Capítulo 0

Prólogo

5min

Imagen de portada

Hace un año que leo sobre hongos, charlo sobre hongos, pienso sobre hongos. Es lindo tenerlos conmigo a donde vaya. Cuando alguien me empieza a caer bien, le cuento sobre algo que aprendí o sobre alguien que conocí relacionado con el reino fungi —por ejemplo, que el término reino está siendo discutido desde la biología evolutiva, pero que la palabra es bella y útil, de modo que todo el mundo los sigue llamando así—. Intento introducir a los hongos en conversaciones, en general con éxito. No es para nada mérito mío, es mérito de los hongos. 

Empecé a escribir sin saber demasiado, con una mezcla de curiosidad e intuición, sintiéndome un poco una impostora. Soy bióloga pero no micóloga, sé lo suficiente como para saber que no sé y que hay personas que conocen tanto más sobre el reino fungi, a tal nivel que me daba vergüenza confesarle a mis amigos que me estaba por embarcar en este proyecto. Sospechaba entonces que estos organismos, que no son ni plantas ni animales, guardaban secretos interesantes, pero no imaginaba el alcance de lo que estaba por aprender. A medida que avanzaba, los hongos se transformaron en una puerta de entrada a temas mucho más grandes y profundos, una manera de hablar de la naturaleza, de los vínculos y de los propios seres humanos. 

Una de las primeras curiosidades que aprendí fue que, a diferencia de las plantas, los hongos no fabrican su propia comida, no realizan fotosíntesis. Y a diferencia de los animales, no engullen a sus presas o a su alimento. Los hongos utilizan una estrategia diferente: se sumergen en el sustrato y digieren por fuera lo que encuentran. Merlin Sheldrake lo dice mejor: “La diferencia entre animales y hongos es sencilla: los animales meten la comida en sus cuerpos, los hongos meten sus cuerpos en la comida”. 

Todo este tiempo estuve tratando de hacer eso: sumergirme. Al igual que el micelio, que crece en todas direcciones, mi escritura se expandió de manera impredecible y en simultáneo. Hubo algo muy fúngico en el acto de escribir este libro. 

A medida que charlaba con los protagonistas y que leía sobre el tema, empecé a amigarme con la idea de que no hay dos libros de hongos —como no hay dos redes de micelios— que sean iguales: cada uno se sumerge en un sustrato diferente y de ellos brotan fructificaciones únicas y especiales. A cada momento aparecía un funginista más por entrevistar, porque una persona me conectaba con otras cinco, y cada historia es en sí misma un mundo maravilloso. Pronto entendí que el trabajo se podía tornar infinito. El tiempo, como siempre, hizo su recorte.

Por eso, quisiera que este libro no sea sólo sobre hongos, sino sobre lo que ellos nos enseñan. Así como los hongos son procesos vivos, quiero que este libro sea un reflejo de esos procesos: una exploración. En un mundo que se apresura constantemente, los hongos nos recuerdan el valor de lo invisible, de lo efímero y de las conexiones profundas que se tejen sin que las veamos. 

Tuve la excusa perfecta no sólo para leer varios libros sobre hongos, sino también para que muchas personas me compartieran su tiempo, sus historias, sus conocimientos. Me abrieron las puertas de sus casas, de sus laboratorios y de sus casas-laboratorios. Me hablaron sobre hongos, sus métodos de cultivos, pero también sobre el arte, la muerte, el amor, la amistad, la enfermedad, la vida, los sueños, y lo maravilloso de estar vivo. 

Anna Lowenhaupt Tsing en Los hongos del fin del mundo lo dice mejor que nadie:  “Dentro del suelo del bosque, los organismos fúngicos se extienden formando redes y madejas, ligando raíces y suelos mucho antes de llegar a producir sus cuerpos fructíferos. Todos los libros surgen de colaboraciones similarmente ocultas”.

Realmente sólo tengo palabras de agradecimiento, en primer lugar, a Juancho, Lupe, Ro y todo el equipo de El Gato y La Caja, que confiaron en mí y me encomendaron esta hermosa tarea, y me acompañaron y alentaron minuto a minuto. Y luego a todas las personas increíbles que conocí gracias a este proyecto, muchas de las cuales no pude incluir en los textos, pero que fueron clave en hacerme entrar al mundo oculto de los hongos. Gracias a todos, a los que están con nombre y a los que no llegué a nombrar: Sabrina Tajani, Ema Grassi, Victoria Vignale, Gonzalo Romano, Florencia Cesari Tommarello, Heidi Jalkh, Leo Majul, Ramiro González-Matute, Francisco Kuhar, Rox y Ceci, Omar, Paloma y Manuela Donnet. Y gracias a la comunidad fungi por ser tan generosa y abrirle las puertas a quien sienta curiosidad y quiera sumarse. Eugenia Bone en Mycophilia lo sintetiza así: “Existe una gran subcultura de micófilos, personas fascinadas por las setas. Celebran fiestas juntos, viajan juntos, buscan y comen setas juntos. Son una especie de buscadores de placer orgullosos de sí mismos con una inclinación científica. Mi tipo de gente”.

Además, estoy infinitamente agradecida a mi familia y a mis amigas y amigos, que me envían cualquier artículo que leen sobre hongos o cualquier video que ven pasar. Si encuentran un hongo curioso, le sacan una foto y me la mandan. En especial, gracias a Facu, Fran, Vicky, Bren, Ceci y Carlos por leer y comentar varios de los primeros borradores. Incluso Bren me trajo morelias desde el otro hemisferio, un verdadero tesoro. Es lindo saber que la gente que te quiere te piensa cuando ve un hongo. 

Por último, gracias a Lautaro y a Río por acompañarme con tanto amor en este viaje. Y por escucharme hablar de hongos durante tanto tiempo. Este proceso se volvió un tejido colectivo, algo que construimos entre muchos.