Capítulo 5

Al bosque lo que es del bosque (Phallus indusiatus)

10min

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"¿Qué haces cuando tu mundo empieza a desmoronarse? Yo salgo a pasear, y, si tengo mucha suerte, encuentro algún que otro hongo. Me devuelven el ánimo; no sólo –como las flores– por sus abrumadores colores y olores, sino porque además brotan de forma inesperada, recordándome mi buena fortuna por estar allí justo en ese momento. Entonces soy consciente de que todavía hay placeres en medio de los terrores de la indeterminación."

Anna Lowenhaupt Tsing - Los hongos del fin del mundo

El hongo que lo cambiaría todo estaba en Brasil, en Isla Grande. Heidi se aventuró apenas fuera del sendero de la selva tropical y ahí, entre el mato denso, infinitamente verde, lo encontró: contrastaba —de blanco como corresponde— una figura plantada en el altar de la selva. Phallus indusiatus, comúnmente llamado “velo de novia”. Con su forma fálica y su velo blanco delicadamente tejido, desafiando la gravedad misma, erguido y orgulloso, como un símbolo efímero de la fertilidad, el hongo invitaba a ser tocado, pero Heidi dudó: ¿y si fuera venenoso? 

Optó entonces por contemplarlo. Estaba de vacaciones con una amiga y todavía no era tan consciente de su suerte. Lo cierto, como descubriría luego, es que había sido muy afortunada: muy pocas personas pueden disfrutar la belleza del velo de novia ya que la fructificación, la estructura reproductiva, el falo y el velo, duran así erguidos como mucho veinticuatro horas.

Diseñadora industrial de formación, a Heidi la cautivó sobre todo la morfología del velo: una estructura que parece tejida en macramé, con hexágonos irregulares unidos entre sí. ¿Para qué sirve esta estructura? ¿Cuál es la relación entre la forma y la función? ¿Cómo se despliega el velo? ¿Por qué la naturaleza se tomaría la molestia? ¿Por qué no?

Volvió a Buenos Aires decidida a encontrar respuestas. En esa época —el año 2011— no era tan simple como ahora buscar imágenes por internet, lejísimos estábamos aún de las apps que reconocen e identifican plantas y hongos y, para colmo, describir lo que había visto tampoco era tan sencillo. Metódica, hizo un listado de referentes que podían ayudarla. Encontró el Laboratorio de Micología Experimental de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires y llamó por teléfono.

—Soy diseñadora industrial, quiero hacer un proyecto sobre la morfogénesis de un hongo que encontré en Brasil.

Esa llamada daría lugar a todo lo que vino después: Sistemas Materiales (un proyecto interdisciplinario entre diseño y biología), las exhibiciones en Berlín y la búsqueda incansable por emular la naturaleza como solución, o al menos como mitigación, de los desafíos de un planeta confundido. Pero sobre todo, vendría la Heidi conectora de personas y voluntades, la Heidi tejedora de redes capaces de transformar el mundo. Porque hoy en día Heidi, consciente de que el hacer es colectivo, arma equipos, comparte saberes, experimenta, aprende, transfiere información como una micorriza, 1 Entre las raíces de las plantas y el sustrato del que se alimentan, aparece un intermediador fungi: la micorriza. y sobre todo, ocupa espacios. Si no ocupamos los espacios, nada de todo esto sucede.

En el Laboratorio de Micología Experimental, Heidi conoció a Leo Majul, biólogo y experto en hongos. Juntos comenzaron el arduo proceso de intentar cultivar el Phallus indusiatus en condiciones controladas. Pronto descubrieron que el velo de novia tenía sus propios caprichos. Necesitaba, entre otras condiciones específicas, un 75 % de humedad y unos 24 grados Celsius de temperatura, ni un grado más ni uno menos. A pesar de sus esfuerzos, el hongo, de naturaleza esquiva, resistía los intentos de cultivo. Sin embargo, nada era en vano, a Heidi le interesan más los procesos que los resultados. Tomaba notas, aprendía sobre la fisiología del hongo y sacaba la investigación de ese espacio cómodo y natural que es el laboratorio para llevarla hacia otros lugares: galerías de arte, exhibiciones, manifiestos.

Pasaba el tiempo y el velo de novia no quería crecer. ¿Volvería a verlo alguna vez? ¿Podría algún día diseccionar su red y entender la morfología en profundidad? ¿Cómo era por dentro? Mientras se hacía estas preguntas, Heidi iba aprendiendo que la zona fértil, conocida como gleba (del latín, “bulto”), es la masa interna que contiene las esporas. El hongo comienza como una forma ovalada que parece un huevo blanco y que, con el tiempo, a medida que madura, se transforma en tonos marrones y verdosos. El velo, la red de macramé blanca, recibe el nombre de indusio, un término que proviene del latín y que quiere decir “camisa”. Al parecer funciona como un manto protector, pero nadie lo sabe con certeza. Los biólogos son (somos) reticentes al “¿para qué?”. No es exactamente así como funciona la evolución. No hay un propósito. Aunque el velo del Phallus indusiatus nos haga pensar en el trabajo de un diseñador, lo cierto es que no hay intención en el devenir de su existencia, sino una iteración ciega de pruebas y errores. Simplemente, algunas variaciones son inconducentes y están condenadas al olvido mientras otras son exitosas, permanecen y se reproducen.

Cuando la gleba madura se convierte en una masa gelatinosa y emana un olor fétido que atrae a moscas y a otros insectos. Estos se alimentan del mucílago, rico en esporas, y luego, al trasladarse a otros lugares, las dispersan. Una de las hipótesis es que el hongo no sólo cautiva a los insectos por su olor, sino que el velo podría servir como una estructura visualmente atractiva y su entramado podría funcionar como una escalera para algunos invertebrados curiosos, permitiéndoles trepar hasta la zona fértil del hongo, alcanzar las esporas, y contribuir con su dispersión. La evolución, como el hongo, puede ser algo caprichosa.

Además de la humedad y la temperatura, otra variable a tener en cuenta a la hora de hacer crecer al hongo es el sustrato. Y eso nos lleva a reflexionar: ¿cómo se alimenta? ¿De qué vive? El velo de novia, como muchos otros hongos, vive de descomponer la materia muerta en sustancias simples. Es el regenerador del ecosistema. Es, lo que se dice, un hongo saprófito. Donde sólo hay hojarasca, restos de animales y troncos caídos, Phallus indusiatus percibe un banquete de nutrientes listo para ser aprovechado. Básicamente, es el encargado de poner a disposición el alimento, de reciclar la materia, de hacer que las moléculas circulen en la jungla, moléculas que, de otra forma, quedarían encerradas en la materia muerta por siempre. En otras palabras, este tipo de hongos funciona como el aparato digestivo del ecosistema. Por eso, en general se lo encuentra entre las hojas muertas del bosque, entre restos de madera, devolviéndole al bosque lo que es del bosque.

Mientras Heidi intentaba cultivar su hongo en condiciones controladas —con la simple, pero genuina y poderosa motivación de comprenderlo mejor—, se adentró en el estudio de los hongos y comenzó a experimentar con algunos más fáciles de cultivar. Junto a Leo Majul y colegas, exploraron la fabricación de materiales livianos y compostables a partir del micelio de Ganoderma, un hongo también saprófito, que se nutre de la madera muerta de árboles. Su seta (el cuerpo fructífero) suele tener forma arriñonada y color rojizo. Así, descubrieron que el micelio de Ganoderma podía moldearse de cualquier manera deseada. A través de la utilización de moldes y un sustrato de aserrín, lograron crear un bioaglomerado innovador. La producción de materiales con hongos define un proceso circular que no genera residuos, ya que todos los materiales resultantes son completamente compostables. Esto significa un paso importante hacia un modelo de producción sostenible, pero, tal vez, represente incluso algo más transformador.

A medida que Heidi descubría las potencialidades de los biomateriales fabricados a partir de micelio, también reflexionaba sobre la manera de relacionarnos con lo que fabricamos. No se trata de pensar este bioaglomerado fúngico como un mero reemplazo del telgopor (derivado del petróleo, que suele tener un solo uso y tarda cientos de años en degradarse. De hecho, todavía nunca vimos desaparecer el telgopor que fabricamos). En el mundo del futuro que Heidi y las personas que Heidi transforma se imaginan y sueñan, no es necesario un telgopor biodegradable porque las lógicas de producción y la manera en que nos relacionamos con nuestro entorno cambian por completo. La exploración de materiales biobasados, biofabricados y bioinspirados en realidad es una búsqueda y una manifestación de principios alternativos y de lógicas distintas que vienen a proponer otro vínculo con la naturaleza.

“Cuando se percibe la naturaleza como una red, su vulnerabilidad salta a la vista. Todo se sostiene junto. Si se tira de un hilo, puede deshacerse el tapiz entero”, dice Andrea Wulf en La invención de la naturaleza, un libro sobre la vida de Alexander von Humboldt y de las personas que se vieron influenciadas por su cosmovisión. Humboldt fue uno de los primeros en darse cuenta de que todo estaba conectado con todo. Al menos en el mundo occidental de aquella época, donde los bosques, los lagos y los ríos eran vistos meramente como recursos para ser explotados por los humanos, “Humboldt fue el primer científico que habló del nocivo cambio climático provocado por el ser humano”.

Finalmente, el velo de novia no pudo ser cultivado en el laboratorio. Era demasiado complicado, y además, ¿para qué? Si en definitiva la búsqueda había dado resultados: el micelio de Ganoderma dio sus frutos, los materiales micofabricados fueron un éxito y además redoblaron la apuesta experimentando con otro hongo, Pycnoporus sanguineus, que permitió lograr un material de un color naranja intenso que encima podía manipularse de acuerdo a si se exponía al aire o no. De aquella búsqueda nacieron también el libro Trazos, sobre biomateriales, varias exhibiciones e investigaciones. Luego llegaron otras personas apasionadas por transformar radicalmente el mundo y con ellas, nuevas maneras de relacionarnos con los objetos (¿cultivar nuestros propios recipientes?). Una serie de eventos concatenados que empezaron cuando Heidi vio al Phallus indusiatus en Isla Grande.

Vivimos una crisis de imaginación, somos incapaces de visualizar un futuro mejor. Bombardeados con imágenes apocalípticas, el futuro se parece en el mejor de los casos a una nebulosa. Las personas que logran materializar aquello que imaginan son valiosas ya que nos ayudan a soñar al resto. El reino fungi se va convirtiendo en una narrativa posible: el micelio no sirve sólo para construir formas más amigables con el planeta, sino para otorgarnos sentido y cohesionarnos como grupo. Quizás la funga sea el aglutinante de una generación que dejó de creer en dioses y necesita volver a creer en algo, en un futuro donde los humanos seamos parte de esa red que es la naturaleza.

Heidi está de vacaciones, esta vez en Panamá. Es el día de su cumpleaños. Acaba de resignar su intención de cultivar el hongo en el laboratorio. “Quizás haya algo en este hongo salvaje que lo haga aun más especial”, piensa. Busca al velo de novia toda la tarde por la jungla, en los rincones que sabe que le pueden llegar a gustar. Al atardecer, cuando ya había bajado la guardia y salido de la parte más densa del bosque tropical, en la zona donde el mato termina y empieza la arena, ahí estaba. Erguido, como un regalo, una vez más, Phallus indusiatus. Con la dicha del que busca algo durante mucho tiempo y finalmente lo encuentra, Heidi, ahora sí, se animó.