—Buen ciclo, Naroto. ¿Ya se encuentra listo para ingresar a HumanLife?
—¡Buen ciclo para usted también! Muchas gracias, pero paso.
—Recuerde que si no ingresa a HumanLife y, dado el estado actual de sus credits, nos veremos forzados a discontinuar el servicio de luz de su habitáculo.
—¡¿Luz?! ¿Quién necesita luz cuando se es un eterno ciego? ¿Qué es la luz en un mundo repleto de oscuridad? Le agradezco muchísimo el aviso. Puede proceder a deshabilitar la luz, si lo desea. ¡Por fin! No más esa luz blanca e insoportable que me enceguece, que no me deja ver, que me vuelve loco. No la necesito. Puedo vivir sin luz. Aprenderé a ver con las manos.
Me siento en el piso, con las piernas cruzadas. Pongo mis manos abiertas delante de los ojos, con las palmas hacia adelante y giro la cabeza de un lado a otro.
—¡Sí, claro que puedo ver! ¡Cómo no! Ahí, en ese rincón, está la soledad, mirando todo en silencio y peinándose el pelo lacio con las puntas de los dedos. Y en la otra esquina, ahí están el aburrimiento y el tedio, amigos inseparables si los hay, sí, jugando todo el tiempo, uno porque no le queda otra, el otro porque no sabría qué más hacer. Y en la otra esquina, ahí está la tristeza, acurrucada contra el rincón de espaldas, llorando y bebiendo sus propias lágrimas, saboreando la sal amarga de esta patética existencia. Y en el último rincón: sí, puedo verlo, como una sombra oscura que crece y crece, como un agujero negro que se come todo el habitáculo de a poco, con paciencia, sí, ahí está, me mira fijo a los ojos, sí, se sabe el ganador de este juego aun sin hacer nada, sólo esperando al final de este laberinto. El miedo. El terror. El espanto.
Escucho un pitido agudo que suena una, dos, tres veces. Saco las manos y abro los ojos. El habitáculo a oscuras. Sólo la luz violeta que emana el lector de palmas, y todo lo demás, negro.