Entonces, si Gonzalo me miraba y también bostezaba, quería decir que yo le gustaba. Así estuve segundo y tercer grado. Después él se cambió de colegio y yo me hice un grupo de amigas, pero siempre me acuerdo de esas cositas, esos mecanismos de defensa que usaba para esquivar la ficha empecinada en caer hacía rato, que tenía a Gonzalo gustando de Lucrecia de un lado y, del otro, cruz. Pasó un tiempo y me enteré de que los bostezos son, en realidad, contagiosos. Por lo que, si él me viera bostezar, bostezaría. No porque le gustara, no como respuesta que pusiera un último ladrillo a la complicidad de dos que no se animan, no por nada más que un reflejo involuntario.
Aunque cada bostezo replicado en otro no implique el inicio de una hermosa y terrible historia de amor, de esas en las que disfrutamos sufrir, es interesante tomarnos dos cuadras mientras caminamos hasta la parada del bondi bien temprano para observar cómo nos pasamos, cual testimonio en plena posta urbana, la fatiga, el sueño, el cansancio; el rugido suspirado. Es una más de las cositas que nos hacen seres sociales sin siquiera hablar. Es advertir la presencia de otro, como con un gesto de dejar pasar, o asentir, o mirar con disimulo ese culo que pasa de largo. Pero el bostezo va un poquito más allá. Su contagio está anclado en la empatía, que vendría a ser la habilidad de conocer y compartir las emociones de y con el resto. Es como, hablando mal y a las chapas, poder ponernos en los zapatos del otro. De ahí a querer, bueno, hay un taco aguja de distancia.
Pero pará, hay varios animales en los que este comportamiento no se presenta. O sí, pero no del todo. En Holanda vive un muchacho, Frans de Waal, que seguramente tampoco tuvo mucha suerte en el amor pero supo qué hacer con su infortunio y desplazó toda la libido hacia el campo de la biología. Estudió este tipo de cosas y descubrió que los humanos, los simios, los elefantes y los delfines son las especies con mayor capacidad para sentir empatía por los de su mismo equipo y que, si bien todos los mamíferos pueden empatizar, sólo algunos podemos adecuar nuestro comportamiento a las situaciones. Waal nos dice que hay niveles de empatía, y pone en juego la típica situación de sala de cine en la que, si un bebé ve a otro llorar, comenzará a llorar por contagio. Divinos los nenes, que no por no haber desarrollado todavía sus capacidades cognitivas-emocionales como para replicar un bostezo, van a dejar de cagarte la peli. Después escala un poquito y comenta que, cuando a la empatía se le suma inteligencia, la cosa se pone compleja y resulta en, por ejemplo, comprensión o consuelo.
Tenemos entonces dos grandes instancias de empatía. La primera refiere a la atención e identificación de otros; y en la segunda, cuando agregamos inteligencia, son las sensaciones y emociones las que comienzan a reaccionar.
Ahora bien, nadie nos va a venir a decir que no somos los mamíferos más inteligentes (porque varios considerarían tirarlo a la parrilla), pero ¿qué pasa cuando entre nosotros no nos contagiamos los bostezos? Los chicos con autismo no imitan el rugir en silencio al verlo; tiene que ver con la gran dificultad que este desorden en el desarrollo les genera para interactuar socialmente, comunicarse, empatizar. Es, básicamente, saber que ahí hay alguien, hay muchos, hay todos, pero no poder ni siquiera empezar a conocerlos o comprenderlos.
Surgen un par de preguntas con respecto a este boca en boca. ¿Por qué te veo bostezar y bostezo? ¿Por qué incluso cuando pienso en bostezar, bostezo? ¿Por qué puede que bostece ahora? ¿Estoy para ponerme taco aguja? ¿Qué tiene esta pibita Lucrecia que no tenga yo?
Bueno, vamos por partes. Cuando se estudia este fenómeno, se ve un aumento en la actividad de una región anatómica del cerebro relacionada con el self-procesing. Ahí, en la corteza frontal, están las llamadas neuronas especulares, que se encargan de la imitación consciente e inconsciente de acciones. Éstas son las que reconocen que el otro está bostezando y, antes de que uno pueda decir algo, copian. Pero también son a las que acariciarías con un rastrillo porque permiten que tu hermanito repita cualquier cosa que digas en un juego muy molesto y aparentemente sin fin. Las neuronas especulares son las responsables de toda mímica, sobre todo de aquella que genera empatía, o cercanía emocional. No por nada nosotros, los primates más empáticos, contamos con un mayor desarrollo de esa parte del cerebro.
Somos, de alguna forma, presos de la empatía. Pero qué cosa hermosa la empatía, posta urbana e intangible. Ese compartir con otros, entenderlos; ese “vení, mirá, estoy escribiendo sobre el contagio de los bostezos”. También es la culpable de mi codicia tragicómica amorosa durante las clases de Ciencias Naturales. Ahora que sabés que existo, que me miraste y me copiaste (aunque no fuera conscientemente), hablame, sonreíme. Gustá de mí, che.
Igual no importa. Porque más allá de que me hayan roto el corazón entre sacapuntas y bostezos que sí pero no, qué cosa hermosa la empatía.