En el trabajo confirmó lo que venía sospechando. Algo le pasaba en los ojos.
Llenar los informes después de los llamados se le estaba haciendo difícil. Mientras hablaba por el comunicador podía apartar la mirada de la pantalla y mantener la vista fija en algún punto oscuro. Pero cuando tenía que llenar los informes de los pacientes en la computadora, no había escapatoria. Se zambullía de lleno en la luz azul.
Escribió en los espacios blancos, los llenó con letras negras. Síntomas de insolación. Unidad #346. 23:03 horas. Línea de gravedad 1. El monitor la encandilaba, sentía las ondas de brillo depositándose sobre su rostro con una vibración sucia; le endurecía las ojeras, le absorbía la humedad de los ojos. Todo lo que estaba fuera de la pantalla se oscurecía y la máquina, con su resplandor, la succionaba, la deshidrataba, la empalidecía.
Se llevó una mano a los ojos. Los tapó. Se masajeó los párpados hasta que le dolieron. Vio impregnada en sus retinas la silueta de la computadora y sus píxeles de colores virtuales.
Cuando sintió que se le pasaba, que las venas le latían en la cabeza y limpiaban con sangre la contaminación tras las pestañas, echó un vistazo arriba. Las luces de la oficina eran círculos chatos encastrados en el techo. Había una sobre el escritorio de cada uno. La suya era un reflector empañado, mudo, de una individualidad ajena.
⎯¿Cambiaron las bombillas? ⎯preguntó en voz alta. Quizás habían puesto otras de bajo consumo.
A la derecha, tenía una pared. Detrás, un pasillo vacío. El único que estaba ahí para escucharla era Manuel, a su izquierda, y estaba en comunicación. Él la miró, algo sorprendido de que Pía le hablara. Manuel apretaba el auricular y la voz de algún paciente contra su oreja, pero aun así la oyó. Echó un vistazo al techo. Luego volvió a mirarla. Negó con la cabeza.
Entonces era verdad. Era ella. Algo le pasaba en los ojos.
Lo había notado al salir de su casa a las ocho de la noche y lo siguió notando al salir de la oficina, a las tres de la mañana. Una falta de luz, cierta opacidad palpable.
Caminó hacia la estación de subte. Esquivó en el piso un visor roto y un cartón de McDonald’s (Hamburguesa reforzada con vitamina D ¡para vos!). A veces pasaba: había gente que llamaba a la Línea y que, preocupada, le decía que había salido a trabajar cuando todavía era de día, y que al llegar quedaban viendo una mancha, una especie de borrón negro en la vista que titilaba. Algunos exageraban, era normal ver oscuro después de haber estado expuesto a mucha luz; otros eran alarmantes, quedaban viendo la mancha negra durante horas, algunos para siempre, y las causas solían asociarse a la mala calidad de los visores de los trajes.
Lo que a ella le pasaba era distinto. Una insuficiencia.
El cielo estaba negro y limpio. Las luces del microcentro creaban un aura brillante, fosforescente. Un estanque de agua luminosa. Pía caminaba rápido y los carteles de neón mutaban en haces de colores por el rabillo de su ojo. En toda Capital flotaban grandes luces redondas sostenidas por barras de hierro negro que salían desde los edificios y atravesaban de lado a lado las calles; era una sucesión de esferas radiantes que colgaban sobre las cabezas, sobre los autos. Y las personas caminaban a través de ese albor artificial, arrastrándolo consigo, dejando extrañas estelas, efímeros espíritus de luz postiza, rostros fantasmales reflejando el celeste de las pantallas de los celulares que pegaban a sus narices.
Pero Pía veía surgir, entre el resplandor, los huecos. Las zonas no iluminadas. Los pozos. Las manchas de oscuridad hundida. Nunca había reparado en las sombras y le sorprendió descubrir con cuánto esfuerzo las luces intentaban correrlas, achicarlas, ahuyentarlas fuera del plano de la capital, apartarlas de la vista, barrerlas y arrinconarlas en los recovecos que la vista suele pasar por alto. Con ardor trataban, esos pequeños astros repartidos por la ciudad, de convertirse en soles. No lo lograban.
Apoyó los pies en la escalera mecánica del subte y a medida que descendía, a medida que se metía bajo tierra, más luz había; luz esforzada, luz forzada, luz asmática y molida. Echó un vistazo atrás, hacia la boca por donde había entrado, y llegó a ver, por encima de las cabezas de las personas, allá por entre los edificios iluminados, un pedazo de cielo nocturno.
La visión negra le duró toda la noche y en algún momento se esfumó. Nunca supo si se le pasó o si, simplemente, se le acostumbró la vista.