Capítulo 2.18

Bautismo

3min

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Pía miró los árboles y trató de entender.

Tura, colgada de su hombro, con los ojos abiertos pero la mirada a la deriva, el cuerpo despierto pero los músculos laxos, trataba de mantenerse parada sobre sus dos pies; se los miraba como si fueran extremidades nuevas, recién salidas de sus tobillos.

Manuel les indicó dónde bajarse. Tres combinaciones después, caminaban por General Mansilla bajo la noche y las polillas. Pía se detuvo al llegar a la esquina de su cuadra; por un momento, no se atrevió a avanzar más.

Los árboles, pensó, podrá ser algo en los árboles. Algo en la curvatura de sus copas, en la forma de su altura, en la solidez de los troncos, que ascendían como columnas, que sostenían lo negro y sus pocas estrellas. Algo en la solemnidad de su estatura y la humildad de una inclinación ciega. Pía miró los árboles, algo en los árboles, ahí parada, desde la entrada de aquel largo arco de hojas que se formaba sobre sus cabezas; ramas que crecían a un lado y a otro y se acercaban en lo alto, se estiraban para unirse sin tocarse, abriendo un pasillo de cielo. Miró, esperando que se abrieran las puertas etéreas de un espacio otro, unas a las que ella no podía golpear.

Avanzó, entró en la calle. Tura se tambaleó y tuvo que caminar junto a ella. Pía la arrastró hacia delante mientras buscaba la llave en el bolsillo de su mochila compresora. Alguien había escrito FEBO con aerosol blanco en la puerta del auto quemado. 

Quizás era la idea de final.

Porque, sí, allá, más adelante, General Mansilla terminaba. A dos cuadras. Una pared con la pintura descascarada se levantaba un poco por arriba de la altura de la frente, separaba el barrio de una estación de tren abandonada. Las estructuras de óxido podían verse por encima como huesos marrones, brazos que crecían hacia la noche y se clavaban en el cielo.

Pía se detuvo una vez más. Sí, podía ser algo de eso. Era un poco como una calle del fin del mundo. Incluso si le sacaba los autos viejos, las baldosas que se rompían en silencio, el esqueleto de la estación de tren, incluso si los árboles se talaban y las casas en lugar de mirar el suelo levantaban la cabeza, si el asfalto hubiera sido nuevo y oscuro y no gris polvoriento, y las veredas siguieran una línea recta en lugar de diagonales discordantes; incluso así, aún se hubiera podido percibir: la idea de final. De última parada. Mansilla era inevitablemente la conclusión de algo y a Pía la incomodaba que no fuera una sensación que se pudiera romper o arreglar o tocar. Era el fondo de un vaso seco, era el tope de un borde bajo, era la respiración llena.

Miró los árboles y trató de entender, de verlos a través de los ojos estallados, del blanco derretido, de la retina quemada y sangrante de los muertos. No pudo.

Entraron. La humedad fría de la casa las recibió. El gato quería comida. Tenían una capa de sudor seco pegada sobre la piel. Los pies duros y agotados.

Se quedaron paradas en el hall. No sabían por dónde seguir ni cuándo empezar, ni qué tenían que empezar. Porque la idea las había perseguido hasta el interior de la casa y ahora algo tenía que ser terminado.

⎯Me voy ⎯dijo Tura.

⎯¿Por qué?

⎯Quiero dormir.

⎯Es sábado, podemos dormir.

⎯Quiero dormir en mi cama.

A Pía le subió un enojo repentino, revulsivo, por la garganta. La empapó el abandono, la descompuso. Se sintió ultrajada, aterrada, enferma y vaciada. La ola de emociones la levantó, la revolcó y la depositó de nuevo en la arena fría.

⎯Bueno. Andate.

No pensó que esas dos palabras juntas fueran a sonar como sonaron: un juego de llaves colgándose en la pared. Dos cascabeles rojos.

Tura se fue.

Ahora tenía los muertos para ella sola.