Agotamiento de frontera agrícola / Déficit energético
Avance de la ganadería / Mecanización agrícola / Migraciones internas (urbanización no planificada) / Mercado interno limitado (industria dispersa y cerrada)
Tractorización / DDT
Industrialización orientada al mercado interno
Proteccionismo cambiario / Control estatal de comercio exterior / Redistribución del ingreso
Conflicto con la hegemonía global
El brote silvestre del capitalismo 2.0 argentino
La crisis del 30 pegó en el medio del pecho de Argentina, un país conectado como pocos al comercio internacional 1.0. Como Hoover en Estados Unidos, como Stalin en la URSS, el gobierno argentino tardó un tiempo en asimilar el golpe. Pero a partir de 1933 desarrolló una serie de instrumentos para operar sobre una economía comatosa: control de cambios para concentrar las divisas y privilegiar determinadas transacciones (a cambio oficial) sobre otras (a cambio libre); un Banco Central para coordinar a la banca y regular la circulación de dinero; juntas reguladoras para controlar las cantidades exportadas, concentrar la oferta y absorber la deflación; una reforma impositiva que unificó impuestos, centralizó la recaudación e incluyó un impuesto al ingreso; y un plan de obras públicas que nos dejó hitos como la ruta 2 o el obelisco. ¿Keynesianismo argentino? La Teoría general de Keynes se publicó en 1936, tres años después de que el ministro de Hacienda Federico Pinedo (un abogado de linaje patricio que en su juventud había leído a Engels y a la Escuela austríaca) diseñara la mayor parte de estos instrumentos. Fueron más bien políticas ad hoc, innovadoras en sus medios y conservadoras en sus objetivos: en aras de salvaguardar el capitalismo 1.0, el gobierno estaba creando instituciones y prácticas que instalaban de hecho el capitalismo 2.0, toda vez que los medios sobrevivieron a sus objetivos.
La verdadera influencia keynesiana fue menos creativa. En los primeros meses de la crisis mundial, Keynes, como asesor del gobierno británico, señaló que “un sistema por el cual nuestra compra de carne dependa de que la Argentina compre nuestros automóviles es el único camino por el que puede realizarse el intercambio. De otra manera, tanto los productores argentinos de carne como nuestros productores de automóviles se quedarán sin trabajo”. Esa frase anticipa la decisión más conservadora del gobierno conservador: el acuerdo bilateral firmado entre Argentina y Gran Bretaña en 1932. No fue una medida popular: Argentina obtenía poco —una cuota fija de exportaciones cárnicas al precio desinflado de 1932— a cambio de ceder mucho —monopolios, aranceles preferenciales y pagos en libras inconvertibles que sólo podían gastarse en productos británicos—. Pero el “mercado mundial” al que se había conectado la Argentina 1.0 se había reducido a acuerdos entre países, y el gobierno buscó sostener algún tipo de comercio con una política antimercado: privilegiar a su viejo cliente y a un circuito muy específico de su capitalismo 1.0, el de los ganaderos de invernada. Afuera quedaron los agricultores, los industriales, y los Estados Unidos, que devolvieron la gentileza cerrando la importación de carne argentina debido a la aftosa: “Argentina es un gran país y sentimos cariño por él —dijo el senador por Texas Tom Connally— pero no lo queremos tanto como para perjudicar a nuestros granjeros”.
Sin embargo, por los bordes del antimercado se filtraba el mercado. La gente se mueve, hace negocios en los intersticios, sobrevive, eventualmente prospera y va alterando el hardware lenta y ciegamente.
El hardware se comba
El campo se mecanizó a los ponchazos. El acuerdo bilateral le dio prioridad a la ganadería dentro del perímetro inflexible de la frontera agrícola. Un juego de suma cero dentro de un sector agropecuario que en 50 años creció apenas un 20 %. Para los agricultores la salida fue intensificar y mecanizar, aunque la recesión no ayudaba y la inercia cultural tampoco: la Sociedad Rural se embarcó en una campaña contra el uso de tractores, con consignas como “Trabajar con caballos es proteger los propios intereses y los del país”. Aquí también había que convivir con la corteza del antimercado: para los grandes hacendados ganaderos el tractor era innecesario y el carruaje era una marca de status en peligro de extinción. Con el tiempo los tractores llegaron y la oligarquía despuntó el vicio ecuestre jugando al polo.
Vale la pena mencionar un caso alternativo de desarrollo agrícola: el Alto Valle del Río Negro. Como gran parte de la Patagonia, el Valle estuvo dominado por el latifundio ausentista y la gestión militar hasta las inundaciones de 1899. Entonces, el gobierno nacional apoyó una diversidad de iniciativas privadas (el Ferrocarril del Sud, la Compañía Ítalo-Argentina de Colonización y el sacerdote salesiano Alessandro Stefenelli) que hicieron obras de irrigación, fraccionaron la tierra en chacras y estudiaron las posibilidades del suelo. La zona se pobló, la tierra se hidrogenó con el cultivo de alfalfa y luego se abocó a la producción de frutales de exportación, con su propia infraestructura de transporte y empaque. Hasta los años 70, fue un caso exitoso de planificación, regeneración ambiental y desarrollo regional.
La población se urbanizó como pudo. La crisis del agro y las economías regionales expulsó un torrente de población excedente hacia los grandes centros urbanos de Córdoba, Rosario y, sobre todo, Buenos Aires. Sin normativa edilicia hasta 1944, la urbanización fue espontánea y desordenada: la gente se instaló como pudo, en viviendas autoconstruidas, iluminándose y calentándose con kerosén, extrayendo agua individualmente de la capa freática y cavando pozos negros que contaminaban esa misma capa. Las viviendas se esparcían y empujaban la ciudad más allá de su límite, avanzando sobre el barro y los yuyos de la provincia de Buenos Aires. La provincia se edificó con su propio suelo: quemando tierra fértil en hornos de ladrillos, vaciando balnearios como Punta Indio para proveerse de arena. El trazado suburbano quedó a cargo de emprendedores inmobiliarios como la familia Vinelli, Astoul Bonorino o la Compañía Zapiola, Furst y Acosta, que revendían tierras loteadas sin infraestructura alguna, limitándose a trazar calles mínimas. El resultado fue un tejido urbano disperso y de baja densidad, que aún hoy consume mucho suelo en relación a su crecimiento y complica la movilidad, la infraestructura y los servicios. Ya en la década de 1930 el sistema de provisión de agua tenía una obsolescencia de treinta años; y el de cloacas, de cincuenta. La situación sanitaria no era peor sólo gracias a la enorme capacidad de autodepuración del Río de la Plata.
Y la economía se industrializó espontáneamente. Detrás de un problema social siempre hay una oportunidad económica: “Existe en la República Argentina mano de obra buena y barata, que no está echada a perder y es complaciente y voluntariosa”, señaló el encargado de negocios británico. La crisis no sólo había atraído a una masa de trabajadores desocupados a las ciudades: los controles cambiarios del gobierno encarecían las importaciones y así cerraban de hecho el mercado interno. Con esos dos estímulos, trabajo barato y proteccionismo, se produjo un flujo de capital hacia la producción industrial. Una nueva ronda de empresas extranjeras se instalaron a producir en el país: las estadounidenses Royal, Quaker, Adams, Philco, Eveready, Firestone, Johnson & Johnson, Pond´s, Kolynos y Helena Rubinstein, las holandesas Philips y Bols, la italiana Olivetti y la alemana Osram. Como había ocurrido en los años 20, eran enclaves de alta capitalización. Pero ya no podían importar libremente sus insumos, eso incrementó sus costos e incentivó la sustitución de importaciones de bienes intermedios, como el metalmecánico, ya sin ventajas comparativas.
Otro rubro que creció fue el petrolero. Capitaneada por YPF, la industria petrolera duplicó y diversificó su producción, expandió surtidores por todo el país y se consolidó como un sector cada vez más centrado en la inversión estatal. La voluntad estatal de controlar el petróleo nació con el descubrimiento de 1907 y acompañó a todos los gobiernos desde Figueroa Alcorta en adelante. Pero ya los pioneros de la gestión estatal, Enrique Lahitte y Enrique Mosconi, pensaban en un modelo de empresas mixtas que proveyeran financiamiento y experticia mientras el Estado negociaba las condiciones de ingreso de capitales privados. Sin embargo, en los años 30 se consolidó un modelo estatista que nunca contó con un compromiso político para concentrar allí todos los recursos necesarios para el autoabastecimiento. YPF crecía como empresa pero no ganaba autonomía ante los gobiernos, y los topes tarifarios más los zarpazos fiscales fueron descapitalizándola. Más temprano que tarde la capacidad estatal de explotar petróleo quedaba corta. Para la Guerra Mundial hubo que volver a importar petróleo.
Alrededor de este núcleo industrial duro se formó un tejido de talleres pequeños que lo abastecían o apuntaban al mercado interno. Muchos capitales de origen agroexportador también se volcaron a la industria. La diversificación era un rasgo global de las empresas 2.0, más aún en un país con poco ahorro e inversión interna. Incluso era una tendencia previa a la crisis: en 1923 menos del 1 % de los propietarios rurales bonaerenses se dedicaba exclusivamente a actividades rurales, y primaba la diversificación al comercio y las finanzas. ¿Eran industriales con alma de estanciero? Si tenían conductas rentistas, se debía menos a su alma que a su entorno: un mercado cerrado con productividad baja y costos altos que descargaron primero sobre los salarios y luego sobre los precios.
Industria argentina
Para 1936 Argentina era el segundo país más industrializado de Sudamérica, después de Brasil. Desde 1914 la cantidad de fábricas se había duplicado; la fuerza motriz, cuadriplicado, y la cantidad de trabajadores alcanzó los 800.000. Pero fue un proceso no planificado, casi salvaje: las fábricas se establecían como podían, el espacio se cubrió sin criterio, las viviendas se mezclaron con los depósitos y talleres, casi el 90 % de la industria se concentró en Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires, esta última con el 60 %. En contrapartida, el Noroeste del país se desindustrializó. El capitalismo 2.0 se estaba instalando en Argentina de la misma manera espontánea y adaptativa que lo había hecho el 1.0. Pero con dos grandes diferencias: en primer lugar, lo hacía desconectado de los circuitos globales; en segundo lugar, el hardware no era tan compatible. La Argentina 1.0 contaba con un ecosistema básicamente dado —la pampa húmeda—, el capitalismo 2.0 requería de un ecosistema creado. La industria 2.0 necesita una infraestructura artificial que movilice y acumule capital, energía e información a escala, dentro y fuera del mercado. Ese ecosistema se retroalimenta con la propia circulación y acumulación de capital y conocimientos. El capitalismo 1.0 conectaba diversos ecosistemas preexistentes a nivel mundial, el capitalismo 2.0 generaba en gran medida su propio ecosistema.
La industrialización hace posible la industrialización. Vimos que para Kuznets había por un lado países desarrollados y por otro “países en desarrollo” que sencillamente vienen más atrás por el mismo camino. Pero los países de industrialización tardía corren sin las ventajas artificiales de un ecosistema industrial. Usualmente, lo compensan con un stock de mano de obra barata de origen rural. Argentina no tenía esa opción: su sector agrícola era más moderno y eficiente que el industrial y, pasada la crisis y la tractorización, no tenía mucha más mano de obra que expulsar. La industria debía atraer a los trabajadores del interior como antes el campo había atraído trabajadores del exterior: ofreciendo salarios relativamente altos. Sin embargo, no todo es explotación. Contar con un stock de mano de obra rural como ejército de reserva podía ser un recurso para Brasil, India o México, países extensos con un mercado interno fuerte. Pero aquellos países sin mercado interno, ni recursos naturales, ni capital acumulado, como Corea del Sur o Taiwán, debieron complementar la ventaja comparativa del bajo costo laboral con una planificación que orientara el poco capital disponible hacia ramas exportables. En el centro o en la periferia, al este o al oeste, el capitalismo 2.0 requería planificación. Y Argentina se estaba industrializando casi inconscientemente.
Modelos industriales
En rigor, hubo un plan. En 1940 el ya mencionado ministro Pinedo presentó el “Programa de reactivación de la economía nacional”. Redactado durante los dos meses en que la Luftwaffe bombardeó Londres sin parar, el plan abre con la trompeta del Apocalipsis: “Por el momento, el país no tiene la opción de exportar cantidades mayores de productos agrarios, y no sabría decirse si la tendrá o no después de la guerra”. Preparado para el colapso, Pinedo proponía profundizar el intervencionismo económico (compra estatal de cosechas, proteccionismo, obra pública, control de cambios) con el objetivo explícito de favorecer la industrialización. El plan apuntaba a una industria exportadora “natural”, que procesara recursos disponibles en el país y se complementara con las exportaciones tradicionales: “La vida económica del país gira alrededor de una rueda maestra, que es el comercio exportador. Nosotros no estamos en condiciones de reemplazar esa rueda por otra, pero estamos en condiciones de crear al lado algunas ruedas menores que permitan cierta circulación de la riqueza, la suma de la cual mantenga el nivel de vida de este pueblo a cierta altura”. El proyecto fracasó: los diputados de la UCR votaron en contra, con el tiempo el propio Pinedo abjuró de él y terminó sus días como un vocero del liberalismo duro. En el mediano plazo, su pesimismo fue rebatido: Argentina mantuvo sus mercados tradicionales durante la guerra y la inmediata posguerra.
Pero el plan de Pinedo tuvo el mérito de plantear los ejes que debía tener en cuenta un proceso de industrialización tardía en un país agroexportador. O cómo instalar un capitalismo 2.0 compatible con el anterior.
- Un eje va de la industria 1.0, o “natural”, plenamente abastecida por los recursos locales y avanzando en la cadena de valor de las exportaciones tradicionales, hasta la industria 2.0, o “artificial”, desenganchada de las ventajas naturales y buscando competitividad en su propio ecosistema.
- El otro eje va desde un tejido industrial disperso, que busca fabricar todos los bienes posibles, hasta un tejido industrial concentrado, que orienta la inversión industrial hacia un conjunto de ramas precisas.
Durante los años 20 la industrialización fue natural y dispersa, conducida por privados dentro de un sistema comercial abierto. Entre la crisis y la guerra, la industria mantuvo su dispersión pero avanzó sobre las ramas artificiales. La propuesta de Pinedo era fomentar una industria natural y concentrada. Es difícil saber cómo hubiera sido algo que no llegó a ser. Es posible que su carácter “natural” chocara con la necesidad de equipo y repuestos “artificiales”. Una alternativa hubiera sido avanzar hacia una industria concentrada y selectivamente artificial, que generara un ecosistema específico para un puñado de ramas competitivas, como hicieron Corea del Sur y algunos países del Sudeste Asiático en la posguerra. Pero estoy tejiendo ucronías, la única verdad es la realidad: desde 1941 Argentina se jugó por la instalación de un software industrial artificial y disperso.
Ese año se creó la Corporación para la Promoción del Intercambio que Pinedo había recomendado para exportar manufacturas, pero también nació la Dirección de Fabricaciones Militares. El interés del Ejército por equiparse para la nueva guerra mecanizada fue ampliándose hacia una concepción integral de economía y sociedad diseñadas para un mundo bélico. Militares como Manuel Savio o José María Sarobe pensaron en una industria que permitiera sustituir importaciones hasta garantizar la autarquía del país y contuviera a esa masa humana que se agolpaba en las ciudades: el Consejo de Posguerra estimó en 14.000 los puestos de trabajo que se destruirían en caso de cesar la actividad industrial. Ramón Castillo, el último presidente conservador, decía que “esas industrias son la base de la liberación económica y de la autonomía nacional”. Los militares que lo derrocaron en 1943 pensaban lo mismo, al igual que el presidente electo que saldría de ese gobierno militar. Si en los años 30 los conservadores habían aplicado una política innovadora en sus medios y conservadora en sus objetivos, ahora Juan Perón iba a emplear los medios heredados para crear una experiencia política disruptiva.
Gobernar un hardware dado
Económicamente, el peronismo fue rendirse ante un hardware dado: apuntalar un tejido de flujos y stocks sedimentados de manera casi aleatoria como garantía de orden social y poder político. Sus previsiones eran aún más oscuras y erradas que las de Pinedo: una Tercera Guerra Mundial entre Estados Unidos y la Unión Soviética que arrasaría lo que quedaba del comercio internacional, mientras el pueblo argentino vería los hongos nucleares de lejos, comiendo carne de exportación y tomando vino de la costa. Pero la Argentina de posguerra no era una jauja: la agricultura se había estancado, el ganado sufría un brote de aftosa sin precedentes, la industria sufría un cuello de botella de insumos y el país había crecido menos que las otras economías grandes de Latinoamérica. Los buenos saldos exportadores habían acumulado millones de libras inconvertibles que sólo podían gastarse en productos británicos, pero al final de la guerra Gran Bretaña sólo podía ofrecer carbón y whisky. La solución fue usarlas para adquirir los ferrocarriles, ya bastante desinvertidos: el récord de velocidad había sido alcanzado en 1926 por el FC Central Argentino. Al momento en que escribo esto (noviembre de 2023), sigue siendo la velocidad más alta alcanzada por un tren en este país: 90 km por hora. El gobierno subsidió el transporte de pasajeros a costa del de carga. Así, el tren pasó a ser el transporte barato de los trabajadores mientras la producción agropecuaria, la construcción y la industria se volcaron a la red vial, que había crecido hacia el interior hasta redondear los 9000 km, replicando el patrón radial del ferrocarril.
El segundo problema argentino de posguerra fue la mala relación con Estados Unidos, que le impidió al país ser proveedor del Plan Marshall. Las simpatías fascistas del golpe del 43 jugaron obviamente en contra, pero el país arrastraba una historia de recelos con la nueva potencia: ya en 1889, durante la Primera Conferencia Panamericana, la comitiva argentina había cruzado el proyecto estadounidense de una zona aduanera común en todo el continente. A eso le siguieron los tironeos por el petróleo y el acuerdo bilateral con Gran Bretaña. La “tercera posición” heredaba esas viejas opciones: Perón criticaba el imperialismo yanqui mientras trataba de mantener a toda costa el comercio con Gran Bretaña. Pero los tiempos y las hegemonías habían cambiado.
Aislado del mundo, el gobierno reorientó las herramientas heredadas mediante el llamado “Primer Plan Quinquenal” para redistribuir los ingresos agrícolas a la industria y de allí, a los trabajadores. Una gran junta reguladora, el Instituto para la Promoción del Intercambio, compraba todo el cereal y lo exportaba, reteniendo la diferencia para financiar la industria mediante el Banco Central, nacionalizado junto con toda la banca. La industria también contaba con la protección de los controles de cambio y un mercado interno cautivo: sus propios obreros. A diferencia del bienestarismo europeo, que redistribuía la riqueza mediante impuestos y subsidios, el justicialismo inyectaba riqueza directamente en los salarios desenganchados de la productividad. En 1948 el 53 % del PBI fue para los trabajadores, que desde entonces no serían tan “baratos, complacientes y voluntariosos”. Esto último, sin embargo, fue casi un efecto no buscado. El proyecto peronista tenía la intención clara de disciplinar a los trabajadores al tiempo que los incluía en el consumo. Una de las muestras más elocuentes de esa voluntad fue la “cibernología biopolítica”, tal como llamó el ministro de Salud Ramón Carrillo a su proyecto nunca publicado de “fijar una política biológica con el potencial humano, para cuidarlo y mejorarlo” y de combatir la “entropía social” con medios que iban desde la vieja eugenesia hasta el empleo de técnicas de guerra psicológica en tiempos de paz.
La segunda vía de redistribución fue la inflación. El gobierno aumentó la cantidad de dinero circulante confiando en que los aumentos salariales fueran siempre por delante de los precios, al tiempo que mantenía las rentas congeladas por ley. En 1949 la inflación alcanzó un 30 %, pero en una economía cerrada las personas no tenían referencias para distinguir entre el valor nominal y real del dinero.
Para sostener esa redistribución había que incorporar riqueza por algún lado. El peronismo confiaba en que la “gran rueda” agroexportadora de Pinedo moviera todo el resto. Pero estaba pinchada: al estancamiento que el sector arrastraba desde la guerra se le sumó la falta de incentivos a la inversión, y el volumen exportado era inferior al de 1935. Y no había rueda de repuesto. Por otro lado, la infraestructura iba quedando chica para el consumo creciente. El gobierno construyó el primer gasoducto del país, que unía Comodoro Rivadavia con Buenos Aires, además de construir varias centrales hidroeléctricas, y las exploraciones petroleras aumentaron la producción un 42 %. Pero esas inversiones corrían muy por detrás del consumo y otra vez hubo que importar combustibles. La industrialización dispersa y la redistribución del ingreso sin aumento de la productividad esparcían riqueza por toda la economía en lugar de concentrarla en puntos claves. El proyecto para construir una siderúrgica estatal, por ejemplo, se aprobó en 1947 pero no recibió un centavo de la bonanza peronista. Pronto hubo escasez de energía, lo que afectó la productividad y la balanza comercial, lo que disparó la inflación, que en 1951 le ganó a los salarios. El peronismo había proyectado “un pequeño país de hombres felices”, es decir, microeconomías piponas en una macroeconomía anémica. Ahora tenía que ajustar uno de los términos: o no tan pequeño o no tan felices.