Capítulo 2.4

2.1 en Argentina

13min

Imagen de portada
1950-1975
Hardware

Agotamiento de frontera agrícola / Déficit energético /

Sedimentaciones

Avance de ganadería / Mecanización agrícola / Migraciones internas (urbanización no planificada) / Mercado interno limitado (industria dispersa y cerrada)

Software
T
Tecnología

Tecnología industrial adaptativa

M
Modelos de negocio

Capital industrial transnacional / Precios y salarios altos / Inflación (

M
e
I
)

I
Instituciones

Reseteos cíclicos y puja sectorial / Políticas de fomento industrial

H
Hegemonías

Conflicto

Desarrollismo, el capitalismo 2.1 argentino

Entre el Segundo Plan Quinquenal peronista de 1952 y el “Informe” que la Revolución Libertadora le encargó a Raul Prebisch (un discípulo de Pinedo) en 1957, la sociedad argentina sufrió bombardeos, golpes de estado y fusilamientos. Aún así, hubo una voluntad continua de ajustar el capitalismo 2.0 controlando la inflación, estimulando la productividad y dinamizando la cerrada economía industrial argentina con un flujo de capital externo. Esa fue la piedra basal de las políticas llamadas “desarrollistas” que se siguieron desde entonces y hasta 1975, bajo gobiernos de todo tipo y mientras buena parte de los argentinos se convencía de que la mejor manera de resolver los problemas era matar a otros argentinos. En los diez años de posguerra Argentina había crecido un 32 % total y un 8,6 % por persona, por debajo del promedio mundial (62 % y 35 %) y del latinoamericano (76 % y 33 %). Al país le quedaba buen capital humano y un ingreso per cápita alto pero se estaba comiendo la riqueza heredada. Era hora de generar nueva.

El largo ajuste de los 50

Para el peronismo la sequía de 1950 fue la alarma. Redujo los créditos industriales, limitó las paritarias, achicó el déficit fiscal y llevó la inflación al 3 %. También buscó incentivar la producción agrícola con infraestructura, innovaciones —que incluyeron la primera vacuna antiaftosa y la introducción del DDT— y créditos para maquinaria, además de instalar cuatro fábricas extranjeras de tractores. El gobierno pidió un crédito del Export-Import Bank of the United States para construir por fin un alto horno siderúrgico. Y firmó unos contratos con la California Argentina de Petróleo (subsidiaria de Standard Oil California) para que explotara la quinta parte del territorio de Santa Cruz por cuarenta años y exportara la mitad, disponiendo de caminos, puertos y aeropuertos exclusivos. Hasta los peronistas votaron contra el proyecto, aunque ya en 1947 había habido tratativas con otras dos petroleras estadounidenses.

Los contratos con la California no fueron el único manotazo de ahogado energético. En 1948 el físico austríaco Ronald Richter le vendió al gobierno un proyecto de fusión nuclear en la isla Huemul. A diferencia de la fisión nuclear, que se logra destruyendo átomos pesados, por ejemplo de uranio o plutonio, para liberar energía, la fusión nuclear une átomos ligeros, por ejemplo de hidrógeno, que de paso es más barato. La fusión nuclear es la que genera la energía solar pero al día de hoy aún no se puede reproducir exitosamente en la Tierra. “Por ese camino podemos llegar o no llegar —le dijo Richter a Perón—. Hay que hacer dos o tres descubrimientos y podremos llegar o no, pero lo haremos con chirolitas. ¿Usted se anima?”. El presidente respondió: “Métale no más. Este es el método barato”. Fue una estafa pero con final feliz: la Comisión Nacional de Energía Atómica convocada para auditar el proyecto fue más tarde la encargada de desarrollar la energía por fisión nuclear en el país.

Para el momento del golpe de 1955 buena parte del ajuste estaba hecho. Si bien luego hubo más ajuste, también hubo un plan maestro. Con la distensión de la Guerra Fría se suponía que las potencias occidentales, con Estados Unidos a la cabeza, liberarían una cantidad de recursos hasta entonces dedicados a la defensa, dinero y tecnologías que serían invertidos en las economías civiles de Occidente. Y Argentina trataría de captar ese flujo tecnofinanciero para compensar la escasez local de capital. Por el lado del capital líquido, el país ingresó al FMI y comenzó así su larga y traumática relación con la institución, pero en su momento el Fondo le permitió escapar del corralito de los acuerdos bilaterales y las divisas inconvertibles sin caer en las garras de la banca privada. Por el lado del capital físico, los gobiernos buscaron estimular la radicación de empresas transnacionales 2.0. 

El cerebro del desarrollismo argentino fue Rogelio Frigerio, un exmarxista que asesoró al presidente Frondizi. Lo formuló así: 

“petróleo + carne = acero + industria química” 

Esto es, emplear los ingresos por exportaciones agropecuarias y sustituir las importaciones de petróleo y así liberar los recursos necesarios para desarrollar industrias base. Veámoslo en ese orden. 

Respecto al petróleo, el gobierno de Frondizi repitió el firulete de Perón: proclamar nacionalismo para terminar firmando contratos con petroleras extranjeras, en este caso Banca Loeb, en Mendoza, Panamerican, en Comodoro Rivadavia y Tennessee, en Tierra del Fuego. Argentina logró autoabastecerse de petróleo. Cinco años después otro gobierno radical anuló esos contratos y la producción volvió a caer. La política argentina no escapó al hechizo global del petróleo aunque sin encontrarle la vuelta. El ida y vuelta entre el nacionalismo petrolero y la falta de compromiso político en dotar a YPF de autonomía arrastró al país a un siglo de políticas petroleras volátiles. 

El sector agrícola ya no era ni siquiera la rueda principal. El desarrollismo heredaba el pesimismo de Pinedo sobre el mercado mundial agropecuario. Aún así, el campo se modernizó, e incorporó tractores y semillas mejoradas. En los años 60 la producción cerealera aumentó un 60 % y superó por fin a la ganadería, que a su vez también aumentó su producción un 20 %. 

El acero llegó con la demorada puesta en marcha de la Sociedad Mixta Siderúrgica Argentina y la explotación de los yacimientos ferrosos de Sierra Grande. Otra industria base que se desarrolló fue la petroquímica, mayormente con inversión extranjera. Distinto es el caso de la farmoquímica, una rama que evolucionó desde la industria 1.0 con capitales locales aclimatados en el vacío legal. Así nacieron dinastías como Roemmers o Bagó, dueñas de un mercado cautivo que durante más de un siglo defendieron tanto de la competencia extranjera como de la regulación estatal.

Pero el emblema del desarrollismo era y es la industria automotriz. Desde 1960 es el termómetro de la actividad económica y la manzana de la discordia en cada acuerdo arancelario. Y un problema de escala: las 19 plantas que llegaron a establecerse en el país fabricaban 3000 unidades al año, muy por debajo de lo necesario para producir a un costo competitivo y exportable. El desarrollismo no corregía los problemas de una industrialización dispersa. Incluso los agravaba.

El corto desarrollo de los 60

 Entre 1962 y 1972 se produce el último periodo de crecimiento económico de largo plazo argentino a la fecha: la producción, la productividad, los salarios y el empleo crecieron entre 3 % y 4 % anual. La productividad industrial achicó su distancia con el sector agropecuario. Incluso se desarrollaron ramas complejas como la química o la electrónica. Pero el capitalismo 2.1 argentino era un ecosistema semicerrado sin un flujo tecnofinanciero estable que lo integrara a un sistema más grande. Los gobiernos compensaban esa falla de origen con subsidios y mercados cautivos que les permitían a las empresas contar con rentas casi monopólicas. Algo comprensible teniendo en cuenta que operaban en un mercado interno estrecho, sin opción de exportar y con poco acceso al crédito. En esas condiciones, la forma más fácil de autofinanciarse era con precios altos. 

La industria argentina semicerrada agravaba los problemas que venía a resolver. Las empresas 2.1 demandaban más importaciones de las que sustituían: por cada auto que se fabricaba aquí, se importaba un valor superior en piezas por unidad e insumos para la fábrica. En la medida en que la industria se integraba hacia atrás y producía ese insumo localmente, esa nueva actividad pasaba a depender de otros insumos aún más costosos. Esto no sería un problema en una o dos ramas, pero se reproducía en un tejido industrial ancho y disperso. El capital concentrado es un rasgo global del capitalismo 2.0, pero el ecosistema cerrado que generó Argentina alteraba su funcionamiento. Aquí la competitividad no pasaba por emplear la escala para internalizar funciones e incubar innovaciones, sino por negociar, mantener y extender un conjunto de políticas cambiarias y tarifarias que les garantizaran beneficios altos en un mercado chico y cerrado. El desarrollo tecnológico, salvo honrosas excepciones, se limitaba a adoptar tecnologías de otros ecosistemas y adaptarlas a las condiciones poco competitivas del mercado local. 

En suma, el capitalismo 2.1 argentino carecía de un ecosistema tecnoindustrial propio que optimizara la circulación de capital, energía e información, que fuera compatible con su entorno (material y cultural) y competitivo en el mercado internacional. Era más bien un invernadero, un microclima artificial y cerrado, que basaba su rentabilidad en políticas inestables y conflictivas con el resto de la economía: reproducir su mercado interno con consumo elevado, autofinanciarse con precios altos y garantizar la rentabilidad con tarifas y controles de cambio. Esa incompatibilidad entre el software y el hardware obligaba a resetear el sistema periódicamente.

El reseteo constante

En el particular ecosistema capitalista argentino, el Estado no debía cumplir las funciones habituales de los estados 2.1 (planificar el capital privado y garantizar el capital humano), sino ser un mediador constante en el juego de suma cero entre un sector agroexportador estancado, un núcleo duro de industrias 2.1 mayormente transnacionales encajonadas en el mercado interno, un amplio tejido de empresas nacionales de baja capitalización y, finalmente, la “sociedad argentina”, el nombre que le damos a ese mercado interno estrecho, próspero y conflictivo de comerciantes, empleados y obreros. Ninguno de esos sectores contaba con fuerza como para arrastrar al resto de la economía y cada uno necesitaba políticas económicas que perjudicaban al resto. 

El Estado quedaba tironeado no sólo entre intereses sectoriales, sino entre los dos riesgos de su función de termostato: si buscaba la estabilización mediante equilibrios y compensaciones constantes (feedback negativo), corría el riesgo de estancar la economía; si alentaba la aceleración y la acumulación en algún sector de la economía (feedback positivo), corría el riesgo de sobrecalentar la economía con inflación y conflictos sociales que terminaran por complicar la gobernabilidad.

La imposibilidad de fijar una de esas dinámicas mediante algún grado de planificación requería de constantes reseteos que describían más o menos este ciclo:

  1.  Una expansión industrial y comercial orientada esencialmente al mercado interno y favorecida por tasas de interés y tipos de cambio bajos, que favorecen el consumo y el empleo.
  2.  La expansión demanda más importaciones, tanto de insumos industriales como de bienes finales por el propio aumento del consumo. Las divisas necesarias para pagar esas importaciones son provistas mediante impuestos al sector agropecuario. Esa presión fiscal puede causar tanto conflictos abiertos como desinversión.
  3.  Pasado cierto umbral de la expansión, las importaciones generan déficit comercial; y las políticas expansivas, déficit fiscal.
  4.  Se recurre al crédito externo para cubrir los déficits. A mediano plazo, los pagos de la deuda aumentan la necesidad de divisas y el déficit. 
  5.  El último prestamista es el FMI, que extiende créditos a cambio de aplicar un “plan de estabilización” o ajuste: devaluar la moneda para encarecer las importaciones y valorizar las exportaciones; y limitar la cantidad de dinero circulante (subiendo las tasas de interés, congelando salarios, suspendiendo obra pública) para frenar la inflación.
  6.  La recesión causada por el ajuste puede llegar a equilibrar la balanza de pagos y bajar la inflación, pero con medidas insostenibles social y políticamente. Apenas pasa lo peor de la crisis, surgen presiones para aplicar políticas de crecimiento, y volver al punto 1.

Tironeando detrás de este reseteo constante estaban los grupos de interés y las principales corrientes políticas de la Argentina 2.0. Las fases 1-3 beneficiaban esencialmente a la industria, los trabajadores sindicalizados, y a la “sociedad” o mercado interno, todos representados por algún gobierno populista o afín al nacionalismo económico. Las fases 4-6 son las del sector agroexportador y los agentes involucrados con el financiamiento externo (intermediarios, tomadores de bonos, etc.), sus políticas eran aplicadas por técnicos y referentes del liberalismo conservador. Por encima de esa puja, hay capitales nacionales y extranjeros tan concentrados y diversificados que pueden sacar rédito de todas las fases del ciclo. Por debajo, el perdedor es el Estado, cada vez con menos margen y legitimidad para aplicar políticas integrales y de largo plazo. 

El mecanismo final del Estado para dirimir un conflicto que no podía gobernar era la inflación: emitir más dinero para favorecer el consumo, autorizar sobreprecios para garantizar beneficios industriales, devaluar para valorizar exportaciones y aumentar el déficit hasta cubrir demandas incompatibles. Era imposible que la política monetaria saliera ilesa de esos manoseos. Para principios de los años 70 la inflación se había vuelto algo tan constitutivo de la economía argentina que desafiaba todas las teorías al respecto. Según la teoría clásica, la inflación es causada por un pico de actividad económica y demanda de bienes, pero Argentina tuvo inflación en plena recesión con caída de la demanda; según la teoría monetarista, la inflación es causada por la emisión excesiva de dinero, pero Argentina tuvo inflación con una enorme restricción monetaria en 1963; según la teoría estructuralista, la inflación es causada por una caída de la oferta y la productividad, pero Argentina tuvo inflación con aumento de la productividad industrial y agrícola en los años 60. 

La inflación estaba instalada en las expectativas de todos los agentes económicos, que así contribuían a generar más inflación. Los comerciantes y productores remarcaban sus precios sólo para absorber eventuales aumentos de sus proveedores; los consumidores se sacaban el dinero de encima antes de que se depreciara, aumentando aun más el circulante. 

En 1919 Keynes dijo: “Lenin tenía razón. No hay medio más sutil ni más seguro de trastornar las bases existentes de la sociedad que envilecer el valor de la moneda”. El dinero es un medio de cambio, de pago, unidad de cuenta y reserva de valor. Pero también es una fuente de información y una forma de lenguaje, de identidad. Destruir su valor es destruir algo que nos comunica, que nos mantiene unidos.

El capitalismo 2.0 logró un grado de integración y movilidad social ascendente sin precedentes en Argentina, pero convivió con una escalada de autoritarismo y violencia política que explotó en los años 70. Hay complejas causas sociales y políticas para ello. La incapacidad de articular sectores diversos en un modelo económico sustentable es una de ellas.

Referencias

Diamand, M. (1972). La estructura productiva desequilibrada argentina y el tipo de cambio. Desarrollo Económico, 12(45), 25–47. https://doi.org/10.2307/3465991

Fodor, J., O’Connell, A.,  dos Santos, M. (1973). La Argentina y la economía atlántica en la primera mitad del siglo XX. Desarrollo Económico, 13(49), 3–65. https://doi.org/10.2307/3466242

Gadano, N. (2023). Historia del petróleo en la Argentina: 1907-1955: Desde los inicios hasta la caída de Perón. Argentina: EDHASA.

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