Viruela

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El 11 de agosto de 1978, en Birmingham, Reino Unido, Janet Parker se sintió mal. Tenía fiebre y dolor de cuerpo, pero pensó que era sólo una gripe y fue a trabajar. Al día siguiente, el sábado, se sintió un poco mejor y salió a pasear. El domingo cayó en cama. En la espalda le empezaron a aparecer ronchas con aspecto de picadura, que después de unas horas se llenaron de pus. Fueron los padres de Janet, preocupados por el estado de su hija, quienes decidieron pedir ayuda. Unas horas más tarde, dos médicos llegaron en ambulancia, y el caso que se encontraron los asombró tanto que decidieron directamente llevarla al hospital.

Janet era una fotógrafa que trabajaba en el Departamento de Anatomía de la Universidad de Birmingham, exactamente arriba del laboratorio EG34B, que estaba a cargo del Dr. Henry Bedson y era uno de los últimos lugares del mundo donde todavía se estudiaban y conservaban muestras de un patógeno muy dañino. Un patógeno que entonces se creía casi erradicado y que se estima que —sólo en el siglo xx— causó la muerte de 300 millones de personas: la viruela.

En el hospital, los médicos no lograban identificar la enfermedad causante de los síntomas que presentaba Janet. Y su desconcierto era lógico, puesto que hacía tiempo que no se registraban casos de esta enfermedad. De hecho, el último caso hasta el momento había sido un año antes, en Somalía, y el paciente había sobrevivido. En Europa, hacía varios años que ya no se registraban. Y en Birmingham, particularmente, los hospitales creados para el aislamiento de pacientes de viruela ya no funcionaban, y los profesionales, entonces, no estaban acostumbrados a sus síntomas.

Después de consultar con un especialista, los médicos decidieron tomar una muestra de sus ronchas para que las analizaran en el laboratorio donde se hacía el diagnóstico. Casualmente, quien estaba de turno era Henry Bedson, que al observar las muestras al microscopio, se dio cuenta inmediatamente de que se trataba de viruela. Sabiendo que Janet trabajaba cerca de las muestras que él conservaba, no tardó en entender lo que había pasado. Unos días más tarde, se quitó la vida.

Cuando el diagnóstico de Janet fue confirmado, hubo que aislar a 260 personas que habían estado en contacto con ella. Desde los médicos que la atendieron en su casa hasta Julie Brown, una niña que, unos días antes, le había vendido unos patines de hielo que Janet le pensaba regalar a su sobrina. Janet le había pagado con tres billetes de una libra, que luego las autoridades sanitarias quemaron (no sin antes darle a Julie otros billetes). Por supuesto que el virus igual se esparció y el Hospital de Aislamiento Catherine-de-Barnes, que hacía tiempo no recibía ningún paciente, tuvo que reabrir para contener a los posibles contagiados. 1Hoy, en donde funcionaba ese hospital, hay departamentos de lujo.

Janet empeoró rápido. Exactamente un mes después de empezar a presentar los síntomas, el 11 de septiembre de 1978, pasó a ser la última persona en el mundo en morir de viruela.

¿Está mal que, como autor, tenga capítulos favoritos? No lo sé, pero confieso que este me obsesiona. Lo que pasa es que la viruela es especial. Es la única enfermedad infecciosa (humana) que fue erradicada de la faz de la Tierra gracias a la vacunación. Bueno, en realidad, en la actualidad aún se conservan muestras de viruela en dos laboratorios, uno en Rusia y el otro en Estados Unidos. Dado que la erradicación ocurrió en plena Guerra Fría, ninguna potencia quiso deshacerse de las muestras. Incluso hoy siguen existiendo, a pesar de un acuerdo firmado entre los Estados Unidos y la Unión Soviética en 1990, un año antes de que esta se disolviera, según el cual la destrucción de las muestras del virus debía ocurrir antes del final del año 1993. Esto sin contar que, en 2014, en un laboratorio diferente, un empleado del Centro de Control de Enfermedades de Estados Unidos encontró en un freezer olvidado un tubo con un rótulo bastante inquietante: “viruela”. El descarte de este tubo se realizó según un estricto protocolo, pero el incidente sembró la duda de si existen otras muestras perdidas por el mundo, más allá de las del litigio.

Como ven, la historia de la viruela es espectacular. Pero empecé contándola por el final, así que no queda más remedio que ir hacia atrás: remontar la historia hacia el principio.

Lady Mary Wortley Montagu era una mujer de alta alcurnia nacida a principios del siglo xviii en Inglaterra. Ella, en 1715, y su hermano, en 1713, sufrieron de viruela, pero su hermano murió y ella sobrevivió, aunque con secuelas visibles en su rostro. Hay quienes dicen que nunca logró que sus cejas volvieran a crecer. En el año 1716, acompañando a su esposo, designado embajador en el Imperio turco otomano, Lady Mary se mudó a Constantinopla (ciudad que, tan sólo seis años más tarde, pasaría a llamarse Estambul). En varias de las cartas que escribía, comentaba las particularidades de la vida cotidiana y las costumbres en Constantinopla, y en una de ellas, cuenta que descubrió algo extraño: fue durante una reunión que se hacía en un momento del año en particular, al comienzo del otoño, cuando empezaba a ceder el calor. La reunión no era como lo que uno se imagina cuando lo invitan a una reunión. En esta reunión, a las personas se les hacían unas heridas en los brazos y luego se les introducía en esas heridas el contenido de las pústulas de pacientes infectados de viruela. Ese procedimiento tenía un nombre bastante particular: variolación. Y su objetivo era generar la inmunidad a la viruela.

Después del procedimiento, las personas inoculadas quedaban aisladas, ya que durante un período de tiempo eran contagiosas. Lady Mary nunca había visto algo así en Europa. Pero el procedimiento parecía funcionar, y ella, sabiendo en carne propia lo que significaba la enfermedad, decidió tomar el riesgo de hacerle este cruento procedimiento a su hijo. Para eso, confió el protocolo en los doctores Charles Maitland y Emmanuel Timoni, médicos de la Embajada Británica en Turquía. Y tuvieron éxito.

Luego, Lady Mary volvió a Inglaterra, y en 1721, durante un brote de viruela en la región, decidió intentar popularizar esta práctica en su país. Y no puedo resaltar lo suficiente cuán maravillosa me parece la iniciativa de Lady Mary: estamos hablando de pleno siglo xviii, y de llevar un procedimiento que se hacía en Turquía a Inglaterra mucho antes de que se conociera siquiera que los microorganismos transmitían enfermedades y, mucho menos, que se sospechara la respuesta inmunológica que generan. Realmente, un desafío muy grande.

Pero para ese entonces Lady Mary ya había logrado realizar el procedimiento también en su hija, y en los sectores más altos de la sociedad comenzaban a circular rumores de la efectividad de la práctica. Sin embargo, todavía faltaba una demostración que generara más impacto en la población, y para eso, aquel mismo año y con la autorización del rey George I, se les ofreció a seis convictos de la prisión londinense de Newgate la posibilidad de realizarse este procedimiento. De salir bien, es decir, si salían vivos del experimento, quedarían liberados de su condena. De salir mal, morirían durante o después de la variolación. Para un grupo de condenados a muerte, mucha diferencia no había, así que accedieron.

Luego de la variolación, que les realizó Charles Maitland en persona ante la mirada atenta de Lady Mary y algunos miembros de la Royal Society, los prisioneros desarrollaron algunas pústulas. Pero no tenían más que el aspecto de un caso de poca gravedad de viruela. Ninguno murió y, como se les había prometido, fueron liberados una vez que pasó el tiempo de aislamiento posterior a la variolación.

Este experimento probó que la variolación era viable,2Definamos “viable”. Hoy en día, para que un procedimiento médico sea aceptado, tiene que pasar por varias instancias de prueba, primero en animales, luego en humanos. Cada país tiene su organismo regulatorio que determina la aprobación o no de un medicamento. Pero en el siglo xviii los requisitos eran bastante más laxos, y eso tenía consecuencias: una vez establecida la práctica de la variolación, se estima que un 25% de los pacientes moría debido al procedimiento. aunque de la inmunidad que supuestamente confería no se sabía demasiado. Para eso había que seguir investigando, pero los prisioneros ya habían sido liberados y estaban, como se dice en inglés, “in the wind”. De los que habían participado en el experimento, los médicos sólo mantenían contacto con Elizabeth Harrison, de 19 años. Entonces, para probar los efectos de la inmunidad, la designaron como enfermera de un joven que presentaba síntomas severos de la enfermedad e incluso la obligaron a dormir en su misma cama. Elizabeth no se enfermó. Un tiempo después, volvió a ser condenada por robo y no se supo más nada de ella.

Pero, independientemente de que no se comprendieran cabalmente los mecanismos inmunológicos que ponía a funcionar, lo cierto es que la variolación fue un éxito: incluso cruzó el océano hasta conquistar Estados Unidos (para ese entonces, colonias inglesas) y, en 1775, George Washington ordenó que todo el ejército independentista que él dirigía se sometiera al procedimiento.

Lady Montagu, que también era poeta y escritora, no alcanzó a ver este éxito transatlántico. Murió en 1762 y, un año después, se publicó de manera póstuma el libro Cartas desde la Embajada de Turquía, con las cartas que les había escrito a su hermana y a Alexandre Pope, un poeta muy reconocido. En 1798, a sus diez años, George Gordon Byron (más conocido como lord Byron) leyó ese libro, y hay quienes dicen que ese fue el comienzo de su obsesión con Lady Mary, que lo inspiró para varios de sus textos. No perdamos el hilo, pero Byron tuvo una sola hija legítima, Augusta Ada, a la que abandonó con su madre a los pocos meses de nacida y nunca más vio. Augusta Ada Byron, quien luego de casarse adquirió el título de condesa de Lovelace y se hizo conocida como Ada Lovelace, ideó, un siglo antes de la aparición de la primera computadora electrónica, lo que podría considerarse el primer lenguaje de programación. Capaz me desvié del tema, pero podría ser peor: piensen que en el borrador original había empezado este capítulo hablando de un piloto de carreras.3Ya fue, los gustos hay que dárselos en vida. Acá va: el 30 de abril de 1994, durante la clasificación del Gran Premio de Fórmula 1 del circuito de Imola, Italia, ocurrió un accidente en el que murió Roland Ratzenberger, piloto de la pequeña escudería Simtek S94-Ford. Era la cuarta vez que Ratzenberger corría en la categoría. El accidente se produjo por el desprendimiento del alerón delantero del auto y, cuando ocurrió, la Fórmula 1 llevaba ocho años sin accidentes fatales.
Al día siguiente, durante la carrera, ocurriría un segundo accidente fatal, ahora protagonizado por uno de los mejores pilotos de la historia. Ayrton Senna murió a los 34 años, después de chocar contra una pared a 310 kilómetros por hora, en la famosa curva de Tamburello, una de las más peligrosas de la Fórmula 1. Décimas de segundo antes, se había roto el eje de una de sus ruedas delanteras, lo que hizo que Ayrton perdiese el control del auto. La investigación posterior indicó que ese mismo eje fue el que lo golpeó en la cabeza, produciendo su muerte. En el habitáculo del auto llevaba una bandera de Austria para flamearla en caso de ganar la carrera, en homenaje a Roland, su colega muerto el día anterior. Dicen que Senna no quería correr esa carrera y se encontraba muy preocupado por la seguridad en la Fórmula 1, en la cual ya contaba con una amplia experiencia. Sid Watkins, el médico que lo asistió tras el accidente, afirmó que al verlo “sintió que su alma ya se había ido”. Como ven, no había ninguna forma de conectar esto con la historia de la viruela.

La cuestión es que para 1757, la variolación era bastante popular en el Reino Unido (entre quienes podían pagarla) y se realizaba rutinariamente en galpones como el de Gloucester, Inglaterra, donde esperaba que pasara su período de contagiosidad un niño de ocho años llamado Edward Jenner.

Capaz por esa experiencia no deba sorprendernos que Edward se empezara a interesar por la medicina aproximadamente a los 13 años. A partir de ese momento, se desarrolló como aprendiz de varios médicos, sobre todo en zonas rurales. Recién a los 21 años se mudó a Londres, donde hizo una residencia de dos años en la que se entrenó con el famoso cirujano John Hunter. Además, tocaba el violín y, como Lady Mary, era poeta. Pero fue recién en 1796, 39 años después de ser variolado, cuando Jenner se interesó en la viruela. Para ese entonces, ya había escuchado más de una vez el mito popular de que todas las lecheras eran mujeres hermosas, y sospechaba que el mito tenía una raíz de verdad.

En efecto, las lecheras eran, comparativamente, consideradas más hermosas que otras mujeres de la época, básicamente porque no se contagiaban de viruela y, por lo tanto, no tenían marcas en sus rostros. Lo que sí se contagiaban las lecheras era una enfermedad muy similar a la viruela, pero mucho menos agresiva en humanos, que producía pústulas parecidas a las que provoca la viruela en las vacas. Las lecheras tenían caras sanas,4Iósif Stalin, quien gobernó la Unión Soviética durante casi treinta años, se enfermó de viruela cuando era niño y le quedaron marcas en la cara: ya siendo todo un dictador, mandaba a borrar de las fotos (y de la faz de la Tierra) a sus compañeros que se habían vuelto opositores, como León Trotsky. Y, de paso, también mandaba a borrar las marcas de la viruela en su cara. Una especie de coqueto Photoshop de hace más de ochenta años. pero las manos llenas de pústulas. Con esto en mente, Jenner decidió investigar.

En mayo de 1796 encontró a una lechera, Sarah Nelmes, que tenía pústulas frescas en sus manos. Se imaginó que la “viruela de vacas” estaba protegiendo a Sarah de la viruela humana y decidió hacer un experimento que hoy no obtendría la aprobación de ningún comité de ética: básicamente, realizar el mismo procedimiento de inoculación que se venía haciendo en la variolación, pero en vez de con el contenido de pústulas de humanos contagiados de viruela, con el contenido de las pústulas de Sarah.

El sujeto que eligió para inocular era un niño de ocho años (la misma edad a la que Edward había sido inoculado) llamado James Phipps. James presentó algunos síntomas inmediatos, como un poco de fiebre, pero diez días después de la inoculación ya se sentía completamente bien. Entonces, en julio, Edward lo inoculó nuevamente; esta vez, con viruela humana. James se mantuvo saludable y Edward concluyó que le había conferido protección completa contra la viruela.

Lo que siguió fue la que muchas veces es la parte más importante del proceso: ponerle un nombre. Para nosotros, hispanoparlantes, puede parecer bastante intuitivo que vacuna es un derivado de vaca (de donde venía la enfermedad utilizada para la inoculación), pero Edward hablaba en inglés. Y la única razón por la cual hoy en día no decimos cowcuna es porque, para hacerlo más universal, Jenner decidió recurrir al latín, idioma en el que vaca se dice vacca. Así nació la vaccination.

Hoy sabemos que el virus que causa la viruela pertenece a la familia Poxviridae y también sabemos que es muy grande. Bueno, en realidad es muy chico si lo comparamos con cualquier cosa, pero grande si lo comparamos con el resto de los virus. Y sabemos que guarda su información en forma de ADN doble cadena, como nosotros. La viruela de vacas, en cambio, la causa un virus muy similar de la misma familia. O sea que Jenner, al inocular virus similares al de la viruela humana, sin saberlo estaba provocando que el sistema inmunológico del vacunado lo detectara. Y, en consecuencia, que desarrollara una respuesta que, gracias al parecido de estos virus, fuera protectiva también contra el virus de la viruela humana.

De algún modo, podríamos decir que los movimientos antivacunas nacieron con las vacunas, porque, cuando Jenner quiso publicar sus resultados en la Royal Society, le aconsejaron no hacerlo si quería mantener su reputación. Jenner había podido convertirse en miembro de la Royal Society en 1788 gracias a un trabajo bastante controversial en el que estudió cómo el comportamiento de los pichones se veía afectado cuando un ave invasora ponía sus huevos en el mismo nido (porque, como muchos de los intelectuales de la época, no sólo era médico, sino que también investigó en biología y hasta se interesó en la geología). Ese estudio, el de los pichones invadidos, fue muy desacreditado por varios naturalistas de la época y, hasta un siglo después, quienes se oponían a la vacunación usaban la controversia que generó el trabajo de Jenner en aves como un argumento para socavar su credibilidad como científico, con el fin último de atacar la vacuna.

Por suerte, las vacunas prosperaron. Y el método de Jenner, aunque esencialmente fue el mismo hasta la erradicación de la enfermedad, fue incorporando avances importantes. Principalmente, se logró abandonar la inoculación de brazo a brazo, que además de ser trabajosa, era un verdadero peligro porque podía ser fuente de contagios de otros patógenos. En 1918, en Francia, por ejemplo, lograron formular la vacuna secada al vacío, algo fundamental para la erradicación de la viruela en países tropicales donde esta formulación, más estable, resistía las temperaturas más altas. El 13 de julio de 1965, el Dr. Benjamin Rubin patentó la aguja bifurcada para la vacunación contra la viruela, que requería mucha menos muestra y era más fácil de usar. La aguja bifurcada es considerada uno de los elementos claves en el éxito de la campaña de vacunación organizada por la Organización Mundial de la Salud y llevada a cabo entre los años 1966-1977, que logró la erradicación total del virus.

Pero a pesar de haberse expandido por todo el mundo, la vacunación siempre tuvo oposición. Mi ejemplo preferido es el de Río de Janeiro en 1904. El 31 de octubre de ese año, Oswaldo Cruz, director de Salud Pública, en medio de un fuerte brote de la enfermedad en el país, logró establecer la vacunación obligatoria contra la viruela. Oswaldo, a pesar de haber tenido mucho éxito en campañas de desratización y de eliminación de mosquitos transmisores de enfermedades, en Río de Janeiro no tenía buena reputación. Era permanentemente ridiculizado en los medios, que contaban con el apoyo del senador opositor Ruy Barbosa y el coronel Lauro Sodré, quienes se oponían a la vacunación con argumentos que colocaban la libertad de elegir de los ciudadanos en el foco de la discusión.

Apoyada por Barbosa, se formó la Liga contra la Vacuna Obligatoria, y la ciudad de Río de Janeiro, entre los días 10 y 16 de noviembre, se convirtió en un campo de batalla. Hubo saqueos, barricadas, volcaron tranvías. El punto más álgido fue cuando, además, se amotinaron los cadetes de la Escuela Militar de Praia Vermelha. Se amotinaron contra la vacunación obligatoria, qué decirles.5En Río de Janeiro existe en la actualidad un fuerte movimiento antivacunas que, durante la pandemia de COVID-19, organizó varias movilizaciones con el apoyo del presidente Jair Bolsonaro, quien proclamó que nadie puede obligar a nadie a vacunarse. El mismo argumento que el senador Barbosa, pero 116 años después. Con la pequeña diferencia de que en esos 116 años se erradicaron enfermedades gracias a la vacunación y se acumularon toneladas de evidencia sobre sus ventajas y seguridad. De nuevo, qué decirles.

El gobierno pudo tomar el control recién después de decretar el estado de sitio en toda la ciudad. Pero la revuelta contra las vacunas dejó un saldo de treinta muertos, 110 heridos y muchos deportados. Y la vacunación obligatoria, vedada. Al menos hasta que una nueva epidemia de viruela golpeó la ciudad y ahí todo el mundo salió corriendo a vacunarse.

Dos años después, Oswaldo fue distinguido con medallas en eventos internacionales. Varios institutos de investigación de Brasil y un patógeno, el Trypanosoma cruzi, llevan su nombre.

Y, lógicamente, ninguno lleva el nombre de Hernán Cortés.

Porque la viruela llegó a América en barco, y se estima que, si no fuera por ella, la historia podría haber sido otra. Por ejemplo, en 1520, cuando el ejército de Hernán Cortés intentó conquistar la ciudad de Tenochtitlán, a la que él llamaba “la Venecia del Nuevo Mundo”, y encontró fuerte resistencia por parte de los aztecas. Hubo una batalla en particular, conocida por los españoles como “la Noche Triste”, que tuvo lugar entre la puesta del sol del 30 de junio de 1520 y el amanecer del 1 de julio. Esa noche, las tropas de Cortés sufrieron una dura derrota. La más dura que sufrieron los españoles en América. Y por un breve período, todo pareció perdido para los conquistadores. Pero tiempo después, Cortés fue el vencedor. ¿Cómo lo logró? Gracias a la tecnología bélica y aprovechando diferencias internas en el Imperio azteca, pero también gracias a un aliado nanoscópico. Hoy sabemos que si una población nunca antes estuvo expuesta a un patógeno, es mucho más vulnerable frente a este. Y sabemos también que no hay registros de viruela en América previos a la conquista. Sabemos, por último, que uno de los brotes más fuertes de esa enfermedad ocurrió poco después de la noche del 1 de julio. Y con eso alcanza.

Pero si la viruela llegó a América en el siglo xvi, ¿de dónde vino originalmente? El virus convivió con los humanos por muchos años. Los restos más antiguos en los que se pudo confirmar la presencia de ADN viral son los dientes y huesos de 11 hombres y mujeres que vivían en lo que hoy es Dinamarca y Rusia, entre los años 600 y 1050 d. C., en la época vikinga. Estos cuerpos también fueron descubiertos recientemente gracias al descongelamiento de las capas de permafrost que se está produciendo en el mundo.

Pero se sospecha que el faraón Ramsés V, que reinó en Egipto entre los años 1147 y 1143 a. C., habría padecido la enfermedad, por las marcas que se pueden observar en el rostro de su momia, descubierta en 1898.

Antes de eso, no sabemos. En Egipto se acaba nuestro viaje hacia el pasado, y los orígenes mismos de la enfermedad estarán por siempre envueltos en misterio.

Acaso sea tiempo de volver al presente: en 2017, un grupo de investigación recreó en el laboratorio el virus Horsepox, un pariente de la viruela que afecta, se imaginarán, a los caballos. Lo hicieron con el objetivo de demostrar la capacidad técnica de recrear en el laboratorio las cepas de la enfermedad erradicada. Y, en efecto, la demostraron. Lo que no termino de entender es si eso es bueno o malo. El futuro también es un misterio.