Valorización sistemática del suelo / Ciclo inmoviliario / Déficit habitacional
Casta empresarial adaptativa / Consumo mayor que la producción / Inflación / Informalidad / Reseteo cambiario y extranjerización de activos
Siembra directa + OGM / Soja transgénica / Glifosato / Informatización rural
Concentración y reducción de economía / Retraso cambiario y deuda (
Reformas parciales y fallidas
Conflicto con la hegemonía global
El neoliberalismo imposible, 1975-90
El 4 de junio de 1975, el ingeniero Celestino Rodrigo, antiguo colaborador del general Savio, exfuncionario del primer peronismo y flamante ministro de Economía, tomó el subte A desde Acoyte a Plaza de Mayo rumbo al Ministerio y anunció una devaluación que aumentó el dólar un 100 % en promedio (había tres tipos de cambio distintos); la nafta común, un 181 %; la electricidad, un 75 %; el gas, un 60 %. Fue la primera política de shock que se aplicó en el país, un tiro de gracia para el capitalismo 2.1 local, que agonizaba desde 1970. Desde la posguerra ningún gobierno había resuelto el problema de la inflación de manera duradera, y la crisis global de los 70 empeoró las cosas: la inversión local cayó un 20 %, la deuda externa llegó a 10.000 millones de dólares; el déficit comercial, a 544 millones; y las reservas en un año se redujeron a la mitad: 700 millones. Y Argentina tenía todas las ingobernabilidades juntas: sindicatos de base, organizaciones armadas y lock outs patronales.
La idea de Rodrigo era ajustar la economía para estabilizarla, pero también para cambiar los hábitos de la sociedad: “el pueblo debe abstenerse de gastar en exceso, debe abstenerse de derrochar —dijo por cadena nacional—, las sociedades de consumo que hoy lideran el mundo son el fracaso de lo que deben ser. Como el dinero no tiene valor se compran cosas no imprescindibles”. El ministro había desarrollado su filosofía anticonsumista un par de años antes, en un libro titulado Espíritu y revolución interior en la actual sociedad de masas: “Hoy el artesano es reemplazado por la cinta de montajes, el erudito por la computadora, y el maestro por la instrucción programada —decía allí—. El hombre se esclaviza y deshumaniza por la constante entrega de sus valores al consumo”. Pero la “revolución interior” iba para otro lado, como lo notó el economista Juan Carlos de Pablo: “No fue en 1975 que nos enteramos de que existían los bonos, los dólares, las bicicletas, etcétera; en 1975 nos dimos cuenta de que operar con ellos, que siempre nos pareció que sólo podría ser hecho por media docena de expertos, era más fácil de lo que parecía”. De hecho, el autor intelectual del “Rodrigazo”, el secretario de Programación y Coordinación Económica Ricardo Zinn, estaba más interesado en desregular el sector financiero y licuar las deudas de las empresas que en combatir el consumismo.
Pero un cambio de costumbres no construye un sistema. El Rodrigazo fue una muerte sin transfiguración: el cuerpo del capitalismo 2.0 quedó tendido en el escenario sin que nadie lo retirara, a la espera de un nuevo software. Rodrigo renunció después de dos meses; Zinn pudo retornar al gobierno luego del 24 de marzo de 1976.
El peor software posible
Al momento de tomar el poder, las Fuerzas Armadas estaban de acuerdo en una sola cosa: llevar adelante un plan represivo clandestino basado en el secuestro, tortura y desaparición masiva de personas. Todo lo demás era objeto de desinteligencias, dilaciones y conspiraciones palaciegas. La política económica también: los instintos desarrollistas del Ejército, más motivados por la envidia a Brasil que por una idea de capitalismo, quedaron reducidos a figuras como el marginado Ramón Díaz Bessone o Carlos Castro Madero, quien impulsó el Complejo Tecnológico Atómico de Pilcaniyeu para el enriquecimiento de uranio. El resto de las Fuerzas Armadas no tenía plan económico ni acuerdo interno, así que tercerizaron el asunto en un civil: José Martínez de Hoz. Si bien algunos generales se encandilaron con su linaje y su doble apellido, el mayor punto de encuentro era político: Martínez de Hoz también quería disciplinar a la sociedad, pero desde el “mercado”. Su plan no buscaba la estabilización, ni el crecimiento, ni la libre competencia, sino terminar con el reseteo cíclico del capitalismo 2.1, ordenar a la sociedad dolarizada de facto por el Rodrigazo para facilitar el paso del torrente financiero eliminando cualquier obstáculo que lo entorpeciera, fueran leyes o fábricas.
A sabiendas de que era una política impopular y que no contaba con un apoyo convencido de la Junta Militar, Martínez de Hoz obró siempre a corto plazo, concentrando las decisiones, evitando dar razones y tomando medidas contradictorias: desreguló las finanzas sin privatizar grandes empresas públicas, diezmó a la dirigencia obrera sin tocar la base de la legislación laboral, y extendió los subsidios de la “promoción industrial” a varias provincias a sabiendas de su ineficacia. El gasto militar no paró de subir y, desde 1978, el empleo público, tampoco.
Se puede ordenar esa maraña en tres fases. En 1976 aplicó un plan de estabilización clásico: devaluación sin paritarias, apertura económica (levantamiento de retenciones, unificación del tipo de cambio) y ajuste fiscal (eliminación de subsidios, reducción del personal estatal). Como era usual, el ajuste benefició al sector agroexportador y perjudicó el consumo interno (los salarios cayeron un 40 %) y a la industria que dependía de él.
Para 1977 había superávit comercial y la inflación se había reducido sensiblemente. Previendo que volverían los reclamos por redistribuir el ingreso, Martínez de Hoz pasó a una segunda estrategia: promulgó una ley que autorizaba a cualquier entidad financiera a realizar cualquier operación financiera —incluso establecer sus tasas de interés— y a cualquier monto de capitales a entrar y salir del país cuando y como quisiera. La intención era captar el robusto flujo financiero global y que quien necesitara dinero, fuera empresa, gobierno o particular, lo buscara allí y no en el Estado. Esta política favoreció obviamente al sector financiero, pero también alimentó un veranito consumista de bienes importados, al precio de un endeudamiento general en dólares.
En la medida en que el consumo recalentó la inflación, Martínez de Hoz pasó a una tercera estrategia: un régimen de devaluaciones graduales y pautadas de antemano: la “tablita”. La idea era contener la inflación manteniendo el tipo de cambio bajo, esto es, el peso artificialmente caro (o el “dólar barato”, como prefiere percibirlo el geocentrismo económico argentino). Los efectos fueron dos: por un lado, le restó competitividad tanto a la industria local como al sector agroexportador al tiempo que abarató las importaciones, que pronto superaron las exportaciones; por otro lado, la combinación de finanzas desreguladas, cambio bajo y devaluaciones pautadas alimentó la especulación. Los dólares entraban, se cambiaban por pesos calculados en la “tablita”, se valorizaban con las tasas de interés desreguladas, se volvían a cambiar por dólares y se iban cuando querían, sin dejar más rastro que la deuda que Argentina acumulaba para mantener el “dólar barato” y al consumidor, feliz. No podía durar. Y no duró: en 1980 las exportaciones cayeron un 20 %, las importaciones subieron un 30 % y la deuda externa sumó 4500 millones para terminar redondeando 20.000 millones. Cuando quebraron los cuatro bancos locales más importantes, llevándose el 13 % de los depósitos del país, se deshizo la maqueta de capitalismo que había armado Martínez de Hoz y la economía se estancó por diez años.
El capitalismo 3.0 se había instalado en Argentina sin legitimidad, ni competitividad ni una estrategia para integrarse a las cadenas globales de valor, sólo redujo su economía y concentró un tejido empresario que mantuvo intactos todos los vicios del capitalismo local. El peor software posible: ni consolidó a una industria exportadora, ni recuperó al “granero del mundo”, ni siquiera transformó a Buenos Aires en una plaza financiera global o, al menos, un paraíso fiscal. El drenaje de la deuda externa impedía la reinversión del ingreso nacional para aumentar la producción o, al menos, el equilibrio fiscal para contener la inflación. El Estado perdió el control sobre la moneda: las transacciones estaban dolarizadas de hecho y parte del crédito se hacía por vías informales (“financieras”, casas de cambio, incluso comercios). Ni siquiera se puede hablar de una “hegemonía neoliberal”. Durante la década del 80 hubo intentos liberales fallidos (1982, 1988), intentos keynesianos fallidos (1984), parches para capear tormentas (1981, 1983), e incluso entre 1985 y 1988, un plan diseñado a la perfección por expertos pero fácilmente sobrepasado por las conductas económicas agregadas, esto es, las acciones sumadas de millones de argentinos adaptados a la estanflación: todos los precios y contratos eran a corto plazo y ajustados a la inflación; todas las expectativas se basaban en la última información disponible, el menor temblor externo o interno, monetario o real, llevaba los números hasta el cielo. La hiperinflación de 1989 fue el desenlace de estos desequilibrios.
¿Se logró disciplinar a la sociedad, forjar un sujeto neoliberal? En su esfuerzo por contener la inflación, Martinez de Hoz buscó educar al consumidor: “Todo el mundo es consumidor, por encima de su carácter de trabajador, de productor, de comerciante, de lo que fuera”, decía en 1980 la revista Orientación para el Consumidor, editada por el Ministerio de Economía, que incluía guías nutricionales y artículos sobre ética y libertad de elección. El gobierno incluyó la educación del consumo en los colegios y llegó a producir una serie de cortometrajes titulados Un cambio de mentalidad. El ministro dijo que “el policía tiene que ser el propio consumidor. Es él quien debe darse cuenta de que en una economía de mercado tiene la sartén por el mango. La gente aún no ha aprendido a mandar”. El capitalismo 3.0 no había logrado disciplinar a los argentinos como productores ni como contribuyentes, pero los había empoderado como consumidores. Y ese fue su mayor fracaso, porque se trataba de consumidores indisciplinados. Una mezcla entre el Deckard del 68 y Roy Batty, el replicante rebelde.