Peste negra

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Es bastante cliché comenzar cualquier historia de ciencia nombrando a Galileo Galilei, pero no voy a hablar de eppur si muove, así que me considero perdonado.1Y, sin embargo, lo cuento: eppur si muove es la hipotética frase que habría dicho Galileo luego de afirmar, en un tribunal de la Santa Inquisición, que la Tierra estaba quieta y era el centro del universo. De haber insistido en que la Tierra se movía, habría sido obligado a tomar cicuta, un veneno neurotóxico muy potente. La leyenda dice que, al retirarse del juicio, por lo bajo, dijo esa frase, que significa: “sin embargo, se mueve”. En 1609, Galileo empezó una serie de los que podrían ser los descubrimientos más asombrosos de la historia de la ciencia. Primero, en enero de 1610, descubrió las cuatro lunas más grandes de Júpiter, que, además de fama y reconocimiento, le trajeron el mecenazgo de uno de los hombres más ricos de Europa, quien pertenecía a la familia más poderosa de ese momento (y tal vez, la más poderosa de la que se tiene registro): el gran duque de Toscana, Cosimo II de Medici.

Pero con toda esa fama y dinero, a Galileo también le llegó la presión de seguir haciendo descubrimientos espectaculares. Así, poco después del amanecer del 25 de julio de 1610, apuntó su telescopio a Saturno y observó algo que se podría describir como un planeta con dos manijas a los costados. Esta fue la primera insinuación de la existencia de los anillos de Saturno. Desgraciadamente, su telescopio no era lo suficientemente bueno como para obtener una resolución clara de los anillos. De modo que Galileo concluyó que el planeta estaba formado por tres cuerpos: las dos manijas y el cuerpo principal.

En la ciencia siempre, inmediatamente luego de hacer un descubrimiento, uno tiene la necesidad de adjudicárselo. No vaya a ser cosa que justo otro vea las manijas en Saturno al mismo tiempo y el descubrimiento se le adjudique a ese otro. Sería algo grave, mucho más cuando uno necesita el financiamiento de algún organismo científico o de una familia noble acaudalada con una larga historia de sangre y poder, como los Medici. Y Galileo no era la excepción. Pero él iba un poco más allá.

Cuando creía que tenía algo grande entre sus manos, acostumbraba mandar mensajes contando el descubrimiento a sus contrincantes. Pero esos mensajes iban codificados en forma de anagramas. La lógica era que, si alguno se quería adjudicar el descubrimiento antes de que Galileo lo hiciera público, él revelaría el contenido del anagrama diciendo “mirá, yo lo vi antes”. Pero, si nadie lo había descubierto, entonces Galileo podía seguir investigando tranquilo un poco más.

Y como de momento él solo había visto un planeta con manijas, mandó por carta el siguiente mensaje:

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La resolución del anagrama de Galileo era “atissimum planetam tergeminum observavi”, que significaba algo así como que había observado que el más alto de los planetas (Saturno) estaba formado por tres partes.

Hace unos años compré un mueble desarmado. Cuando lo terminé de armar, descubrí que en el fondo de la caja quedaba un tornillo que no había incluido en la estructura. Seguramente no era esencial porque el mueble sigue ahí, incluso lo estoy mirando ahora mientras escribo esto. Algo parecido le pasó a Kepler.

Johannes Kepler, uno de los principales contrincantes de Galileo, en ese momento estaba obsesionado con las lunas de Marte y con encontrar patrones matemáticos en todos lados. Basado en que la Tierra tiene una luna y Júpiter —que él supiera— tenía cuatro, pensaba que Marte —el planeta que estaba entre ellos— debía tener dos lunas. Y se estaba volviendo loco tratando de observarlo. Con la dificultad agregada de que Kepler había tenido viruela a los tres años de edad y eso había debilitado muchísimo su visión.

La cuestión es que cuando Kepler recibió el anagrama de Galileo acerca de Saturno, trabajó un montón en tratar de descifrarlo y terminó leyendo lo que quería leer: llegó a la conclusión de que el mensaje oculto en el anagrama significaba “salve umbistineum geminatum Martia proles”, algo así como “los saludo doblemente, hijos de Marte”. Lógicamente, Kepler pensó que Galileo había visto las dos lunas de Marte que él tanto estaba buscando. No estaba totalmente seguro, igual, porque una de las letras del anagrama de Galileo quedaba suelta. Pero era sólo una. Como me pasó a mi con el mueble, pero 400 años antes. No me estoy comparando con Kepler. Bueno, un poquito, pero sólo en que nos parece que las cosas funcionan igual cuando sobra una pieza. En defensa mía y de Kepler, hay que admitir que mi mueble sigue ahí y que Marte, en efecto, tiene dos lunas. Ambas fueron descubiertas por Asaph Hall recién en 1877, con un telescopio cien veces más poderoso que el que usaba Galileo. A la más cercana, la llamó Phobos (miedo), y a la de más afuera, Deimos (terror), en honor a los caballos que llevan el carruaje del dios Marte en la mitología grecorromana.

Pero el punto de esta historia es otro. Lo que quiero destacar es que durante mucho tiempo la comunicación científica fue un problema: los libros tardaban años en publicarse y la correspondencia muchas veces se perdía y era un intercambio muy lento (y que, claramente, se prestaba a confusiones). Por eso, a mediados del 1600 —unos años después de que Kepler escondiera una letra debajo de la alfombra—, algunos grupos de científicos vieron la necesidad de juntarse a compartir sus resultados en persona. Así formaron la Royal Society of London y la Académie des sciences, y se empezaron a armar reuniones que, básicamente, consistían en juntarse para hablar de sus investigaciones y, sobre todo, tomar alcohol.

Un día, en una de esas reuniones, cuenta la leyenda que alguien dijo: “Tal vez deberíamos escribir esto, imprimirlo y compartirlo con nuestros colegas que no pueden estar hoy por la maldita plaga”. Así nacieron las revistas científicas, que son la manera en la que, hasta hoy, la comunidad académica sigue publicando sus resultados.

“¿Cuál plaga?”, se preguntarán ustedes ahora, recordando de golpe que este no es un libro de astronomía, ni de criptografía, ni de historia de las reuniones sociales para tomar alcohol con cualquier excusa. Bueno, la tal “maldita plaga” era una epidemia tremenda que entre 1665 y 1666 mató a un cuarto de la población de Londres. ¿El patógeno? Yersinia pestis, agente causal de la peste negra, la pandemia más letal de la historia de la humanidad. La única capaz de provocar que la población humana, que crecía incesantemente desde el comienzo de la agricultura, abandonara esa tendencia en el siglo XIV y, por el contrario, se redujese. De hecho, es posible que esta haya sido la única vez que pasó algo así en toda nuestra historia. O sea que estamos hablando de La Peste, con mayúsculas.

Yersinia pestis es una bacteria que descubrió Alexandre Yersin, uno de los discípulos preferidos de Louis Pasteur.2Pero, en realidad, también la descubrió Kitasato Shibasaburō, uno de los discípulos preferidos de Robert Koch, el mayor rival de Pasteur. Cualquiera que haya trabajado en un laboratorio usó alguna vez un kitasato (bueno, si sos físico, capaz no): un instrumento de vidrio que sirve para muchas cosas; entre otras, para filtrar. En muchos laboratorios, es conocido como “matraz de Büchner”. Pobre Kitasato, nunca le terminan de poner su nombre a las cosas. Esta bacteria se transmite por la picadura de una pulga. Empieza con una pulga sana picando a un mamífero infectado (generalmente, una rata) para alimentarse de su sangre, lo que hace que ahora la pulga se infecte. Dentro de la pulga infectada, la bacteria se replica en el sistema digestivo: tanto se replica que, entre tres y nueve días después, termina bloqueando el esófago de la pobre pulga, lo que hace que esta tenga más hambre y, naturalmente, necesite picar nuevamente para alimentarse. Pero al intentar hacerlo, termina regurgitando una mezcla de sangre y bacterias que, a través de la picadura, entra en el mamífero picado, que termina contagiándose la enfermedad.

La Peste puede tener tres formas distintas: primero, la bubónica, cuyos síntomas característicos son las inflamaciones en los nódulos linfáticos ubicados en la garganta y la ingle, ya que ahí es donde se replica la bacteria. Estos nódulos inflamados se llaman “bubones” y, como se imaginarán, le dan nombre a la variante.

Como si eso no fuera lo suficientemente malo, la peste bubónica puede derivar en una segunda forma, la septicémica, cuando la bacteria se difunde por todo el cuerpo a través de la sangre. En esta variante, era común que las extremidades de los enfermos se pusieran negras, lo que dio origen al nombre de la peste. Hay que decir también que puede haber casos en que los infectados desarrollen la variante septicémica sin pasar por la bubónica.

La tercera forma, la neumónica, es la más letal de todas, ya que causa falla respiratoria debido a que la bacteria se aloja y reproduce en los pulmones. También puede derivar de la forma bubónica. Es la única que se puede contagiar fácilmente entre humanos por las microgotas respiratorias cargadas de bacterias que los infectados liberan, sobre todo, al toser. Si no es tratada rápidamente, es fatal, y su período de incubación puede ser tan corto como un día. Incluso los muertos siguen siendo contagiosos, por lo que una gran parte de los casos de peste negra en el siglo XIV se daban en las personas encargadas de preparar los cuerpos para sepultarlos.

Hoy en día, las tres formas son tratadas con antibióticos comunes y corrientes (aunque no en todos lados se consiguen fácilmente). Pero al ser zoonótica, es decir, que los animales silvestres pueden ser portadores de la enfermedad, no es posible erradicarla.

La peste negra se fue esparciendo por el mundo junto con el comercio. De hecho, los brotes más antiguos registrados son del final del Neolítico, 1900 años a. C., justamente cuando los humanos empezamos a intercambiar bienes.3Pilar, la editora historiadora de este libro, señala algo que me parece hermoso: existe cierta idea del “homo economicus”, que pretende encontrar, en cualquier época de la historia, a humanos tomando decisiones económicas capitalistas (como buscar el lucro). Pero no hay que asociar el intercambio de bienes sólo con el comercio, o con “un paso previo” al comercio. Los intercambios de los que hablo pueden haber sido de otra índole, con otros fines, motivados por un sinfín de otras razones. Estos intercambios, cuando ocurrían entre poblaciones distintas, requerían, casi siempre, viajar. Y cuando uno viaja, muchas veces también viajan las ratas y, peor aún, sus pulgas.4Un amigo del abuelo de Dardo, el editor científico de este libro, peleó en el frente ruso durante la Segunda Guerra y siempre decía que lo peor no eran las balas, las bombas, ni el frío, sino los bichos. Ocurre que en lugares como el frente ruso, uno se convierte en casi la única fuente de calor, y los bichos “se te pegan como mosquito al foco”. Cito las palabras textuales del amigo del abuelo de Dardo. O las de Dardo, no estoy muy seguro.

Pero el gran brote, ese que aparece en todos los libros de historia y forjó la fama de la peste, ese que los pueblos recuerdan con un sudor frío en la espalda, la vez que a la Muerte se le fue la mano con la guadaña, esa vez que la humanidad estiró la pata y la bacteria andaba letal como susto de canario, ese brote, digo, fue el del siglo XIV. Muchas ciudades europeas conservan hoy en día monumentos a las víctimas de la peste negra por la epidemia que comenzó en 1346. Reconstruyendo el camino, hoy sabemos que llegó siguiendo la ruta de la seda, desde Asia hasta Crimea, una península en el Mar Negro. Un año después, en 1347, llegó al sur de Italia, luego a Génova y a Marsella, y de allí se esparció por toda Europa causando estragos. El horror se puede expresar en cifras sencillas: uno de cada tres habitantes de Europa moría. En Italia, se decía que los cuerpos se acumulaban en capas, una sobre la otra, como lasagna.

Aunque ese gran brote finalmente pasó, la cosa no terminó ahí. Hubo brotes durante los siguientes siglos; uno de ellos, en Londres, fue el que conté que llevó a que se crearan las revistas científicas. Y, también, a que unos años después, un joven Isaac Newton (otro que mandaba anagramas) tuviera que huir de la ciudad para recluirse en su casa de campo. Según cuentan, desde su cama veía los frutos caer de un manzano.

Otro brote, en Moscú, cuyo pico máximo fue en 1771, causó la muerte de entre un tercio y un sexto de la población de esa ciudad. Se lo conoció como “la plaga rusa” y provocó una reestructuración de la ciudad, ya que debieron llevarse los cementerios a las afueras (como dije, los muertos de la plaga seguían siendo contagiosos). Cuando las autoridades decretaron el aislamiento, hubo enormes protestas. En septiembre y octubre ocurrieron la mayoría de las muertes; luego, al llegar el invierno, el brote mermó. Este patógeno suele mostrar estacionalidad, ya que el ciclo de vida de la pulga que la transmite muchas veces se ve afectado por la temperatura. Y, a pesar de la enorme cantidad de víctimas, el invierno terminó salvando a la ciudad.

Esto mismo volvería a ocurrir, ya no con La Plaga, sino con los ejércitos de Napoleón Bonaparte 42 años después: al llegar a Moscú, Napoleón encontró la ciudad vaciada y destruida. La ocupó, pero, contra todo pronóstico, el Zar no le quiso firmar la capitulación. El tiempo empezó a pasar, el frío se acrecentó hasta volverse insoportable para los franceses y, finalmente, Napoleón y su ejército se vieron obligados a retroceder. Y ocurrió una vez más cuando las tropas nazis, 130 años más tarde, cometieron el mismo error que Napoleón. Por si alguien se pregunta para qué sirve la historia.

Pero si pensamos que Yersin describió el patógeno recién a finales del siglo xix, nos damos cuenta de que, durante estos brotes que hicieron estragos en Europa, todavía faltaba mucha evidencia como para entender lo que estaba pasando. Muchísima. En realidad, se sabía poco de todo y las supersticiones eran moneda corriente. Una en particular tuvo un papel muy relevante: el temor a los gatos.

Los gatos, que son tan lindos e inofensivos, muchas veces fueron asociados con el diablo y la brujería. A pesar de que conviven con nosotros desde hace 10.000 años, esto no impidió que a lo largo de la historia se registraran grandes matanzas de gatos, lo que, a su vez, llevó a crecimientos muy importantes de la población de ratas y, naturalmente, de sus pulgas. De hecho, el papa Inocencio VIII,5Giovanni Battista Cybo fue un genovés que nació en 1432. Gracias a sus habilidades políticas, en 1488 se convirtió en Papa y adoptó el nombre de Inocencio viii. Hay versiones que dicen que, además, fue quien organizó junto con Cristóbal Colón el viaje que terminó en el “descubrimiento” de América. En su tumba hay una rara inscripción que ayuda a esta versión: “Novi orbis suo aevo inventi gloria” (“Suya es la gloria del descubrimiento del Nuevo Mundo”). Como si eso fuera poco, también hay versiones algo maliciosas que dicen que era su padre. Pero lo interesante es que, en 1492, mientras Colón bajaba del barco, Inocencio entró en coma y su médico recomendó hacerle una transfusión sanguínea. No era cualquier transfusión sanguínea, sino que era la primera registrada en la historia de la humanidad. Y como muchas primeras cosas en la historia de la humanidad, salió mal. Muy mal. En aquella época no se conocía muy bien el sistema circulatorio, y el médico indicó introducirle la sangre por la boca. Usaron sangre de niños de 10 años por su vitalidad. Tanto el Papa como los niños murieron en el intento. en la bula papal del 5 de diciembre de 1484, declaró que tanto las brujas como sus gatos, señalados como portadores de herejía, debían ser quemados juntos en la hoguera. Esa es la primera vez que la Iglesia católica describía la figura de las brujas (que serían condenadas luego en los famosos juicios) en un documento oficial del peso de una bula, lo que, por otro lado, implicaba reconocer que ese poder existía.

Hablemos un ratito de brujas. En 1615, por ejemplo, estos juicios llegaron a Leonberg, Alemania. Allí vivía Katharina Guldenmann, y la mayoría de los chismes de la ciudad la tenían como protagonista. Entre esos chismes, y en el medio del comienzo de los juicios de brujas, una niña declaró que, al pasarle por al lado, Katharina le rozó el brazo, lo que hizo que, con el correr de las horas, la invadiera un dolor terrible que le impedía mover un dedo. Sumado a eso, a Katherina le cayeron acusaciones de asesina de animales y hasta de tener el poder de convertirse en gato, en un temible gato. Por supuesto, la acusaron de bruja y la sometieron a juicio.

Su caso duró seis años y pasó los últimos catorce meses encadenada al piso de una celda mientras era cruelmente torturada para que confesara. Ella nunca admitió ser bruja y, como el tribunal que la juzgó no consiguió suficiente evidencia en su contra, fue liberada. Mucho de su liberación se lo tuvo que agradecer al hecho de que en el juicio tuvo una muy buena defensa que, junto con sus abogados, montó su hijo. Él había abandonado su trabajo para dedicarse a salvar a su madre. Se llamaba Johannes Kepler y, años después, interpretó como quiso un anagrama de Galileo.

Y ahora hablemos un ratito de científicas. Luego de la epidemia de 1667, las reuniones del mundo de la ciencia volvieron a realizarse. De hecho, se mantuvieron hasta la pandemia de 2020, que nos encontró en varias reuniones científicas por videollamada. Y, si bien son mucho menos divertidas que las presenciales (sobre todo porque tomar alcohol frente a la computadora no tiene el mismo efecto y cuchichear internas por chat privado tampoco), son más justas para quienes trabajan lejos de donde se realizan y tienen que enfrentar grandes costos para poder compartir su trabajo con sus colegas. Pero no sólo las reuniones. Las publicaciones también son fuente de desigualdad: la industria editorial científica genera miles de millones de dólares de ganancia anuales y su rédito suele ser incluso mayor que el de la industria cinematográfica, gracias a los bajos costos de producción que tiene. Y muchas veces, poder leer un trabajo publicado, que es una actividad esencial para cualquier investigación, se torna prohibitivo para los científicos, ya que hay que pagar para hacerlo. Incluso hay casos de autores que han tenido que pagar para leer su propio trabajo publicado. A este tipo de situaciones se enfrentó Alexandra Asanovna Elbakyan, una estudiante de ciencias y hacker kazaja, cuando volvió a su país luego de estudiar en Rusia, Alemania y Estados Unidos (donde las universidades suelen pagar mucho dinero para que los estudiantes tengan acceso libre a los artículos). Pero como ella es muy buena hacker, logró crear una página web llamada Sci-Hub (y cuyo dominio cambia constantemente, ya que es ilegal y permanentemente lo deshabilitan) que permite el acceso gratuito a casi cualquier paper publicado en cualquier revista. La iniciativa de Alexandra, quien declara haberse inspirado en ideas comunistas, se convirtió en un elemento fundamental de muchos proyectos científicos. Y en 2016 fue nombrada por la revista Nature como una de las diez personas más influyentes de la ciencia. Sin embargo, tiene orden de captura en varios países.6Ojalá nunca la agarren. Y esa historia de publicaciones científicas y juicios injustos no podía dejar de incluirla.

Tal vez no se haya notado, pero no quise contar esta historia repleta de muertes sin contar, un poco para compensar, algunas historias de vida. Son tan impersonales las estadísticas que, de algún modo, consideré necesario incluir el costado más humano de todo el asunto; hablar de algunas de los millones de personas que vieron su vida afectada por las sucesivas epidemias de Yersinia pestis.

Me queda, entonces, una última historia.

El 18 de marzo de 1990, tres hombres armados entraron al Museo Isabella Stewart Gardner de Boston, Estados Unidos. Luego de engañar y atar al guardia, concretaron (según el FBI) el robo más grande de la historia del arte. Se llevaron un estimado de 500 millones de dólares en obras, que incluían dibujos de Edgar Degas, un cuadro de Édouard Manet, el águila de un estandarte de Napoleón Bonaparte y tres cuadros de mi pintor preferido, Rembrandt Harmenszoon van Rijn. Ninguna de las obras apareció jamás y se las considera perdidas. El museo conserva aún los marcos vacíos donde estaban las obras, que los ladrones dejaron en el museo.7A mí me gusta pensar que los cuadros se perdieron y fueron vendidos como baratijas y que, en algún departamento chiquito en algún lugar del mundo, alguien almuerza todos los días mirando una pintura original de Rembrandt.

A diferencia de otros —como su coterráneo Vincent van Gogh, quien vivió en la pobreza y fue reconocido mucho después de su muerte—, Rembrandt fue reconocido en vida. Y una gran parte de su obra consiste en autorretratos. Los pintaba mirándose en un espejo y llegó a hacer alrededor de cien. Uno de los primeros, pintado a los 23 años, fue también robado en 1990.

Si pudiéramos poner estos autorretratos uno al lado del otro, de algún modo contarían por sí mismos la historia que yo quería contar: la de Hendrickje Stoffels. Ella era el gran amor de Rembrandt y quien, a su vez, manejaba sus negocios. Pero cuando en 1663 una epidemia de peste negra azotó Amsterdam, ella fue una de las víctimas. Enfermó, murió y tuvo que ser enterrada en una tumba alquilada. Su funeral costó diez florines y trece embutidos. Rembrandt siguió haciendo autorretratos, pero, a partir de ese momento, puede verse en ellos una expresión de profunda tristeza.