Era el mismo sueño: de la puerta para adentro, la casa de sus papás; para afuera, una calle desconocida. Avanzaba, porque no podía hacer otra cosa, porque no había otra cosa que hacer; avanzaba hacia el sol, definitivamente hacia el sol, no contra él. Pero, a través de la luz que le dañaba los ojos, que producía en ella aquel cambio irreversible, vio una figura.
⎯Pía ⎯dijo Manuel desde su escritorio⎯, hoy la supervisora me preguntó por vos.
Al salir de su casa, al anochecer, había encontrado a Nelli mirando otro cadáver (qué número, no sabía; ya no los contaba). Le preguntó si recordaba cómo se llamaba aquella que veía en el sueño, la primera. La número cero.
⎯Es la única de la que sé el nombre. Lo escuché cuando se la llevaron ⎯dijo Nelli, con la boca rodeada de arrugas profundas y orgullosas⎯. Marina González Carrá.
Esa era la figura que veía, que buscaba, en el Sistema de Gestión Hospitalaria de la computadora de su trabajo. La quemada.
Todo lo que sabía era eso y no más. El nombre. Iba a ser difícil buscarla sin el número de documento, pero ¿podía haber muchas Marinas González Carrás? Podía poner el filtro del lugar de residencia, pero no estaba segura de que hubiera vivido en Avellaneda. ¿Qué tan lejos viajaba uno para morirse? ¿La elección del lugar era premeditada o más bien una tracción, un llamado compulsivo de la mente, un estado repentino del cuerpo?
Entró a Historia Integral de la Salud. Tecleó:
Marina González Carrá.
⎯¿Pía Cuerno?
Aparecieron 9 resultados. Dos no tenían foto y estaban inactivos. Algunas tenían menos de 10 años y otras, más de 30. Siguió bajando. Eligió algunas con pelo negro, abrió varias pestañas para revisarlas. Descartó las primeras muy rápido; para las otras tuvo que leer (¿qué tanto podía guiarse por la foto? Después de todo, no la había conocido con piel).
La encontró. Algo le picó en la carne bajo las uñas, algo detrás de las orejas de pronto la perturbó, como si le hubiera crecido un bulto sobre el cráneo, una protuberancia que no tenía que estar ahí. Se tocó. No tenía nada.
⎯Pía, te llamaron ⎯dijo Manuel.
Ahí estaba Marina, González, Carrá, 24, argentina, soltera, morocha, vivía en Lanús, iba a cumplir años dentro de nueve días, el 12 de septiembre. Dejando de lado algunos datos generales, sólo tenía acceso al historial médico. Treinta y cinco páginas. Fue a Problemas y Antecedentes. Leyó el resumen.
Cervicalgia a los cinco años. Tratamiento con analgésicos. Citalgia y dorsalgia, también a los cinco años. También con analgésicos. Varios estudios: laboratorio y radiografías. Un espinograma y una biopsia de hueso. Raquitismo, diagnosticado a los seis años. Suplementos de vitamina D y calcio. Hasta ahí, nada fuera de lo común. Luego, una sucesión infernal de estudios de sangre, electrocardiogramas y rayos x hasta los 12. A los 17, eccemas en la piel. Al mes siguiente, diagnosticada con dermatitis atópica. Medicación: esteroides. Algunas bronquitis desperdigadas por el tiempo. Deseo de anticoncepción, tratamiento prolongado. Una ecografía de abdomen, un estudio de laboratorio. Diagnosticada con anemia. Suplementos de hierro. Lo último era un electrocardiograma. Parecía un poco fuera de margen aquel estudio, como si hubieran querido verificar que su corazón seguía latiendo antes de que muriera, necesitado corroborar y registrar ese movimiento orgánico que iba a detenerse catorce días después.
⎯Pía ⎯Manuel le tocó el hombro. Ella lo miró desde la continuidad.
Se levantó y fue hasta la oficina de las supervisoras sabiendo que la iban a despedir. Caminó a través del pasillo azul segura de que la habían visto. De alguna forma, sabían que acababa de buscar a alguien sin permiso, que había hecho algo ilegal, que se había apoderado de los datos privados de una persona y no los podía devolver, porque no se los podía sacar de la cabeza. Se sentó frente a sus jefas y, mientras le explicaban por qué no podía seguir trabajando en las líneas de emergencia, se dejó consolar por el alivio de haberla encontrado, porque era un poco como agarrarla, pensó Pía, es un poco como sostener a la quemada sin que se me caiga a pedazos, sin que se me deshaga en los dedos; es un poco como poder levantar la cabeza y verla entre los rayos del sol, a Marina Gonzalez Carrá. Intentar reconstruir ese cuerpo fundacional era, de alguna forma, reponerle la sangre en las venas, devolverle la piel, restituirlo, devolverle todo, incluso las enfermedades, el raquitismo, los eccemas y la anemia.
Cuando volvió a su escritorio, Manuel la estaba esperando de pie.
⎯¿Te echaron?
⎯Sí.
Manuel no preguntó por qué. Parecía saberlo. A Pía, por el contrario, la había sorprendido que no fuera por la búsqueda ilícita, sino por haber faltado seis veces sin avisar el último mes y enviado treinta y cinco ambulancias injustificadas en lo que iba de la quincena. Treinta y cinco.