Valorización sistemática del suelo / Ciclo inmoviliario / Déficit habitacional
Casta empresarial adaptativa / Consumo mayor que la producción / Inflación / Informalidad / Reseteo cambiario y extranjerización de activos
Tecnología industrial adaptativa / Siembra directa + OGM /Soja transgénica / Glifosato / Informatización rural
Retraso cambiario sistemático / Privatizaciones (
Reformas laboral y tributaria fallidas (
Integración a la hegemonía estadounidense
El neoliberalismo posible, 1990-2005
“Algún día tendrán un peso regulador fundamental en el país esas clases medias que en estos años viajaron al exterior y conocieron economías verdaderamente evolucionadas, mercados absolutamente competitivos, toda clase de productos al alcance cotidiano del público consumidor, la tenencia a voluntad de divisas sin sentirse un delincuente. Ese amor, ese descubrir la libertad económica a toda una generación joven de argentinos, algún día será más útil como arma política que todos los estatutos y regulaciones”. Así celebraba el diario Ámbito financiero el sexto aniversario de la dictadura, en marzo de 1982, cuando el “dólar barato” ya era un recuerdo, y definía al nuevo sujeto consumidor, profetizando el neoliberalismo democrático de los años 90.
Ámbito financiero había nacido en abril de 1976 como un diario acorde a los nuevos tiempos: 20 páginas informando las tasas de interés de todos los bancos, un mapa de la city porteña en la contratapa y un staff compacto de especialistas más preocupados por dar primicias que por chequearlas. Una batería de recursos mínimos apuntados a una misión clara: democratizar la información económica, transformar el lenguaje y la lógica financieros en parte del sentido común de los argentinos, o de ese nuevo ser social nacido en 1975.
Su fundador y director, Julio Ramos, un personaje de formación tardía e infancia desarraigada, a diferencia del resto de los liberales combinaba la ideología librecambista con una idea realista, casi sucia de la sociedad. Ponderaba el “carácter transgresor, entre hedonista y crematístico” de los argentinos, al punto de justificar el juego clandestino y el contrabando, entendía que la política es necesariamente corrupta y que el único partido capaz de lidiar con ella era el peronismo. Tras la idiosincrasia yuppie de Ámbito campeaba el sueño de un capitalismo plebeyo, gobernado escuetamente por algún caudillo pícaro que mantuviera el déficit a raya, y tan desregulado que hasta los más pobres tuvieran su oportunidad de mercado. Quizás por eso le interesó la campaña electoral de Carlos Menem en 1989, al punto de arreglar un encuentro secreto con él. De esa reunión concluyó que el riojano no tenía ideas económicas propias y que ese era su principal activo: un provinciano plebeyo con la fe de un peronista y el programa de un liberal.
Tres tiros
Menem llegó a la presidencia en plena hiperinflación sin ningún programa y con un gran problema: tenía que instalar el capitalismo 3.1 allí donde el 3.0 había fracasado: terminar la tarea destructiva de Martínez de Hoz y construir por fin un entorno neoliberal que se adaptara al hardware argentino, su nuevo sujeto social y sus pautas de consumo, ese “hedonismo crematístico”. Entre junio de 1989 y abril de 1991 Argentina vivió un periodo de caos, tanteo y experimentación que podemos ordenar en tres disparos que buscaban dar en el blanco de un neoliberalismo viable en Argentina.
El primer tiro apuntó al capital concentrado. Marginó a los economistas del gobierno y puso al frente del Ministerio a dos gerentes de Bunge & Born, Miguel Ángel Roig y Néstor Rapanelli, para aplicar un reseteo como tantos había habido desde 1958: subsidios para las empresas contratistas, ajuste del sector público y “dólar recontra alto” para ganar competitividad pulverizando salarios. Fue un electroshock aplicado sobre un cadáver, buscando estimular a un empresariado que hacía rato sabía hacer negocios con la decadencia y el caos.
El segundo tiro apuntó al liberalismo conservador clásico. Álvaro Alsogaray, eterno tecnócrata de ajustes y enemigo del “intervencionismo estatal”, ideó los planes del nuevo ministro de Economía, Erman González: privatización de casi todas las empresas estatales, reducción drástica del gasto público, apertura comercial, intransigencia total ante las huelgas, alineamiento irrestricto con Estados Unidos e incautación de los depósitos bancarios a cambio de un bono a diez años, el Bonex, para reducir la cantidad de dinero circulante. Lo que en la Inglaterra de Thatcher había llevado dos mandatos, en Argentina se ejecutó en cuestión de meses. Pero el “mercado” no premió el esfuerzo: a fines de 1990 una nueva corrida cambiaria disparó la inflación otra vez. Decía Ramos: “el grueso de la gente —que es el mercado: una forma donde la gente opina y vota día a día— llega a percibir lo mismo, ahí se produce el golpe de mercado”.
Sin embargo, el trabajo sucio estaba mayormente hecho y afuera comenzaba a salir el sol: Estados Unidos ofreció un refinanciamiento de la deuda externa y la puesta en marcha del Mercosur, acordada en 1986, permitió aumentar las exportaciones. En abril de 1991 el nuevo ministro de Economía Domingo Cavallo envió al Congreso el proyecto de ley de convertibilidad de la moneda. Era el tercer tiro del neoliberalismo argentino, el que daría en el blanco.
La convertibilidad era una herramienta vetusta que se había aplicado entre 1899 y 1929: atar la moneda local al dólar —ya no había patrón oro ni patrón dólar global— para desatarla de todas las variables internas (salarios, intereses, expectativas). Era como trabar con un palo un engranaje económico fuera de control. El propio Cavallo se había burlado de la propuesta un año antes y el FMI la desaconsejó severamente. La ley ni siquiera respetaba las reglas de una verdadera convertibilidad: no garantizaba que cada peso estuviera respaldado por un dólar (el 20 % de las reservas podían estar en bonos y no cubrían los depósitos bancarios) y autorizaba al Banco Central a vender dólares por menos de un peso para sostener la cotización, como lo hizo para atajar la corridas bancarias de 1992 y 1994. Pero esta herramienta monetaria decimonónica se transformó en la política económica más exitosa y consensuada del capitalismo 3.1 argentino. Y lo hizo respetando el punto más sensible del consumidor argentino: el “dólar barato”. Una vez más, el capitalismo 3.1 argentino no era ni austero ni exportador: era consumidor. E insustentable en el mediano plazo.
Vida y muerte de la convertibilidad
Si bien para 1992 ya se dejaba sentir la rigidez de un tipo de cambio poco competitivo, hasta 1995 permitió la regeneración del software empresario: la estabilidad macroeconómica ordenó las expectativas, el tipo de cambio fijo permitió incorporar capital, sea tecnología o crédito externo, y la apertura económica estimuló un incremento de la productividad. El sector servicios creció y se modernizó con las privatizaciones, pero sin alterar el hardware empresario: las licitaciones no sólo consagraron monopolios, sino que beneficiaron al viejo capital concentrado local con todos sus vicios, pese a la intención de Cavallo de abrirlas a capitales extranjeros.
La industria perdió el ecosistema que la había hecho posible durante el capitalismo 2.0: subsidios, mercado interno cerrado y un conjunto de instituciones públicas de respaldo. El resultado no fue tanto una desindustrialización como una concentración: aumentaron las exportaciones de productos manufacturados, pero se redujo la cantidad de empresas, y con ello el empleo industrial. El valor agregado industrial por habitante creció hasta 1995 y se desplomó desde 1998. Las industrias petroleras, química, plástica y alimenticia crecieron y llegaron a exportar. Las ramas electrónica, textil y de producción de maquinaria y equipos no resistieron la apertura. Algunas empresas pudieron adaptarse a la producción de series cortas. Otras redujeron costos importando partes clave de sus productos, lo que implicaba menor valor agregado, menor empleo y una peligrosa dependencia del “dólar barato”. El sector automotriz mantuvo la protección arancelaria y se desintegró en las cadenas globales de valor: distribuyó su proceso productivo entre Argentina y Brasil, y aumentó la cantidad de partes importadas. El caso más exitoso fue Toyota, que apostó por la concentración exportadora y especializó su planta de Zárate en pickups para venderlas a toda Sudamérica.
En 1995 se fueron los últimos dólares baratos. Estados Unidos subió sus tasas de interés, el dólar se encareció y arrastró al peso, quitándole competitividad: para 1999 la moneda argentina valía 40,8 % más que el euro y 55,8 % más que el real, lo que afectaba la mitad de sus exportaciones y encarecía su producción interna ante las importaciones. La industria se redujo aún más y el sector terciario no llegó a absorber el trabajo desplazado. Los barrios industriales se llenaron de hombres de mediana edad desempleados cuyas esposas limpiaban casas por hora mientras los hijos intentaban entrar como repositores a un supermercado. El “dólar barato” salía caro: el país debía endeudarse cada vez más para mantener la convertibilidad. La recesión favoreció medidas de corto plazo: mientras la reforma laboral y el ajuste fiscal de las provincias quedaron en la nada, en 1998 se malvendió YPF a Repsol, una cadena española de estaciones de servicio. Desde ese año el estancamiento económico se pagó con deuda externa, y la deuda, con un ajuste que aumentaba la recesión y el estancamiento. Ese ciclo se espiralizó sin que nadie se atreviera a tocar el “dólar barato” hasta que en 2001 hubo que tocar, una vez más, los depósitos bancarios. Arrinconado por el estallido social y la inviabilidad de la convertibilidad, el gobierno de unidad nacional de 2002 tomó tres decisiones críticas: devaluó el peso, restableció las retenciones a las exportaciones, y con ellas financió transferencias a la población más pobre. Estas tres medidas catastróficas no sólo no alteraron el hardware heredado, sino que lo hicieron más sustentable. Creyendo terminar con el neoliberalismo, el 2001 perfeccionó el capitalismo 3.1.
Las derivas del hardware
Es una tentación narrar el capitalismo 3.0 desde sus grandes crisis y rupturas dado que coinciden con un periodo muy inestable de la economía argentina. Pero también hubo continuidades: los movimientos del hardware son más lentos y no responden de manera lineal ni inmediata a las decisiones políticas. En esas derivas se pueden ver los efectos más duraderos del capitalismo 3.0 en Argentina.
Un ejemplo de continuidad son las grandes empresas 2.0 que lograron sobrevivir y crecer bajo el capitalismo 3.0 gracias a su diversificación, aprovechando sucesivamente los capullos antimercado del proteccionismo, los contratos estatales y las privatizaciones sin competencia para dominar el mercado local y luego proyectarse globalmente. Vale la pena repasar algunos nombres. El caso más notorio es Bunge & Born: fundada en 1884 como exportadora de granos, desde los años 50 se amplió a la industria alimenticia con marcas propias (Blancaflor, Exquisita) o adquiridas (Fanacoa, Matarazzo). Para los años 90 controlaba 44 empresas del sector, además de otras como la pinturería Alba o la textil Grafa. Similar es el caso de Sociedad Comercial del Plata, de la familia Soldati, creada como compañía inmobiliaria en los años 20. En 1976 se volcó al sector eléctrico y en los 90 aprovechó las privatizaciones para diversificarse hacia los servicios públicos y el transporte.
Muchas de estas empresas crecieron proveyendo a un cliente seguro: el Estado. Franco Macri se consolidó como constructor en los años 50 y 60 gracias a contratos de obra pública. En 1976 fundó Socma, con la cual siguió ganando contratos al tiempo que se diversificó al sector financiero, energético, inmobiliario y automotriz, y logró expandirse a Sudamérica. En los años 90 ganó licitaciones de peajes y correo. Otra empresa que aprovechó la obra pública fue la cementera Loma Negra, fundada por Alfredo Fortabat en 1926 en el pueblo homónimo de Olavarría. “En Loma Negra, donde no había iglesia ni curas, el único dios era Fortabat —recuerda Henryk Jaskuła, exempleado—. Se cambió el nombre de esa aldea a ‘Villa Alfredo Fortabat’. Las direcciones de las calles fueron cambiadas en 90 grados, no hacia el centro, donde había dos boliches y un bar, sino en dirección a la fábrica, porque el camino natural para el obrero era el que conducía directamente a la fábrica”. Fortabat murió en 1976 y su viuda, Amalia Lacroze, expandió la empresa adquiriendo otras cementeras y, ya en los 90, plantas industriales y el FC Roca cargas. Henryk volvió a su Polonia natal y se recibió de ingeniero; su hermano Bolek se quedó en Argentina y terminó siendo mi abuelo.
Dos gigantes del capitalismo local crecieron sobre los hombros de YPF. Techint fue fundada en Italia en 1945 por la familia Rocca y al año siguiente se trasladó a Argentina. Logró proveer a YPF de caños sin costura, producto que la proyectó internacionalmente. En 1976 comenzó un proceso de diversificación y adquisiciones y fue armando una red global que para los años 90 cotizaba en Wall Street. El otro caso es Bridas, la empresa de la familia Bulgheroni fundada en 1948 como fabricante de, justamente, bridas, unos anillos para unir tubos de petróleo. En los años 80, los Bulgheroni abrieron tres frentes para sacarle plata al Estado: una querella contra YPF por pagos adeudados a Bridas, una deuda con el Banco Central pidiendo redescuentos (auxilios) para su Banco del Interior y Buenos Aires, y una papelera en Tucumán para aprovechar los beneficios de la ley de promoción industrial y diferir impuestos de sus otras empresas. En los 90 se volcaron a los hidrocarburos con Pan American Energy, asociándose con petroleras internacionales, y se expandieron al norte de África, Europa del Este y las estepas de Asia Central. Carlos Bulgheroni llegó a negociar con los talibanes la construcción de un gasoducto que cruzara Afganistán.
En la Argentina 3.0, el tejido empresarial
La ciudad
Un rasgo global del capitalismo 3.1 es la reconversión de las ciudades industriales mediante la valorización de la superficie. En 1977 se sancionaron dos normativas que encarecieron y concentraron el suelo a ambos lados de la avenida General Paz. Por un lado, el decreto ley de “Ordenamiento Territorial y Usos de Suelo en la Provincia de Buenos Aires”, con la intención de abrir espacios verdes, estableció superficies mínimas por habitante, desincentivó la densificación y marginó la venta de parcelas chicas a zonas sin valor. El artículo 64 reconocía a los “clubes de campo” como “una urbanización privada especial” en áreas no urbanas. En rigor, los “clubes de campo” databan de 1945 pero estaban pensados y taxados como viviendas de fin de semana. Para los años 70 ya se habían transformado en barrios cerrados de residencia permanente.
Por otro lado, el Código de Planeamiento Urbano porteño redujo la superficie edificable y le dio prioridad a los desarrollos de “perímetro libre”, es decir, las torres que desde los años 60 se levantaban en Belgrano y Retiro: edificios altos con servicios propios, pensados para no salir, que replican el aislamiento del barrio cerrado en plena ciudad y rompen el tejido urbano y el espacio público. Este nuevo marco redirigió el flujo financiero hacia las hormigoneras. Entre 1975 y 1979 la construcción alcanzó su máxima participación histórica en el PBI: 8,2 %. La industria de la ciudad 3.0 pasaba a ser el desarrollo urbano y la valorización del suelo lo hizo menos accesible. La inversión pública en vivienda fue menguando y la urbanización quedó en manos de desarrolladores privados con espalda financiera y proyectos de escala. Complementariamente, también en 1977 se retomó el Plan de Erradicación de Villas de Emergencia de 1968 pero con mayor agresividad. La ciudad de Buenos Aires redujo por la fuerza a su población villera a un 5 %: de 213.823 personas en 1976 a 12.593 en 1983. También hubo erradicaciones en Rosario y Córdoba, a veces con motivo de obras públicas (como el traslado del puerto de Rosario) o de grandes eventos (como el Mundial de 1978). La mayoría de las personas desplazadas terminaron en asentamientos periféricos de peores condiciones. Desde fines de los 80 las villas se repoblaron. No se puede con el hardware.
El desarrollo urbano se adaptó a la inestabilidad del capitalismo 3.0 argentino. Ningún ciclo inmobiliario duró más de seis años: al auge de los 70 le siguieron las crisis de los 80; y al de la convertibilidad le siguió la recesión de 1995-2004. La especulación inmobiliaria es un fenómeno global, la particularidad local fue emplear al inmueble como reserva de valor contra la inestabilidad monetaria: usar al ladrillo como moneda. Los inmuebles se dolarizaron y se montaron a los reseteos cíclicos: durante las crisis, el dólar se valoriza y el precio del metro cuadrado baja; en los periodos de crecimiento, los inmuebles toman la delantera y hay una inyección de dólares en la construcción. Así ocurrió en los años 90 tanto con la regeneración de espacios urbanos (Puerto Madero, Palermo), como con los barrios privados, aprovechando la remodelación de la Panamericana. Y así volvió a ocurrir en 2005-2011.
Cada ciclo encareció más el suelo urbano y excluyó a más personas. Para los años 80 el déficit habitacional alcanzaba los tres millones de viviendas. La situación se morigeró levemente en los años 90 gracias al crédito hipotecario, pero la crisis de la convertibilidad retornó la situación al punto inicial. El búfer volvió a ser la vivienda informal: las villas de emergencia se multiplicaron, y entre 1991 y 2001 la población villera se duplicó. En ese flujo humano hubo tanto “nuevos pobres” generados por las crisis como migrantes atraídos por el “dólar barato” y las oportunidades del desarrollo urbano. En las malas y en las buenas, en la riqueza y en la pobreza, las villas crecen. Siempre.
El tren
Argentina será un suelo de torres, villas y barrios privados. El mapa de la segregación se completa con la degradación del transporte ferroviario. La causa fue su desconexión de los circuitos del capital, como ya vimos, pero aquí también hay que rastrear procesos largos. Desde los comienzos del tendido vial pavimentado en los años 30, las rutas y autopistas compitieron con el ferrocarril en lugar de complementarse con él. La desinversión ferroviaria de los años 30 y la nacionalización de los 40 (que subsidiaba el transporte de pasajeros a costa del de carga) fueron empujando al transporte de carga hacia las rutas, que no paraban de extenderse. El ferrocarril fue desconectándose del proceso productivo y comercial, y empezó a ser percibido por una sociedad crecientemente motorizada como un gasto público sin retribución.
Durante los años 60 y 70 el déficit de las empresas ferroviarias creció, con un exceso de personal de alrededor del 30 %, y la campaña política en su contra se intensificó. En 1961 se aplicó un “plan de racionalización” que levantó unos 4000 kilómetros de vías. En 1976 se retomó el ajuste: la red se redujo y el parque rodante, en gran parte obsoleto, no se renovó y se achicó a menos de la mitad. Las partidas presupuestarias se recortaron y los ferrocarriles debieron financiarse con deuda externa. Así, lejos de resolver el problema, el ajuste lo agravó: los ferrocarriles se endeudaron y redujeron su servicio sin mejorar su calidad. La privatización en los años 90 terminó de definir la tendencia. El tendido se contrajo de 35.500 a 11.000 km, el ferrocarril quedó encajonado en el área metropolitana con algunos servicios malos de larga distancia. El Estado siguió aportando recursos a través de subsidios y la compra de insumos.
El capitalismo 3.0 argentino decidió depender de las rutas y los camiones, y el ferrocarril dejó de ser una herramienta de desarrollo nacional para transformarse en un gasto social y una cuestión metropolitana: un medio barato y de mala calidad para transportar trabajadores de la ciudad de Buenos Aires a sus suburbios. Si bien hubo inversiones públicas, como la electrificación de la línea Roca, o privadas, como la puesta en valor turístico del Tren de la Costa, el déficit y retraso no se corrigieron. Hasta una parte de la clase trabajadora evitaba el transporte público, y lo sigue haciendo, gracias a un extenso mercado formal e informal de automóviles usados, incluso obsoletos.
El campo
Durante los años 70 y 80 el sector agrícola se expandió hasta superar sus máximos históricos. Aquí también se trató de continuidades, procesos que venían desde los años 60 y se prolongaron hasta el nuevo siglo. El principal motor fue la tecnología: más y mejores tractores, fitosanitarios (venenos) y, sobre todo, semillas híbridas. El flujo tecnológico homogeneizó la producción rural y afectó al tejido empresario más allá de la tranquera. Los tractores eran casi todos de fabricación nacional; las semillas híbridas, cuya investigación y desarrollo corrió por cuenta de organismos públicos o empresas nacionales, para la década del 80 estaban concentradas en tres firmas, una local (Nidera) y dos extranjeras (Monsanto y Syngenta).
Otra transformación fue la tercerización: contratos cortos de provisión de maquinaria y trabajo que flexibilizaron la disponibilidad de factores productivos. La tercerización tuvo un catalizador inesperado, casi catastrófico: las inundaciones de 1985. “Para mí el momento más iluminado fue en 1986 —recuerda el sojero Gustavo Grobocopatel—. Grandes extensiones de tierra en toda la provincia de Buenos Aires estaban inundadas, incluyendo el campo de mi familia, y el consenso entre los agricultores era que la tierra necesitaba descansar para prevenir la salinización. Entonces, ese primer año de 1987, arrendé 1000 hectáreas de tierra inundada gratis y prometí devolvérselas a los propietarios como tierras de pastoreo. Funcionó, e hicimos mucho dinero. En 1989 descubrimos la segunda piedra fundacional. Queríamos arrendar 10.000 hectáreas pero no teníamos las maquinarias ni la gente para operar toda esta tierra. Entonces los contratamos también. Desde aquel día, Los Grobo es una red, una red basada en el conocimiento”.
Si limpiamos la cascarilla jactanciosa de Grobocopatel, nos quedan las semillas de verdad. A esta altura del libro resulta obvio repetir que los flujos de información forman parte de cualquier software económico desde el Neolítico. La novedad 3.0 es una mayor incertidumbre (ambiental y financiera) que se compensa con una menor territorialización: la tierra, el capital y el trabajo son ajenos. La inestabilidad del capitalismo 3.0 local aclimató a una subespecie de capitalistas sin capital, que participa de la financiarización e informatización del capitalismo 3.0 global. El capitalismo agrario 1.0 había dejado la tierra fuera del mercado mediante prácticas como el arrendamiento. Pero terminó siendo un activo pesado, fijo, siempre expuesto a las vueltas del clima y del gobierno. Ahora la versión 3.0 la integró a un flujo financiero e informático que prioriza la velocidad. El hardware se hizo software.
El software sojero
Pero este software también necesita soportes físicos y factores antimercado. Voy a tomar un caso célebre. La soja llegó a la Argentina en 1862 y no comenzó a exportarse hasta exactamente 100 años después. Durante ese siglo hubo consumo interno (las aceiteras cordobesas, pero también un extraño “café de soja” de moda entre los productores), cultivos experimentales para adaptar la semilla y hasta tutoriales bizarros (en los años 30 la revista Chacra aconsejaba rebozar las semillas en un caldo con 4 litros de agua, 180 gramos de cola y tierra hidrogenada con rhizobium). Bajo el estímulo del mercado y la protección del Estado se formó un ecosistema de técnicos e inversores que testearon semillas hasta dar con la cultivable en suelo argentino.
En 1969 los agrónomos Antonio Pascale y Carlos Remussi publicaron los resultados de sus siembras experimentales. Su conclusión era una esperanza, un consejo y una advertencia: la soja era cultivable en Argentina si se empleaban germoplasmas estadounidenses, de clima similar al pampeano, pero la planta, de poca altura y crecimiento lento, se defendía mal de las malezas y los insectos. En 1974 Armando Palau, subsecretario de Agricultura de Perón, envió dos aviones de la Fuerza Aérea a buscar variedades de soja aptas a Estados Unidos. En 1976 dos multinacionales instalaron programas de desarrollo sojero en el país. Y en 1978 se presentó la primera variedad local de soja. Para 1979 Argentina había superado a Brasil como productor sojero. Por debajo de gobiernos dispuestos a aniquilarse entre sí, se desarrollaba lento y sin pausa el capitalismo 3.0 agrario argentino.
El asiento definitivo del nuevo software rural fueron la siembra directa, el glifosato y las semillas transgénicas. En 1976 Rogelio Fogante y Jorge Romagnoli sembraron soja sobre lotes de trigo recién cosechados, sin arar la tierra. Buscaban evitar la oxidación de la materia orgánica, aprovechar la humedad de los rastrojos y acelerar la rotación entre el ganado —con capas de bosta y osamenta— y el cultivo. El primer problema era adaptar la maquinaria para que no se trabara en el barbecho húmedo. Los productores armaron varios transformers caseros con cosechadoras viejas hasta que en 1978 Agrometal se alió con el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria para mejorar diseños estadounidenses. El segundo problema eran las malezas e insectos, tal como habían advertido Pascale y Remussi. Había sonado la hora del glifosato. Patentado en 1971 por Monsanto como Roundup, el glifosato es un herbicida de amplio espectro, capaz de matarlo todo en una sola aplicación. El problema era que también mataba a la soja. Sería necesaria una soja inmune al veneno, una soja con la resistencia de plantas más fuertes, una soja con otros genes. Puntualmente, los de la bacteria Agrobacterium tumefaciens. La Roundup Ready, o simplemente RR, es la soja transgénica lista para ser rociada con Roundup. Los genes son de Dios o la Naturaleza, lo que patentó Monsanto es el evento transgénico, la tecnología que permite insertar un gen en otro. Un proceso lento y caro que pueden afrontar gigantes cuyas cabezas se yerguen más allá del bien y del mal. Como Monsanto.
En 1987 un ya veterano Armando Palau asesoraba al gobernador de la provincia de Buenos Aires, Antonio Cafiero, y le recomendó a su discípulo: Felipe Solá. Cafiero no llegó a ser presidente pero Solá llegó a ser secretario de Agricultura de la Nación. En 1996 aprobó el cultivo de OGM y la RR ingresó al país. Del evento transgénico a la semilla que será arrojada a la tierra hay un largo trecho, que cubren los obtentores y multiplicadores. Los primeros se dedican a obtener el germoplasma, el chasis que rodea al motor de Monsanto, probando y cruzando ADN hasta adaptarlo al suelo local. Luego, las empresas multiplicadoras reproducen y comercializan las variedades obtenidas. Por detrás de este tejido empresarial funcionaba un complejo software público y privado: el INTA, el Instituto Nacional de Semillas, la Asociación Semilleros Argentinos y el Instituto de Agrobiotecnología de Rosario, apoyado por el CONICET y por accionistas privados.
Para 1996, alrededor de 50.000 productores argentinos contaban con un sistema de siembra directa perfeccionado, un herbicida unificado de aplicación sencilla y semillas transgénicas adaptadas al suelo local. El capitalismo agrario 3.1 remapeó el país: 5 millones de hectáreas pasaron de la ganadería a la agricultura. La soja desplazó al maíz, que desplazó a su vez al ganado, que a su vez se refugió en explotaciones mixtas del sur de Buenos Aires. Incluso el Valle de Río Negro redujo los cultivos frutales para hacerle lugar a la soja. Las semillas transgénicas empujaron la frontera agrícola hasta provincias ajenas al circuito exportador, como Chaco o Santiago del Estero, deforestando todo a su paso, desplazando a la fauna local y homogenizando los ecosistemas.
El último obstáculo que quedaba era el particular neoliberalismo argentino con sus costos dolarizados y su tipo de cambio fijo, absolutamente no competitivo ante precios internacionales planchados en 250 dólares por tonelada de soja. Para cuando las elecciones de 2003 normalizaron el ajuste de 2002, la economía argentina estaba pesificada y el precio internacional de la soja promediaba los 450 dólares. El capitalismo 3.0 argentino encontraba su lugar en el mundo. Varios gigantes cansados no toleraron el cambio: Bunge & Born liquidó sus empresas no agrícolas en Argentina a fines de los 90, Sociedad Comercial del Plata y Loma Negra liquidaron después de 2001, Socma terminó reducida al tamaño de una pyme. Los capitales brasileños compraron activos argentinos a precio vil y reemplazaron a los europeos y estadounidenses. La economía informal ocupó y ensanchó las hendijas del mercado. Como Perón 60 años antes, el nuevo gobierno eligió acodarse sobre ese hardware dado para disrumpir la política.