Capítulo 2.17

Los dormidos

5min

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Despertó en la sala a oscuras llena de cuerpos.

Tura ya estaba despierta. No parecía darse cuenta, pero lo estaba. Sólo se movió cuando Pía la obligó a hacerlo.

El desafío no fue tanto levantar a Tura y a sus extremidades, cuyos pesos se habían independizado y no seguían una lógica coherente (la mano pesaba más que el pie, la cabeza más que la pierna), sino evitar pisar a los dormidos en la penumbra. La penumbra, ahí abajo, era un golpe sordo extendido en el tiempo. Y el peligro, más que en despertarlos, radicaba en la posibilidad de pisarlos y de que no hubiera nada. En que fueran, todos ellos así tirados, capas inertes de ropa vaciadas por el golpe sordo.

Antes de irse, Pía echó un vistazo a la mesa. El Chapu de menta ya no estaba.

Ninguna de las dos sabía cómo habían llegado. Les costó encontrar la salida del edificio subterráneo; una vez en las interconexiones del transporte, donde las sendas peatonales se encontraban con las vías de los trenes, pudieron leer el mapa de la estación. Estaban en el subnivel 13. Tendrían que hacer varias combinaciones hasta llegar a la línea de subte R, que tenía salida a la superficie.

Subieron al primer vagón que se detuvo frente a ellas, sin tener muy en claro dónde bajarse. Suponían que algo se los haría saber. Tura se apoyó en el hombro de Pía y la abandonó por un sueño profundo. Pía permaneció despierta. No sabía dormir en otros lugares que no fueran su cama, le inquietaba abandonar su cuerpo públicamente de esa forma. Y dormir en su cama era algo que estaba empezando a desaprender, también. La sensación era esta: todos los lugares estaban despiertos.

¿Habría estado ahí desde el principio, desde que se sentaron? Podía ser. Manuel podría haber estado sentado en ese asiento de tela roja desgastada desde el comienzo del recorrido. Quizás incluso antes. Estaba hundido, con las piernas estiradas y flojas. La cabeza se le movía con el vaivén de los vagones. Lucía agotado, aunque permanecía despierto, como Pía. Y la miraba. Ella también lo miraba, sólo que lo reconoció más tarde. Cuando ella lo reconoció, él se reconoció a sí mismo.

⎯¿Volvés a tu casa? ⎯preguntó él.

Pía asintió. Junto a Manuel, otro chico dormitaba con las piernas estiradas casi llegando a la mitad del pasillo y la cabeza colgada hacia atrás.

⎯¿Quién es? ⎯preguntó Pía.

⎯Pichón ⎯Manuel le echó un vistazo⎯. Pichón, Pía. Pía, Pichón.

El dormido no se dio por aludido. Pía podría haber presentado a Tura, pero a ella no le habría gustado. No lo hizo.

⎯¿Y qué les pasó?

Cualquiera de los dos podría haber hecho la pregunta. Pía se sorprendió: la había hecho ella.

Manuel sonrió un poco.

⎯¿Por qué nos tiene que haber pasado algo?

⎯Lo pregunto por su mano ⎯con un gesto de la cabeza, bien medido, cohibido por el peso de Tura sobre su hombro, que establecía la distancia hasta la que Pía podía estirar la mandíbula, Pía señaló a Pichón. Tenía los dedos de una mano hinchados y rojos y se agarraba la muñeca con la mano sana, como quien no quiere que se le caiga algo importante cuando vaya a distraerse.

Pía preguntaba, también, por Manuel. Por su expresión hundida. Él, que siempre parecía pensar en algo, que les daba vueltas a las tapitas de las lapiceras en su boca como mordisqueando un comentario reservado, esta vez no parecía pensar en nada. Se veía deshidratado.

⎯Se la agarró con una puerta ⎯dijo Manuel.

⎯¿Cómo sabías dónde vivo?

Las conversaciones viejas se retomaban así, supuso. Bruscamente. Siempre estaban abiertas.

⎯Te busqué. En el sistema. Del trabajo. ⎯A Manuel la vergüenza también se le había deshidratado.

⎯¿Cómo sabés… el nombre?

⎯¿Febo? ⎯Manuel miró a Tura intentando encontrar un ser humano en todas esas partes separadas⎯. Lo vi en internet.

⎯¿Está en internet?

⎯En una parte rara de internet.

⎯¿Y lo ve mucha gente?

Manuel no quiso decirle que sí, pero no hizo falta. Dijo, en cambio:

⎯Yo lo veo. ⎯La vergüenza deshidratada, endurecida⎯. Lo veo por las camaritas. Las camaritas de la calle, puedo entrar y verlas. De vez en cuando, las veo. También veo otras cosas.

⎯¿Qué cosas?

⎯¿Entonces seguís viviendo ahí? ⎯preguntó él.

⎯Sí.

⎯¿Por qué?

A Pía se le ocurrió que, si apoyaba la cabeza en el hombro de Manuel, él no la apartaría. Esto, para Pía, podía significar que en secreto era muy amable o que estaba muy perturbado. No pudo comprobarlo porque tenía a Tura apoyada en su propio hombro y ese otro chico, Pichón, no estaba apoyado contra Manuel pero de alguna forma él lo sostenía.

⎯Lo mejor que podés hacer es irte. Si estás esperando que alguien haga algo, no va a pasar ⎯fue el consejo de Manuel. Y luego agregó⎯: Bajo tierra no entramos todos.

⎯¿Eso qué tiene que ver?

⎯Y, un vivo menos es un espacio más.

Pía tenía la cara adormecida. Aun así, sintió el dolor ácido en la nariz; estaba por ponerse a llorar. Se le ocurrió que, si la veía llorar, él no la consolaría. Disipó las lágrimas, la visión borrosa, pero Manuel pareció darse cuenta, porque suavizó el tono, aflojó los ojos negros.

⎯A mí también me parece horrible ⎯aclaró⎯. Pero dudo que alguien haga algo. ¿La policía no fue?

⎯A buscar los cuerpos nada más.

Manuel habló entre dientes, como si estuviera volviendo a morder una tapita, de a poco, formándola, invocándola.

⎯No esperes algo que no va a llegar.