La Culpa no es del Pancho
Notas

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La Culpa no es del Pancho

¿Cómo se mete la ciencia en la iconografía religiosa y artística?

Hace un par de meses nos despertamos con una noticia que nos confundió bastante a todos. Francisco -a.k.a. Pancho Primero- declaró, mientras inauguraba un busto de Benedicto XVI, que el Big Bang y la Teoría de la Evolución no son incompatibles con la idea de un Dios Creador.

Si bien un papa pro-ciencia y pro-homosexualidad puede resultar atractivo (sobre todo para tener a alguien que le compita a Mujica en el progre-off del Río de La Plata), este intento de conciliación religioso-científica no es para nada nuevo. El último Papa muerto en actividad, John Paul the Second, ya había declarado algo bastante parecido allá por 1996, afirmando que “La verdad no puede contradecir la verdad“. La Academia Pontificia de las Ciencias (no, no es joda) determinó que ‘la Teoría de la Evolución es más que una hipótesis’.

Del lado de la ciencia tenemos a Stephen Jay Gould, también conocido como ‘el conciliador’ o ‘el tibio’, según quién lo cite. En 1997, y respondiendo a Juan Pablo II, propuso terminar con el conflicto entre ciencia y religión con el concepto de ‘magisterios no superpuestos’ o NOMA (de Non-Overlaping Magisteria). Pillo, utiliza la palabra Magisterium —propia de la Iglesia— como para arrimar el bochín, y explica que el magisterio de la ciencia cubre la esfera de lo empírico: de qué está hecho el Universo y cómo funciona. El magisterio de la religión está para responder otras cosas: el sentido de la vida y los asuntos morales. Ustedes allá, nosotros acá, no nos molestamos y chau picho.

Pero.

Por más esfuerzos que hagan unos y otros para esquivar el conflicto o la extinción, esta competencia entre dos formas de ver el mundo es inevitable. Copérnico dio el puntapié inicial al partido que tendría a evolucionistas y creacionistas enfrentándose (aunque haya gente que use una camiseta arriba de la otra, sin entender que dos formas tan contrapuestas de entender el mundo difícilmente puedan jugar un amistoso). Pero hay un tercer actor —otro magisterio, según Gould— que tiene mucho peso inclinando la balanza: el arte.

Esta es la historia de dos tipos que, como Francisco, Gould y tantos otros, jugaron pegados a la línea, pero muchos años antes.

 

1612, Renacimiento, con el pensamiento científico todavía en pañales, la Basílica de Santa María Maggiore (en Roma) le encargó a Ludovico ‘Cigoli’ Cardi un fresco de la Virgen (nos hacemos arte, imbécil).

Quizás algún ejecutivo de cuentas se olvidó de adjuntar las refes, pero la cuestión es que Cigoli -amigo cercano de Galileo- propuso que se dibujara a María sobre una Luna ‘real’ en vez de una luna inmaculada, una esfera perfecta como se creía hasta esa época y que metaforizaba la pureza de la Virgen. Hacía apenas 10 años que Galileo había observado con su propio telescopio nuestro satélite natural. Hasta el momento, ese registro sólo aparecía en su libro Sidereus Nuncius, libro que él mismo ilustró, porque si no eras bueno en al menos 14 actividades distintas, no te mandaban el carnet de hombre del Renacimiento.

No hay testimonios ni registros sobre la reunión del departamento de marketing del Vaticano que aprobó la pieza, pero finalmente la nueva luna llena entró y, por primera vez, una imagen científica se metió tras líneas enemigas.

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Pero hay más y, como homenaje a Jesús, que sirvió el vino bueno después, dejamos ‘lo mejor para el final’. La segunda historia tiene como protagonista a uno de los personajes más pop de la historia del arte: Salvador Dalí.

Lo más cercano que vivimos —al menos hasta ahora— a un segundo Renacimiento, probablemente haya sido el principio del siglo XX, momento en que las Vanguardias artísticas florecían por toda Europa y coqueteaban con la ciencia y la tecnología. El cubismo de Picasso intentaba replantearse la forma de percibir el espacio, al mismo tiempo que Einstein lo hacía con su Relatividad. El Futurismo italiano hablaba de la ‘realidad en movimiento’ con una obsesión por la velocidad inspirada en la máquina. Los pibes de Dadá en Suiza, enojados con el mundo a causa de la Guerra, producían anti-arte y anti-sentido con obras casi indescriptibles. La lista sola da para un artículo completo.

Dalí iba rumbo a convertirse en el artista más ligado a la ciencia dentro de la vanguardia más ligada a la ciencia. Si bien el Surrealismo veía la pintura y la escultura como consecuencias de la poesía —cosa perfectamente entendible cuando el manifiesto lo escribe un poeta— sus obras más recordadas serían los cuadros de Salvador. André Bretón, sacá del medio.

Uno de los pilares del Surrealismo fue La Interpretación de los Sueños de Freud. El arte sólo era bello si surgía directamente del inconsciente, ‘únicamente aquello que es maravilloso es bello’. Pero Dalí no sólo era fan del psicoanálisis sino también de la ciencia. Leía sobre matemática, física, mecánica cuántica, evolución y varios etcéteras.

Su obra más conocida, La Persistencia de la Memoria (1931), parece ser una representación casi obvia de la teoría de la relatividad (cosa que Dalí envolvió en humo y mística al decir que sólo intentaba pintar cómo se derrite el queso bajo el sol).

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Además de pintar, Dalí escribía una bocha y muy bien; en 1958 publicaría su Manifiesto Antimateria y diría que ‘Hoy, el mundo exterior y el de la física han trascendido a aquel de la psicología. Mi padre, hoy, es el doctor Heisenberg’. Tan científico era que publicó La Desintegración de la Persistencia de la Memoria, una suerte de refutación de su propio paper, tomando su obra más icónica y resignificándola a través de la nueva ‘incertidumbre’.

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Todo muy lindo hasta acá, pero el problema es que, al mismo tiempo —y aunque en menor medida—, ponía figuras religiosas por todos lados. Cristos, vírgenes, la paloma del espíritu sexópata, varios santos sueltos, una última cena. Los hacía convivir con cadenas de ADN y partículas atómicas en toda una etapa que llamó Misticismo Nuclear, apenas después de la explosión de las bombas de Hiroshima y Nagasaki.

En ‘Corpus Hypercubus’ pinta a Jesús flotando en una aparente pieza de tetris gigante, pero que en realidad es la representación del desarrollo del poliedro de un teseracto o hipercubo, una figura geométrica que viene a ser un cubo en cuatro dimensiones espaciales. Y abajo, paradita arriba de un tablero de ajedrez, su esposa Gala en el rol de María Magdalena, una manera muy poco elegante de decirle prostituta y zafar con ‘arte arte arte’.

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Al mismo tiempo que estudiaba matemática y le rendía culto al átomo, se interesaba más por el Catolicismo y las tradiciones de Catalunia.

No hay manera de saber si Dalí simplemente enloqueció por una sobredosis cuántica y decidió volver al clasicismo, o si en realidad se trataba de un intento de estafar, confundir y troyearle al público más conservador un montón de perspectiva: mundos mágicos, dimensiones imperceptibles, escalas microscópicas; todos productos de los últimos avances científicos.

Lo que sí sabemos es que el día de su muerte tenía en la mesita de luz una copia de ‘Qué es la Vida’, un libro maravilloso en el que Erwin Schrödinger rompe la mística de lo vivo con tanta precisión que vuelve a dotarla de magia, pero de magia de verdad. Magia poética, magia musical; esa magia que viene con entender, con buscar la explicación detrás de cada fenómeno. Magia embarrada, la de dejar los mitos y los fantasmas de lado, para acercarse a algo que se parezca a la verdad.

Dalí, no nos engañás.