Todos los hospitales eran así, tenían esa desfachatez improvisada. Eran grandes, enormes, pero abiertamente torpes y desinteresados en su rebusque. Los nuevos, subterráneos, y los viejos de la superficie, como aquel, todos tenían una desprolijidad rígida. Eran como una casa no planeada, para una familia no planeada. Se habían ido agregando cuartos y rincones y esquinas y vueltas y donde podía hacerse algo útil, se lo hacía; donde podía aprovecharse un poquito, se lo aprovechaba.
⎯A ver, de nuevo ⎯dijo un hombre, sentado a su lado. Intentaba hacer que el chiquito de cuatro o cinco años que estaba entre él y Pía abriera la boca y pronunciara una sílaba.
Las salas de espera, al parecer, propiciaban la repetición. Esperar era un período de atención muy corto que tenía que ponerse en marcha constantemente, esperar era una reproducción. Y Pía esperaba, se clavaba las uñas en las palmas de las manos en orden ascendente y el padre formaba con los labios la misma palabra sin terminarla.
⎯Mu… mu…
El historial clínico de Pía, que era sólo un poco más extenso de lo esperable, constaba de veintiocho páginas. Cinco renglones en la versión resumida. Lo tenía impreso apoyado sobre su regazo. Antes, escuchó una vez, los historiales habían estado todos juntos cargados en las computadoras. Pero desde los incendios, ya nadie confiaba mucho en los servidores hospitalarios. Ahora cada paciente tenía que encargarse de sí mismo: llevarse en un papel de un lado a otro, arriba y abajo por todos los pisos y los apuros y las interminables, repetitivas, salas de espera.
⎯Mu… mu…
Vio los labios del chiquito que iban, distraídos, cediendo a las sílabas que su padre intentaba meterle en la boca casi como un engaño. Con cada mu parecía querer humedecerse los labios resecos. La imitación es una clase muy distinta de repetición, entendió Pía, una mucho más disimulada.
⎯Mauro Muratieri ⎯llamó alguien.
El chiquito y el padre se levantaron, se metieron a una sala, cerraron la puerta y al instante llegó otra, una chiquita, acompañada por toda su familia, todos intentando hacerla hablar.
⎯Ma… ma… dale, dale, ¿cómo le vas a decir a la doctora? Me llamo ma…
Hasta el momento, en ningún hospital nuevo ni viejo, habían podido evitar que los chicos nacieran así, flacos, todo piel y hueso y ojos. Escasos de palabras, a veces, también. Los engordaban después, con mucho esfuerzo. A Pía le había costado tanto engordar como que la engordaran. Eran los primeros párrafos de su historial, las páginas más amarillas.
Ahora tenía hambre. Cinco horas de ayuno para los análisis. Las salas de espera eran la repetición: no comer, esperar, no comer, sentarse. Seguía moviendo las uñas contra la palma, en orden ascendente, porque quedarse inmóvil era darle espacio ⎯darle cuerpo⎯ a la impaciencia, y la impaciencia casi siempre se sentía como un miedo a estar sola. Suspiró, moviendo las uñas y esperando, incómoda, apretada. Así, si estaba toda juntita y preparada, lista para someterse a los chequeos mensuales que por suerte le tocaban esa semana, le sería más fácil a los doctores darse cuenta de lo que tenía. De lo que le había pasado. Del cambio irreversible.
Porque el episodio de la quemada había pasado, le había pasado por el cuerpo, se le había pegado como una impaciencia, y por eso tenía que moverse, saberse toda, sentirse una, estarse ahí sentada, esperando, volviendo a empezar cada una de sus acciones para evitar el avance de la enfermedad que seguramente también se le había pegado.
⎯Ma… ma…
La iban a revisar, le dirían lo que tenía, lo que había pasado, la limpiarían lo más posible.
⎯Pía Cuerno.
Después de los análisis, de los estudios, de las radiografías rápidas, de la consulta con el nutricionista, con el psicólogo, el oculista, la psiquiatra y la dermatóloga, después de haber recorrido las habitaciones de la casa improvisada, salió del hospital con esta frase repetida puesta en su lengua por la fuerza:
⎯No tengo nada.
Se llevó sus veintiocho páginas metidas en la mochila, con un renglón agregado, dos frascos de pastillas (las cronobiológicas, para arreglarle el tiempo interno; las diacepinas, para la catatonia) y la certeza de que, si no le habían podido encontrar lo que tenía, que para ella era tan evidente, entonces ninguno de aquellos doctores sabía nada. Simplemente seguían improvisando habitaciones.