Regresó de a poco, mientras se disipaban las estrellas negras que le nublaban la vista. Algunas estallaban y desaparecían; otras, persistentes, cambiaban de color, empalidecían. Por los intersticios, vio un pedazo de calle.
El sonido llegó después, al destaparse los oídos. El rumor urbano, el musgo sonoro de la ciudad a lo lejos y abajo.
La muerte cambiaba las cosas de lugar. Las reordenaba. En ese nuevo orden, había puesto a otra suicida frente a Pía para que la encontrara. Su cuerpo derretido apretado contra el piso, aún deshaciéndose bajo la ropa, el proceso de descomposición todavía sucediendo dentro de los límites que formaban sus cosas. Su campera desacomodada, sus zapatos doblados, su mochila abandonada a un costado.
Pía no llegó a sentir miedo. Tuvo un reflejo, pero eso fue todo. El recorrido hecho para llegar hasta allí se le había perdido de la memoria. Le quedaba un vago recuerdo que podría haber explorado; los gritos estaban ahí, era de día en el recuerdo. Descubrió que no tenía por qué reconstruirlo.
Su mano estaba cerrada en un puño otra vez. La abrió confiando en que no habría nada. Sí había: un papel arrugado, húmedo de tanto apretarlo contra la palma. Lo desdobló. Leyó:
Los frascos están juntos.
Miró a la derretida, acostada sobre la calle, no desplomada sino posada, como si se hubiera recostado poco a poco hasta que su ombligo apuntara hacia arriba. Su pecho ahora se hundía imposible, la camisa de tela áspera a cuadros rojos y negros llena de pozos por debajo, los bolsillos vacíos sobre el vientre.
Se le ocurrió que estaba allí para poner el papel en el bolsillo de la derretida. Para darle alguna especie de mensaje arrugado, desesperado. Era una causa posible. Una de las causas posibles.
Volvió a guardar el papel en el puño. Fue la única vez que sintió claramente algo parecido a la tristeza. Luego la sensación se diluyó, como aquel cuerpo que se disolvía, se fundía con el asfalto entre los huecos rugosos de las piedras hasta formar una sola cosa.