Capítulo 3.24

El colgado

7min

Imagen de portada

Iba a salir. A dónde, no importaba. No importaba, ni quién era ella ni por qué había sucedido así: iba a salir y se encontró con uno de los muertos agarrado a la puerta.

Era extraño ver a un extraño en la casa propia. En parte porque una descubría que era posible moverse de otra forma. Y era extraño, sobre todo, verlo agarrado así, con tanta soltura, con el brazo levantado en una curva de confianza, con la mano asiendo uno de los barrotes de la reja como si se fuera a levantar pero muy despacio. Fue así, tan extraño y tan repentino, que la rareza rebotó: ¿qué está haciendo él acá? ¿Qué iba a hacer yo? ¿Qué hace en mi casa? ¿Qué me hace pensar que esta es mi casa? ¿Cómo sé en qué momento deja de ser mi casa, cómo sé cuándo empezó a serlo?

El traje del muerto estaba enredado a sus pies. Quizá se había tropezado y por eso tenía la mano tan dura, tan gestualmente aferrada a la reja. ¿Era ese puño signo de qué? ¿Podían los muertos ser leídos? Porque así, tan expuesto, tan colocado, se prestaba a la lectura, y una vez se empieza a leer no se puede dejar de hacerlo, no se puede detener la interpretación.

La piel se le había derretido en torno al barrote blanco y ahora era una costra endurecida. El resto del cuerpo era una masa humanoide, una exhibición de distintos grados de quemaduras. El pelo se le había desprendido. Pía lo imaginó negro. Negro y blanco, mezclado, enrulado; casi podía ver los mechoncitos rizarse sobre su cabeza como fantasmas de humo enroscados, comiéndose a sí mismos en forma de espiral, que es la forma de lo imaginable. Tenía un líquido amarillo donde deberían haber estado sus articulaciones, en algunas partes comenzaba a solidificarse y a adoptar una transparencia frágil.

Desde adentro de la casa le veía la nuca. No la cara. ¿Le habría quedado alguna expresión reconocible? El cadáver le bloqueaba la salida, estaba encerrada. ¿Se había puesto ahí con esa intención: impedirle salir? ¿O habría querido entrar? ¿Había intentado tocar el timbre, que estaba desconectado, como en la casa de sus padres? ¿Había entrado? ¿Había estado dentro, con ella, en la casa? ¿O ahora él estaba dentro y ella era la que estaba afuera?

Pía escuchó que Nelli se preparaba para abrir la puerta vecina. Al instante la oyó lanzar una larga oración de insultos.

⎯Nena. Nena, ¿estás bien?

Nelli apareció de lejos, casi a mitad de la calle, en pantuflas y camisón. La miró por encima del cadáver.

⎯Qué horror, Dios Santo, ¡mirá a dónde se vino a poner! ⎯Nelli alzó un puño, el suyo, no el del muerto, el suyo, luego lo bajó y lo volvió a subir. Su enojo se deshacía a medio camino, cuando se encontraba con la culpa. No sabía con quién enojarse⎯. ¿Te… te ayudo, nena? Hay que sacarlo. ¿O querés esperar a que vengan a moverlo?

Pía negó con la cabeza. A qué le dijo que no, no tenía idea. Nelli interpretó, ella también sabía leer. Cualquier significado habría sido el correcto.

⎯Te ayudo ⎯dijo⎯. Voy a buscar algo.

Desapareció. La calle quedó vacía, oscura. El colgado ahora parecía estar despidiéndose de la casa y a la vez defendiéndose, anticipándose a la lucha. Se agarró más fuerte. Se encariñó con la reja, con la puerta, con el timbre roto. No desconectado: roto, para él estaba roto.

La piel ya no era piel cuando el sol la quemaba. Era otra cosa. Algo que no era cuerpo. ¿Por qué sentía que su propia piel respondía e imitaba a esa otra, sólo para poder nombrarla? ¿Había entrado? ¿Había estado en la casa, con ella? Tendría que saber estas cosas. La imitación era un tipo de repetición muy insidioso, involuntaria la mayoría de las veces.

Entonces, que sea voluntaria, se dijo. Entonces, la que entra, la que se infiltra, seré yo.

⎯Nena ⎯llegó diciendo Nelli⎯, traje un palo de escoba y unos guantes y estaba pensando que si conseguimos conectar alguna manguera que llegue hasta…

Pía giró la llave en la reja y empujó hacia afuera. Lo hizo con más fuerza de la necesaria, porque malinterpretó la resistencia que encontraría. Le sobró impulso. El colgado cayó hacia delante; su cuerpo giró, arrastrado por la reja y enganchado aún por su mano, que se aferraba al barrote. Pero se movió fácil. Se había rendido hacía mucho y ahora parecía un cadáver viejísimo, una momia.

Nelli se quedó parada en medio de la calle. Cuando dejó de mirar al colgado y levantó la cabeza para mirarla a Pía, ya no la vio por encima del muerto. La miró de frente, entera, la leyó toda a la luz del alumbrado público. Ella había hecho eso, Pía lo había hecho. Era, una vez más, el umbral de su casa. Ahora estaba segura: durante algún momento había dejado de serlo.

El colgado se movió. Ambas dieron un respingo, Nelli para afuera, Pía para adentro. El cuerpo se desprendió del barrote, uno por uno sus dedos se fueron desgarrando hasta partirse. Cayó al suelo con un ruido espantoso. El ruido de lo quieto. De lo que no volverá a moverse.

Nelli empezó a hablar. 

⎯A los chicos, ahora… Nosotros lo perdimos. Pero al menos lo tuvimos, ¿no? Yo estoy muy agradecida de haber vivido lo que viví. De haber visto las nubes blancas. Las nubes son blancas cuando es de día. Amarillas, rosas. Es maravilloso eso, ¿no? Ahora son todos pálidos, ustedes. Nacen grises… Y aún así, vos… vos saliste, nena. Vos saliste cuando la chica esa se vino a morir acá, intentaste ayudarla. Me doy cuenta de que intentás verles la cara.

Nelli se estaba inflando tanto que las palabras empezaron a escapársele de manera dolorosa y se empezó a ahogar.

⎯Yo no lo podría soportar. Pero yo no lo tengo adentro. Vos lo tenés. No sé de dónde lo sacaste. Vos salís. Yo no puedo. Ninguno de nosotros pudo abrir la puerta. Algo tan tonto como olvidarse las llaves, ¿a quién no le puede pasar? Viviendo sola… todos vivimos solos. Ahora más que antes. Encerrados acá arriba o agachando la cabeza en esos departamentitos de techo bajo, como mi hijo… abajo de la tierra… como en ataúdes…

Nelli siguió hablando, habló de las formas de los huesos, de la última vértebra del cuello de los jóvenes; habló de lo que no podía hacerse y por lo tanto y aunque no le gustara, de lo que podía hacerse. Habló, agitada, con alguna desesperación en la mirada que daba a entender que quería ser interrumpida. Lo fue.

⎯Sí, Nelli, tiene razón ⎯dijo Pía.

Nelli cerró la boca.

Asintió. Estuvo asintiendo un rato. Acunando contra su pecho la escoba y los guantes, enfiló de nuevo hacia su casa.

Pía escuchó el sonido de la puerta contigua cerrarse como si le cerraran la cabeza con un pestillo. Luego pisó la vereda, descalza (entonces no iba a ir a ningún lado, desde un principio, ¿a dónde iba a ir descalza?), esquivó el cuerpo del colgado y ella misma se colgó: sentada en el piso, cerró una mano alrededor del barrote blanco, un brazo estirado en una curva de confianza. Como si en cualquier momento fuera a levantarse. Pero muy despacio.

Esa era su casa porque permanecía ahí. La propiedad era, después de todo, una cuestión de tiempo. Aunque, siguiendo esa lógica, nadie permanecía más que ellos. Todos ellos. Permanecían de forma perfecta.

La posición le permitió hacerse otras preguntas. De estas, no tenía por qué saber las respuestas. Por ejemplo: cuando ella escuchaba los gritos de los muertos, ¿ellos la escuchaban a ella?

¿Qué te pareció?