 

Pensó en decir algo, pero en ese momento María le llenó la copa de nuevo con una sonrisa cansada y sin embargo firme. Optimista. Pero optimista respecto a qué, Leila no lo sabía.  

—¿Puedo pasar al baño? 

María arrancó una vela del círculo y se la dio. 

—Primera puerta a la izquierda.  

Caminó por el pasillo haciendo retroceder la oscuridad con la llamita de la vela. Abrió la primera puerta a la izquierda con cierto resquemor a estar equivocándose y dar a la habitación donde Simón seguramente se cambiaba para dormir. A diferencia del pasillo, la oscuridad del baño no era total: unos rescoldos en un brasero mantenían tibia una pava. El inodoro, en cambio, era un pequeño lago congelado. Probó las canillas, pero no funcionaban.

Dejó la vela sobre el lavamanos y se sentó. La tabla le mordió las nalgas con encías heladas, como una mordida de cadáver, pero no importaba porque la orina ya quería salir y estaba caliente. Ese calor le irradió por el cuerpo y entonces, por primera vez en el día, tuvo sueño. 

Usó el agua de la pava para terminar de deshacer la capa de hielo sobre la que el pis empezaba a congelarse también. Y con un chorro extra se enjuagó las manos. Se arrepintió tan pronto el agua empezó a enfriarse contra la piel. Volvió a la mesa secándose contra el pantalón. 

Lucio ya no estaba. La copa de María se había vaciado. 

—Disculpá, María —dijo Leila—. Me acabo de dar cuenta de que nunca te lo pregunté. Pero Simón te llamó así, ¿escuché bien, no? ¿María?

—Sí, María —sonrió—. Un nombre sonso. 

—No, ¿por qué? Es lindo. ¿María qué?

—María nada. María a secas.

—Ah… 

—Te dije que era un nombre sonso. Bueno, vos hacé como que estás en tu casa.  Subí nomás que allá está la habitación de Lucio. Él usa la cucheta de arriba, así que vos te podés tirar tranquila en la de abajo. Mañana me vas a tener que contar un poco más de vos. Ahora andá a descansar. 

Le alcanzó un plato de café donde había agrupado tres velas, cada una sostenida por su propia cera, que chorreaba hasta la base y se fundía con la de las otras. Entre las tres llamas lograban una luz decente.  

—Gracias. De verdad. 

Leila agarró la mochila con la otra mano y encaró la escalera.

—Una pregunta —dijo, antes de pisar el primer escalón—. Por curiosidad nomás. ¿Estamos cerca de la pausa?

—Bastante. 

—¿Cuánto es bastante? 

—Por ahora, al borde —dijo María—. Hace unos años se estancó atrás de los cerros. 

María se acercó, le puso una mano cariñosa en el hombro y agregó:

—Acá estamos a salvo, no te preocupes.

Después se fue por el pasillo, desplazando lo negro con su luz. 

Leila subió haciendo equilibrio con el platito. La puerta de la habitación se quejó al empujarla y un poco de cera caliente le cayó en la mano. Lucio parecía dormir en la cucheta alta. 

Dejó la mochila junto a la cama y rebuscó hasta encontrar la linterna. La apoyó encendida sobre el colchón, que se hundió bajo el peso, revelando una blandura prometedora. Apagó las velas. Después se sacó el buzo. Decidió que iba a quedarse la remera térmica y la de algodón puestas, y las medias de lana. Al meterse en la cama, sintió cada músculo retorcerse como si fuera un gusano; cada esfuerzo, cada tensión, se transformaron en espasmos de dolor dulce, de descanso merecido. 

Apagó la linterna, la dejó en el suelo y se propuso dormir.

Pero entonces, la asaltó la idea. La llamaba con ese nombre, idea, pero se parecía más a una sensación física, un malestar, una ansiedad. Por regla general, lograba expresarla en una pregunta sencilla y la pregunta incubaba los medios para responderla: siempre se orientaba hacia el futuro y sólo las cartas sabían cómo alumbrarlo. Otras veces, iba en busca del mazo sin haber logrado hacer la formulación. Cuando pasaba eso, dejaba que las cartas hablaran primero. No las interrogaba, adoptaba una actitud reverente y, a medida que encontraba patrones, que emergían lecturas, la idea se le iba lavando del cuerpo, y poco a poco se tranquilizaba.  

Se incorporó en la cama con cuidado de no golpearse con la cucheta de arriba y volvió a agarrar la linterna. La paseó por la habitación: había algunos juguetes, un escritorio con lápices, muñecos de peluche y una pequeña biblioteca con libros altos. Pegados en la pared, junto a la puerta, vio dibujos hechos con fibras y crayones. Montañas y cielos con soles brillantes. Flores y árboles. Monstruos, superhéroes, colores improbables asignados a las cosas por voluntad o por azar más que por correspondencia. Vio una casa en la nieve y un robot. Vio un árbol de copa naranja. Un perro en una colina desierta. 

Sacó el mazo de la mochila. Estaba en un bolsillo interno, a resguardo, apretado gracias a una banda elástica que empezaba a resquebrajarse. Después se acomodó con las piernas cruzadas y se puso la linterna entre los dientes. Con las manos libres, barajó. 

Las cartas quedaron dispuestas en forma de cruz: la primera arriba, la segunda a la izquierda, la tercera abajo y la cuarta a la derecha. En el centro, la quinta. 

Dio vuelta la primera. Una mujer sentada con el mar detrás, sosteniendo dos espadas largas y poderosas pero con actitud serena. Los ojos vendados. La luna en el cielo. Era una carta sobre saber e ignorar, sobre la necesidad de explorar. Era también una carta sobre el límite entre la vigilia y el sueño, una frontera. Y en la primera posición, representaba una mera descripción del estado de las cosas.

Leila sonrió. Las cartas hablaban con sabiduría. 

Dio vuelta la segunda. 

Las cartas le respondieron con un seis de espadas, pero invertido. Un hombre visto de espaldas sobre una barca, con una pértiga en la mano, empujando. Llevaba dos pasajeros: un niño y una figura encapuchada. Sus rostros tampoco se veían. Y, por alguna razón, cargaban también con seis espadas clavadas de punta en el bote. Era la misma carta que la había impulsado a empezar el viaje. Hablaba sobre la necesidad de conectar puntos, traducir mundos, tender puentes. Podía significar tanto un viaje literal como uno metafórico. Que ahora volviera a aparecer, dada vuelta, en esa posición, parecía querer decirle que se había estancado. Y sin embargo, acababa de llegar. ¿Era una burla? No, el mazo no se burlaba. El mazo hablaba y era ella la que tenía que aprender a escuchar.

Dio vuelta la tercera carta y apareció el primer arcano de la tirada: Los amantes. Leila se sorprendió. Se sacó la linterna de la boca para relajar la mandíbula y acercó la luz a la imagen. Estaba del revés, pero las formas eran claras: Adán y Eva, desnudos, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia, la nube, la serpiente, el ángel mediando entre ellos y el sol del paraíso. Se esforzó por escudriñar cada detalle, recordar los pasajes del libro. La interpretación más obvia indicaba falta de armonía en sus relaciones humanas. Pero ¿con quién? ¿Con ella misma? ¿O con alguien más? Con Jonás podía ser. Podía imaginarse a ambos como las figuras de la imagen, menos una pareja que dos expresiones de lo humano, desnudos ante una verdad terrible. 

Recapacitó. La única razón por la que estaba pensando en Jonás era por culpa de ese artículo del diario. La carta hablaba de otra cosa: el paraíso perdido. Y tenía todo el sentido del mundo: el paraíso se lo había comido el invierno. Esa carta valía para ella y para todo el mundo. Le estaba diciendo que sus dificultades eran las mismas que las de los demás, y eso era bueno. 

La cama crujió. En la cucheta de arriba, Lucio revolvía un sueño inquieto. Tapó la boca de la linterna con la carta y esperó unos segundos. Cuando supo que Lucio seguía durmiendo, dejó la carta en su lugar y dio vuelta la siguiente. Cuarta posición: sus puntos fuertes. 

Casi como si la hubiese estado esperando, la reina de oros se reveló. La señora de las necesidades básicas, la mujer sentada en el trono, sosteniendo un único tesoro, pues nada más necesita. El resto era naturaleza —rosas, conejos, cabras, montañas—. El trono en color gris, neutro. Miró las facciones de la reina de cerca. Estaba en paz, en dominio de sus capacidades. La devolvió a su lugar. 

El dos de espadas, el seis de espadas, los amantes y la reina de oro. Quedaba una sola carta sin revelar, en el centro de la tirada. Su objetivo último. A qué había venido. La giró.

El diablo con alas, encaramado a un cubo negro. Cuernos, patas de cabra. Dos personas (¿Adán y Eva, otra vez?) encadenadas. El tormento. La prisión. Estaba claro, más claro que nunca. Todos los elementos del mundo animal resaltaban en esa carta, y la humanidad vivía atada a ellos. A lo material. El diablo sostenía una antorcha, capaz de mostrar la luz, pero intentaba ocultarla. Su objetivo —el de Leila— era robar esa luz. Había venido a liberar y liberarse de lo material. A luchar contra el diablo. Había venido a matar al perro. 

Guardó las cartas, satisfecha. Quedaban preguntas sin responder, pero eso era normal. No esperaba que las cartas le revelaran todos los secretos, ni que le hablaran en un idioma completamente inteligible. Había que saber interpretar y, hasta ahora, los signos eran lo suficientemente claros. 

Se recostó y buscó la perilla para apagar la linterna. Pero entonces, el haz de luz dio de lleno contra los tirantes de la cucheta de arriba y descubrió que estaban rayados. Con paciencia, alguien había escrito una letra por cada uno de los tirantes. De izquierda a derecha, con trazo infantil, se leía: SELENA. La primera letra era distinta, estaba enmarcada dentro de un escudo y trataba de parecerse, con poco éxito, al símbolo de Superman.

Selena… un nombre lunar, pensó. Un lindo nombre. ¿Pero quién era? 

La respuesta le llegó sola, después de cerrar los ojos. Una hermana. Una hermana muerta, la antigua dueña de esa cama donde ahora ella reposaba su cuerpo cansado. Alguien que había escrito su propio nombre en la madera antes de que se la llevara vaya uno a saber qué, si el invierno, si el perro. Tal vez mañana lo podría averiguar. 

Intentó dormir, pero el sueño se había espantado. 

En la ausencia de cualquier otro sonido, la noche reveló su verdadera música, y el vacío de allá afuera se llenó con lo único con lo que podía llenarse en esas latitudes: viento.