Crisis energética / Evidencias de límites al crecimiento
Valorización sistemática del suelo urbano / Informalización de circuitos laborales, comerciales y financieros
Web 1.0 / OGM
Cadenas globales de valor / Regulación global mediante sistema financiero (
Neoliberalismo progresista
Estados Unidos / Instituciones internacionales
1991: el capitalismo 3.1
“No odiás los lunes, odiás al capitalismo”, dice un graffiti. Pero hubo al menos un lunes que también odiaron los capitalistas: el 19 de octubre de 1987. Ese día el índice Dow Jones, que mide el desempeño bursátil de las principales firmas estadounidenses, cayó un 22 %. En los años previos se había difundido el uso de “seguros de cartera”, un programa computarizado que calculaba el precio óptimo de las acciones de una cartera y vendía o compraba automáticamente según subiera o bajara. En la víspera del lunes negro, el mercado se hizo volátil y los seguros de carteras vendieron, generando aun más pérdidas, que condujeron a más ventas, y así. Fue una crisis de madurez de dos tendencias nodales del capitalismo 3.0: la financiarización y la informatización. El resultado inmediato fue la emigración del flujo financiero a puertos más atractivos. Puntualmente a dos: la nueva economía digital y la vieja periferia, rebautizada “mercados emergentes”.
Antes de mapear esos dos destinos conviene registrar un cambio en el software institucional. Vimos que los gobiernos neoliberales de los años 80 tuvieron una función destructiva: replegarse y desinstalar las regulaciones del capitalismo 2.1. Apuntalaron esa deconstrucción económica con valores tradicionalistas, como contrapeso de la anomia que generaba semejante vaciamiento institucional. En los años 90 la gobernanza neoliberal se consolidó y desplegó sobre ese hardware transformado: redefinió nuevas regulaciones y creó un entorno para el nuevo tipo humano, aplicando una versión domesticada de los valores contraculturales de los 60: fluidez, deconstrucción, pluralismo. Se podría decir incluso que gobiernos progresistas como los de Clinton, Blair o Schröder fueron más eficaces en lograr las metas de Lippmann que conservadores como Reagan, Thatcher o Kohl.
Un laboratorio de ese cambio fueron las ciudades. En 1975 Nueva York sufría una crisis fiscal. Los bancos y el gobierno federal le dieron la espalda. La ciudad colapsó y aplicó un ajuste. Entonces los capitales volvieron y valorizaron el hardware urbano con desarrollos orientados al turismo y a los residentes “creativos” de clase media alta, desplazando a la clase trabajadora. Ese proceso de “gentrificación” o “regeneración cultural urbana” se practicó en las principales ciudades del Primer Mundo. En América Latina, con masas de pobreza urbana difíciles de desplazar, los desarrolladores se limitaron a restaurar los cascos históricos para atraer a jóvenes de clase media. En todos los casos, hubo una cooperación entre los Estados y el capital financiero para mercantilizar el suelo y su entorno mediante una puesta en valor cultural según criterios globales: street art, paraguas colgando, comida étnica. Los flujos tecnofinancieros siempre necesitaron un asiento estable. En el capitalismo 3.1 la ciudad industrial dejó lugar a una ciudad-mercancía, dedicada a los desarrollos urbanos: producir más ciudad para valorizarla constantemente.
La economía digital
En 1989 Tim Berners-Lee le propuso a la Organización Europea para la Investigación Nuclear crear un sistema para compartir información de manera sencilla. Para ello desarrolló una serie de lenguajes y protocolos (HTML, HTTP, URL) que conectaran sitios y documentos en una telaraña de hiperlinks, la World Wide Web. Si la internet había descubierto un “mundo virtual”, la web trazó las calles y señales de tránsito que nos permitirían pasear cómodos por él. Berners-Lee era totalmente consciente del sentido político de su innovación: hacer internet accesible para todos. En 1993 se creó Mosaic, el primer navegador web, en 1994 aparecieron Netscape, Yahoo! y Amazon; y en 1998, Google. La cantidad de websites pasó de 130 en 1993 a 100.000 en 1995, y los usuarios llegaron a 10 millones. En torno a la red se generó una ideología que combinaba rastros de la contracultura (Steward Brand dijo que la computadora era el nuevo LSD; John Barlow, letrista de Grateful Dead, contrapuso el potencial del ciberespacio con “los gigantes cansados” de la industria 2.0) con principios neoliberales (internet como metáfora del “orden espontáneo” de Hayek, la disrupción digital como “destrucción creativa”). Un think tank de la época ponderaba el efecto “desmasificador” de las nuevas tecnologías y la superación de “cualquier burocracia centralizada”. Con todo, la web era todavía un espacio marginal para el comercio: en 1997 las compras online no superaban el 13 % del total de compras. Para poder rentabilizar el flujo digital, las fuerzas antimercado debían controlarlo, territorializarlo.
La primera territorialización la encaró en 1995 el presidente de los Estados Unidos Bill Clinton, llegado al poder con el apoyo del sector electrónico e informático, al encargar la redacción de A framework for electronic commerce, documento marco para la creación de un ecosistema tecnoeconómico adecuado mediante subsidios, infraestructura y un endurecimiento de la política comercial exterior. Si la electrónica había sido capitaneada por Japón, la informática era la oportunidad de recuperar la hegemonía estadounidense. Esa supremacía se basaba tanto en fomentar la “destrucción creativa” mediante desregulaciones, como en proteger la propiedad con un sistema de patentes. Mercado y antimercado desde el Estado. La segunda territorialización vino de parte del capital concentrado. En 1998 la multinacional Procter & Gamble, especializada en bienes de consumo masivo, convocó a una conferencia de marketing digital en su sede central de Cincinnati para discutir las dificultades del sector. Un documento posterior concluyó que “los entornos informáticos en red y distribuidos, como internet, ofrecen posibilidades sin precedentes de llegar a la vida privada. La información sobre las personas es más accesible y más fácilmente combinada e integrada que en el mundo físico… Hay una tensión entre, por un lado, la necesidad que tienen los equipos de disponer de informaciones precisas sobre los consumidores individuales para poder desarrollar dispositivos dirigidos y, por otro lado, el derecho de los consumidores a la protección de su vida privada”. Todavía no habían nacido ni el siglo XXI ni la web 2.0, y ya estaba trazada la minería de datos.
Con todo, la revolución digital sólo intensificó un circuito de energía, información y organización que venía desarrollándose desde antes. Se agregó e interactuó con ese entorno junto a otros procesos, como el desarrollo de los OGM, que en los años 90 entraron agresivamente al mercado con el tomate Flav Savr, el maíz Starlink y la soja Roundup Ready de Monsanto. O la reestructuración urbana. El capitalismo 3.1 premió a aglomeraciones dinámicas como Silicon Valley y sus émulos exitosos (Tel Aviv, Bangalore, Shenzhen o Singapur): espacios con un tejido empresarial competitivo y abierto, y redes sociales físicas que permitían el intercambio de información, y la concentración y circulación de ingenieros e inversores. Las ciudades que priorizaron el verticalismo y la escala del capitalismo 2.0 quedaron rezagadas. No hubo “desespacialización” con el capitalismo 3.1: era importante estar en “donde las cosas pasan”. Asimismo, todas las aglomeraciones dinámicas que mencioné generaron espacios duramente segregados en su entorno: Gaza, las villas miseria de Rajendranagar o las zonas rurales chinas. Nada material se disuelve en el aire.
El tráfico de materias primas
Antes de pasar a los mercados emergentes, conviene hacer una parada material. El capitalismo 3.0 pudo sortear con éxito la escasez de recursos naturales proyectada en los años 70 gracias a un nuevo mercado global, abierto y dinamizado por los commodities traders, los grandes traficantes de materias primas. El comercio mundial de materias primas nació con el capitalismo, sólo basta con ver la historia del Grupo Louis-Dreyfus o los sōgō shōsha japoneses, pero es recién con la transnacionalización del capitalismo 2.1 que estos comerciantes pudieron operar en un sistema mundial integrado, al punto de que empresarios como Theodor Weisser se hicieron ricos traficando bienes entre los bloques comunista y capitalista. Con el capitalismo 3.0 se produjeron tres transformaciones que terminaron de definir a los commodities traders como jugadores autónomos y especializados, distintos de las compañías productoras, como Shell, y de los bancos que eventualmente comercian bienes primarios, como Goldman Sachs. La primera transformación fue la financiarización, que dotó a los traders de la liquidez necesaria para encarar operaciones comerciales de gran escala y altísimo riesgo: muchas transacciones se hacían y aún se hacen en territorios en guerra, bajo compromisos casi personales de pago futuro. La segunda fue la ola de nacionalizaciones de empresas petroleras que siguió a la crisis de 1973. Las siete grandes petroleras globales (Shell, Exxon, British Petroleum, Texaco, Gulf Oil, Mobil Oil y Chevron) perdieron participación en el comercio mundial de crudo y así muchas regiones quedaron aisladas de las redes globales. Los traders las reconectaron. La tercera transformación fue la crisis del bloque comunista: la transición china al capitalismo y la caída de la URSS abrieron nuevos mercados de consumo de commodities (esencialmente el chino), y nuevos oferentes de materias primas (los países de la ex URSS).
Los traficantes de materias primas conectan una oferta de bienes geográficamente dispersa, a veces aislada y otras veces directamente peligrosa 02En 2011 Ian Taylor, CEO y presidente de Vitol, la empresa comercializadora de petróleo más grande del mundo, viajó a Bengasi, Libia, en plena guerra civil y negoció con los rebeldes la provisión de naftas a cambio de petróleo crudo que la comercializadora recibiría al terminar la guerra. Los barcos de Vitol descargaban su material inflamable en puertos ubicados a pocos kilómetros de los combates., con su demanda en cualquier otro punto del globo. Su efecto neto es dinamizar el sistema, ampliar la disponibilidad de materias primas y financiar la producción en regiones sin acceso al crédito ni al capital extranjero, al precio de una enorme concentración e informalidad. El comercio global de materias primas está en manos de un reducido grupo de empresas, a veces conectadas entre sí, que se podrían enumerar en medio párrafo. El principal trader de los años 70 fue Phillip Brothers, de donde salió Marc Rich + Co, que fue el principal trader de los años 80, que se renombró Glencore cuando Rich cayó en desgracia. Hoy Glencore es el mayor comerciante mundial de metales y trigo, y uno de los mayores comerciantes de petróleo, seguido por Trafigura, otro desprendimiento de Rich abocado a los metales y el petróleo. Otros traders se enfocaron en un solo producto, como Vitol, que lidera el mercado petrolero, o Cargill, que domina el mercado de cereales.
El principal negocio de los traders es aprovechar las diferencias de precios y obtener un pequeño margen de beneficios sobre un gran volumen de operaciones. Al ser empresas que generalmente no cotizan en Bolsa (o se toman casi cuarenta años para hacerlo, como Glencore), no hacen pública su información y, al operar en los márgenes del sistema mundial —a veces en altamar, por fuera de cualquier regulación—, pueden apelar a todo tipo de prácticas turbias, cuando no directamente ilegales, para hacer negocios: evasión fiscal, sobornos, conspiraciones políticas, contaminación, etcétera.
Los “mercados emergentes”
Ya vimos cómo la crisis de deuda de los países periféricos a principios de los 80 allanó la aplicación de políticas neoliberales mediante planes de ajuste estructural. El regulador global dejó de ser el capital financiero para pasar a una especie de consorcio internacional formado por el FMI, el Departamento del Tesoro estadounidense, Wall Street y la flamante Organización Mundial del Comercio. Ese regulador global enmarcó la reestructuración de los diversos territorios por donde fluiría el capital liberado. “El sistema favorece al capital financiero, que puede elegir dónde quiere emplearse —dijo George Soros en 1998—. Podemos representarlo como un gigantesco sistema circulatorio”. Las empresas y naciones debieron salir a captar fondos a cambio de intereses o participación en los beneficios futuros. La vieja alianza entre bancos y corporaciones, tan exitosa en el capitalismo 2.0, en especial en Alemania y Japón, fue reemplazada por una conexión directa con los mercados financieros y los fondos de inversión, en los que Gran Bretaña y Estados Unidos tenían ventaja.
La financiarización transformó el sistema productivo: profundizó el offshoring y transformó al viejo capitalismo de gerentes en un capitalismo de accionistas, que imponían a las empresas sus metas de corto plazo. La financiación también dinamizó el mercado: entre 1975 y 2001 la competencia internacional creció. El aumento de las tasas de interés encareció al crédito, las empresas menos competitivas desaparecieron y las grandes transnacionales cerraron sus actividades menos rentables, redujeron sus operaciones a las competencias esenciales y desintegraron la producción internacionalmente para mantener los costos a raya. Se formaron complejas cadenas globales de valor que unían a las casas matrices de las transnacionales con proveedores dispersos por todo el mundo. No fue el capital financiero lo que se globalizó. Ya era global: en 2005 recién recuperó el nivel de 1890-1914. Lo que se globalizó fue el proceso productivo. Si el capitalismo 2.0 se basó en la internalización de los flujos dentro la empresa (Ford intentando cultivar árboles de caucho para fabricar sus propios neumáticos), la versión 3.0 promovió la externalización: tercerizar todo lo que pudiera tercerizarse. Pero hay que tener cuidado en llamar “mercado” a todo ese exterior por donde los bienes circulan.
La circulación de mercancías entre países puede darse de manera tradicional, comerciando bienes y servicios terminados en las condiciones de “mercado” altamente estandarizadas por la OMC. Otro caso es el de los bienes intermedios: la compra mayorista de bienes terminados por grandes firmas minoristas (Walmart, H&M) o por empresas fabless (fabricantes sin fábrica, como Nike) que agregan valor de branding, diseño o marketing para su comercialización final. También hay un mercado de bienes intermedios con subcontratistas, como Ford Motors importando radios de México para sus plantas de montaje en Detroit. En ambos casos, subcontratistas y compras mayoristas, hay un firma líder que concentra la demanda y aprovecha su posición dominante para presionar los precios de los bienes intermedios hacia abajo. Finalmente, hay redes jerárquicas y cerradas por donde circulan bienes, insumos, información, financiamiento, etcétera, por fuera del mercado (o por dentro de la empresa, según el punto de vista) entre una firma transnacional y sus proveedores, que pueden ser filiales en el exterior, subcontratistas con exclusividad, entre otros.
La posición que ocupara un país en las cadenas globales de valor determinaba su lugar en el mundo. Esto fomentó la competencia por captar el flujo tecnofinanciero no sólo entre países, sino entre bloques (NAFTA vs. Unión Europea), regiones (Silicon Valley vs. el delta del río de las Perlas) y ciudades (San Francisco vs. Shanghai), y aceleró los procesos de desregulación. El lugar de Estados Unidos en esa competencia dejó de ser regulador: estaba en juego su hegemonía tecnológica, cubría su déficit comercial con bonos del Tesoro y, terminada la Guerra Fría, ya ni siquiera tenía un compromiso en sostener las economías del Sudeste Asiático.
De manera que la fortuna de los “mercados emergentes” dependía de las cadenas globales de valor de cada empresa y de los flujos financieros que redirigían el FMI, el Tesoro y Wall Street. En 1994 Estados Unidos salió de su recesión y subió sus tasas de interés. Los dólares dispersos por el mundo volvieron a casa y se acabó la buena suerte. México debió devaluar y no pudo rescatar sus bonos en dólares. La crisis se expandió hasta Argentina, Brasil y Chile. En 1997 explotó una burbuja financiera en Tailandia, que devaluó su moneda y arrastró a todo el Sudeste Asiático, además de Corea del Sur y Japón, cuyo sistema bancario ya era obsoleto. En 1998 se derrumbó Rusia, que nunca se había recuperado de la transición. Al año siguiente terminó de caer Brasil y se llevó a Turquía, Ecuador y, grand finale, Argentina. Pero esa historia hay que contarla desde el principio.