Capítulo 9

Cómo explicarle la muerte a un niño (Amanita phalloides)

15min

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"Vivimos. Fuimos parte de la enormidad. Todos los grandes y terribles aspectos de estar vivos: la belleza sutil y desgarradora, la monotonía, los pensamientos internos, el dolor y el placer compartidos. Todo eso realmente ocurrió. En este pequeño mundo que orbita una estrella amarilla en la vastedad del universo. Y sólo eso ya es motivo de celebración."

Sasha Sagan - For small creatures such as we

Mi hijo tiene tres años y medio y ya sabe que algunos hongos se pueden comer y otros son venenosos. Me pareció importante enseñarle esto temprano en la vida porque en el jardín de la casa de sus abuelos crecen hongos silvestres. A veces cocinamos juntos champiñones u hongos de pino y hace poco probamos enokis, esos finitos y largos que parecen fideos. Pero desconozco si los del jardín de los abuelos son peligrosos. 

No es fácil distinguir los hongos venenosos de los comestibles. 1Hay un dicho popular que dice que todos los hongos son comestibles, pero algunos lo son sólo una vez.  No hay una regla universal ni una característica evidente que los diferencie. Los hongos venenosos no son un grupo homogéneo; no están emparentados entre sí, no forman una familia, no comparten un patrón claro. Hay que conocer cada especie, y algunas pueden ser letales por razones muy distintas. La naturaleza no se presta a simplificaciones.

Lo mejor es aprender de personas expertas, quienes se fijan en detalles que van más allá del aspecto superficial, como el color o la forma del sombrero. Examinarán, por ejemplo, la parte inferior de la seta —el himenóforo, donde se alojan las esporas— o de qué color se torna al cortarlo, y, en algunos casos, analizarán las esporas al microscopio para estar seguros de qué especie se trata.

De las más de 22.000 especies de hongos conocidas que producen setas, apenas 120 —un 0,5 %— son realmente venenosas y representan un riesgo significativo. Cabe aclarar que hay hongos que no son venenosos per se pero pueden hacernos mal si los consumimos ya que acumulan sustancias tóxicas del ambiente (y es difícil saber si el entorno se encuentra contaminado o no). Además, cerca de 90 especies pueden provocar molestias digestivas en algunas personas, mientras que aproximadamente 150 poseen propiedades alucinógenas. 

Entre todos los hongos venenosos que existen, hay uno que destaca por su apariencia engañosamente inofensiva y su peligrosidad: Amanita phalloides, conocido como el “hongo de la muerte”. A simple vista, parece un hongo común, no tiene ninguna característica muy llamativa, nada que nos avise sobre su toxicidad. Su sombrero, redondeado y de un suave verde oliva, podría confundirse con el de cualquier seta comestible. Tiene un pie largo y elegante, con un anillo que rodea su tallo. Puede medir hasta 15 centímetros y debajo de su sombrero tiene laminillas. Su carne es blanca, densa y tierna, y su aroma, dicen, es agradable, floral, incluso dulzón: una trampa mortal.

Amanita phalloides es responsable del 90 % de las muertes relacionadas con la ingesta de hongos en todo el mundo, lo que la convierte en la especie más letal. ¿Por qué un hongo produciría una toxina tan peligrosa para los humanos? ¿Qué mecanismos moleculares subyacen a esta capacidad de matar? Y, en otro orden, ¿cómo explicarle la muerte a un niño pequeño que empieza a preguntarse sobre cosas que ni yo misma tengo completamente resueltas?

—Después de que nos morimos, ¿podemos caminar? —me preguntó una noche mi hijo, con los ojos grandes y angustiados. 

—No... ya no —le respondí con honestidad, pero sintiendo que las palabras eran insuficientes.

—No me quiero morir. Mamá, ¿vos te vas a morir? 

—Sí... Pero falta mucho, mucho...

—No quiero que te mueras. 

—Yo tampoco, hijo.

—Después de morirme yo quiero caminar —me dice acurrucándose al lado mío, como implorando, como cuando me pide algo que quiere mucho. A mí se me hace un vacío en el estómago y me reprimo las ganas de mentirle, de prometerle que no vamos a morir, que nadie va a morir. 

¿Habré respondido bien? No creo en un paraíso, ni en la reencarnación, ni en ningún dios. Todo lo que tengo es la certeza de que, algún día, la energía y la materia que nos mantienen vivos regresarán a la tierra.

Nuestro cuerpo —una maravilla cósmica de billones de células que la mayor parte del tiempo colaboran en perfecta sincronía— un día dejará de existir. La vida, al fin y al cabo, es ganarle brevemente a la entropía, al desorden del universo que siempre aumenta. Como intentar subir una escalera mecánica que baja infinitamente: le ganamos sólo por un rato, al final siempre gana ella. Todo tiende a un equilibrio. Y en ese equilibrio estamos muertos. Busco una definición técnica y encuentro —además de muchos eufemismos y sinónimos como “deceso”, “defunción”, “fallecimiento”, “óbito”, “expiración”, “perecimiento”, “fenecimiento” y “cesación”— que la muerte “es resultado de la extinción del proceso homeostático en un ser vivo”. La muerte es el final de la vida. ¿Y qué es la vida? Una sucesión de eventos metabólicos tales que permiten la organización, el crecimiento, la reproducción, y la respuesta a estímulos externos. 

No existir es mucho más probable que existir. Los eventos necesarios para que nuestra vida surgiera fueron extraordinariamente fortuitos: desde que nuestros ancestros se encontraran —con lo aleatorio que eso puede ser—, hasta que decidieran reproducirse, y que un espermatozoide —precisamente ese— se uniera a ese —y no a otro— óvulo. A partir de ahí, nuestras células comenzaron a multiplicarse con éxito. Muchas cosas pudieron haber salido mal, pero si estás leyendo este texto, significa que salieron bastante bien. Felicitaciones.

La vida, tanto en general como la nuestra en particular, depende de un concierto de células que intercambian información, se dividen exitosamente e, incluso, muchas mueren exitosamente para que el organismo pueda seguir con sus procesos metabólicos. Ya sabemos lo que ocurre cuando las células se rebelan y dejan de cumplir con su ciclo natural de vida y muerte: se reproducen sin control y forman tumores. Es un recordatorio un poco aterrador de lo delicado y asombroso que es este equilibrio que llamamos vida.

Morir es causado por ciertos procesos que todos experimentaremos tarde o temprano: deterioro de las funciones cerebrales, probablemente debido a la falta de oxígeno en las neuronas, producto de una falla en la circulación de la sangre. El oxígeno es la única molécula capaz de arrancarle la energía a los azúcares y grasas que comemos. De la misma forma en que el oxígeno quema el combustible en un motor de un auto y las explosiones producidas son traducidas a movimiento a través de los pistones, los engranajes moleculares en el interior de las mitocondrias logran que el oxígeno que entra por las membranas de los alvéolos de los pulmones sea capaz de arrancarle la energía a los enlaces químicos de los otros seres vivos que hayamos ingerido. En definitiva, comer —y respirar— es robarle la energía a las plantas, los hongos y a otros animales (dependiendo la dieta de cada uno). Energía que, gracias al oxígeno, queda disponible para todo lo que hacemos: movernos, reproducirnos, alimentarnos o pensar en que nos vamos a morir.

En un sentido más fisiológico, morir es que algo falle en ese delicado equilibrio, en esa pequeña batalla cotidiana contra la entropía. El hongo de la muerte contiene —sobre todo en las laminillas y el sombrero— un tipo de moléculas llamadas amatoxinas. Estas moléculas interfieren con la maquinaria celular que sintetiza proteínas; es decir, las amatoxinas bloquean la ARN polimerasa II, la enzima que transcribe las instrucciones genéticas a partir de las cuales se ensamblan aminoácidos para formar proteínas, las herramientas esenciales para la vida celular. Sin esta función vital, las células se mueren. Los órganos más afectados son aquellos que tienen un metabolismo muy alto y necesitan estar produciendo proteínas todo el tiempo, como el hígado y los riñones. 

El efecto de las amatoxinas en el cuerpo se desarrolla en tres fases un poco engañosas. En la fase inicial, que ocurre entre 6 y 24 horas después de la ingestión, aparecen síntomas gastrointestinales severos: náuseas, vómitos, dolor abdominal intenso y diarrea que puede llevar a una deshidratación grave. Luego, en un giro que parece dar falsas esperanzas, llega una aparente recuperación. Sin embargo, entre 2 y 3 días después, comienza la fase final, marcada por insuficiencia hepática, renal y un colapso multiorgánico que puede culminar en la muerte. En algunos casos, los pacientes que alcanzan esta etapa pueden ser salvados mediante un trasplante de hígado.

No se conoce con certeza la razón evolutiva que llevó a Amanita phalloides a fabricar estos compuestos mortales. Una posibilidad es que las amatoxinas puedan haber evolucionado como una estrategia de defensa, que le permite al hongo ahuyentar a posibles depredadores, pero también es probable que las amatoxinas sean sólo un subproducto de la evolución. Aunque estas moléculas son letales para los seres humanos, algunos animales, como ciertas especies de moscas, son resistentes a ellas y pueden beneficiarse al consumir el hongo sin sufrir daños, contribuyendo así a la dispersión de sus esporas. 

El mecanismo molecular por el cual el hongo de la muerte nos mata no me proporciona ningún alivio, al contrario, que algo tan chiquito como un péptido cíclico —como se lo conoce por su naturaleza química, un par de aminoácidos enroscados sobre sí mismos— pueda matarnos tan fácilmente me parece alarmante y sólo me recuerda la fragilidad la vida. Sin embargo, hay algo en la naturaleza fúngica que sí me reconforta. Tal vez tenga que ver con que muchos hongos están en esa interfase entre la vida y la muerte, constantemente transformando la energía. 

Vivimos tan desconectados de los ciclos naturales que hay fenómenos fundamentales que se vuelven difíciles de comprender, y aún más difíciles de explicar. Supongo que sería distinto si estuviéramos más en contacto con la naturaleza. Veríamos el ciclo de la vida desarrollarse frente a nuestros ojos todos los días: los animales muertos descomponiéndose, alimentando a otros animales que se nutren de sus restos; hongos brotando de la materia orgánica en descomposición, desintegrando lo que quedó. Veríamos a las lombrices transformando esos residuos en humus fértil, y cómo, a partir de ahí, surgen nuevas formas de vida. Todo circula, todo regresa, en un intercambio constante que da forma al ecosistema. Es un proceso que debería ser evidente, pero desde nuestras ciudades asfaltadas y nuestras rutinas apresuradas, se vuelve casi invisible. 

En el libro La buscadora de setas, la autora Long Litt Woon relata cómo los hongos se convirtieron en un refugio durante el duelo por la pérdida de su marido. Descubrió consuelo en la búsqueda de setas, una actividad que la conectó con algo más grande: una comunidad de personas dedicadas a explorar el mundo de los hongos. En un capítulo, menciona lo difícil que le resultaba estar con amigos y familiares que, aunque bien intencionados, evitaban hablar del tema, suponiendo tal vez que sería demasiado doloroso para ella. 2 En el ojo del huracán del duelo se carece de palabras”, escribe Woon. Tomo prestadas las suyas. Sin embargo, esta actitud le sonaba a traición y cobardía: traición hacia la breve vida de su esposo y cobardía por no poder contemplar su dolor. En cambio, adentrarse en el mundo de las setas —aprender a identificar cuáles eran comestibles y cuáles venenosas, recorrer los bosques en busca de lugares secretos, y formarse como una experta recolectora— se convirtió en su salvación. Este proceso, junto con las personas que conoció en ese camino, se transformó en la compañía más adecuada para afrontar el dolor.

Es cierto, nos cuesta hablar de la muerte. Me pregunto cuántas veces habré evitado el tema. Cuando era chica mi relación con la muerte era sobre todo miedo a que se muriera mi perro Darwin. Entendía que un día no iba a estar más y esa certeza me angustiaba muchísimo. Para el resto de las muertes faltaba demasiado. Tampoco recuerdo que me angustiara particularmente la mía propia. Pero cuando mi papá se enfermó, la muerte empezó a ser una posibilidad más cercana. En ese entonces, todavía creía en un dios, en un “más allá”, en alguien a quien rezar. Pero a medida que la enfermedad de mi padre y el deterioro del cuerpo —y de la mente— avanzaba, fui dejando de creer.

En eso estaba cuando el infarto sorpresivo de un profesor muy querido del secundario me explicó cómo era la muerte: un día estás vivo y al otro día ya no. Una mañana das una clase sobre Movimiento Rectilíneo Uniforme, y al otro día todos tus alumnos y compañeros te lloran y te recuerdan. Jorge nos enseñó —además de la existencia de los agujeros negros y las múltiples dimensiones— cómo era que alguien cercano se muriera, cómo son los rituales cuando alguien muere, cómo es un cajón, cómo la muerte nos cambia la cara. Después de varios años de la larga enfermedad de mi padre —y quizás gracias a que Jorge ya me había mostrado de qué se trataba—, deseé con culpa y en secreto que él también se muriera.

Cuando finalmente ocurrió, yo estaba lejos, en Villa La Angostura, en un campamento científico para adolescentes, rodeada de coníferas, lagos y montañas. Recuerdo los líquenes verdes cubriendo las cortezas de los árboles, como si fueran mapas antiguos de continentes inventados. Hasta ese momento nunca les había prestado atención. Muchos aprendimos a observar de otro modo y a hacernos preguntas en ese viaje. Estaba en compañía de un grupo de biólogos y biólogas apasionadas por regalarnos una forma nueva de mirar el mundo. Nos enseñaban a apreciar la ciencia como una lente para descubrir la belleza oculta en todo: en el movimiento del sol, en las estrellas que brillaban sobre nosotros, en los fenómenos cotidianos que pasamos por alto. Se trataba de mirar el mundo olvidándonos de aquello que habíamos aprendido en la escuela o leído en los libros. Nos contaban historias alrededor del fuego. ¿De qué se trata ese gas que aviva la llama? ¿Qué son esas protuberancias que crecen en algunos, y sólo en algunos, árboles? 

Mi mamá no me lo quiso decir hasta mi regreso, pero de alguna manera me lo hizo saber. En el viaje de vuelta fui preparándome para la noticia. Fue en vano. Cuando volvimos a Buenos Aires comprobé que con la muerte nunca hay suficiente preparación. Sin embargo, aunque en ese momento quizás no era del todo consciente, tenía suerte, acababa de conocer personas increíbles que me mostraban un camino posible. Personas que compartían su mirada del mundo, y contagiaban curiosidad y asombro por los fenómenos naturales. Querían compartir algo que les gustaba mucho. Se encargaron de decirme, cada uno a su modo, “acá estamos”. Y ahí estuvieron. En esos momentos en que el cielo se cae, la caída es mucho más suave si hay una red.

Una de las personas maravillosas que tuve la suerte de conocer en ese campamento científico en la Patagonia, y que estuvo cuando todo se desmoronaba, fue Melina Furman. Meli falleció pocos meses antes de la escritura de este libro. Sentí injusticia y dolor como nunca. ¿Meli? ¿Por qué Meli? 

El último día del campamento hicimos una experiencia que recuerdo transformadora: nos propusieron a todos dispersarnos por el bosque, buscar cada uno un rincón y estar una hora en silencio. Cada uno podía hacer lo que quisiera, pensar, meditar, reflexionar sobre lo que habíamos pasado esos días, o simplemente observar el bosque. Si queríamos, nos podíamos llevar algo para anotar. Yo tenía dieciséis años, estaba por empezar el último año del secundario y tenía que elegir qué carrera iba a estudiar. Esa decisión me parecía trascendental. Recuerdo esa hora de silencio en el bosque como un momento de claridad, quizás el primero en el que me incliné hacia la biología. También de duelo. ¿Mi padre habrá muerto y no me lo han querido decir? Estaba llena de dudas y la soledad del bosque me permitió pensar. Culminado el tiempo, todos empezamos a volver. Caminando y charlando junto a Meli recuerdo que ingenuamente la veía, los veía a todos, como adultos consolidados, que ya no dudaban de sus caminos profesionales, como si las decisiones trascendentales sólo se tomaran antes de los 18 años. Yo no sabía que Meli también estaba tomando decisiones importantes en su vida. De alguna manera ella sonrió, y con dulzura, me dio a entender que cada tanto uno ajusta su brújula. 

Amanita phalloides —además de tener la capacidad de matarnos— establece relaciones simbióticas con las raíces de ciertas plantas. La planta recibe nutrientes del suelo que el hongo extrae, mientras que el hongo recibe azúcares de la planta. Se trata de una micorriza. Otra hipótesis acerca del valor adaptativo de las amatoxinas es que podrían desempeñar un papel en esta interacción simbiótica, ya sea protegiendo las raíces de posibles patógenos o regulando el entorno químico del suelo para optimizar el intercambio de recursos entre el hongo y su planta asociada. El hongo de la muerte mantiene el ecosistema de los bosques, beneficia a los árboles dándoles nutrientes esenciales. Forma una red subterránea invisible que sostiene la vida. Encuentro algo de belleza en esa dualidad. 

No sé qué le contestaré a mi hijo cuando me haga más preguntas sobre la muerte. Sólo espero que el día en que yo ya no esté, él haya encontrado en la vida una red como la que me sostuvo a mí. Sólo anhelo que él también tenga a personas maravillosas en su vida. Que tenga la misma suerte que tuve, que conozca seres increíbles que lo acompañen en esta aventura. Y mientras tanto que sepa que, aunque nuestras vidas algún día se diluirán en el universo, estuvimos acá, amamos y fuimos amados.