Capítulo 1.6

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⎯No se va.

Pía se removió en la silla. Acercó la cabeza a la ventana para ver mejor a través del polarizado.

⎯Tura, no se va a ir ⎯insistió.

La respuesta de su amiga fue subirle el volumen a la tele.

Hacía cuatro días que la madre de la quemada había aparecido frente a su casa. Desde entonces volvía religiosamente todas las noches y se quedaba ahí, contemplando el asfalto, hasta las cinco de la mañana. Se iba, arrastrando los pies, antes de que dejaran de pasar los colectivos. Pía se preguntaba cómo era posible que se quedara ahí parada, en el lugar exacto donde su hija se había sacado el traje; cómo sabía dónde, si lo podría presentir, si había algún rastro que las madres tal vez vislumbraban. A veces caminaba un poco alrededor, levantando la cabeza como si oyera algún sonido. Pero siempre volvía al que parecía ser el epicentro, el sitio, una porción de territorio delimitada. Otras veces se agachaba, como Pía había visto la primera vez, y tocaba el piso. Después se volvía a levantar.

Esta vez no se levantó.

⎯Se está haciendo muy tarde ⎯dijo Pía⎯. ¿Qué hora es?

El reloj de la muñeca de Tura sonó. Los pitidos quedaron opacados por los tiroteos de Terminator: reborn. Unos segundos después empezó a sonar la alarma barrial.

Pía pegó la nariz al vidrio. Esperó que el sonido agudo se elevara y se extendiera por los techos de las casas de Avellaneda, que descendiera como una niebla espesa y se convirtiera en el aire, en todos los rincones, en las cuencas de los ojos y las articulaciones. Era el grito que anunciaba media hora para el amanecer. Y Pía esperó, ahí pegada, alerta en su puesto de vigilancia, esperó que la alarma se convirtiera también en el cuerpo de esa mujer, que le despertara la inquietud movilizadora, algún vago instinto de preservación.

La alerta terminó.

⎯Tura. Se va a quedar ahí, Tura. No tiene el traje.

⎯Capaz lo tiene en el bolso.

Pía intentó medir a ojo la cartera de la mujer. No parecía muy grande. 

⎯Se va a morir.

El sonido de la tele se apagó. Escuchó que Tura se daba vuelta en el sillón.

⎯Estás muy pendiente, Pía, todos los santos días. Te va hacer mal. El otro día estabas en el piso ahí con ella. ¿Qué estabas haciendo?

Pía no supo contestar.

⎯¿Te agarró otro?

⎯No.

⎯La estabas imitando. A veces hacés eso. ¿Estás tomando las pastillas? A mí no me mientas. ⎯Los ojos de Tura eran dos clavos atentos. 

⎯Desde lo del otro día estoy tomando dos ⎯confesó Pía.

⎯Dejala en paz, que haga lo que quiera con su vida. Ya se va a ir.

Pasaron los minutos. Tura se acercó a mirar un rato también. La mujer seguía ahí.

⎯¿Y si no se va?

Tura se volvió a recostar en el sillón y prendió la tele.

⎯Hay que saber rendirse, Pía.

⎯No quiero que se muera.

⎯¿Y si ella se quiere morir? ¿Qué vas a hacer, agarrarla de los pelos?

La mujer se movió.

Pía se levantó de la silla. Vio que se agitaba de forma extraña. Se va a levantar, pensó, se va a levantar, pero no, no, de hecho, lo que hizo fue dejarse caer, las rodillas derecho al piso. Ya no estaba agachada. Ahora estaba clavada en el asfalto.

⎯¿Qué hora es?

Trató de ver el cielo, pero el polarizado opacaba los brillos y azulaba los colores y era difícil determinarlo. Los faroles seguían encendidos y llenos de polillas. Sonó la tercera alarma barrial. Faltaban quince minutos.

⎯Voy a llamar a la policía ⎯dijo.

Llamó.

—Dicen que están en camino. 

Es decir, llegarían tarde, cuando todo hubiera pasado.

⎯Le voy a abrir la puerta.

⎯No te corresponde a vos.

⎯Le voy a decir que entre.

⎯No tenés por qué hacerte cargo.

Tomó el impulso, el arrebato. Se levantó tan rápido de la silla que casi la tumbó. Algo se le quería escapar por la boca como un hueco de aire. Se mareó.

⎯Mi traje está arriba ⎯dijo Pía, dando pasos hacia el hall. El Swip de Tura estaba colgado del perchero de la pared como un cuerpo vaciado⎯. ¿Me puedo poner el tuyo?

⎯No. ⎯Tura lo arrancó del gancho antes de que Pía le pusiera una mano encima⎯. Voy yo.

Pía creyó decir algo, no estuvo segura de qué.

⎯Mirá si te quedás clavada ahí, como el otro día ⎯dijo Tura mientras se cambiaba⎯. Voy, le ofrezco a la señora entrar y si me dice que no, no le pienso insistir. ⎯Se subió el cierre de un tirón, hasta la pera; agarró el casco y la miró⎯. Quiero que sea la última vez.

Pía la escuchó atenta, con la garganta temblando.

⎯¿La última vez de qué?

⎯No quiero que pienses más en la chica esa. Ni en la señora, ni nada. Yo salgo ahora, pero vos después de esto, la cortás.

Pía dijo que sí.

En realidad quería decir perdón, Tura, perdón por hacerte salir, y si te pasa algo, y si te quedás clavada vos también, pero este peso no me deja mover, y si se muere, y si se muere de nuevo ahí, los gritos van a subir y a arrastrarse y a trepárseme desde la puntita de los pies, por atrás de las rodillas van a enroscárseme y no me los voy a poder sacar.

Escuchó, con el pecho aplastado, con el hipo de la angustia contenida, con el agradecimiento pero también la vergüenza y la impotencia retraídas, encajonadas, escuchó que Tura se abrochaba el casco y agarraba las llaves. No las de Pía, sino otras que estaban ahí colgando, con un par de cascabeles rojos atados a las roscas. Los escuchó tintinear mientras Tura abría la puerta. 

Hubo un momento de silencio.

⎯Se levantó ⎯dijo Tura.

⎯¿Qué?

⎯Se levantó.

Pía saltó el respaldo del sillón y se tambaleó hasta la ventana.

Sí, se había levantado. Estaba de pie. Parada. En suspenso. Pausada.

⎯Hablale. Decile que venga.

⎯Señora ⎯Tura alzó la voz⎯, se está por hacer de día, ¿quiere entrar acá?

Se giró, la mamá quemada, un poco. 

Sí, había más luz, el día se estaba terminando de hacer, porque ahora podía verle bien la cara. Tura murmuró algo sobre las cicatrices.

Entonces se fue, la mamá de la quemada, se alejó. Caminó arrastrando los pies, como todas las noches. Pía la siguió, pegada al vidrio, la observó. La mamá quemada de la quemada llegó a la esquina, cruzó la calle y no se la vio más.

Tura cerró la puerta. Sin sacarse el traje, fue hasta donde estaba Pía y miró por la ventana con ella. Se quedaron viendo, pensando, sabiendo, sobre todo, que los colectivos ya no pasaban y que el subte estaba al menos a quince cuadras y que el dormidero más cercano estaba cerrado y que en unos minutos sonaría la última alarma, la más larga, la que traía el amanecer.

Se quedaron vigilando, paradas, con el gato entre sus piernas maullando y los ojos abiertos, el lugar por donde se había ido. Por donde entraron, más tarde, los otros.