"La naturaleza cura bondadosamente cada herida. Por la mediación de mil pequeños musgos y hongos, los objetos más desagradables se vuelven radiantes de belleza. Parece que hay dos lados de este mundo, que se nos presentan en diferentes momentos, cuando vemos las cosas en crecimiento o disolución, en vida o muerte. Y vistas con el ojo del poeta, como las ve Dios, todas las cosas son vivas y bellas."
Henry David Thoreau



El curso más completo de cultivo de hongos del país se da en la Unidad Penitenciaria IV de Bahía Blanca: más de 100 horas teórico-prácticas.
En un salón del Centro de Formación Profesional dentro del penal, Ramiro González Matute, micólogo y docente, señala una foto de un hongo chato, rojizo, con sombrero arriñonado, duro y brilloso, y les explica a dieciséis hombres privados de su libertad que lo miran con atención y toman apuntes:
—El reishi es un hongo poliporal, lo que significa que en lugar de tener laminillas en la parte ventral, tiene poros por donde salen las esporas. Es un basidiomicete que crece en los bosques, sobre árboles muertos o enfermos, alimentándose especialmente de la lignina y la celulosa del árbol. Este hongo ayuda a degradar la madera, acelerando el proceso de devolver la materia orgánica al suelo.
Venir a clase es salir del pabellón. Escapar de las celdas hacinadas, con cuchetas improvisadas hasta el techo, chinches y cucarachas.
—Este hongo es tan resistente que puede atravesar distintas épocas del año, entrando en un estado de latencia y reanudando su crecimiento externo cuando las condiciones ambientales son favorables —continúa Ramiro y los presos asienten—. Por eso, es posible encontrar ejemplares de reishi de gran tamaño, incluso de hasta un metro de diámetro. En la parte ventral, donde están los poros, el hongo es blanquecino, pero al contacto se oscurece. Antiguamente se usaba como si fuera una pizarra para dejar mensajes escritos con una pluma o un palito. También se lo empleaba para iniciar fuego. Cuando este hongo está bien seco, se convierte en una yesca perfecta. De hecho, una vez lo encontraron en la cintura de un hombre momificado, de 20.000 años de antigüedad, que fue hallado en los Alpes. Lo llevaba en una pequeña bolsa. Aún no se sabe con certeza si lo utilizaba para hacer fuego o como medicina, pero es interesante pensar que entre lo poco que llevaba, llevaba un hongo de estas características.
El reishi fue el primer hongo que Ramiro cultivó y Ramiro fue uno de los primeros en cultivar reishi en el país. Le fascinó cómo un hongo milenario, con propiedades medicinales ancestrales y que antiguamente estaba reservado sólo para los emperadores, ahora pudiera estar al alcance de cualquiera. “Los hongos vienen a cerrar el círculo”, suele decir. Con poco, uno puede transformar un desecho y producir su propio alimento, su propia medicina.

Omar no terminó séptimo grado y desde los nueve años estuvo en la calle, aprendiendo a arreglárselas por su cuenta. Trabajó en todo lo que pudo: vendió café, diarios, caramelos, arregló heladeras, hizo carpintería. Nunca había probado más que un champignon. Un día del 2009, desde la cárcel, escuchó a Ramiro en la radio. Le hacían una entrevista y él contaba sobre el trabajo que realizaban en el Laboratorio de Biotecnología de Hongos Comestibles y Medicinales. Lo llamó por teléfono.
—¿Serían tan amables de venir a la cárcel a dar un taller de producción de hongos? A mí me gustaría aprender.
Se realizaron los trámites correspondientes y al cabo de unas semanas, Ramiro comenzó a dar clases en el penal. Junto con Omar y otros internos construyeron un vivero para poder cultivar. Lo crearon con nada: con postes de luz, pallets y materiales que pedían prestados. También consiguieron cáscara de girasol, un desecho agrícola, como sustrato. Les asignaron un lugar en el Anexo, como lo llaman, cerca de un surgente natural —Bahía Blanca se asienta sobre un acuífero de aguas termales—. Era un espacio de cinco por veinte metros, que contaba con un baño privado y un área para cocinar. Todo fue construido con nylon y madera de pallet. Ramiro asistía una vez por semana, además de dar las clases, para supervisar y acompañar el avance del trabajo.

Más tarde pude conocer a Omar. Fue él quien me explicó el proceso en detalle:
—Sacamos reishi, es muy raro que se dé pero se dio, y gírgolas en cantidad. En quince días ya estábamos empezando a cosechar, es un alimento que habría que propagarlo, porque crece muy rápido, y alimento es lo que necesita el mundo —dice Omar y continúa explicando el proceso de cultivo—. Los hongos hay que atenderlos todos los días. No es un gran trabajo, hay que controlar la humedad, que no se pase ni falte, y asegurarse de que no haya infecciones. Es fácil. El mayor trabajo es cargar los veinte litros de agua para esterilizar. Usábamos una hormigonera, un invento nuestro: hervíamos el agua hasta que quedaba limpia, la dejábamos enfriar, poníamos el micelio, lo mezclábamos y lo embolsábamos. Y listo.
La descontaminación es fundamental, ya que la materia vegetal utilizada como sustrato contiene otros microorganismos, como bacterias y mohos, que, de no ser eliminados, competirán con el hongo por la colonización del sustrato. Una vez que el sustrato ha sido limpiado en la hormigonera, se lo deja enfriar, y a partir de ese momento ya está listo para recibir el inóculo. El micelio cubre el sustrato en unos días, dependiendo de la especie. Luego, para lograr que fructifique, es necesario realizar algunos cambios en los parámetros ambientales —que el micelio se estrese y envíe la señal de producir las setas— y hacer agujeros en el sustrato para permitir la entrada de aire, facilitando así la aparición de los “frutos”.
—Nos daba una alegría bárbara verlos fructificar. A veces jugábamos a ver cuál crecía más y más rápido, corríamos carreras para ver quién le daba más amor al hongo. Me gustaba hablarle a las bolsas y parecía que los hongos entendían. Les hablaba como si hablara con una persona, como si fuera un hijo.
Omar no puede quedarse quieto. Sabe hacer de todo y está siempre predispuesto.
—Yo no sé decir que no. Si hay que destapar una cloaca, ahí estoy. Arreglar una heladera. Hacer un trabajo de electricidad. Nunca me pregunté por qué. Creo en Dios, y creo que es Él quien te da la sabiduría o las ganas. Una vez que te ponés a hacer algo, lo superás, lo sacás adelante. Con nueve años, pensaba: “No puede ser que vayamos a pasar hambre”. Mi hermana trabajaba y yo hacía lo que podía. Hambre, no. Iba a limpiar una pizzería, la Pizzería Pepito, y traía comida. Vendía flores en los cabarets; las mujeres de la noche me ayudaban muchísimo. Ahora, de grande, me doy cuenta de que Dios nunca se fue de mi lado. Si te ponen pruebas, es porque quieren que aprendas algo, que veas algo importante.
—¿Creés que aprendiste algo más en la cárcel?
—No hay un tratamiento, no hay una enseñanza —me responde—. El que sale de ahí y logra cambiar, lo hace porque quiere. Cambia el que tiene una persona afuera que lo ayuda. La mayoría de los que están adentro y salen vuelven a delinquir, porque no hay un tratamiento. Si sobrevivís, sólo pagás los días. Y cuando salís, salís con más odio. La mayoría de la gente que está ahí adentro le faltó cariño en la vida, si le hablás suave entienden mejor que si hablás a los gritos, y Ramiro, además de saber mucho, es un excelente profesor, un fuera de serie. Para mí, aunque yo tenga más años, es un hermano mayor.

Los hongos, con su capacidad de resiliencia, pueden crecer en terrenos devastados, en bosques incendiados, y se dice que fue precisamente un hongo, el matsutake, el primer ser vivo en emerger después de que la bomba atómica arrasara Hiroshima. El reishi, en particular, es extremadamente resistente a diferentes climas. Su género, Ganoderma (del griego ganos, “brillante”, y derma, “piel”) abarca muchas especies, cada una adaptada a un tipo específico de madera. La especie más común, Ganoderma lucidum, es conocida como reishi en japonés y lingzhi en chino, nombres que reflejan su significado especial: “el hongo de la inmortalidad”, “el hongo de los mil años” o “el hongo panacea”. Es conocido por fortalecer el sistema inmune, beneficiar el corazón, ayudar a “calmar el espíritu” y revitalizar tanto el cuerpo como la mente.
Omar estuvo 12 años preso. Me da curiosidad saber por qué, pero no me animo a preguntarle a Ramiro. En cambio le pregunto si en todos estos años de dar clases en cárceles alguna vez le generó intriga saber por qué sus alumnos estaban privados de la libertad, en definitiva, qué habían hecho para estar ahí.
—Sé que en los penales hay personas que cumplen una condena justa y otras que están pagando por delitos que no cometieron. Hay quienes son inocentes, a quienes les inventaron causas. Y después tenés de todo: personas que cometieron un error y son conscientes de eso, que no quieren reincidir, y otras que crecieron en un entorno donde el delito fue una constante, heredado de padres y abuelos, y para quienes esa vida es una forma de ser. Entran y salen del sistema, constantemente. Yo nunca les pregunto el motivo por el cual están ahí. Vienen al curso porque realmente tienen interés. Son cursos para hasta dieciséis personas y para acceder deben demostrar buen comportamiento y motivación. Tienen un examen, deben estudiar y escribir. Los hago trabajar así para que retengan la información y se lleven algo útil que puedan utilizar en el futuro. A veces se abren y te cuentan qué hicieron o por qué terminaron presos, otras veces te enterás por otro lado. Hay situaciones y crímenes que son más duros de procesar que otros. No es lo mismo un violador o alguien que mató a sangre fría que una persona que robó por necesidad. A veces te enterás de cosas muy feas y tenés que procesarlo internamente, sabiendo que, cuando los veas, el comportamiento tiene que ser el de un docente con su alumno.
Ramiro piensa el cultivo de hongos como una herramienta de autogestión: permite a las personas producir su propio alimento y medicina, tanto para ellos mismos como para sus familias. Si después deciden que les funciona y les convence, pueden transformarlo en una fuente de ingresos. Con residuos y una mínima inversión, porque todo lo necesario se puede armar de manera casera con elementos simples como una olla, un tacho, una garrafa de gas o incluso con agua como la que hay en Bahía Blanca, donde sale a 60 o 70 grados de temperatura en ciertos puntos de la ciudad. Pero en particular a Ramiro le maravilló el reishi porque su micelio es increíblemente resistente y fuerte.
—Es hermoso, superlindo y fácil de cultivar. Estamos trabajando en un proyecto de biomateriales donde se utiliza este hongo porque es el que más resistencia aporta al bloque y, además, le da una coloración rojiza en la superficie. Usamos el micelio como un aglutinante, uniendo partículas pasteurizadas o autoclavadas. Colocamos este sustrato en un molde para darle forma; por ejemplo, bandejas de aluminio de 20 centímetros de largo y 10 de ancho. Una vez que ponés el sustrato con el inóculo de reishi, lo cubrís para que no pierda humedad. A 25 grados, en unos veinte o veinticinco días queda completamente colonizado y todo blanco. Luego, esa placa se pone a secar en un horno, lo que mata el micelio y permite conservar sólo la fase vegetativa, cortando antes de que entre en su fase reproductiva. Al final, el molde queda bien seco y se puede recubrir con cera o algún tipo de aceite para darle mayor consistencia.
Este material tiene múltiples aplicaciones: se puede usar para construir, aislar ambientes, como aislante térmico e incluso tiene propiedades ignífugas. Es bastante resistente, y ya hay empresas que lo están utilizando para embalajes, como los de heladeras y lavarropas. Lo más interesante es que es un material completamente biodegradable.
Doy por sentado que Ramiro consume reishi y le pregunto cómo lo toma él, ya que según lo que he leído, el reishi es duro, leñoso y amargo, por lo que no se recomienda su consumo en crudo.
—Hoy en día tomo un extracto, aunque antes solía preparar una infusión con el hongo deshidratado y molido, que quedaba como hebras. A veces lo usaba para hacer té, otras lo agregaba directamente en el termo del mate. Después aprendí que ciertos polisacáridos y terpenos no son hidrosolubles, por lo que se perdían al preparar la infusión. A partir de ese momento, comencé a realizar una doble extracción: primero, macero el hongo molido en alcohol durante aproximadamente un mes. Luego, después de colarlo, paso el residuo fúngico por agua hirviendo durante dos horas. Filtro nuevamente y mezclo el agua con el alcohol. El resultado lo uso en forma de gotero, le coloco al jugo, al café. Cada dos o tres meses hago una pausa para que el cuerpo no se acostumbre, y después retomo el consumo.

Es 20 de julio, hace frío en Bahía Blanca y, como en todo el país, se celebra el Día del Amigo. Este año cayó sábado. Ya está bajando el sol y Ramiro se está tomando unos mates, charlando con un vecino. Por esas casualidades de la vida, está hablando de cómo comenzó a dar talleres en las cárceles hace ya quince años, gracias al interés de un interno. Como en esas escenas de las películas —en las que los protagonistas no se ven desde hace muchos años y de golpe se encuentran en el momento justo—, suena el celular de Ramiro: es Omar. Lo quiere saludar, contarle que ya está en libertad, que le gustaría tener su propio emprendimiento de producción de hongos comestibles y medicinales, que se está acomodando.
Hoy Omar y su compañera recolectan hongos de pino que crecen cerca de su casa, en los pinares al costado del arroyo. Cada vez que llueve brotan en cantidad. Ramiro me había dicho que el reishi es un hongo que puede atravesar períodos de latencia y tener un nuevo crecimiento cuando las condiciones son las adecuadas.