El joven pone el pie sobre el skate y mira fijamente su objetivo: un escalón 30 metros más adelante. Apenas una fracción de segundo antes de llegar, deberá hacer toda una serie de movimientos que le permitirán elevar la tabla, girarla en el aire, caer con cierta gracia y seguir andando.
Y se larga. Una zancada con el pie derecho. Otra más. La última y toma buena velocidad, digamos, 20 kilómetros por hora.
Pero algo falla.
El movimiento del joven no sale o acaso demora demasiado en hacerlo. Ahora se eleva él solo por el aire, trazando una parábola que lo va a dejar, una fracción de segundo después y Movimiento Rectilíneo Uniformemente Variado para la vertical de por medio, con la cara golpeada contra un cantero de plaza.
El skate quedó inmóvil en el escalón.
El chico puede haber perdido varios dientes y buena cantidad de sangre, pero nos dio una importante lección de física. En su accidente aparecen muchos principios de la mecánica clásica. Acción-reacción, inercia y momento son los que guían el despegue y el aterrizaje. Pero, finalmente, la culpa la tiene la gravedad. La maldita gravedad.
Si algo no le perdoné a Marty McFly en Volver al Futuro II, fue no haberse robado una Hoverboard, esas patinetas maravillosas que levitaban sobre el pavimento. Ochentosa, flúo, no importaba demasiado. Todos nos enamoramos de ella inmediatamente. Hace poco salió el video promocional de la HuVR y las ilusiones de todo el mundo brillaron más que los ojos de un adolescente en un vestuario femenino.
Pero era mentira.
¿Cuán lejos estamos de lograr que los objetos desafíen a la maldita gravedad? Es un asunto complejo y viene teniendo de rehén a la ciencia desde hace más o menos un siglo. Y me refiero a desafiarla en serio, a levitar en la tierra como los astronautas en el espacio exterior. Los aviones y las tetas de Pamela Anderson son otra cosa, ganarle a la gravedad a lo bruto.
Si viviéramos en un mundo de frío polar y nuestras calles y veredas estuvieran hechas de ciertos materiales, sería bastante sencillo que las hoverboard existieran, gracias a lo que hoy se conoce como superconductores. Y no, no nos referimos a Marcelo Tinelli o Conan O’Brien. La superconductividad es cierto estado al que algunos elementos naturales pueden llegar a bajas temperaturas. Conducen electricidad sin resistencia ni pérdida de energía. El resultado es un campo de fuerza que hace que un imán puesto sobre un superconductor flote.
Eso es el Efecto Meissner. Es bastante parecido a lo que hacen las patinetas en Volver al Futuro II. Entonces, enfriamos mucho un piso de, por ejemplo, cerámica y encintamos dos imanes a una tabla encima. Listo. Patineta voladora. Pantufla voladora. Lo que quieras, en versión voladora.
Pero no.
Lo que hace posible la aplicación de esa tecnología a determinados asuntos, como los trenes de levitación magnética –o Maglev-, lo convierte en imposible para el uso doméstico. El objeto sobre el que se va a levitar tiene que reunir ciertas características con las cuales la tierra que pisamos no cumple.
Ya está. Nos rendimos. Estamos dispuestos a decir que nos conformamos con apenas unas pistas de patinaje volador dentro de unos cuantos años, ¿no? No. Hay un atolladero científico que dentro de un par de lustros, con algo de suerte, nos pueda sacar los pies de la tierra: la mecánica cuántica.
¿Por qué? Porque la ciencia ya ha descubierto cómo ganarle a la gravedad de distintas maneras, principalmente la de oponer a la fuerza de gravedad de la tierra, una fuerza igual y opuesta. La ya mencionada levitación magnética o la aerodinámica (gracias Bernoulli por tanto) presente en aviones, helicópteros y otros vehículos de transporte, son buenos ejemplos.
Pero eso es mecánica clásica, newtoniana. Nos haría volar más como Iron Man que como Peter Pan. Y no conozco a nadie que se negaría a volar propulsado por motores, pero tiene dos problemas: es caro y peligroso. Encima, el ruido de los motores haciendo combustión es mucho, mucho más desagradable que el ligero zumbido de las patinetas voladoras.
Dentro de la física cuántica se estudian lo que se conoce como partículas y fuerzas hipotéticas. Sí, se llaman así porque una serie de cálculos en el papel nos permiten inferir que existen, pero todavía no podemos probarlo. En marzo del año pasado, por caso, se comprobó la existencia del Bosón de Higgs, que había sido predicha en 1964 por Peter Higgs. El científico recibió el Nobel por ese descubrimiento 49 años tarde.
Hablemos de demoras en el pago.
Entonces, antigravedad, que es como bajarnos del subte científico dos estaciones antes. Porque sí, la ciencia acaba de probar la existencia del bosón de Higgs. El gravitón es otra partícula elemental en el mazo de tarot de los físicos teóricos. Supuestamente se ocupa de las interacciones gravitatorias de todo.
Hay un modelo teórico dentro de la física cuántica a la que le han dado el nombre de supersimetría (SUSY por sus siglas en inglés). Lo que nos dice SUSY, pucho en la mano y maquillada con fratacho, es que a cada partícula elemental le corresponde una partícula supersimétrica o supercompañera, también conocida como el bosón peronista. El antigravitón, como par opuesto del gravitón, sería entonces una partícula más hipotética que la fecha de nacimiento de Mirtha Legrand.
Para concluir ¿Cuán lejos estamos de que las patinetas voladoras sean realidad como en Volver al Futuro II? Lejísimos. Pero hay gente que está trabajando muy duramente en eso. Mientras tanto, los skaters tendrán que tener algo más de cuidado con los obstáculos en el suelo.
O no. Es tan divertido verlos lastimarse.