Capítulo 10

Por joder nomás (Schizophyllum commune)

13min

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"Sólo si la combinación de dos micelios primarios es compatible, estos pueden unirse. Esta unión puede no ser muy atractiva en términos de apariencia, pero sí en lo que significa: esta unión no puede romperse nunca; todas las células que la forman contienen un núcleo de cada parental, y están unidos de por vida."

Gonzalo Romano - “El lado romántico de ‘vivir como un hongo’”

Habitamos un espacio ambiguo entre lo que hemos sido y lo que podríamos ser. ¿Dónde están los límites de lo que somos? Nuestra identidad se redefine constantemente: nuestras células cambian, toda nuestra materia cambia con el tiempo. Y para dejar descendencia —¿trascender?—, no queda otra que mezclarnos con un otro. Al menos, en nuestro caso. Al menos, por ahora. El sexo, complicado como puede ser, es sorprendentemente común en la naturaleza. ¿Será que el sexo tiene ventajas tan significativas como para justificar su complejidad? Todo indicaría que sí.

El sexo asegura variabilidad y por eso actúa como un mecanismo de resiliencia frente a los cambios ambientales. En cada generación mezclamos nuestro ADN con el de otro individuo, como dos mazos de cartas que se entreveran. La mezcla de material genético en la reproducción sexual permite la creación de nuevas combinaciones de características, muchas de las cuales podrían proporcionar una ventaja en entornos cambiantes. Pero ¿no cambia también uno? ¿No es el sexo, ese entreverarse con un otro, una fuerza cuyos efectos se propagan no sólo en la descendencia, sino también en el propio ser, que se funde, se confunde y se disuelve? 

Entre raíces y cortezas, entre suelos y ramas, el reino fungi nos invita a replantear nuestras ideas de límite e identidad. ¿Dónde termina un hongo y empieza otro? En ese sentido, hay una especie que me fascina particularmente: Schizophyllum commune. Me atrae por su nombre, su aspecto y su sexualidad singular. 

En los hongos, la reproducción sexual toma una forma radicalmente diferente a la de los animales o las plantas. En lugar de machos y hembras, se habla de tipos sexuales, de compatibles o incompatibles. En la mayoría de especies de hongos basidiomicetes —los que forman setas—, la identidad sexual está determinada por dos genes con dos variantes para cada gen, lo que se conoce como alelos. Un alelo es una de las opciones posibles de un mismo gen que se encuentra en una posición específica —o locus— de un cromosoma. Los alelos determinan las diferentes formas en que un rasgo puede expresarse en un organismo. Al haber dos variantes por cada gen, la mayoría de especies de hongos tiene cuatro identidades sexuales. Muy distinto del mundo binario que tanto insistimos en imaginarnos. 1 Lejos de ser binaria, la naturaleza despliega sistemas de determinación de sexo completamente inesperados, seres que cambian su sexo por factores ambientales como la temperatura, y fenómenos como el hermafroditismo y la haplodiploidía. Cada tipo de apareamiento es incompatible con sí mismo y con los que comparten un alelo, lo que reduce las chances de endogamia y beneficia las probabilidades de mezclarse con un otro bien distinto. 

Pero en el caso del Schizophyllum commune, las identidades sexuales son muchas más que cuatro: existen 23.328 tipos de apareamiento únicos. También están determinadas por dos genes, sólo que en este caso tienen tantas variantes —tantos alelos para cada uno de los dos loci— que cada individuo puede aparearse con 22.960 tipos diferentes. Estas combinaciones posibles para la compatibilidad sexual son casi infinitas en comparación con la mayoría de los organismos. De esta forma, Schizopyllum commune se asegura una increíble diversidad genética y aumenta sus chances de adaptación frente a ambientes diferentes. Aunque puede encontrarse en todo el mundo, este hongo no tiene nada de común más allá de su nombre. 

Cuando creo que sé algo, descubro que no es tan así. Cuando por fin logro comprender, sólo se me ocurren más preguntas. Cuando entiendo un mecanismo, aparece una excepción. 

Para intentar ir más allá, decido buscar al único micólogo al que le brillan los ojos cuando nombro esta especie.

—De los pocos hongos que pueden sacarte una sonrisa cuando vas al bosque y no encontrás nada. Corrección: nada no, porque ahí estará firme el Schizophyllum commune —dice Gonzalo Romano, micólogo, emprendedor y contrero por naturaleza. Sobre este último rasgo de su personalidad no tiene reparos en explicarse—. Resulta ser que, de chico, descubrí que soy contracorriente. Cuando me decían “Coca-Cola o Pepsi”, yo decía “Cunnington”. Pero no era por sabor ni por ninguna otra razón lógica, sino por llevar la contra. Cuando estudiaba en la facultad, la pregunta era: “¿Con qué vas a trabajar? ¿Con animales o con plantas?”. Yo respondía: “¡Hongos! ¡Cunnington!”.

—¿Y recordás cómo descubriste el reino fungi? —le pregunto, intrigada.  

—Mi amor por los hongos comenzó en Botánica. A vos seguramente te dieron la misma muestra que a mí, la Calvatia

Yo estudié la misma carrera que él y efectivamente me acuerdo de ese hongo, también le decían “polvera”. Estaba completamente seco, pero seco de una manera extraordinaria. Cuando lo tocabas liberaba una nube de esporas, como un estornudo.

—Su técnica de deshidratado es impecable —sigue Gonzalo—, y resulta totalmente extraño al tacto. Es algo supercurioso, parece un almohadón. La primera vez que lo toqué pensé: “Esto es otra cosa”. No es una planta, no es un animal. Claro, sabía que era un hongo, pero lo que me impactó fue descubrir que existían cosas tan raras, tan distintas a lo que solemos encasillar como planta o animal. Me fascinó que algo así pudiera existir, algo que escapara por completo de nuestros paradigmas habituales, tan dicotómicos, tan binarios. Fue en ese momento que pensé: “esto me encanta”, “esto está fuera de lo común”. Ahí empezó todo.

Dentro de la biología, trabajar con hongos es inusual, y dentro de la micología, especializarse en hongos con laminillas es más inusual aun. Cuando Gonzalo Romano comenzó a explorar el reino fungi, su director le preguntó qué grupo de hongos prefería. Sin dudar, Gonzalo respondió: “El único que me puede gustar”. La reacción fue de incredulidad: “Nadie termina trabajando con Agaricales”. A pesar de esto, Gonzalo decidió especializarse en los hongos con laminillas de Chubut, un grupo poco caracterizado en la provincia. Sus colegas no compartían su entusiasmo: “¿Por qué te gustan esos hongos?”, le preguntaban. Y él respondía: “Por joderlos nomás”. 

Schizophyllum commune pertenece a este grupo y se distingue por sus laminillas bifurcadas, de ahí su nombre: schizo significa “partido”. Su forma recuerda a pequeños abanicos apretados, con branquias divididas longitudinalmente en la parte inferior del sombrero, lo que le da una apariencia coralina. Es capaz de desarrollarse en una amplia variedad de sustratos y tolera rangos amplios de temperatura y humedad, lo que lo convierte en un organismo altamente versátil. Una de sus características más notables es que sus fructificaciones —o esporomas— tienen una textura similar al cuero, en lugar de ser carnosas o húmedas. Esto le permite permanecer activo durante todo el año, liberando esporas de manera continua, y es también lo que le permite dispersarse literalmente por todo el mundo.

—Es un hongo superextraño. No sólo por la cantidad de tipos sexuales que posee, sino también por el hecho de que es extremadamente ubicuo. Se lo ha encontrado incluso parasitando a personas. Hay un caso registrado en Japón, donde un hombre fue sometido a una operación a cráneo abierto. Un tiempo después descubrieron que tenía una infección y al aislar del cerebro el organismo causante, resultó ser Schizophyllum commune

Gonzalo me cuenta la historia con entusiasmo. A mí me da un poco de impresión imaginarme al hongo viviendo en el cerebro de una persona. Y ni siquiera es una rareza. Hay varios casos registrados de hongos infectando personas inmunosuprimidas, en los pulmones, en las fosas nasales... Al parecer, las esporas están por todos lados y basta que encuentren un lugar agradable para que empiecen a proliferar. 

Indiferente a mi impresión, Gonzalo continúa contándome casos sorprendentes.

—Habían aislado, con una sonda submarina, muestras de suelo en el fondo del océano Índico. Ese suelo no había estado en la superficie durante millones de años. De esas muestras, lograron aislar esporas y las pusieron a crecer. No sólo crecieron, sino que incluso fructificaron, y resultó ser un Schizophyllum. Demasiadas ganas de sobrevivir... Ya está. Estás en el fondo del mar, después de millones de años. ¡Soltá! Nunca se habían encontrado esporas con semejante longevidad, pero lo curioso es que, de toda la biodiversidad posible, justo creciera un hongo tan común —hace una pausa y agrega escéptico—, aunque también podría ser que la placa se hubiera contaminado. 

Recientemente, Gonzalo realizó un análisis detallado de las fechas y horas en las que recolectó muestras de hongos durante su trabajo de doctorado y su tesis de licenciatura. El estudio se enfocó en cómo el cansancio acumulado a lo largo del día influía en la proximidad y frecuencia de las muestras recolectadas. Los gráficos resultantes evidenciaron claramente cómo la fatiga afecta la capacidad de detectar hongos en el bosque.

¿Cómo cambia la frecuencia de los hallazgos en función del tiempo dedicado a la tarea? Para responder, desarrolló un índice de detectabilidad que evalúa qué tan fácil es encontrar un hongo según su tamaño y sus colores. Utilizando este índice, clasificó las especies recolectadas, desde las más detectables hasta las menos detectables. Por ejemplo, un hongo azul de un metro de tamaño es sencillo de localizar, mientras que uno marrón o verde de apenas un milímetro, capaz de camuflarse con el entorno, puede pasar completamente desapercibido.

El análisis también reveló que, a medida que transcurren las horas, se tiende a detectar elementos más obvios y fáciles de identificar. La detectabilidad también disminuye con el cansancio acumulado. Sin embargo, Gonzalo observó que después de un descanso para almorzar, la capacidad de detección mejora significativamente.

Entre las especies analizadas, el Schizophyllum commune obtuvo un índice de detectabilidad de 0,64, lo que lo coloca a mitad de tabla aproximadamente. Su alta frecuencia compite con su pequeño tamaño —mide máximo dos centímetros—, y su color blanquecino, que se mimetiza fácilmente con la corteza del árbol dependiendo de la luz, dificulta su identificación. Además, sus vellosidades superiores, aunque impresionantes, contribuyen a su capacidad de camuflaje, haciendo de este hongo un ejemplar desafiante. En el podio se encuentra Cortinarius magellanicus, un precioso hongo violáceo que puede medir hasta ocho centímetros de diámetro, ¡imposible no verlo! Mycena, un género de diminutos hongos que obtienen nutrientes de la materia orgánica en descomposición, que poseen un delicado sombrero en forma de cono y un tallo frágil y delgado, está último en la lista. 

—Quizás lo más curioso es que es supercomún. También por eso me gusta. No te va a curar ninguna neuropatía. No, no. Está ahí. Yo soy bastante “guerrillero” respecto a la utilidad de las cosas. Si algo no tiene utilidad, 2 Algo de utilidad tiene: las hidrofobinas, unas sustancias con muchas aplicaciones biotecnológicas, se aislaron por primera vez de Schizophyllum. Además, en México y algunos países asiáticos se consume. parece que no nos importa conservarlo. Salvo el panda, que es blanco y negro y nos da ternura; el resto lo hacemos bolsa. Pero hay que cuidar las cosas porque existen. Punto. Nada más.

Gonzalo recuerda, con una mezcla de indignación y resignación, la vez que Gendarmería le bloqueó el acceso a un bosque donde debía recolectar hongos, justificándose en la protección del huemul, un mamífero en peligro de extinción. Claro, un huemul, peludo, simpático y con buena prensa, siempre va a generar más empatía que los hongos, que pasan la mayor parte de su vida enterrados. Pero para él, esa lógica es incompleta: todo ese mundo subterráneo, invisible, no sólo sostiene al bosque, sino también al huemul.

Cuando era más joven, en Quilmes, la familia de Gonzalo tenía un negocio de venta de repuestos de autos. Él ayudaba con la página web, a pesar de que entonces no era algo muy común y no resultaba tan fácil aprender a hacerlo. Pero Gonzalo fue siempre un emprendedor, incluso en un ámbito mayoritariamente académico: desde temprano en su carrera montó una planta de cultivo de hongos comestibles a partir de residuos urbanos en Esquel, y actualmente desarrolla un proyecto de producción sustentable de hongos en base a energía solar. También, junto a micólogos amigos, le dio forma a Hongos de Argentina, una fundación para dar a conocer el mundo fungi. En el marco de esa fundación, Gonzalo escribió un texto llamado “El lado romántico de ‘vivir como un hongo’”. Le pregunto por qué y me dice:

—El ciclo de vida de los hongos es extremadamente complejo y difícil de comprender. De por sí, los ciclos de vida ya son complicados, pero este en particular tiene características únicas: por un lado, incluye una etapa con filamentos simples, y por otro, una con filamentos dobles. ¿Con qué lo podemos correlacionar? Con una pareja yendo de la mano. 

Tardo en entender la analogía, pero eventualmente lo logro. A ver si puedo reproducirla. Sería algo así: 

Cuando dos micelios de Schizophyllum se encuentran —dos redes que son como una suerte de telaraña sumergidas en el sustrato—, comienzan un baile microscópico. Sus hifas se extienden, se tocan, y en ese momento inician una conversación genética. Si son compatibles, los núcleos de las células de uno de los micelios entran en las células del otro, pero no se fusionan de inmediato. Todavía no. Primero juntan sus núcleos en el mismo citoplasma, como con timidez. Es decir que coexisten dos núcleos por célula, convirtiendo a la red de hifas en su hogar compartido. En esa etapa, llamada dicariótica, el micelio mantiene dos identidades diferentes que se acompañan, que cooperan sin perder su singularidad. Pueden permanecer mucho tiempo de esta forma, como un micelio binucleado, hasta que el ambiente les indica que es el momento de ir más lejos —¿de trascender?—. Cuando llueve, o hay mucha humedad, el agua es absorbida por el micelio, y al llenar sus células con líquido, esa fuerza explosiva hace brotar las setas. Llega entonces el momento de fructificar. Para que se forme un esporoma (las setas vendrían a ser como los genitales, los que fabrican y dispersan las esporas), el micelio, todavía con dos núcleos separados en sus células, se transforma en esas estructuras que son las que vemos, lo que habitualmente llamamos hongo, pero que no son más que el dispositivo que encontró la evolución para finalmente celebrar la unión y el entremezclado genético. Y ahora sí: la meiosis. Se unen los núcleos, se mezcla el material genético, se divide nuevamente y se forman las esporas: billones y billones de esporas que viajarán hacia tierras remotas llevadas por el viento… vaya uno a saber dónde encontrarán refugio y germinarán, nuevamente, para empezar el ciclo.

Al observar a los hongos me enfrento a un espejo que deforma mis certezas. Schizophyllum me invita a cuestionar las dicotomías en las que nos refugiamos: masculino y femenino, útil e inútil, lo que se ve y lo que está por debajo de la superficie. “Pensar que los hongos son sólo las setas es como pensar que las personas son únicamente sus genitales”, 3  La palabra puhpowee en idioma potawatomi (América del Norte) significa “la fuerza que empuja a las setas a crecer de la tierra por la noche” y también “ciertos miembros masculinos que crecen misteriosamente por la noche”. dicen Michael Lim y Yun Shu en El futuro es fúngico. Y tienen razón. La identidad, como el micelio que habita bajo el suelo, no tiene límites claros ni definitivos. Cambia, crece, se mezcla y, en ese proceso, transforma el mundo. 

Quizás entonces el secreto esté en esa capacidad de trascender nuestras propias fronteras, de ser múltiples, de mezclarnos con otros y seguir siendo nosotros mismos. 

¿Para qué? Para nada. Por joder, nomás.

Por joder nomás (Schizophyllum commune) | El Gato y La Caja