Tercera parte

90min

Biodescodificación

Mi bisabuela materna, a quien no conocí, está siempre en los relatos de mi madre, de mis tías y mis primas y, por supuesto, empecé a escucharlos de otra manera después de que nació mi hija. En realidad, creo que se transformó en otra historia. De esa bisabuela se dicen muchas cosas: que cocinaba mucho pero nunca se sentaba a comer, que era muy arrugada, flaquita y pequeña, que hablaba poco y estaba siempre apurada, cuidando a los animales, en la huerta, yendo y viniendo, retando nietos. Que corría a los gatos, se quejaba mucho y hablaba sola. Que parecía un poco loca y la cara se le transfiguraba de odio al nombrar a su exmarido, a quien llamaba el strazun, que quiere decir algo así como hijo de puta, estúpido.

La bisabuela Santina no hablaba español, sino algún dialecto del norte de Italia. En su juventud vivía con su marido, sus suegros y cuñados en una chacra cerca de General Arenales, provincia de Buenos Aires. Quedó embarazada y tuvo una bebita a quien llamó Rosa. Parió sola, en su casa, ayudada por su suegra. La beba tuvo una infección en el ombligo y mi bisabuela rogó a su marido y a sus suegros que la llevaran al hospital. Se negaron porque el hospital era lejos y, aunque no eran pobres, consideraron que el gasto era mucho y que iban a descuidar la chacra, así que ella le hizo las curaciones caseras que pudo con lo que tenía a mano. La bebita murió a pocos días de nacer y mi bisabuela estuvo tres días completos hamacando la cuna vacía. 

Se volvió loca, pero no tanto. Pronto volvió a quedar embarazada. Una madrugada se levantó a ordeñar la vaca como todos los días, pero nunca más la vieron en la chacra. Hizo un bagayito y, sin mediar palabra, abandonó a su marido. Caminó varios kilómetros embarazada de cuatro meses hasta que un carro lechero la alcanzó a un pueblo. Y después a otro. Y a otro. Sola, como pudo, llegó a la casa de sus padres, a más de 100 kilómetros de allí. Mi abuela Margarita, la madre de mi madre, nació cinco meses después de esa peripecia de dignidad. Fue criada en el campo por su madre, sus abuelos y un tío soltero, y mi bisabuela no permitió a su marido acercarse a su hija. Mi bisabuela odió y maldijo a su marido y a sus suegros el resto de su vida, contó su historia cientos de veces, y nosotros la seguimos repitiendo a quien quiera escucharla. Mi madre se llama Rosa.

En una sesión de biodescodificación que hice con Analía, ella destacó la relación que habría entre mis pérdidas de embarazo y la muerte de la primera hija de mi bisabuela, que, además, llamativamente, se llamaba como mi madre. Según Analía, la memoria de lo que pasaron nuestras ancestras se guarda en nuestro útero, en nuestras células, y nosotras solemos reeditar esos viejos sufrimientos en el cuerpo. Reconocer y nombrar esa historia era un paso para sanar. El segundo paso era decir bien fuerte y en voz alta que la honraba, pero que eso no me pertenecía. Lo hice, como hice todo el resto. Pero algo me incomodó: no sé si fue esa teoría de la memoria celular, la idea de que no se reconocía el dolor, cuando si algo hizo mi bisabuela con su dolor, fue hablarlo y actuar en consecuencia, o la ingenuidad de considerar que si hubiera algún problema con ese acontecimiento familiar se solucionaría muy fácilmente a pura voluntad, diciendo una frase del estilo eso no me pertenece. 

¿Cómo que no me pertenece?

Por supuesto que sí, toda esa historia me pertenece, también estoy hecha de ese dolor. Creo que hay un hilo que comienza en mi bisabuela y nos une a muchas de las mujeres de mi familia y posiblemente tenga que ver con el miedo a que les pase algo terrible e irreversible a nuestros hijos. Es un miedo natural de todas las madres, pero en algunas mujeres de mi familia lo veo un poco exacerbado. Lo que seguro es cierto es que no viene de ningún órgano ni de ninguna memoria celular, viene de la historia, está metida en la transmisión de quiénes somos, en la trama hecha de relatos muy concretos que van de generación en generación hilvanando sus efectos, algunos más complicados que otros, no siempre presentes, y no siempre transmitidos de la misma manera. Como todas las historias, como todas las identidades. ¿Cómo podría ser de otro modo? 

La historia de mi bisabuela Santina se reedita, por suerte, una y otra vez. No está ahí para ejercer una condena ni alojarnos un dolor, sino lo contrario, está para recordarnos algunas cosas importantes, incluso como mandatos: poder acceder a la medicina es una bendición por la cual hay que agradecer a quien sea todos los días, hay que irse siempre de donde te maltratan, salvar la dignidad y no perdonar nunca a tus verdugos. Me parece una herencia hermosa. Ese es el único linaje que quiero reconocer y que espero transmitirle, tal cual, a mi hija. 

Mal no te va a hacer

Fingir demencia. Lo decimos todo el tiempo, está de moda. Una declaración de principios, un lema, un mantra contemporáneo. Fingir demencia es habilitarse a ignorar hechos, condiciones o efectos adversos, algo que nos daña o nos puede dañar, y permitirse avanzar igual, seguir como si no pasara, como si no lo hubiéramos visto. A diferencia de la negación a secas, fingir demencia es autorizarse a negar y para mí,  tiene también un halo de felicitación, de festejo por la osadía.

En mi paso por el mundo alternativo de la fertilidad natural, yo misma decidí fingir demencia frente a todo aquello que me hacía dudar. Eso sí: una vez que entré, me comprometí y lo hice con un entusiasmo y una disciplina que le puse a muy pocas cosas en mi vida. Mientras participaba del círculo de mujeres, me relajaba en las clases de yoga, le daba una chance a la biodescodificación, y visualizaba y manifestaba para construir mi realidad, la confianza en mi cuerpo y sus capacidades aumentaba. Mientras más confiaba, más me animaba a seguir intentando y así llegué a sumar tres abortos a los dos que me habían llevado hasta allí. Por supuesto, esa apuesta fue bajo mi elección y mi responsabilidad. Nadie me prometió nada y todo dependía de mí; no podría decir nunca que fui una víctima, ni siquiera una damnificada. 

Todavía me llegan mails con el newsletter de Analía y cada afirmación sobre poder ser mamá mucho más allá de los 40 años, cada invitación a salirse de las estadísticas desalentadoras y construir nuestra propia realidad porque nuestro cuerpo actúa en base a lo que le decimos que sí puede hacer me interpela de mil formas. Ahora me resulta imposible fingir demencia, es más, no sólo no puedo: no quiero. Me interesa extender, desplegar y revolver infinidad de preguntas personales, epistémicas, políticas, individuales y colectivas en relación a lo que ese mundo de sentidos posibilita, lo que genera u obstaculiza.

¿Soltar? No todavía.

La pregunta por lo inocuo, lo eficaz y lo dañino, la libertad de elección, el autoengaño, lo que ese espacio me ofreció y lo que me oscureció, los testimonios que escuché y los que yo me inventé, lo que quise creer, lo que me obligué a creer, me llevaron a prestar atención a otros submundos parecidos que luego encontré, también, en el universo de la maternidad propiamente dicha (grupos de preparación para el parto, grupos prolactancia, tribus de crianza). Empecé a tomar nota de esos mensajes no solamente como cualquier usuaria, que lo era, sino también como observadora atenta. Primero, empecé a notar regularidades de un modo más intuitivo y a leerlas con las herramientas analíticas con las que contaba. Después fui a buscar respuestas a mi propia tribu: la de los sociólogos y los antropólogos. Esta vez no tenía preguntas sobre el estado del arte de tal o cual tema, ni necesitaba escribir una tesis o un artículo. Tenía preguntas sobre las creencias, la espiritualidad y la vida reproductiva de las personas, pero buscaba respuestas que pudieran explicar también mi propia vida. Y las encontré. 

Lo que mi biografía tiene de interesante es, justamente, su tipicidad. Soy un caso típico entre cientos de miles: una mujer que busca su primer hijo pasados los 37 años y encuentra límites biológicos. Pero también un caso más de quienes deciden dar un portazo y se lanzan —nos lanzamos— a una búsqueda más humana, más cercana a la naturaleza, más personal y personalizada en contraposición a los tratamientos y respuestas estándar que nos ofrece la medicina. Y también es típico en la imposibilidad de renunciar al deseo por los resultados, en este caso, un embarazo que llegara a término. No fui a ver al padre Ignacio (aunque estuve a punto), ni al Gauchito Gil ni a la Virgen del Cerro en Salta. Yo fui a buscar lo que estaba sociológicamente disponible para mí: el amplio terreno de las nuevas espiritualidades, un conjunto heterogéneo de creencias y prácticas holístico-alternativas

Explica Nicolás Viotti —investigador del CONICET especialista en estudios sobre religión— que estas nuevas espiritualidades, entre las que podemos ubicar las sensibilidades holísticas, se originan de la mano de la contracultura hippie en las décadas del 60 y 70 en Estados Unidos. Se forman a partir de la fusión entre las medicinas naturistas de comienzos del siglo XX y otras prácticas y filosofías, como el tai chi, el yoga, la meditación y otras disciplinas orientales. Más adelante, fueron incorporando técnicas psicoemocionales centradas en la idea del trabajo con uno mismo y la integralidad de la persona, al mismo tiempo que se le sumaron otras perspectivas como la biodescodificación. Desde hace pocas décadas, y sobre todo en los últimos años, estas disciplinas y grupos se volvieron omnipresentes, y los encontramos masivamente en los consumos culturales y en las creencias y recorridos espirituales de las clases medias y altas de las grandes ciudades occidentales. Las redes sociales estallan de influencers dedicados a las terapias o cosmovisiones alternativas, algunos son coach motivacionales, otros son profesores de yoga o meditación, incluso hay profesionales de la salud que abandonaron la medicina basada en la evidencia y ofrecen terapias alternativas o las usan para complementar sus tratamientos convencionales. Un último grupo son los facilitadores, personas que basan su autoridad en esta prácticas a partir de haber atravesado alguna experiencia de sanación en primera persona. Yo estaba absolutamente destinada a encontrarme con Analía, sociológicamente destinada.

Empecé a seguir el rastro de los trabajos de Nicolás, y como es colega y yo tenía preguntas para hacerle, conseguí su contacto y pude reunirme con él: hablamos más de dos horas en un barcito del campus de la Universidad de San Martín. Nicolás me bajó rápidamente de la palmera estableciendo un acuerdo básico, una especie de pacto entre caballeros: ¿estamos de acuerdo en que la gente que cree en estas cosas no es estúpida ni necesariamente irracional? ¿Estamos de acuerdo en que la racionalidad moderna que se piensa a sí misma como portadora de la luz de la razón a lo largo de la historia y dueña de la única verdad que cae por su propio peso no existió jamás en su estado puro? Estamos de acuerdo. De hecho, el conocimiento científico siempre convivió con distintos sistemas de creencias y prácticas espirituales y curativas. En algunos momentos, la iglesia y la ciencia fueron muy buenas socias en disciplinar al mundo de la curandería, las supersticiones y las minorías religiosas: la religión se hizo una y convirtió en secta todo aquello que no entraba bajo su órbita, y la medicina legítima se hizo basada en la evidencia científica, dejando del lado de la charlatanería o del ejercicio ilegal de la medicina todo lo demás.

Ese esquema divisorio, aunque vigente, es bastante problemático: nadie considera secta a un grupo de yoga, y llamar  ejercicio ilegal de la medicina a una sesión de reiki sería, incluso, bastante inadecuado. Es más: la multiplicación y la gran aceptación social de las terapias alternativas y las sensibilidades holísticas tienen mucho que ver con un cuestionamiento hacia la medicina hegemónica, por el maltrato hacia los pacientes, por la desconfianza hacia los tratamientos y a las evidencias externas, por la separación que establece entre lo corporal y lo espiritual. Por el contrario, el mundo holístico se propone otra manera de pensar la relación entre patologías y emociones. El cuerpo no es considerado como un puro mecanismo biológico y ni siquiera es la dimensión más importante de la salud. La salud y el bienestar, por el contrario, son el resultado de la integración armoniosa entre el cuerpo y el espíritu, entre lo biológico y las emociones. Y al revés: las dolencias y enfermedades, un producto de ese desajuste. Esta explicación funciona, por ejemplo, para la fertilidad natural, doctrina que yo conocía bien, pero Nicolás me contó que en las argumentaciones de los grupos antivacunas que él estudia, la inmunidad natural que ellos aducen desarrollar también es entendida como el resultado de este equilibrio. La gran mayoría de los argumentos antivacunas se sustentan en una concepción holística de la salud.

Además de la oposición a la medicina, hay otro elemento más importante que explica el boom de las nuevas espiritualidades: la centralidad que tiene el yo en todas ellas, lo cual empalma perfecto con un proceso más amplio de individuación creciente y reafirmación y exaltación de la autonomía del individuo en todos los órdenes de la vida social, incluida la comunicación, el arte, la literatura y la política. La confianza en uno mismo, la capacidad de (auto) sanarse física y psíquicamente, es parte de este combo y se emparenta con otra noción clave: el empoderamiento como una potencia propia e individual que está, además, en la base de todos los activismos contemporáneos. La narración es un elemento clave en la irrupción de este yo empoderado y autónomo: se trata de un yo que se relata a sí mismo, que quiere contar su historia, incluida la historia de su propia sanación. O sea, lo que yo estoy haciendo ahora mismo. Los trabajos de Nicolás y otros colegas muestran que el testimonio personal y el relato de la propia experiencia funcionan como la evidencia estrella de este sistema de creencias. El a mí me pasó, a mí me funcionó, esta es mi versión se utiliza como fuente de conocimiento, como prueba de algo que se vivió y se considera verdadero en tanto pudo ser experimentado: esta es mi verdad. Esto, justamente, es el origen de la propuesta de Analía: a ella le pasó, pudo vivirlo en carne propia y eso la legitima en su rol de depositaria de un saber y la autoriza a decirle a otras mujeres si yo pude, vos podés; si nosotras podemos, todas pueden.  

Estos enfoques nos dicen que a la sanación —sea de alguna enfermedad, el logro de un embarazo o la superación de una dolencia de salud mental— se llega. La apertura, la disciplina, el cambio de hábitos por otros saludables, el autoconocimiento y los guías o facilitadores son sólo un medio: nadie tiene el poder de sanarte más que vos mismo. Y nadie puede sanarse sin cambiar.

Ancestras

Un elemento que me llamó muchísimo la atención y que no es para nada secundario en estas cosmovisiones es que los mundos holísticos vinculados a la fertilidad y a la salud femenina en general rescatan lo indígena y lo ancestral como sinónimo de lo verdadero y lo genuino, un vínculo con la espiritualidad y la naturaleza del que nosotras —las mujeres de este tiempo— careceríamos o habríamos perdido, entre todas las pérdidas y falencias que ya tenemos. Las indígenas y las ancestras, en cambio, estarían conectadas con la naturaleza en cuerpo y espíritu a partir de la ciclicidad, las lunas, los tiempos de las cosechas, la organización comunitaria. Ellas concebían, criaban y parían en una sincronización y armonía perfecta entre lo femenino, la naturaleza y la transmisión intergeneracional. Analía contaba una historia que decía que en algunas tribus cuando una pareja quería concebir, se aislaba del resto del grupo durante unos meses, lejos del estrés, y quedaban sólo dedicados a buscar a su bebé, para quien creaban y cantaban una canción. Con ella lo llamaban hasta que el nuevo ser elegía venir. Yo había escuchado esa misma historia en el canal de YouTube de Virginia Ruiperez, una enfermera española que se postulaba como una guía de fertilidad natural e invitaba a las mujeres a alejarse de los tratamientos de medicina reproductiva y despertar su propio potencial fértil. Nunca encontré otra referencia a aquella tribu ni a aquella práctica de crear una canción para llamar al bebé, pero el campo de la antropología y la etnografía es tan gigante que me permito darles, todavía, el beneficio de la duda. 

De un modo riguroso, la historiadora Karina Felitti, en un trabajo reciente en el que ella misma se involucra como participante activa, analiza espacios de rituales y sanación holística feministas centrados en la ginecología natural y en el cultivo de la espiritualidad femenina. Estos espacios, que tienen mucha presencia en las redes sociales, llevan adelante una militancia política más explícita orientada a resistir a la biomedicina, sus diagnósticos y soluciones farmacológicas y al patriarcado. De hecho, una parte nada despreciable del activismo feminista se enlaza con distintas prácticas de espiritualidad, magia y sanación holísticas, en las que la recuperación de lo ancestral se condensa en la figura de la bruja, bruja feminista o femibruja.

Empecé a preguntarme por la correspondencia entre el relato de lo indígena y lo ancestral que encontramos en el mundo de las terapias holísticas destinadas a la maternidad o a lo femenino y las experiencias reales de fertilidad, embarazo y parto de las mujeres indígenas en sus contextos y comunidades reales. Yo no era una socióloga indigenista, pero en el círculo de mujeres, mientras escuchaba interesada a Analía y miraba humear el copal sobre una vasija de barro encima de un aguayo, nunca dejé de preguntarme: ¿de qué indígenas habla en concreto?¿De alguna de las 34 etnias que tiene registradas el Estado argentino? ¿De otra etnia de Sudamérica? ¿De alguna de las comunidades de México o Norteamérica? En mi trabajo, había compartido varias veces espacios de diálogo con representantes de comunidades originarias concretas, y el diálogo entre sus saberes ancestrales y nosotros no era fácil, ni lineal ni mucho menos tan transparente, algo para usar y tomar sin más. 

Nicolás me recomendó leer la tesis de Agustina Schettino, que él había dirigido. Como antropóloga, Agustina se hizo estas mismas preguntas antes que yo y estudió en profundidad las prácticas de un centro holístico terapéutico en la zona norte del Gran Buenos Aires. Encontró respuestas muy interesantes y también cercanas a lo que habían sido mis intuiciones, lo cual me entusiasmó: en las terapias holísticas que ella observó y comparó, lo indígena y lo ancestral no tienen mucho que ver con los indígenas concretos. La idea de lo indígena es parte de una construcción imaginaria que se monta sobre una mezcla y selección de elementos culturales —rituales, creencias, saberes— de algunos pueblos originarios en general, pero de ninguno en particular. Así, los pueblos originarios aparecen exotizados, despojados de sus formas y sentidos concretos con los que esas comunidades gestionan su vida en sus propios contextos. Dice Agustina: “los pueblos indígenas del presente, contemporáneos a nosotros, son definidos y caracterizados de la misma manera que los indígenas del pasado, aquellos vinculados a las grandes civilizaciones precolombinas. Como si no hubieran pasado más de 500 años, como si vivieran aislados y ajenos a los cambios que produjeron la colonización, la creación de los Estados-Nación, la globalización. Como si en algunas de sus formas de vida, que por ser precarias se interpretan como simples y cercanas a lo natural, no se explicitaran la vulneración de derechos, la pobreza, el abandono del Estado. Lo indígena, que es indigenizado, se exotiza en la medida en que se generaliza y se reproducen discursos que los presentan como hombres y mujeres más puros que —y, por lo tanto, distintos a— todos los demás”.

Este procedimiento cultural es similar a la construcción imaginaria que históricamente hizo occidente en torno a lo oriental y que también encontramos en espacios de yoga, meditación, medicinas tradicionales varias, aquello que nos lleva a decir, justamente, que los orientales tienen otra relación con el cuerpo. No se trata de algo malintencionado ni irrespetuoso por parte de las personas que lo creen o lo dicen. De hecho, lo indígena y lo oriental imaginados tienen un componente de admiración y veneración: simplemente, funciona de ese modo en ese sistema de creencias para esas personas concretas que lo utilizan. Se trata de creencias vivas, que se usan, que dan sentido y que, por eso mismo, no están ahí para ser cuestionadas por los creyentes. 

Parir como experiencia

Durante mi embarazo, casi toda la información que me llegaba y que circulaba a través de libros, consejos de expertos y profesionales de la salud, así como las actividades y propuestas destinadas a preparar el parto, la lactancia y el feliz encuentro, contenían mucho del mundo holístico alternativo, mezclado, en mayor o menor medida, con saberes científicos. Es decir, en mi nueva etapa volví a encontrar discursos y lugares en los que ya había estado cuando intentaba lograr un embarazo normal. Además noté que no eran ideas aisladas: conformaban una verdadera comunidad de prácticas que, aunque muy heterogénea, tenía —tiene— autores, libros e instituciones que se usan como referencias, saberes autorizados y varios consensos bien establecidos. El principal consenso es la necesidad de recuperar y valorizar la confianza en la capacidad natural de las mujeres para gestar y parir. Esto implica, fundamentalmente, entender y respetar tiempos y procesos fisiológicos sin que sean interrumpidos y dirigidos de modo innecesario por los médicos: la fisiología del parto aparece como algo armónico cuyo devenir también lo es si no se lo toca o no se lo interviene. La complicación sucedería, casi siempre, por la intervención médica para apurar o intentar facilitar esos procesos. Esta mirada, que es también política en muchos sentidos, es considerada por algunas colegas y activistas como una forma de empoderamiento de las mujeres en tanto restitución de un saber y una capacidad que les fue quitada por la biomedicina y el patriarcado a lo largo de la historia. 

En este paradigma, el parto en casa y no medicalizado representa la recuperación del poder de parir y del propio cuerpo, tanto para las mujeres como para las familias. En los grupos holísticos de preparación, como en muchos perfiles de redes sociales, el testimonio en primera persona de los partos en domicilio aparecen como los más reveladores y emotivos, el modelo de que sí se puede, la evidencia de que la confianza en las propias capacidades puede ganarle a la intervención y al poder disciplinador operante en clínicas y hospitales. 

Aunque siempre se hace la salvedad de que esta forma de nacer sólo es posible en aquellos embarazos sanos —una distinción que delimita sólo un universo de mujeres y, en definitiva, retoma ciertas clasificaciones que se busca cuestionar—, tener un parto vaginal y fisiológico en conexión con la naturaleza está consagrado como la experiencia que todas podríamos y/o querríamos tener. Casi siempre aparece la figura de la animalidad —la loba, la leona—, o incluso el trance para graficar esta fuerza universal, biológica, instintiva. El dolor no significa —ni debe ser significado como— sufrimiento y puede ser transitable en tanto es parte del proceso natural. El placer es, incluso, una posibilidad. El parto debería ser placentero, dice una portavoz, ¡que no te mientan! Que no te asusten, que no opinen, que nadie intervenga. El relato del parto consciente, no intervenido, natural, animal y ancestral es el epítome del parto soñado. Este, con sus modificaciones, también puede suceder en instituciones médicas, en espacios en los que, a pesar de todo, puede haber recursos y profesionales capaces de acompañar un parto lo más natural posible. 

No hablo de parto soñado de modo crítico ni despectivo: es un término nativo. Además de que el parto instintivo tiene como prerrequisito un embarazo sano, existe en los relatos una clara división entre los partos soñados y los que no lo fueron o no lo fueron tanto. Este paradigma va más allá de lo que se concibe como parto respetado (lo que además está refrendado en una ley). Los partos soñados, además de ser en casa o en ambientes muy cuidados —luces bajas, pelotas gigantes, sanatorios con bañaderas— suelen combinar de un modo particular la medicina con elementos de las terapias alternativas en mayor o menor medida y, dependiendo del escenario y de quienes acompañen o asistan, priman más algunos elementos u otros.  Como sea, se trata de un conjunto de sentidos que consagran como más respetuosas y placenteras algunas formas de nacer que son relatadas una y otra vez de maneras muy parecidas: desilusión y temor a la medicina, rechazo a su frialdad, una epifanía sobre conocimientos en relación al parto casi siempre de la mano de un facilitador, empoderamiento, logro de la autoconfianza, parto mágico y sin contratiempos, confirmación del poder de parir y del poder del yo en general.

Algunos datos sí son bien curiosos: en general, las experiencias del parto natural y animal en domicilio se cobran en —bastantes— dólares, los médicos capaces de garantizar o prometer un parto soñado dentro de las instituciones médicas también están cobrando en dólares y son nombres y apellidos muy concretos que circulan en foros de embarazo y grupos de Whatsapp, y se pueden contar con los dedos de una mano. También existen otros circuitos menos expuestos: en algunos casos son parteras (licenciadas obstétricas) que asisten partos en domicilio o personas autonominadas idóneas que tienen formaciones enteramente alternativas, es decir, por fuera de la legalidad y las matrículas, y por eso lo establecen como un contrato libre, como un acompañamiento entre mujeres o entre familias antes que como asistencia para el parto. Se denominan a sí mismas parteras de la tradición. Hasta donde pude conocer, no hay información estadística sobre este tipo de prácticas porque son totalmente informales.

La conformación de estos circuitos más o menos alternativos y más o menos por fuera —o muy críticos— de las instituciones médicas no puede entenderse sin la otra cara de la moneda: la necesidad de resistir o de huir de la violencia obstétrica. La biomedicina en general y la atención en el embarazo y en el parto en particular son espacios en los que las mujeres hemos sido históricamente tuteladas y muchísimas veces maltratadas, cuando no directamente violentadas. Lo sabemos o por nuestra propia experiencia o por los relatos de nuestras madres y nuestras abuelas, pero también por nuestras amigas y compañeras. Episiotomías de rutina, más cesáreas de las recomendadas por la OMS, infantilización en el trato y falta de respeto más o menos velada, intervenciones inconsultas, racismo en el caso de las migrantes o indígenas, desconfianza y menosprecio por la palabra de las mujeres más humildes, y eso sin contar casos de evidente mala praxis o maltratos despiadados. Esto último impulsó activismos tan valientes y justos como conmovedores, como el de la ley Johana —encabezado por Johana Piferrer y un grupo de colectivos que luchan por el parto humanizado y en contra de la violencia obstétrica—, que logró la ley que promueve la atención especializada en el caso de muerte fetal y perinatal, o el colectivo Gestar justicia, parir derechos, que reúne a un grupo de mujeres que fueron víctimas de mala praxis y maltrato en el hospital de Morón. Hay muchos otros grupos: este activismo es muy importante en Argentina, pero es también parte de una tendencia global y, aunque tiene su propio recorrido e historia, hoy día transita al lado y junto con el movimiento feminista.

Pero la apuesta y la elección por las prácticas alternativas no se explican solamente por la necesidad de resistir o huir de la violencia obstétrica. El deseo por otras formas de transitar el parto de modo autónomo y natural también se define por la positiva, como un conjunto de creencias y apuestas con identidad propia. El parto como algo íntimo, animal, placentero, fisiológico y con el final anhelado del bebé como un monito prendido a la teta de una mamá bañada en oxitocina es una búsqueda en sí misma, tan preferible como posible. Una vez más, aparece la idea de que nuestras ancestras y las mujeres indígenas nos muestran un camino, que el poder de parir y el saber sobre el nacimiento está en nuestras manos y que la medicalización y la intervención es, antes que nada, el ejercicio de un poder que se nos impone de antemano y desde fuera y nos arranca una capacidad innata y natural.

Una lectura del trabajo de la antropóloga Alfonsina Cantore y los hallazgos de su investigación comparativa sobre parto y salud perinatal entre la comunidad mbyá guaraní, en el norte de Misiones, y las comunidades de mujeres bolivianas de ascendencia quechua en el sur de la provincia de Buenos Aires nos permite contraponer la maternidades indígenas reales con aquellas que tienen más que ver con lo imaginado. La mirada sobre lo natural y lo fisiológico de la maternidad indígena y ancestral que reproducen algunos circuitos alternativos urbanos está bastante romantizada y se sostiene sobre el ideal de que existe una maternidad natural, auténtica e incontaminada por la medicina —y que incluso se contrapone a ella—. Lo que encontramos en estos grupos de mujeres reales es una diversidad de significados y de prácticas en torno al parto y la atención al bebé en una y otra comunidad, que son distintas, específicas y en las que el saber ancestral parece tener poco que ver entre sí. Por ejemplo, mientras que en las comunidades quechuas la placenta se guarda y eventualmente se usa por algunas propiedades que ellas consideran curativas para la piel de la mamá, las mujeres mbyá guaraníes la desechan en cuanto al uso y la entierran a modo de homenaje al recién llegado: así las personas quedan unidas a la tierra para siempre y pueden saber dónde nacieron, de dónde vienen. La segunda observación: que lejos de rechazar la medicina hegemónica, aun en comunidades que están atravesadas por la pobreza, la lejanía geográfica, y que suelen sufrir maltrato o discriminación en los centros de salud, la mayoría de estas mujeres buscan y hacen un uso activo de la medicina en cuanto al control del embarazo y del parto. Parir en sus casas no es una experiencia obvia, es la forma tradicional, sí, pero se convirtió en una forma posible con sus pro y sus contras. Tener a los bebés en casa implica que las mujeres tienen asegurado el buen trato por parte de las parteras o incluso la soledad del hogar, sin mandoneos ni cuestionamientos, pero también saben que ir al hospital les ofrece reducir riesgos que, por supuesto, tienen muy claro que existen. La prematurez, la muerte perinatal y materna son fantasmas y temores tan presentes como en cualquier grupo de mujeres. 

La idea de unidad y coherencia total entre seguridad, autoconfianza en capacidades, sabiduría ancestral y fisiología perfecta como privativa de las mujeres indígenas y sus saberes sagrados sobre el nacimiento parece tratarse más de una fantasía o una creencia antes que una referencia al mundo real de mujeres concretas en sus contextos. 

Para las mujeres de clases medias urbanas, en cambio, es cada vez más frecuente que el parto y el nacimiento de los hijos no sea considerado un tránsito más en la vida, un hecho biológico y necesario que debe ser, antes que nada, seguro, sino un momento importante que debe ser hermoso e inolvidable y preferentemente natural. Una verdadera experiencia

Creer para crear

Pero ¿quién dice que una creencia, o incluso el deseo que la sostiene, es dañina? ¿Quién tiene autoridad para advertir qué? ¿Y los dañados por la racionalidad occidental y por la medicina? ¿Y los dañados por la psicología y el psicoanálisis? Pude preguntarle a Nicolás por qué en el campo de estudios sobre religiones y espiritualidades se habla poco de los damnificados o las víctimas de las comunidades alternativas o incluso de las pseudociencias. Y me devolvió evidencia: tanto en su trabajo empírico como en los de sus colegas, los creyentes o quienes se involucran en estos grupos no aparecen como personas pasivas llevadas de las narices, engañadas y estafadas. Por el contrario. Lo que hay son sujetos activos, que eligen: la gente, salvo excepciones, mezcla creencias de múltiples lugares. La gran mayoría de los usuarios de terapias alternativas también va al médico, o soluciona algunas dolencias en el médico y otras a través de la sanación holística. Así como las chicas del círculo de mujeres tuvimos a nuestros hijos más tarde o más temprano por reproducción asistida, la mayoría de quienes eligen el parto planificado en domicilio lo hacen con médicos y parteras matriculadas. Las personas con cáncer adhieren mayoritariamente a las terapias de la medicina convencional. Por ejemplo, los casos de los pacientes graves que abandonaron completamente los tratamientos biomédicos y apostaron todo a otras formas de sanar son excepcionales. El daño en la salud física o mental o el abuso no es la situación de la mayoría de los creyentes o adherentes, aun cuando sus ideas parezcan cuestionables para la ciencia, para la medicina, para la religión o para los escépticos. La pluralidad y la mezcla de creencias es consustancial a la contemporaneidad, tampoco es novedosa y, según muestran las investigaciones, parece estar destinada a multiplicarse y difundirse cada vez más.

Pero aún así. ¿Podremos sostener algún signo de pregunta?

Hace poco encontré este post en la página de Analía, en el que presentaba la historia de Any, de 43 años:

“Los médicos le dijeron que tenía una baja reserva ovárica, hizo un tratamiento de fertilidad de alta complejidad, y como no respondió a la medicación como sus médicos esperaban, le dijeron que su única opción era la ovodonación… que con sus valores y su edad era imposible conseguir un embarazo. Imposible o no, Any decidió parar. Encontró otra información. Nutrir su cuerpo y su mente. Sostuvo sus nuevos hábitos por meses y desafió la sentencia de esos médicos hasta que se encontró su test de embarazo positivo. Su edad cronológica seguía en su documento, los resultados de laboratorio siguieron en el mismo papel. Pero fue ella la que cambió. Entonces, ¿realmente somos la excepción o cada vez somos más las mujeres que tenemos bebés sanos después de los 40 años más allá de los malos pronósticos? Como te digo siempre, elegí las estadísticas que recibe tu cerebro”.  

Qué pregunta. Qué propuesta.

Debajo del post encontré un comentario de Karina, una lectora y seguidora de las redes:

“Hola, hice el taller de útero, el taller de ovarios, mucho trabajo para conseguir una mente diferente a lo que tan triste había vivido con 2 FIV fallidas. Tres meses después de los talleres quedé embarazada naturalmente. Pensé que era mi fin de tanta lucha, que todo lo que había hecho había servido, muy ilusionada. Y a la semana 10 de embarazo me encuentro con que perdí a mi bebé. Estoy muy desconcertada, dolida y perdida. No me explico tantas cosas malas en mi vida respecto a algo tan lindo como querer tener un bebé. Y me cuestiono qué es lo que no alcanzo para que desde mi espíritu y mente mi bebé se logre y crezca bien”.

Karina podría haber sido yo y, en un punto, era yo. Ninguna de las dos había logrado la transformación que culminaría con un bebé sano creciendo en nuestra panza. Al menos eso sentimos en medio de los testimonios del sí se puede.

Si la palabra víctima no es precisa, ¿qué pasa con los que no encuentran lo que van a buscar, los desilusionados? ¿Dónde están los que no terminan bien, los que no terminamos bien? ¿Qué clase de daño tienen, si es que podemos llamarle daño? ¿Desilusionarse es terminar mal? ¿Perdemos algo? ¿Qué clase de cosas podemos llegar a perder? 

Hace poco hablé con Moira, a quien contacté en un foro sobre embarazo y parto en el que abundan los relatos de partos en domicilio con final feliz, pero donde no hay ni una sola historia que culmine de otro modo. Moira me contó que su experiencia de parto domiciliario no terminó como había planeado. Cuando quedó embarazada, buscó muchísima información y se dio cuenta de que quería darle la bienvenida a su hija de una manera más cálida. Sabía un montón sobre parto planificado en domicilio y parto fisiológico y se lo planteó a su obstetra, quien atendía en un hospital muy reconocido. La médica le dio el visto bueno y le dijo que le parecía bien, y que aunque ella no trabajara así, la iba a acompañar. Contactó a un equipo conformado por otra obstetra y una licenciada obstétrica con mucha experiencia en partos domiciliarios, ambas muy reconocidas en el ambiente. Llegó el momento, y, a causa de la posición en la que estaba ubicada la beba, el trabajo de parto se empezó a enlentecer y la beba, a mostrar algunos signos de alarma. Tras varias horas de ejercicios e intentos para que se acomodara, ella y la obstetra acordaron ir al hospital. Una vez allí, su bebita nació a través de una cesárea sin complicaciones. Moira me dijo que todo salió bien, pero que tiempo después tuvo que amigarse con el nacimiento. En primer lugar, porque el parto vaginal no se dio. Y también porque, revisando la experiencia, notó que el acompañamiento de las profesionales no resultó tan cálido ni cercano como esperaba: en algunos momentos la dejaron sola, no respondieron a varios de sus pedidos —entre ellos el traslado rápido para recibir anestesia—, y después de que nació su beba, ella escuchó que la partera le dio una interpretación “algo esotérica” sobre por qué no había podido culminar el trabajo de parto en su casa. En esa interpretación no pedida, aparecía la idea de un bloqueo a causa de algunas presiones familiares que habrían ocasionado la imposibilidad de parir por vía vaginal. Moira hoy tiene una mirada más distanciada de la experiencia de parto domiciliario y, si bien no se arrepiente de haberlo intentado, sí cree que mucho del mundo de la maternidad y el puerperio está cargado de mandatos muy difíciles de cumplir vinculados a lo instintivo, lo animal y lo natural, y que si bien la información sobre parto fisiológico está buenísima, también hay que consumirla de un modo crítico.

Con Cecilia intercambié algunas veces por Twitter sobre congelamiento de óvulos y otras cuestiones relacionadas con tratamientos de fertilidad. Cuando ella decidió hacerlo, las cosas se complicaron porque no respondió del todo bien a la estimulación hormonal. Pensó que quizás trabajando en sus emociones y sus vínculos familiares esto podía mejorar y decidió hacer biodescodificación con una médica, muy conocida en las redes sociales, a la que contactó por recomendación de una influencer. Es muy curioso, porque cuando Cecilia me contó esto, no se me ocurrió preguntarle por qué creyó que trabajar las emociones podía tener un efecto directo en el conteo y la recuperación de ovocitos: ambas entendimos. Finalmente, hizo algunas sesiones y ejercicios, muy parecidos a los que yo había hecho con Analía, pero sus emociones no aparecieron. Según Cecilia, o bien ella no podía soltarse o la técnica no le había permitido ir a fondo para sacarlas afuera. Su conclusión final fue: “Mal no me hizo, pero no me funcionó. Yo creo que es algo que tenés que complementar con otro tipo de terapia”. Le pregunté por qué decía que no le había funcionado y me respondió sin lugar a dudas: “Porque no me sirvió para mejorar mi tratamiento ni tampoco para trabajar las emociones”. De todos modos, más allá de “algo de plata”, no cree haber perdido nada importante. A otra cosa.

Johana Kunin, otra colega mía que investiga las maternidades en comunidades rurales en las que el discurso del parto humanizado no suele convocar a muchas chicas, me contó su propia experiencia: estando embarazada, tuvo que irse de un foro virtual sobre embarazo porque comenzaron a lloverle cuestionamientos de otras mujeres cuando comentó que su obstetra había decidido inducir su parto en la semana 41. Las críticas y opiniones sobre el diagnóstico y la conducta a tomar concreta de su médico le produjeron malestar e inseguridad en un momento en el que se sentía muy vulnerable. Violeta Gorodischer, en su libro Desmadres, cuenta algo parecido: en un espacio de yoga al que concurría junto a otras madres con sus bebés, un grupo de compañeras se abalanzó a cuestionarle por qué alimentaba a su hija con mamadera.

Durante mi propio embarazo, mi estado psíquico y emocional estaba totalmente al límite. Felicidad y pánico, obsesión y alegría, incredulidad y euforia, vuelta al pánico. No podía creer ser la protagonista de un embarazo que seguía su curso y de una panza que crecía. ¡Un ombligo que se había salido para afuera! Mi raciocinio e intenciones querían confiar en los médicos, pero otro impulso me llevaba a no creer en nada ni en nadie. En mi cabeza había una guerra constante: alguien podía equivocarse, algo se pasaría por alto y todo podía terminar en una catástrofe inminente e impredecible, lo cual era lógico porque ese había sido, hasta entonces, mi hábitat natural. Por eso mismo, no quería discursos alternativos ni nada que me llevara a cuestionar la autoridad médica o a poner un mínimo de ruido en ese merengue que era mi vida interior. Cuando fui a una librería a comprar algún libro de maternidad para conectar con la posibilidad concreta de que iba a haber un niño real en mi casa y me ofrecieron Mamá desobediente, de Esther Vivas, dije: “No, por favor. No quiero ser desobediente, necesito ser obediente, algo estándar, común, nacer, cambiar pañales, papilla, algo hegemónico”. Yo necesitaba normas, lo estándar, lo previsible, lo aburrido y el lado B, eso de lo que todas las madres se quejaban pero yo añoraba desde hacía tres años. Así que durante esos meses sólo me animé a tener una doula, Clara, que además era musicoterapeuta y me llevó, por primera vez en cinco meses, a animarme a hacer cosas como poner una mano en la panza y cantarle canciones a mi hija o decirle que la amaba y la esperaba. Como otro recurso presencial, en medio de la tímida salida de la pandemia, me anoté para hacer yoga para embarazadas en la plaza. Antes de la clase propiamente dicha, hacíamos una rondita en la que cada una compartía sus sensaciones, novedades, consejos, y eran inevitables las referencias a pensar en positivo y a atraer lo bueno. Lo bueno era, desde ya, un bebé sano y a término, pero en lo posible, con parto vaginal. Había algún lugar para compartir lo malo, así que compartí mis miedos, el miedo, porque además de ser una embarazada con un currículum de cinco abortos, tenía hipertensión arterial. Lo compartí un día, lo compartí otro, y al tercero me di cuenta de que tenía que callármelo porque no había demasiado lugar para los relatos bajón. La última vez que asistí, me enteré por algún comentario aislado que una de mis compañeras tenía ese mismo problema y que había derivado en preeclampsia durante las últimas semanas. Nunca lo compartió ni en el grupo, ni conmigo en privado, aun estando en la misma. También me callé que mi máxima expectativa con respecto al parto era llegar a término y que Guillermo me pusiera en los brazos una beba 1) viva y 2) sana, sin importar mucho el cómo. Y de hecho, cuando eso estaba por pasar, mientras me anestesiaban, le pedí por favor que 3)  me mantuviera viva a mí también. 

Fábricas de expectativas

Hace unos meses estalló en las redes sociales un caso de una mujer que falleció en un parto domiciliario. Lo contó su marido a través de un video, que fue eliminado a los pocos días por pedido de la familia, más concretamente, los padres de la mujer. Vamos a llamarla Carmela, para respetar el anonimato que buscaba. Según relató su esposo, Carmela había sufrido violencia obstétrica en sus embarazos y quería, en su tercer embarazo, tener la oportunidad de vivir otra experiencia para el nacimiento de su hija. Su ilusión y su búsqueda era un parto vaginal en el que se la respetara y, sobre todo, poder darle una bienvenida amorosa a su hija. Pero la gran mayoría de los obstetras o instituciones no aprueban intentar un parto vaginal luego de dos cesáreas previas: la bibliografía y las guías de práctica clínica que utilizan los obstetras muestran mayores riesgos de rotura uterina. En algunos casos, se desrecomienda absolutamente. En otros, al haber un riesgo aumentado, las guías de práctica clínica tienden también a desrecomendarlo. Por consejo de sus profesoras de yoga, Carmela acudió a un centro holístico de preparación para el parto, donde conoció a dos parteras de la tradición, es decir, mujeres que acompañan partos desde una perspectiva holística, ancestral y naturista, pero que no cuentan con formación universitaria ni matrícula habilitante. Ellas le dijeron que sí podían acompañarla en un parto domiciliario aunque tuviera dos cesáreas, siempre y cuando todo estuviera bien y acudiera a los controles con una médica que trabajaba con ellas. Carmela hizo sus controles al día y fue a una última consulta en la que la obstetra pidió una ecografía para evaluar la cicatriz de sus cesáreas anteriores. Las parteras de la tradición desestimaron ese estudio y le dijeron que la obstetra era una boluda, que no tenía necesidad de asustarla así. Carmela falleció en una ambulancia pocas horas después de parir a su hija en su casa a causa de un acretismo placentario, una complicación obstétrica muy grave, que podría haber sido detectada en aquella ecografía que no se hizo siguiendo el consejo de sus acompañantes de la tradición. 

Cuando surgió este testimonio en las redes sociales, las reacciones fueron diversas. La primera fue un violento linchamiento verbal en el que se acusaba a la familia de ingenua, a Carmela y a su esposo, de irresponsables, a todos quienes adhieren o promueven el parto planificado en domicilio, de negligentes, sumado a un escrache al centro holístico en el que trabajaban las autonominadas parteras. En el zafarrancho, aparecieron también testimonios insistentes de médicos u obstetras que buscaban aleccionar sobre los peligros del parto en domicilio. 

Desde otro lado, se multiplicaron las posturas defensivas: quienes formaban parte de esta comunidad de prácticas decían que se intentaba fomentar una caza de brujas con el único fin de aplacar las críticas al sistema de salud, que su verdadero objetivo era silenciar las denuncias contra la violencia obstétrica. No aparecía una mención al caso concreto de Carmela ni a la posible responsabilidad penal de las dos mujeres en su muerte, ni tampoco ningún cuestionamiento sobre ciertas prácticas que es evidente que suceden sin control y de las que poco se sabe más allá de un circuito informal. En esta versión, la causa de la muerte de Carmela era la violencia obstétrica que la había empujado hasta allí antes que la responsabilidad de dos personas concretas. Algunas influencers de crianza y parto fisiológico plantearon que no iban a opinar sobre el caso porque era muy doloroso todo. Otras voces, las menos, como la periodista Deborah Maniowicz —que es también doula y miembro del movimiento por el parto respetado y humanizado—, buscaron establecer un justo equilibrio entre reconocer la crítica a la violencia obstétrica, valorar el activismo por los derechos a un parto humanizado y a la vez señalar que las mujeres no tienen por qué morir en manos de irresponsables sin los conocimientos ni la certificación oficial necesaria. Deborah fue la única miembro de esa comunidad —al menos que yo pude registrar— que hizo una crítica pública y destacó abiertamente que la violencia no se encuentra sólo en el sistema médico, sino que puede provenir de muchos lugares, incluso de aquellos que proponen ir en contra de la medicina hegemónica. Escribió todo esto en una columna en la revista Ohlalá

El parto domiciliario existe y, aunque tiene voces a favor y en contra, la evidencia muestra que bajo ciertas condiciones es una alternativa posible y segura, pero en Argentina estas condiciones no están del todo consensuadas. La muerte de una mujer en un parto domiciliario a manos de acompañantes no matriculadas es un caso excepcional: de ninguna manera se puede decir que es común aun cuando no existen estadísticas que registren estas prácticas o cuando los relatos de aquellos partos que no salieron bien son prácticamente inaccesibles. No es nada frecuente, pero sí fue posible, y es en esa condición de posibilidad, en las búsquedas y sentidos que lo hicieron posible, me parece, donde vale la pena explorar.

 Creo que existe un universo de creencias y discursos que se están volviendo cada vez más incuestionables y en el que se está cocinando una parte bastante grande de nuestros deseos y expectativas, los usemos explícitamente o no. En todos estos relatos e historias, más allá de sus matices y finales —exultantes, felices, neutros, más o menos complicados o nocivos—, hay algunos hilos conductores: lo natural como un gold standard, la intervención racional —técnica, médica— como algo externo y antinatural, las disciplinas alternativas que parecen tener mayor legitimidad que la evidencia acumulada y un potencial político emancipador per se, la verdad incuestionable de que siempre hay que sanar algo emocional como condición para el buen desarrollo de un proceso biológico. No deja de sorprenderme la cantidad de mujeres —entre las que a veces me incluyo— que tienen que sanar o superar algo del nacimiento de sus hijos, aun cuando no haya terminado en nada realmente grave o incluso cuando no se haya sido víctima de violencia obstétrica. Muchas veces, hay una sensación de que no se pudo algo que naturalmente —o, a veces, espiritualmente— se debería haber podido, o de que el nacimiento no fue lo suficientemente perfecto, amoroso o soñado. Si cada vez estamos más disconformes, quizás también haya que mirar cómo se construye social y subjetivamente tanta disconformidad, en relación a qué. También me pregunto, muy seguido, cómo hubiera sido vivida mi experiencia de parir tal como aconteció si hubiera tenido las expectativas menos moldeadas por el empoderamiento, lo animal, lo mágico y lo no intervenido, la sabiduría de la naturaleza y sus finales armónicos, y un poco más ancladas en lo posible y lo seguro. 

La circulación de estas creencias, más o menos heterogéneas, y la adhesión cada vez más masiva a ellas no representan un problema en sí mismo. Son parte de la libertad de pensamiento, de la diversidad, de ese curioso efecto en el que convergen las muchas individuaciones —es decir, cada vez queremos ser más distintos y distintivos y terminamos pareciéndonos en todo lo que deseamos y cómo lo queremos—. Tampoco son esencialmente un problema quienes las difunden o aun las facilitan: en general, no se trata de chantas, se trata de gente que cree absolutamente en lo que hace y en las ideas y verdades que lo fundamentan. Son personas y comunidades cuyo sistemas de evidencias, sus testimonios y su forma de producir y leer su verdad no opera con esquemas en los que entran los hechos negativos, la contradicción ni mucho menos la refutación. Y cuando aparecen, lo hacen de manera integradora: así tenía que ser, si sucede por algo es y otras hipótesis ad hoc que los hace más y más impermeables al cuestionamiento propio y ajeno. Como la sanación, el camino y la evolución son experiencias subjetivas y espirituales, con avances y escollos, su resultado y su impacto en lo real es tan único como cada persona. Los resultados nunca están garantizados, ni siquiera en un porcentaje, porque cada recorrido es particular. Así, si un síntoma no se resuelve o empeora, es integrado como parte de un camino que debería ser aceptado. La responsabilidad existe en uno mismo, con uno mismo. Y en cuanto a los facilitadores, al ser el resultado de acciones que se pautaron libremente y sin mediar promesas ni certificaciones, ni siquiera puede ser reconocida una mínima dimensión de solidaridad o responsabilidad pública por el resultado. 

Si las creencias son parte de la libertad y no son una amenaza, lo que sí hay es un punto muy conflictivo, y es que entre la lógica holística y la lógica de gran parte de los hombres y mujeres que acuden a estas propuestas hay varias contradicciones. La más importante es que las personas suelen —solemos— estar llenas de anhelos y expectativas concretas: no conozco a nadie que haya acudido a disciplinas holísticas sólo para vivir una experiencia, sin importar su resultado en el corto o mediano plazo. En general, también se va a buscar un resultado y este resultado se ofrece o, de alguna manera, se promete. 

Por mi parte, y luego de mi recorrido, estoy convencida de que hay muy poco de emancipador en tanta naturaleza y en tanta duda sobre la intervención humana porque, además, la intervención es lo más natural que tenemos como especie. Somos animales cuya naturaleza es fabricar cosas para solucionar problemas. No veo posibilidades de construir autonomía si se parte del supuesto de que los individuos somos tan poderosos y que hay una verdad en algún lugar de nuestro ser que está llamada a manifestarse, no se sabe bien cómo. Postular lo poderoso del ciclo femenino no me parece contrahegemónico y no creo que lo que logramos conseguir las mujeres a lo largo de la historia se vincule con ninguna característica de nuestra biología. No creo que exista ninguna esencia pura de la que las indígenas son portadoras y, como ellas, nosotras también somos hijas de nuestro tiempo. Tengo la sensación de que la búsqueda casi obsesiva del poder que tenemos sobre nosotros mismos está basado en muchísimas dependencias complicadas. Que estén originados en un universo amoroso no los hace menos mandatorios, solitarios y asfixiantes. 

Gracias

Quizás haya otras formas de pensar nuestra relación con el mundo, cuyos efectos son muy distintos. Creo que hay modos de conocer que son menos interesantes pero sí más emancipatorios, que nos acercan más a un mundo casi siempre opaco, que deja dudas, que presenta contradicciones, y aún así, susceptible de ser modificado eficazmente. Un mundo que, simplemente, funciona, bien o mal. Un mundo de hechos, de cosas que pasan.

Me cuesta mucho hablar de la verdad y me molesta muchísimo porque no debería costarme nada. Estoy entrenada desde hace muchos años para escudriñar y poner en duda todos los términos que refieren a lo único, lo verdadero y lo racional para desarmarlos, suavizarlos, compararlos, mostrar que son relativos y que siempre hay otras formas de ser y de hacer. Y quizás una buena manera de homenajear mi entrenamiento también sea denunciar que la relativización constante de la verdad y su reemplazo por múltiples mis verdades es también un nuevo centro de ejercicio de poder, que también tiene efectos disciplinadores y cuya potencia emancipatoria me permito poner totalmente en duda.

Es cierto, hay muchas verdades que funcionan en sus propios mundos y en sus propios términos, pero hay una verdad que, sin dejar de ser una más, refiere a cómo son los hechos, por qué son así y no de otro modo, y cuáles son las causas eficientes de las cosas. Hay una verdad externa a los individuos y que es, a priori, una incógnita. Esta verdad existe aunque hayamos entendido en el siglo XX que no hay realidad por fuera del lenguaje que la nombra. Es muy importante tener claro que esta proposición de la lingüística contemporánea, tan popularizada, funciona en sistemas académicos y que de ninguna manera quiere decir que no existan los hechos, ni su objetividad, ni su potencial de causalidad. El giro lingüístico no vino a negar lo real ni a avalar que si lo crees, lo creas. No hay posibilidad de cambiar el mundo —o a nosotros mismos— si decidimos arbitrariamente que el mundo es simplemente lo que creemos, lo que queremos o imaginamos que sea y no lo que es. 

Para muchos, la ciencia como modo de conocer la verdad y modificar los hechos está desacreditada porque se le anudó un sentido —bastante particular— de deshumanización y de elitismo. Un sentido según el cual nos mandonea y nos normaliza. Nos propone un mundo frío y carente de emociones, separa nuestras esencias y nos cosifica, niega el alma y nos quiere consumidores de sus productos eficaces, nos prefiere sumisos y genuflexos a sus designios. Muchas veces es aburrida y complicada. Y, además de todo eso, hay suficientes razones para desconfiar porque estamos muy lastimadas por el trato que nos da —por ejemplo— el sistema de salud, esa máquina impersonal de aplicar el saber científico. Y encima, todavía hay muchos problemas biológicos, económicos y políticos para los que la ciencia aún no aportó ninguna mejora ni solución. Hay enfermedades que no se investigan porque no le importan a nadie y soluciones viejas para problemas que suceden cada vez más. 

Pero aunque podamos recoger muchos guantes en esta disputa, creo que el régimen de producción de verdad que tiene la ciencia —la prueba empírica— es mejor que otros. Y cuando digo que es mejor lo digo en un sentido preciso: no es mejor porque nos permita ser más felices o sentirnos bien, es mejor porque la prueba empírica y todos los procedimientos que existen para obtenerla es lo que nos lleva a conocer, con mayor certeza, cómo funcionan los hechos, incluyendo los hechos de nuestro propio mundo biológico e interior. Y en eso se juega todo aquello que más nos importa sobre nuestro cuerpo, nuestra vida y nuestro mundo común, y cómo hacer para modificarlos, entenderlos o aceptarlos tal cual son cuando no queda otra. La ciencia trabaja con pruebas y con hallazgos, y en esa búsqueda participan millones de personas que comparten el método y la forma de mirar lo mismo para establecer múltiples controles cruzados y concluir: esto es así, esto no es así, esto no lo sé ni puedo saberlo, esto que estás diciendo todavía no se sostiene. Cuidado.

Las verdades científicas no son siempre emocionantes, algunas lo son, pero no están hechas para llegarnos al corazón. Lo que sí nos dan es la oportunidad de enfrentarnos con nuestros poderes y también con nuestras limitaciones. Nada me parece más emancipador que saber con certeza que, la mayoría de las veces, no podemos provocar nuestro sufrimiento ni nuestras enfermedades, y que no tenemos ningún poder para curarnos por nosotros mismos. A cambio, podemos participar de un poder colectivo: todo lo que la humanidad nos ofrece como explicación y como solución, todo el camino que hicieron otros, todo lo que pudieron probar nuestros ancestros. Justamente, gracias a ellos hay un sistema que nos dice confiá. Confiá, está probado. Confiá, otros ya confiaron y pudieron. O lo contrario: no todavía

Alguna vez me dijeron que perdía mis embarazos porque en el fondo no estaba preparada para recibir la vida, otras veces me dijeron que era por estrés, o por los temores de mis ancestras alojados en mi útero, o porque le ponía demasiada cabeza. Me pregunto —e invito a cualquiera a preguntarse lo mismo— qué implicancias serias y profundas tiene en la subjetividad creerse eso, qué clases de acciones son capaces de movilizar ese tipo de creencias y qué potencial tienen, en definitiva, para resolver un problema. 

La ciencia, en cambio, me dijo que dejara a mi cabeza en paz y también a mi bisabuela Santina, que era muy probable que mis abortos fueran por mi edad y la capacidad deteriorada de mis óvulos para hacer divisiones celulares correctas. Esa no era mi verdad, era la verdad de los hechos, o mejor dicho, la parte de la verdad que se dejaba ver. Tuve que hacer un gran esfuerzo para hacerla mía, aceptarla y actuar sobre ella. La ciencia también me dijo que había una solución para eso, con una tecnología muy sofisticada pero con grandes chances de resolver mi problema. Diagnósticos y soluciones aburridos, carentes de emocionalidad, ajenos a mi subjetividad, que, por lo mismo, me regalaron el enorme alivio de separar mi cuerpo y mente y me permitieron liberarme de añadir más peso mental a la pesadilla o más causas de las que los hechos pueden soportar. 

La verdad es que las creencias, diagnósticos y saberes que relacionan fácilmente —o en primer término— emociones y vivencias concretas con enfermedades concretas no tienen sustento científico ni evidencia empírica. No importa quién lo diga, ni cuán popularizado esté: no la tienen. Tampoco importa que lo diga un médico, un biólogo o un premio Nobel. El método científico es de lo más igualitario y democrático del mundo: no importa quién seas, no importa cómo te llames ni dónde hayas estudiado, importa la evidencia y la calidad del dato, esa es la única autoridad a la que se puede apelar. 

Probar y vivir la experiencia porque total no pierdo nada es abrir una caja de Pandora. No hago ninguna advertencia sobre eso más que contar algunas historias, entre las cuales está la mía. No soy una víctima, pero transité por lugares que no terminaron en ningún bienestar, sino en otros bastante oscuros. El exceso de confianza en mis supuestas capacidades terminó siendo engañoso y arriesgado. Me responsabilicé directa o indirectamente por cosas que no estaban bajo mi control y que nadie tiene jamás bajo su control. Perdí tiempo, y quizás no hubiera llegado a un número tan alto de abortos si hubiera podido aceptar que, simplemente, se trataba de un problema biológico, y que mis emociones no tenían nada que ver ahí ni tenían por qué ser revisadas, o al menos no para cambiar un resultado fisiológico. Y que en definitiva, la edad sí era un factor que me condicionaba y eso no tenía nada de malo, pero tampoco era tan modificable con confianza, conexión-integración y hábitos saludables

Mi hija llegó finalmente gracias a un festival de intervenciones en mis células, en las células de Pato y de ella misma. Drogas, pinchazos, anestesias, biopsias, laboratorios de genética, placas, nitrógeno líquido. Nada más invasivo, milimétrico e hiperracionalizado, nada más mecánico y desprovisto de magia, de singularidad y de espíritu. O todo lo contrario. 

 Bastante seguido, cuando vemos a nuestra hija reír, dormir o jugar, aparece la fantasía por ese momento: ¿quién habrá sido la persona que miró por el microscopio, eligió un espermatozoide —ese y no otro—, lo inyectó en un ovocito con una microaguja y creó a mi hija? ¿Qué estaría pensando? ¿En sus propios hijos, en lo que haría para cenar? ¿Sabrá que nosotros pensamos en sus manos casi todos los días? ¿Sabrá que ese, un procedimiento más en su rutina de trabajo, fue el instante más valioso de toda nuestra vida? Lo único que pude hacer para rendir homenaje a ese acto fue llevar una caja de bombones al laboratorio de FIV el día que mi hija cumplió un año. Era una caja preciosa, con un moño rosa, una fotito de ella sonriendo en su cuna con dos dientitos que recién asomaban y una tarjeta que decía “gracias”.

Algo muy común

Cuando una abortadora habitual busca respuestas y soluciones, encuentra cosas muy inesperadas. Por ejemplo, que cada gramo de palta ingerido podría ser beneficioso para futuros embarazos y, al mismo tiempo, que el más novedoso, sofisticado y costoso test de células del endometrio finalmente no le dará respuesta alguna sobre su caso concreto. ¿Qué clase de experiencia se inaugura luego de perder dos o más embarazos consecutivos?

La periodista científica británica Jennie Agg dice que el aborto recurrente tiene la forma de un infierno fabricado por dos preguntas que casi nunca recibirán respuesta: ¿por qué me pasó otra vez? ¿Me va a volver a pasar? La incertidumbre no es una sensibilidad propia del problema, es la pieza maestra de un engranaje de conocimientos y desconocimientos, claroscuros, consensos y desacuerdos en el que dialogan y confrontan la medicina asistencial y la investigación clínica y científica con sus respectivas subdisciplinas.

El aborto recurrente no termina de ser definido como un problema de fertilidad —o no lo es siempre—, puede ser la expresión de algún problema de salud de alguno de los dos miembros de la pareja —aunque no necesariamente—, y hasta puede producirse por la combinación de alguno o varios problemas subyacentes con algún factor del azar biológico. Una abortadora habitual no es madre, tampoco es una mujer que nunca estuvo embarazada. Para la mayoría de los pacientes, atravesar ese diagnóstico implica un magma de confusión. Si bien es cierto que la ciencia es honesta en decirnos esto no lo sé, hasta acá no puedo saber, o nos ajusta las expectativas al darnos porcentajes y no certezas, es bastante poco transparente en decirnos por qué no lo sabe, no lo puede o no lo quiere saber. Quizás porque esto último también sea opaco para la ciencia misma. Las fronteras del conocimiento no están trazadas solamente por los límites de la capacidad de entendimiento, de observación o de las propias técnicas. Sí, la verdad es la verdad, pero las verdades que faltan también tienen mucho de política, de economía, de relaciones desiguales de género y hasta de un pragmatismo muchas veces sensato pero que no deja de ser lindante con lo cruel: ¿por qué investigar algo que en la inmensa mayoría de los casos se va a solucionar sin intervención?

Perder un embarazo temprano es una experiencia social específica en relación con otros temas de salud y también es una carrera: tiene sus palabras técnicas, sus códigos, sus pasos, sus rituales y sus bifurcaciones en el recorrido. En el plano biológico, el dato clave es que no hay un único hilo conductor de lo que aparece como una misma experiencia, un mismo síntoma: no todas las mujeres pierden sus embarazos por las mismas causas y, por ende, la orientación de los diagnósticos y las posibles soluciones no serán las mismas para todos los casos. Hay quienes pierden tres y cuatro embarazos, pero también nueve, doce o trece. La mayoría logra tener hijos. Otras parejas no, porque finalmente no pudieron o porque decidieron dejar de intentarlo. Cada intento nuevo, además, implica torear una y otra vez la salud mental hasta límites que se desconocen de antemano. Cuando buscaba mis historias inspiradoras con happy end, muchas veces me asustaba escuchar que había mujeres que perdían diez y prefería desestimar el testimonio, desoírlo, decirme a mí misma que era algo muy raro y especial y que a mí no me iba a pasar una cosa así. No mucho tiempo después, cuando mi propio número trepó de dos a cinco, yo misma me transformé en alguien capaz de asustar a otros. 

Aunque 1 de cada 4 mujeres perderá un embarazo alguna vez en el curso de su vida, y un porcentaje menor —pero significativo en cantidad de personas— sufrirá aborto de repetición, y aunque el conocimiento de sus múltiples causas está muy lejos de ser exhaustivo, no se lo considera un problema de salud pública. Por eso mismo, en el año 2021 la revista médica The Lancet publicó una serie (una de sus secciones especiales) llamada, directamente, “El aborto temprano importa” (“Miscarriage matters”).

En una megaclínica de la mujer en Boston, en el consultorio médico de un ginecólogo de Barrio Norte y en una salita de atención primaria en el conurbano bonaerense, en Lima, en París, en Shanghai o en Delhi, una mujer que pierde su embarazo va a escuchar lo mismo y posiblemente en este orden: que es algo muy común, que pasa todos los días, que seguramente se trate de un error genético casual y aislado, que ella no tuvo la culpa ni se relaciona con nada que pudo haber hecho, que no tiene por qué volver a pasar y que, si pasa, igual hay buenas expectativas de que tenga un bebé sano porque el 80 % de las personas lo consigue. Sólo si esa mujer pierde dos o tres seguidos, y si está en un sistema de salud decente, va a acceder a estudios que traten de entender si hay alguna causa que lo explique. Le indicarán hacer estudios de trombofilias, de tiroides, un dosaje de hormonas, una ecografía o histerosalpingografía y aún así, la mayoría no va a encontrar la causa de sus pérdidas porque sus estudios darán negativo. De paso, se va a enterar de que todavía se sabe poco acerca de por qué se pierden embarazos aunque se trate de embriones genéticamente sanos. Es así: sabemos más sobre qué hay en la superficie del planeta Marte o cómo se extinguieron los dinosaurios. Por qué una mujer tiene un test de embarazo positivo, le cuenta a su madre que va a ser abuela y quince días más tarde se entera de que su embarazo ya no existe y que no nacerá ningún bebé sigue siendo mayormente una incógnita.  

Mi historia, en términos de biología, fue la más común, la que sí se sabe con mayor certeza. La causa más frecuente y a la vez la más conocida y documentada de la pérdida del embarazo temprano, sea esporádica o recurrente, es la genética del embrión: se mezclan mal los cromosomas, no hay un embrión con un buen desarrollo, se detiene.

Y justamente esto tiene su reverso: la mitad o poco menos de la mitad de las pérdidas gestacionales tempranas no tiene causa genética, no es la danza de los cromosomas haciendo de las suyas, son embarazos de embriones sanos que se detienen y, por eso mismo, quizás podrían prevenirse. Pero la realidad es que hoy no hay muchas opciones de prevención, son las mismas que se indican desde hace muchos años y algunas siguen siendo discutidas en cuanto a su eficacia.

Voy a ahorrar citas bibliográficas a granel, porque las hipótesis y los factores de riesgo consensuados por la comunidad médica aparecen en libros de divulgación, en artículos, en recomendaciones de las sociedades americanas, europeas, argentina, latinoamericana, peruana, árabe o rusa de ginecología y obstetricia o de reproducción humana y se reiteran también en la “Miscarriage series” de The Lancet del 2021.

Todos coinciden en los puntos centrales. Las causas no genéticas de las pérdidas de embarazo temprano se relacionan con diversos factores de riesgo que podrían explicar la recurrencia: tener marcadores positivos de síndrome antifosfolipídico (un trastorno autoinmune vinculado a la coagulación de la sangre, o como decimos los pacientes, “tengo trombofilia”), trastornos hormonales o metabólicos (sobre todo tiroideos), algunas alteraciones en la anatomía del útero y otros problemas inmunológicos que se encontraron estadísticamente correlacionados. Se incluyen también distintas infecciones sin tratar o exposición a tóxicos. Desarrollos más recientes muestran que ciertos parámetros anormales del esperma, como la fragmentación del ADN espermático, también muestran una fuerte correlación. Esto no significa que sean la causa de las pérdidas: lo correcto es decir que todos estos factores están asociados estadísticamente a la pérdida recurrente debido a las distintas influencias que tienen en uno o varios aspectos clave del proceso de formación, implantación, placentación, desarrollo y crecimiento del embrión. Los mecanismos pormenorizados sobre cómo cada uno de estos factores actúa en los distintos procesos involucrados en la implantación y el desarrollo embrionario y placentario durante las primeras semanas tienen muy distintos niveles de avance en el conocimiento. En muchos casos, son hipótesis que se están estudiando. Por esto mismo, las opciones de tratamiento o prevención aceptadas por la comunidad médica para cada una no son lo numerosas y variadas que un paciente novato imaginaría. 

Si se confirma la presencia de síndrome antifosfolipídico, se administra una medicación específica (heparina y aspirina); si hay una disfunción en la tiroides, se trata con levotiroxina; aunque muchos consensos dicen que no hay una asociación clara entre ambos tratamientos y el éxito del embarazo. Si hay alguna alteración uterina, en casos muy específicos, se corrige con cirugía. Está demostrado que usar progesterona vía vaginal tiene eficacia como tratamiento preventivo para aquellas mujeres que tienen pérdidas recurrentes precedidas de sangrados. 

Desde la perspectiva de una paciente, recibir o no recibir un diagnóstico y un tratamiento parece a veces la imagen del perro que se muerde la cola: en cada nuevo embarazo singular existe la posibilidad de que se trate de un embrión cromosómicamente anormal y destinado sí o sí a perderse, sin importar que haya algún problema subyacente e incluso se esté haciendo el tratamiento indicado para corregirlo. Por eso mismo, luego de tener dos o tres pérdidas, la recomendación de las guías es estudiar genéticamente al embrión —o el material de aborto, como suele decirse—, un estudio costoso en términos económicos pero también en un sentido técnico: hay que hacer una punción antes de que se inicie la pérdida o recoger la muestra del tejido de un modo muy específico porque puede contaminarse y no servir para el análisis. Nunca dejé de preguntarme en qué clase de mundo demente vivimos, en el que podés poner un moco en un plástico y enterarte al instante si tenés un virus originado en otro hemisferio hace apenas cuatro años, u observar la luz de una estrella que ya no existe, pero no podés sacarte sangre o poner en un frasco estéril unos tejidos expulsados y saber si ese embarazo tenía algún problema genético o no para, al fin, terminar el asunto con una respuesta clara sobre por qué perdiste ese embarazo. Simplemente, no funciona así: tener ese dato es muy caro, complejo y sofisticado, y ni hablar si no estamos cerca de alguna gran ciudad que tenga un centro de genética.

Jennie Agg, en su libro Life, Almost muestra diversos problemas en relación a la investigación gracias a que pudo entrevistar a quienes estuvieron a cargo de The Lancet Series y a otros reconocidos especialistas del Reino Unido que investigan sobre aborto temprano. Todos ellos coinciden en que la falta de hallazgos más sólidos y opciones terapéuticas más avanzadas se debe, a nivel global, a una subestimación ideológica del problema. Según Nick Macklon, uno de los mayores especialistas del mundo en medicina reproductiva, implantación y aborto temprano, también hay problemas vinculados a lo metodológico y a las preguntas de investigación: muchos estudios sobre posibles tratamientos tienden a reclutar mujeres sin distinguir las causas de sus abortos, como si todos los abortos espontáneos recurrentes fueran comparables. Y justamente, se trata de lo contrario. A causa de esto, varios ensayos grandes y de calidad aún no pudieron mostrar beneficios claros y distintivos de determinados tratamientos, aunque algunos de ellos podrían, en efecto, funcionar para algunas pacientes. Soledad Mayol, médica e investigadora miembro de un equipo que estudia en Argentina la posible relación entre microbiota y problemas de fertilidad, me mencionó, justamente, este problema como una de las causas para reunir evidencia más robusta: son tantos los factores intervinientes que poder aislar un buen número de casos, adecuado para probar las asociaciones, es muy complejo y requiere más tiempo y más financiación.

Además de todo lo anterior, existe una gran complejidad propia de la biología del embarazo temprano que impone desafíos técnicos muy grandes a la posibilidad de investigar más factores. Los primeros momentos del embarazo —que son clave— son en verdad una caja negra: se trata de aquellos días que van desde que se produce la implantación —es decir, el momento en el que el blastocisto se pega al endometrio— hasta el momento en que pueden visualizarse las estructuras embrionarias en una ecografía, aproximadamente en la semana 6 de gestación. Obviamente, no se puede hacer una exploración de ningún tipo in vivo, porque eso implicaría dañar al embrión. En este período de pocos días, se produce un diálogo crucial entre embrión y endometrio que es la clave para la comprensión de la pérdida del embarazo o del fallo en la implantación debido a todos los factores inmunes, hormonales y anatómicos que se juegan. Una opción para estudiarlo mejor podría ser el desarrollo de embriones en el laboratorio más allá de los 14 días (que es el máximo tiempo que la ciencia logró cultivar un embrión humano), pero esto no está permitido por motivos éticos. En Life, Almost se menciona un hallazgo muy reciente que también puede leerse de primera mano en el sitio que crearon los investigadores: en 2021, gracias a una donación de tejido de una mujer que interrumpió su embarazo, un grupo de científicos de las universidades de Oxford y del Helmholtz Zentrum München de Alemania pudo estudiar un embrión humano entre los días 16 y 19 postfertilización. Lograron establecer un mapeo génico y ello podría permitir, a futuro, conocer numerosos procesos de la biología del desarrollo que parecen muy prometedores para entender la pérdida temprana y el fallo de implantación en fertilización asistida.

También hay diversas líneas de indagación muy específicas en el campo de la inmunología y que aún no tienen impacto en el diagnóstico y el tratamiento en un sentido masivo. Las alternativas terapéuticas que estos campos ofrecen —y que numerosos pacientes utilizan— aún no son del todo aceptadas y recomendadas en los consensos internacionales de obstetricia y medicina reproductiva. Que no se recomienden no quiere decir que no funcionen de plano o que eventualmente no puedan funcionar, sino que a la fecha, se espera evidencia más sólida y esto quiere decir, en general, más estudios y con más casos. En el estado actual de los hallazgos y vacancias en relación al aborto de repetición, los pacientes quedamos en una posición compleja, parados justo en el medio de un campo de conocimiento global aún en desarrollo y del sistema médico terapéutico a quien le imploramos soluciones y no paramos de preguntarle ¿por qué me pasó otra vez? ¿Me va a volver a pasar? 

Cuando estuve ahí, tomé las decisiones que pude y un poco las que quise, hice mi propio recorrido y también pude observar a otras personas, tanto en sus caminos personales como en las dinámicas de comunidad que generamos. Yo inicié mi carrera a partir de la genética y la medicina reproductiva, otras personas lo hacen, por ejemplo, desde el consultorio del hematólogo. Cuando los abortos se empiezan a suceder, nos lanzamos a buscar más y más soluciones e información y, eventualmente, peregrinamos por distintos especialistas, la diferencia de enfoques sobre el mismo problema suele tornarse abrumadora. A veces, estas diferencias se trasladan a los foros de opiniones, a las comunidades o a los seguidores de determinadas instituciones o especialistas-eminencia. Algunos de ellos recomiendan dietas o restricciones alimentarias, otros indican estudios muy específicos y costosos, otros invitan a probar algunas drogas que podrían funcionar, y que para algunas mujeres, de hecho, parecen funcionar. También escuché acusaciones cruzadas: recuerdo que una vez un genetista me dijo, en relación al tratamiento que finalmente trajo a mi hija, que no lo hiciera porque no era seguro, que la reproducción asistida mezclaba cosas que la naturaleza no mezclaba, y remató: “no sé qué te habrán querido vender”. Para otros, el negocio es enchufarle la heparina a todas o también el curro de los análisis de endometrio. Pero más allá de las disidencias —en ocasiones, abismales— entre colegas o del supuesto daño que me pudiera causar, lo cierto es que quizás el genetista tenía un punto. Al fin y al cabo, los laboratorios de fertilización asistida mezclan cosas que la naturaleza no mezcla. Por eso mismo existen.  

Creo que es un problema hablar de negocio o kiosco para referir a un campo de estudios o a un tratamiento porque toda la conspiranoia en torno al negocio de la medicina es el primer paso para no decir absolutamente nada relevante y para otra cosa que es peor: no discutir en el plano científico lo que hay que discutir. Esto no quiere decir que no existan chantas o que no existan profesionales que quieran hacerse ricos o publicar más papers, o que, simplemente quieran solucionar el problema de sus pacientes a toda costa, sino que las explicaciones tan sencillas y conspirativas nunca se ajustan a lo real. En general, lo que yo encontré son distintos especialistas —algunos médicos, otros, investigadores— que manejan un conjunto de conocimientos compartidos en distintas subdisciplinas y que tienen evidencias producidas bajo las reglas del método científico, algunas con más o con menos tiempo y datos acumulados y solidez que otras. Todos ellos creen en esas evidencias y en los resultados que van obteniendo. Posiblemente, muchos estén trabajando en falso, otros estén descubriendo quizás la clave de mejoras significativas, y otros prefieran manejarse en un terreno más conocido y probado. También encontré que estos campos parecen dialogar más entre sí que entre distintas subdisciplinas, aun al tratar a los pacientes, que además de sufrir muchísimo, están en condiciones de máxima vulnerabilidad y tienen al tiempo jugándoles en contra. 

Del otro lado, también encontré que se suele hablar poco, o casi nada, de la responsabilidad que tenemos los pacientes para con nosotros mismos. En muchos casos solemos reemplazar la responsabilidad con tristeza, indignación y culpa. La responsabilidad no es perdonar o pasar por alto los malos tratos o incluso los abusos de los médicos o del sistema médico, es la capacidad de poder mirarnos a nosotros mismos y el lugar que ocupamos —y que a veces elegimos ocupar— en ese engranaje. Podemos huir de la responsabilidad, pero tengo la intuición de que los efectos no son buenos. De hecho, yo misma pude comprobar que darse el lujo de sentirse demasiado triste y demasiado herido y quedarse demasiado tiempo ahí puede terminar costando bastante caro. Ni siquiera sé cómo definir bien la responsabilidad para con uno mismo, imagino que es algo más que pasar noches interminables confrontando la palabra de los médicos con Google. Capaz tenga más que ver con qué actitud tomamos: qué datos aceptamos, qué porcentaje de solución escuchamos, qué somos capaces de admitir como un problema, qué estamos dispuestos a arriesgar, en qué medida podemos reconocer las ilusiones que nos sostienen y en qué medida podemos reconocerlas como ilusiones antes que como posibilidades. Aunque seamos los pacientes más vulnerables del mundo, nadie nos puede ahorrar esa responsabilidad.

Insistir en la idea de que el aborto temprano importa y que deberían destinarse mayores esfuerzos a promover la investigación y el diálogo entre especialistas no es un tema sectorial de un colectivo de mujeres o parejas que tiene una obsesión con llevar un bebé —un hijo biológico— a su casa (aunque si fuera así, tampoco debería ser un problema). Hace relativamente pocos años comenzó a circular en las publicaciones académicas en obstetricia y, sobre todo, en cardiología, un conjunto de hallazgos que muestran que existe una fuerte correlación entre aborto recurrente y enfermedad cardiovascular. Las mujeres que abortamos varias veces tenemos un riesgo muy aumentado en nuestra salud a futuro y tendemos a vivir menos. Por supuesto, los mecanismos concretos de esta asociación todavía no se conocen del todo, aunque algunas cosas se sospechan en relación con posibles problemas metabólicos que podrían causar ambos problemas. 

En general, haber atravesado una o varias pérdidas, aun cuando se resuelva con uno o varios hijos en brazos, no se olvida. No sólo porque hubo vidas o casi vidas que pasaron, sino porque aunque tengamos la relación más distante con el mundo espiritual, habríamos hecho cualquier cosa por que se quedaran, por que fueran, por conocerles los rostros, por que se cumplieran todas y cada una de las fechas que marcaba a futuro ese primer test positivo que nos colocaba en otro lugar del mundo, uno al que nunca terminábamos de pertenecer.

Siglas

Un año después de que nació mi hija, volví a entrar al mismo quirófano. Esa vez, para ligarme las trompas. Parecía la mejor opción en función de la etapa de mi vida en la que estaba y, sobre todo, de la tendencia a quedar embarazada y luego abortar. Ya era madre, tenía 43 años y un antecedente de hipertensión en el embarazo. Si en algún momento quería otro hijo, una búsqueda natural no era para nada una opción sensata. 

Antes de entrar a la cirugía, mientras esperaba en la camilla sola, sin anteojos y con una batita tipo ponchito con pintitas azules igual a la que usé el día del parto, sólo veía el blanco del quirófano y el movimiento de personas vestidas de amarillo yendo y viniendo. Fue la única vez que estuve totalmente tranquila en una situación similar, sin ninguna expectativa por el resultado. Era evidente el contraste con mis otras veces en un quirófano o en un ecógrafo con paredes blancas: las malas noticias, la preocupación, los mil y un eufemismos para nombrar lo que no iba bien o lo que parecía no ser del todo normal, el gel, los rollos de papel que frotaba para quitármelo entre incertidumbre y taquicardia, o el quirófano helado pero lleno de esperanza contenida cada vez que me extraía ovocitos para vitrificar. 

Tardaban bastante en venir a buscarme, así que también repasé otras escenas de mi derrotero: nombres de profesionales a quienes consulté, algunos excelentes y otros unos verdaderos fantasmas, los buenos consejos, los pésimos consejos, la empatía de unos y los malos tratos de otros, el palo santo humeando en el círculo de mujeres, el Japamala que colgué de mi cuello durante meses con una esforzadísima convicción que insistía en un posible beneficio o algún buen augurio, los bolsones de verduras y frutas orgánicas que compraba para nutrir mis células, la primera ecografía con latidos, el día que llegué a mi casa con un bebé vivo y sano y apoyé el huevito en el piso mientras el gato venía a ver y a oler qué era eso que habíamos traído, el pijama viejo con el que me metí al fin en mi cama con un bollito de dos kilos y medio arriba del pecho. 

 Apareció Guillermo y empezó a hablarme de cosas del procedimiento. Le hice chistes sobre qué se sentía en su carrera al clausurar una tan exitosa vida reproductiva. Él me hizo chistes sobre no estar tan seguro de que era el final porque había un embrión congelado y nunca se sabe

Entré al quirófano con una alegría bastante inédita y un poco fuera de lugar. Le sonreía a todo el mundo y Guillermo me iba señalando quién era quién porque sin los anteojos no veía absolutamente nada. 

 Cuando el anestesiólogo me despertó, lo miré y le dirigí mi primer pensamiento:

—¿Y Maite?

—¿Quién es Maite, tu bebé? —se metió una instrumentadora.

—Sí.

—¡Creo que está en tu casa! —respondió riéndose.

Un poco más tarde, entendí. 

No era un chiste eso que le dije a Guillermo. Ni tampoco la alegría era tan fuera de lugar.

 Mi vida reproductiva terminó al fin, y después de todo, de la mejor manera posible: con una beba de 11 meses que me estaba esperando en mi casa. Y también dejé de ser una buscadora compulsiva de embarazos y una abortadora habitual el día de la ligadura tubaria. Eso que dejé atrás fue una identidad hecha sobre un estigma, como dice Erving Goffman, una que habité como pude y que me quebró pero que en algún momento amenazó con volverse un poco cómoda, porque también así funcionan los estigmas. 

A veces me pregunto, igual, si la abandoné del todo.

Unos meses después de la cirugía tuve que pedirle a Guillermo un certificado de mi historia clínica para un trámite laboral bastante importante. Y ahí anotó: “Paciente de 44 años, 6G, 5 AB, 1C”. Varias veces había reparado en esas siglas al lado de mi nombre, acompañadas de distintos números que iban cambiando. En la jerga obstétrica significa: Paciente de 44 años, seis gestas, cinco abortos, una cesárea

Contar el vuelto 

Empecé a preparar el ajuar de mi hija en mi cabeza muchísimo tiempo antes de la semana 34, que es más o menos la época en que las embarazadas preparan el bolso. En los tiempos en que perdía embarazos y hacía mi investigación cuali, acompañada de los videos de YouTube, de Juana Crespo y los blogs, soñé con hacer y comprar muchas cosas. Concretarlas fue de los actos más reparadores que pude regalarme. Se llama bebés arcoíris a los que nacen después de una o varias pérdidas gestacionales o muertes perinatales. Son los bebés que —se dice— representan el sol y el color después de la tormenta. Me abracé para siempre a esa cursilería maravillosa. Compré batitas y baberos con arcoíris, mandé hacer un arcoíris con su nombre para la puerta de la internación y le pedí a mi prima Andrea, eximia tejedora, una manta con los siete colores para salir de la clínica. El empapelado de su cuarto tiene arcoíris y con arcoíris decoré las tortas de cumpleaños y las guirnaldas con las que festejamos su vida.  

Mi puerperio no se pareció en nada a lo que todos me dijeron que pasaría: angustia, cansancio, sentirse exhausta y confundida, el lado B de la maternidad. En realidad, no sé si no me pasó o me pasó y no lo registré o no me importó. Mi puerperio fue la contracara precisa de la pesadilla que había vivido. Tomé la licencia laboral más larga que los reglamentos me permitieron y la pasé en calzas gastadas y medias viejas sin otra actividad que atender, contemplar y amar a mi hija. Con Pato peleamos como nunca antes e intentamos dejarlo pasar y no transformar eso en un problema más. Me di el lujo de perderme, me olvidé de todo lo que antes me importaba, como la política y la vida académica, y me pareció un mejor plan vengarme de la diabetes gestacional con torta de ricota que iba a comprar despeinada, en pijama y con mi bebé en el fular.

Me encantaría escribir que mi carrera de pérdidas, frustraciones y tristeza, que se llevó puestos años maravillosos de la vida, como son aquellos del final de los treintas, transformó mi estigma en emblema y me hizo una mejor persona, más bondadosa, fuerte y sabia. Que reforzó mi empatía hacia los que sufren y se enroscan. También que el nacimiento de mi hija reparó todo ese dolor y sepultó la angustia y el resentimiento para siempre. Pero no fue así. La experiencia de las cinco pérdidas con sus procedimientos médicos asociados y un embarazo de alto riesgo me volvió miedosa e hipocondríaca y en ocasiones tuve que recurrir a la medicación psiquiátrica. Me quitó la inocencia y me mostró, de las formas más crueles, que, a veces, tu peor miedo se cumple y que incluso puede pasar varias veces. Que no hay cosas merecidas o inmerecidas, que las cosas ocurren y que el lugar que tanto rechazaste o temías ahora te toca a vos. Me volvió insegura, irascible e impaciente. Desde entonces, no soporto la queja inconducente ni la gente que se lamenta por cosas que tienen solución o hace de la debilidad una personalidad y una bandera, aunque a veces esa gente sea yo misma. La actitud resiliente que ejercité como una militancia me dejó una hija pero también me volvió más soberbia. Todos estos sentimientos y nuevos semblantes me generan rechazo y culpa y los llevo al diván de Daniela. Todavía no puedo del todo con ellos. 

Perdí varios amigos: a algunos los dejé ir porque fueron crueles y dijeron cosas de las que no hay retorno, no por la formalidad de lo que se debe o no decir, sino por lo que transparenta de la vida interior de quien es capaz de decirlas. Otros estuvieron totalmente desconectados de lo que me estaba pasando y del tenor que esto tenía y sólo me repetían una colección de lugares comunes. Nunca supe si no quisieron o no pudieron, pero a mí me dio lo mismo. Algunos de ellos estaban pasando lo mismo que yo y me lo ocultaron, y yo lo consideré una deshonestidad inadmisible para una amistad. Otros amigos me dejaron a mí: algunos sintieron que no les retribuí la compañía que me hicieron en mis días más oscuros y, cuando ellos me necesitaron, me encontraron ocupada, siempre en mis cosas o, más tarde, con el egocentrismo insoportable de las puérperas. Y otros me encontraron tóxica en mis llantos y en mi monotema. Me quedé bastante sola. 

Mi crecimiento profesional se detuvo por mucho tiempo. Cada oportunidad o demanda académica de mis directoras se posponía porque estaba perdiendo algún embarazo. También me quedé afuera de espacios laborales que mis colegas bancaron hasta que el trabajo se acumuló y alguien tuvo que hacerlo. Las convocatorias y llamados a concursos pasaban y yo no tuve cabeza para pedir una promoción o ganar algún concurso. Todavía tengo un montón de libros sin leer y artículos sin escribir.

Recurrí a Analía porque realmente quise darle una oportunidad a otras creencias y a las experiencias de otras personas que también deseaban y sufrían como yo. Fui honesta en el cariño y en el respeto que sentí hacia mis compañeras del círculo, sus vidas y sus búsquedas. Me traicioné bastante, coqueteé con el autoengaño y perdí tiempo, algo que en fertilidad vale oro. De todos modos, entendí que tener espacios de relajación es muy valioso y que conectarse con el cuerpo y sus sensaciones es importante, como medio y como fin. También aprendí que es necesario forzarse a ejercitar la humildad y jamás escupir para arriba: nunca sabés si vas a ser la chica que entra desesperada a un quirófano besando una medalla, como tampoco sabés si su vida no es más auténtica y digna que la tuya. Jamás me arrepentí de no haber buscado un hijo siendo más joven: ojalá nunca hubiera pasado por esto, pero no movería ni un milímetro el recorrido de mi carrera profesional o de mi vida en pareja en cada uno de los momentos en que elegí hacerlo. Busqué un hijo con el hombre que amo cuando lo creímos adecuado para nosotros y nos hicimos cargo de las consecuencias. No me inventé una familia teniendo hijos con cualquiera porque se me podía pasar el arroz como decía Juana Crespo en sus videos y creo que ese es el peor consejo que puede recibir una mujer. 

El nacimiento de mi hija le devolvió la alegría a mi familia, que venía muy golpeada por la enfermedad y la muerte. Mi madre, de 84, rejuveneció diez años y ahora hornea scones y muffins que su nieta devora mientras dice “Mmm… ¡rico!”. Mi hermano oficia de tío y abuelo y sube fotos de ella a sus redes sociales casi a diario. Para su cumpleaños le regaló una carpita de india que ocupa la mitad de su habitación. Mis sobrinos y primas festejan cada monería por todos los años en los que se preocuparon por mí en silencio respetuoso. Mis amigas de la secundaria, a quienes dejé plantadas infinidad de veces en los cumpleaños de sus hijos —porque los cumpleañitos me parecían un embole—, llenaron el pelotero de la mía un día que hizo 41° de sensación térmica. 

Mi amiga Natalia hoy tiene una cabellera brillante, larga y pesada. Atravesó su enfermedad y su recuperación sin recorrer la ruta de la boludez. Con Gera seguimos juntándonos a tomar cerveza cada seis meses y en nuestras conversaciones ya no hay tratamientos ni embriones, sino hijos. Y con Pato ya no dormimos abrazados porque en el medio de la cama duerme nuestra beba con un Stitch de peluche.

Cumplí mi deseo, ese que si no se cumplía, me hubiera arrastrado a un abismo del que no sé si hubiera podido salir. Quisiera decir que seguro que sí, que había otra buena vida posible para mí, como me invitaba a pensar Daniela, pero mentiría. No lo sé. El deseo me arrasó y sólo me quedó ir atrás de él. No es ningún mérito, quizás sea lo contrario: yo no fui capaz de hacer otra cosa más que insistir.

Sin medir nada, utilicé todos mis recursos biológicos, emocionales y económicos para tentar a la suerte una y otra vez: jugué a esa ruleta y lo conseguí en la séptima bola. Y, aunque finalmente fue de la mano de la ciencia, la verdad es que nada de lo que hice se hubiera concretado sin ese golpe de suerte final. 

Mi hija, como todos los hijos del mundo, es producto de un instante azaroso en el que las células hacen cosas que nosotros no podemos controlar de ninguna manera. Desde entonces, a la gente que me importa le deseo suerte, y no lo hago desde la magia, sino desde el conocimiento. Deseo suerte desde la racionalidad. ¿Un examen? ¡Suerte! ¿Una cita amorosa? ¡Suerte! Que la suerte esté de tu lado debería ser la única fórmula general de todos los verdaderos buenos deseos que se lanzan al universo. 

A Laura y a Guillermo

Marzo 2024