⎯¿Salimos?
Para el final de la segunda semana, un total de dieciocho personas habían ido a morirse a General Mansilla.
Tura no la miró a los ojos para hablarle. Siguió con la atención puesta en la tele como si tratara de retomar un hilo perdido. Tenía el volumen apagado. La luz artificial le alumbraba las ojeras.
Se tomó dos diacepinas más y le preguntó a dónde.
Salieron de la casa una hora antes de que emergiera el sol, justo cuando empezaba a sonar la primera alarma. Caminaron con el traje puesto hasta Pavón. Bajaron por la boca torcida del subte y viajaron en un vagón con vendedores ambulantes exhaustos, cumbia y gente dormida desperdigada por los asientos.
Se cambiaron en un baño público del microcentro; guardaron los trajes en las mochilas compresoras que se colgaron a la espalda y se adhirieron al cuerpo. A partir de ahí, Pía perdió el sentido de la orientación y no hubiera podido explicar cómo, sin salir a la superficie, metiéndose por pasillos que no sabría encontrar, bajando escalones de vez en cuando, llegaron a la entrada negra del club diurno.
Hicieron la fila y pasaron bajo un inmenso cartel de neón rojo que rezaba Noon. Pía siguió a Tura a través de la oscuridad y de las luces naranjas, amarillas, rosas que se espesaban en el humo, que se volvían nubes tormentosas sobre sus cabezas.
Tura se encontró con quienes se tenía que encontrar. Le presentó a Pía una sucesión de rostros distorsionados y nombres que no escuchó. Trató de sonreír a cada uno y de ignorar la vibración que la base del dark techno le producía en el pecho y le entumecía las extremidades. Aceptó algunos tragos que no tendría que haber tomado (se suponía que no podía mezclarlos con las diacepinas), y rechazó varias pastillas, chicles y gomitas. Pronto todos se olvidaron de ella, todos se olvidaron de todos, y se abandonaron al estado esencial que en cada uno se abría cuando se cerraba el pensamiento.
Pía se atrincheró en una esquina y de ahí los miró. Los lugares de Tura siempre estaban llenos de muertos, pensó. Y después se rió sola, porque ella no era quién para hablar. Habló. Alguna cosa extra en alguno de los tragos que aceptó la hizo hablar. Nadie la escuchó, nadie la vio mover los labios, ni ella los sintió. Los sentidos se le cruzaron, vio el calor de los cuerpos que se movían, cada uno a un ritmo distinto, como si siguieran el compás de músicas diferentes; olió los colores, los clasificó: cuello transpirado marrón, vaso de plástico verde, saliva roja con alcohol. Sintió sobre la piel las formas que escuchaba. Se preguntó si allá arriba, por encima de sus cabezas, afuera, sobre la superficie resplandeciente y desierta, se sentiría la vibración de esa cajita bruna, de ese ecosistema nocturno que trataban de preservar; si temblaría la calle, la tierra, levantando nubes de polvo, por los golpes de la música negra.
El efecto bueno duró poco. Luego sólo quedó un malestar sordo y una confusión embotada. El tiempo que le corría por las venas, vertiginoso por el alcohol y ese algo más, se fue ralentizando a medida que la cabeza de Pía volvía a depositarse sobre su cuello. Los párpados le pesaron, el vacío de la panza le dolió. Estaba llena de líquido en movimiento. Observó con paciencia y sopor esos álguienes que se movían por separado, que se alejaban unos de otros y no parecían volver a acercarse, una constante expansión a través de la oscuridad, partículas abriendo espacios por el universo del Noon. No vio rostros. Nunca rostros. Sólo partes, una mano levantada cayendo, un collar irradiando la luz de un reflector, un pómulo violeta con dientes blancos o el pelo de Tura, el largo pelo de tiras rubias, sacudiéndose de derecha a izquierda, de acá para allá, entrar y salir de la masa, del humo, del color, enredarse en algún hombro y hacerle cosquillas a una espalda, enroscarse en un brazo y liberarse de un tirón.
⎯Vamos a la casa del Chapu.
La voz de su amiga llegó desde algún lado, el agarrón del brazo también. Los bordes oscuros y confusos del Noon se convirtieron en las esquinas y rincones del departamento del Chapu. Entraron en la sala desprendiendo una estela de humo naranja que se mantenía adherido a sus pieles sudadas. Unas luces cambiantes lanzaban rayos que repasaban uno por uno los contornos: mesa, cuencos, ceniceros, vasos, mesa, cuencos, cenizas, botellas, mesa, sillón, almohadón, mochila, cuencos.
Más al fondo, la luz tenue de un velador llegaba desde una de las habitaciones. Pía se despegó del grupo sin saludar al Chapu, porque había otras personas ahí y no sabía cuál era el Chapu y habría tenido que saludarlas a todas y creyó que se le iba a caer la cabeza antes de poder saludar a todos los Chapus. Se sentó en el piso, cerca de la luz cálida, y apoyó la nuca contra la pared, esperando que su dureza frenara las vueltas que le daba el estómago, que le disipara el dolor de la vista.
Una mano le ofreció algo, una canica blanca. Parecía una bola de naftalina.
⎯¿Qué es? ⎯Pía negó con la cabeza.
⎯UVB ⎯dijo la mano.
⎯¿Qué te hace?
La mano se unió al resto de un cuerpo. Un chico con la cabeza rapada se agachó. Se lo veía despierto, limpio en exceso.
⎯¿Sabés lo que son los rayos UVB? ⎯Su aliento tenía olor a chicle de menta.
⎯No ⎯mintió.
⎯Te va a sacar el frío.
⎯No tengo frío.
Sin dejar de sostener la pelotita entre el índice y el pulgar, el Chapu con olor a menta señaló el brazo de Pía con el dedo meñique. Pía miró. Descubrió su propia piel de gallina.
⎯Pía, me siento mal.
La cabeza de Tura se materializó en la oscuridad, sobre su regazo. Tura apoyó la nuca sobre las piernas de Pía.
⎯¿Te comiste una de esas bolitas? ⎯preguntó Pía.
⎯Me parece que agarré dos.
Tura se acurrucó en el piso y restregó la cara contra el pantalón de Pía, como si quisiera limpiarse el maquillaje o una visión espantosa.
⎯Pía, me siento mal.
Pía intentó pedir agua a un par de piernas que estaban cerca de ella. No la escucharon.
⎯Creo que me estoy ahogando ⎯dijo Tura.
Sí la escucharon. Desde arriba, el rostro del Chapu de menta, o de otro Chapu, la escuchaba.
⎯Mi amiga se está ahogando ⎯dijo Pía.
⎯No se está ahogando. ⎯El Chapu de menta era muy alto⎯. Al principio es feo, tiene que pasar la parte dura. Después se va a sentir bien.
Así que Pía esperó a que Tura se sintiera bien, que dejara de retorcer las piernas como si le quemaran, que dejara de querer abrirse el pecho con las uñas, que dejara de llorar. Pía no tenía idea de cuántas cosas había tomado Tura esa noche, pero de lo que sí estaba segura era de que no la había visto decirle que no a nada.
⎯Pía ⎯dijo Tura⎯, quiero estar con mi mamá.
Pía sintió que si le recordaba que su mamá estaba muerta, iba a pasar algo muy malo. Así que esperó, esperó a que Tura se sintiera bien. Y algo parecía estar haciéndole esa bolita de rayos de sol (¡Rayito de sol!, pensó Pía), porque dejó de retorcer las piernas como si le quemaran, ahora balanceó los pies con un suave vaivén; y dejó de querer arrancarse el pecho con las uñas, ahora cerraba las manos y se las apoyaba contra la piel; y dejó de llorar, ahora miraba una luz violeta que rebotaba en el mismo punto de una pared sin ventanas, una y otra vez, sin ventanas todo el tiempo.
⎯Me están creciendo los huesos ⎯escuchó que decía Tura, a través de una boca pintada de rojo que ya casi no se podía mover.
Se fue quedando quieta, blanda. Y con el pasar impreciso de las horas, los cuerpos de los demás fueron quedándose inmóviles también. Los ojos fijos en algún lado, sin cerrar. Las manos unidas contra el pecho, como si el corazón les latiera muy rápido, o muy lento. Las piernas flojas. Las bocas sueltas. Todos menos el Chapu de menta, que fumaba sentado arriba de una mesa.
Ellos quieren lo que yo tengo, pensó Pía. Se meten esas mentitas en la boca para apagarse un rato.
Y ella, por el cansancio, una y otra vez, por el cansancio, por un episodio o por otra cosa, también un rato se apagó.