Hace algunos años tuve la oportunidad de compartir un asado con Daniel Dennett, otros dos eruditos de la conciencia (David Rosenthal y Axel Cleeremans) y una vieja conocida que hoy brilla en la televisión como comunicadora científica (Eugenia López). Hablamos de todo, por supuesto, excepto de la conciencia: cómo navegar a vela, las dificultades para rendir subsidios, y las diferencias y similitudes entre la carne argentina y la norteamericana, entre otros temas. Malbec tras malbec y bife de chorizo tras bife de chorizo, con Euge empezamos a mirarnos, consternados, preguntándonos tácitamente si nuestros anfitriones dolarizados se harían cargo de pagar la cuenta. Ya cerrando la velada, Dennett nos instó a levantar las copas y brindar por los deliciosos qualia del vino que estábamos tomando.1Fue con ironía: Dennett no cree que existan cosas con las propiedades que les atribuimos a los qualia. Alguien recordó una frase que es moneda corriente en algunos círculos filosóficos: “Los qualia hacen que valga la pena vivir la vida”. Luego pagaron (por suerte) y todos fuimos a descansar.
La percepción visual dista mucho de agotar el repertorio de sensaciones disponibles para un ser humano. El gusto y el olfato son sentidos más primitivos, directamente implicados con nuestras necesidades energéticas. Las comidas más calóricas suelen ser también las más sabrosas, mientras que los olores y gustos desagradables suelen asociarse a sustancias tóxicas o comidas en proceso de descomposición. Hay algo mucho más inmediato en el placer que sentimos al saborear una buena comida que aquel suscitado por una escena visual estética o una hermosa armonía. Cuando pensamos en la clase de qualia que hacen que nuestra vida valga la pena, parece inevitable pensar en el distintivo aroma del aceite de oliva, el gusto algo ácido y salado de un queso azul, o el dulzor amargo de una cerveza.
Casi todos los ejemplos que discutimos hasta ahora se relacionan con la percepción visual. ¿Qué podemos decir sobre la conciencia de otras modalidades sensoriales, como por ejemplo el gusto y el olfato? ¿Podemos estudiar estos sentidos mediante estrategias similares a las que usamos para la visión?
Cuando estudiamos la percepción visual, adoptamos la estrategia de comparar estímulos muy similares pero capaces de suscitar efectos muy diferentes en la conciencia; es decir, estímulos al borde de la percepción consciente. Recordemos, por ejemplo, el caso de los experimentos con enmascaramiento, en los cuales una elección adecuada de parámetros permite disponer de estímulos idénticos que solo a veces son vistos de manera consciente. Como lo único que sabemos sobre el sentido del gusto es que se activa mediante compuestos químicos, nos infiltramos en el droguero de una escuela técnica abandonada2No niego ni confirmo el carácter autobiográfico de esta historia. con el propósito de obtener3En este caso, robar. los estímulos para nuestro primer experimento. Partiendo de intuiciones fomentadas por el estudio de la percepción visual, elegimos los estímulos con tres objetivos en mente. Primero, buscamos dos estímulos que sean similares entre sí, y, por lo tanto, que tengan una estructura similar. Partiendo de conocimientos muy limitados sobre química orgánica, no nos queda otra opción que comparar visualmente las fórmulas químicas impresas en las etiquetas. Segundo, uno de estos compuestos debe tener un sabor fuerte y distintivo, mientras que el otro debe resultarnos completamente insípido. Esta condición nos asegura disponer de dos compuestos muy similares capaces de suscitar efectos muy diferentes en la conciencia. Pero por sobre todas las cosas, tenemos que tener en cuenta el tercer y último objetivo: queremos sobrevivir. Por lo tanto, vamos a evitar compuestos etiquetados como tóxicos, inflamables o corrosivos.
Con estas consideraciones en mente, llegamos a dos compuestos químicos de baja toxicidad que, al mismo tiempo, poseen un cierto parecido estructural: feniltiourea (FTU) y acetato de bencilo (AB):
Ambos compuestos se diferencian tanto en su aspecto como en su olor y sabor. El AB es un líquido transparente con un agradable olor frutal, una mezcla de jazmín, manzanas y peras, mientras que la FTU es un polvo amarillo insípido e inodoro. Sus fórmulas químicas tienen en común un anillo formado por seis átomos de carbono (conocido como grupo fenilo). La diferencia en el gusto de las moléculas parece originarse, entonces, dentro del resto de los átomos que encontramos en las moléculas; es decir, dentro de aquellos fragmentos moleculares unidos a sus respectivos fenilos. ¿Tienen gusto propio estos fragmentos? ¿Son insípidos los fenilos? ¿Tienen sentido estas preguntas?
Regresamos al laboratorio bien surtidos de estos nuevos estímulos experimentales y listos para utilizar distintos equipos que registran la actividad del cerebro humano. Tenemos de todo: resonador magnético nuclear, magnetoencefalógrafo, electroencefalógrafo de alta densidad, junto con equipos específicos para dispersar pequeñas cantidades de fluido en la boca y la nariz de los sujetos. El siguiente paso es el reclutamiento. No encontramos motivos para excluir potenciales participantes por motivos de género, edad o etnicidad; en realidad, el único criterio de exclusión razonable es tener pérdida total o parcial del gusto o el olfato (anosmia o, en su versión más leve, hiposmia).
Dentro de un resonador nuclear, cada participante es estimulado con una pequeña cantidad de AB o FTU, luego de ser instruido para presionar teclas que indican diferentes sabores: dulce, amargo, ácido, salado, umami,4El gusto umami es menos familiar que los otros cuatro, pero es igual de básico. Fue identificado a principios del siglo XXI por Kikunae Ikeda, y se encuentra en alimentos como la salsa de soja, quesos y vegetales fermentados, hongos y mariscos –el tipo de alimentos muy gustosos que nos hacen salivar con solo pensar en ellos–. o sin sabor. Como siempre, no tenemos acceso directo a la experiencia subjetiva de nuestros sujetos: únicamente podemos medir su comportamiento y su actividad cerebral. Pero podemos inferir su experiencia subjetiva apelando a la perspectiva intencional. Tal como haríamos nosotros mismos, esperamos que los sujetos aprieten de forma sistemática la tecla “dulce” cuando reciben un estímulo dulce (en este caso, AB), y la tecla “insípido” cuando reciben un estímulo insípido (en este caso, FTU). Un día, un sujeto experimental aprieta varias veces la tecla “umami” luego de recibir AB. Al terminar el experimento, le preguntamos si realmente para él el gusto del AB se parece al del queso roquefort o la salsa de soja (ambos alimentos con fuerte gusto umami). Así, descubrimos que el avergonzado participante, en la incomodidad del tubo del resonador nuclear, creía estar apretando el botón “dulce” cuando en realidad estaba apretando el botón “umami”. Corregimos los registros del experimento, cambiando las instancias de “umami” por “dulce”, y continuamos con el análisis de los datos.
Meses de experimentos conducidos sobre decenas de sujetos comienzan a dar sus frutos. Encontramos regiones específicas de la materia gris cerebral que responden sistemáticamente al gusto del AB, regiones que podemos visualizar en intrincados mapas tridimensionales, con nombres tales como núcleo pulvinar, ínsula, corteza somatosensorial, tálamo, hipotálamo y amígdala. Mediante análisis más sofisticados, intentamos evaluar cómo la actividad de estas regiones se propaga hacia las regiones frontales y parietales del espacio global de trabajo, es decir, intentamos encontrar los correlatos neuronales de la experiencia subjetiva. Eventualmente nos damos cuenta de que estamos enfrentando la misma clase de problemas que surgieron durante el estudio de la percepción visual. ¿Tiene sentido insistir con encontrar los correlatos neuronales del gusto “dulce”? ¿Cuáles de las activaciones que observamos en el resonador son indispensables para esa experiencia y cuáles son optativas? ¿Dónde está el límite entre la conciencia y el conocimiento sobre los contenidos de la conciencia?
Por suerte, no tenemos el lujo de divagar extensamente sobre estas cuestiones teóricas, porque un día pasa algo completamente inesperado. Un sujeto cualquiera, indistinguible de los demás (y, por lo tanto, también de nosotros mismos), entra al resonador nuclear y sistemáticamente aprieta el botón “amargo” cada vez que dispersamos FTU en su boca y en su nariz. Primero suponemos que se trata de un accidente, una confusión causada por ubicar su dedo sobre el botón incorrecto dentro del angosto e incómodo túnel del dispositivo. Pero esto no es lo que está pasando, al menos no según el participante del experimento. Si bien para él es cierto que el AB es dulce, insiste con que la FTU no es insípida, sino intensamente amarga. La expresiva mueca de disgusto en su cara sugiere que no nos está mintiendo.
Mientras buscamos un vaso de agua, intentamos encontrar un sentido al comportamiento del participante. En particular, adoptamos la perspectiva intencional, poniéndonos en los zapatos del participante para tratar de entender por qué reportaría consistentemente que la FTU tiene gusto amargo. ¿Nos equivocamos de frasco y dispersamos otra sustancia en vez de FTU? ¿Hay algo fallado en el dispositivo de dispersión, algo capaz de cambiar el gusto de la sustancia? ¿Se venció nuestra FTU y por eso tiene otro gusto? ¿El sujeto nos está haciendo una broma? ¿Hay alguien intentando sabotear nuestro experimento, alguien que envía sujetos con instrucciones precisas de apretar botones distintos a los que deberían apretar de acuerdo a nuestras instrucciones? ¿O bien fallamos en interpretar lo que está pasando porque el sujeto en realidad es irracional, por ejemplo, quizás es esquizofrénico y quizás también se encuentra atravesando un estado psicótico con alucinaciones gustativas?
Luego de revisar nuestros equipos y descartar posibles confusiones de etiquetas, logramos reducir la explicación de los hechos a dos hipótesis alternativas. Por un lado, el sujeto podría poseer una creencia errónea sobre el significado de la palabra “insípido”. Quizás proviene de un remoto y olvidado pueblo donde el dialecto local invierte las palabras “insípido” y “amargo”, un pueblo donde la gente se pregunta entre sí “¿dulce o insípido?” antes de empezar a cebar el mate. Pero esta alternativa parece poco viable, así que finalmente recurrimos a la famosa máxima que Arthur Conan Doyle puso en la boca de Sherlock Holmes: “Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad”. En la sección “Métodos” de un artículo que estábamos redactando sobre los descubrimientos de nuestra investigación, habíamos escrito: “Como estímulos utilizamos dos compuestos químicos de distinto sabor: acetato de bencilo (sabor dulce y frutal) y feniltiourea (insípido)”. Pero en realidad estábamos equivocados. Quizás esto sea cierto para nosotros, quizás también sea cierto para casi todos nuestros sujetos experimentales, e incluso también para la inmensa mayoría de la población, pero seguro no es cierto para todo el mundo: existen personas para las cuales la FTU no es insípida, sino intensamente amarga.
Por suerte, disponemos de los equipos necesarios para comprobar esta afirmación. Analizamos los registros de resonancia magnética funcional adquiridos durante la dispersión bucal y nasal de FTU en este sujeto, y cuando visualizamos los resultados encontramos todas las regiones del cerebro implicadas en el sentido del gusto: núcleo pulvinar, ínsula, corteza somatosensorial, tálamo, hipotálamo y amígdala. Con algunas pequeñas variaciones (que quizás den cuenta de la diferencia entre dulce y amargo), obtenemos el mismo resultado que cuando les suministramos AB a los sujetos anteriores; en otras palabras, los datos objetivos apoyan el reporte del sujeto experimental mostrando patrones de actividad cerebral consistentes con la percepción de un gusto intenso. La confusión es inevitable. ¿Cuál es, entonces, el gusto de la FTU? Hasta hoy pensábamos que la FTU no tenía gusto, y de hecho sigue sin tenerlo para nosotros. ¿Y para los demás? Lo que creíamos saber sobre el sentido del gusto está, de repente, al revés. ¿Es posible afirmar que un compuesto químico es insípido sin probarlo antes en absolutamente todos los seres humanos del planeta?
La respuesta parece ser negativa. A modo de analogía, si nos mostrasen una llave y dijesen: “Esta llave no sirve para nada, no abre ninguna cerradura”, ¿podríamos evaluar la veracidad de la afirmación únicamente examinando la estructura de la llave? Incluso las llaves más extrañas pueden abrir cerraduras (siempre que las cerraduras sean igualmente extrañas). La única opción parece ser probar la llave en todas las cerraduras del planeta. Nuestro sentido del gusto se encuentra determinado por “cerraduras” (receptores gustativos) activadas por “llaves” (moléculas como el AB o la FTU). La estructura química de la FTU es insuficiente por sí misma para decidir si la molécula posee o no gusto. Tal como en la analogía con llaves y cerraduras, únicamente estudiando la relación entre la FTU y los receptores gustativos es posible decidir si la molécula posee o no un determinado sabor. Pero distintos individuos poseen distintas “cerraduras”, es decir, distintos receptores gustativos. Por lo tanto, quizás no deberíamos haber afirmado que la FTU era insípida sin antes haberla probado con todos los humanos del planeta.
Descubrimos que la conciencia depende de una característica individual de nuestros sujetos experimentales. Todavía no entendemos bien por qué, y por eso decidimos continuar investigando. Pero hay algo que seguro no podemos seguir haciendo a partir de este momento: tratar a todos nuestros sujetos como réplicas idénticas (o lo suficientemente similares) de un mismo sistema biológico del cual nosotros mismos somos una copia más.
Llegó la hora de imitar a los naturalistas del siglo XIX recorriendo el mundo en busca de quienes le sienten un gusto amargo a la FTU. Como si fuésemos vendedores de perfumes, repartimos por todas partes papeles impregnados de AB y FTU, intentando encontrar y conocer a la mayor cantidad de personas que perciben los gustos de forma diferente a los demás. Cada vez que encontramos a una persona así, la sorpresa es mutua: nos sorprendemos de que esa persona le sienta gusto a la FTU, y esa persona se sorprende de que nosotros no le sintamos gusto. Descubrimos que estas personas tienen preferencia por los gustos fuertes, comidas fermentadas, quesos y aderezos muy intensos, mientras que evitan los repollos y la mostaza. Muchos son fumadores y consumidores asiduos de café –más de lo que esperaríamos por mera casualidad–. En ciertas poblaciones de nativos americanos, encontramos un consenso casi abrumador sobre el gusto amargo de la FTU, mientras que el porcentaje es mucho menor en otras partes del mundo, y alcanza su mínimo en los habitantes de Nueva Guinea, en Oceanía. Esta información, considerada en su conjunto, nos hace creer que la sensibilidad al gusto amargo de la FTU tiene un componente genético.
Resulta que esta hipótesis es correcta. La sensibilidad selectiva al gusto amargo de la FTU no es parte de un experimento mental para explorar la bases de la percepción consciente: se trata de un fenómeno real, perfectamente comprensible a partir de la genética de los receptores gustativos humanos. En promedio, cerca del 30% de la población es capaz de percibir el gusto amargo de la FTU (aunque el porcentaje sube a 100% para algunos grupos étnicos). La capacidad para detectar este gusto es un rasgo genético dominante causado por variaciones en el gen TAS2R38. Este gen contiene la información necesaria para la síntesis de una proteína denominada miembro 38 del receptor de gusto número 2, que cumple la función de receptor gustativo sensible a moléculas que identificamos como amargas. Las proteínas son largas cadenas de aminoácidos que se pliegan de formas muy difíciles de predecir;5Hasta que en 2020 llegó AlphaFold, el primo predictor de estructuras de proteínas de AlphaZero, y mejoró las predicciones de forma considerable. la forma en que una proteína se pliega está determinada por la secuencia de aminoácidos que la componen y determina, en gran medida, su función biológica. Dijimos que un receptor gustativo puede ser pensado como una “cerradura” activada por distintas “llaves” (moléculas). Pero si la composición de la proteína cambia, entonces se pliega de forma distinta, y, por lo tanto, la “cerradura” se vuelve insensible a ciertas llaves, tal como ocurre en el caso de la FTU. De hecho, el origen genético de este rasgo del sentido del gusto es tan claro que solía utilizarse como test de paternidad antes de las técnicas modernas para secuenciar y comparar fragmentos de ADN.
El punto es el siguiente: hay algo que tenemos que entender sobre cada uno de nuestros sujetos experimentales, y tenemos que preocuparnos por cómo hacerlo. La perspectiva intencional no es muy útil para este propósito (¿cómo podríamos detectar si una persona es sensible a la FTU indagando sobre lo que cree y lo que la motiva?). La perspectiva estadística parece ser un poco mejor: únicamente recopilando información sobre el comportamiento alimenticio de una persona tenemos una posibilidad alta de averiguar si es sensible al gusto de la FTU. Incluso podemos imaginar que los servicios de delivery online de comidas ya poseen suficientes datos para estimar si sus usuarios sienten o no el gusto amargo de la FTU. En realidad, por supuesto, la respuesta definitiva se encuentra en la perspectiva de diseño: hay una forma directa y clara de explicar la capacidad para percibir el gusto amargo de la FTU, y se trata de una explicación basada en el funcionamiento de los receptores gustativos en relación con las moléculas que pueden activarlos.
Podemos comparar la insensibilidad a la FTU con el daltonismo, es decir, con la deficiencia para percibir ciertos colores o contrastes entre colores. Esta deficiencia también suele tener un origen genético e implica alteraciones en células de la retina llamadas conos. Los conos son análogos a los receptores gustativos, en el sentido de que son los primeros puntos de contacto con la información que proviene del medio ambiente (en el caso de los conos, se trata de fotones). Si adoptamos la analogía de un hilo que conduce la información sensorial desde la periferia hasta el comportamiento motor, entonces tanto el daltonismo como la insensibilidad a la FTU aparecen como modificaciones tempranas, es decir, diferencias en el extremo inicial del hilo:
Es importante observar que, si bien los hilos siguen un curso algo diferente, ambos nudos siguen siendo idénticos.
Los filósofos marcianos son los seres más temidos de la Vía Láctea. Es verdad que sus colegas físicos son maestros absolutos de la materia y la energía, campeones indiscutibles de la perspectiva física, infalibles en sus predicciones basadas en las leyes fundamentales de la naturaleza. Pero no se interesan demasiado por otras mentes que no sean las suyas propias y, por lo tanto, tienden a dejarlas en paz. Sus colegas psicólogos, en cambio, están muy interesados en otras mentes, pero por el mismo motivo las respetan y tratan de causarles el menor daño posible. Cuando alguien dice haber sido abducido por alienígenas para ser investigado y luego liberado intacto en un campo abandonado, casi siempre los psicólogos marcianos tuvieron algo que ver con eso. Pero no es así con los filósofos marcianos: nadie quiere a los filósofos marcianos, y todos los prefieren lo más lejos posible, incluso entre los propios marcianos.
El problema es que cuando un filósofo marciano necesita apoyar su argumento mediante un experimento mental, casi siempre tiene suficiente poder como para hacer ese experimento mental en el mundo real, frecuentemente con resultados desastrosos para todos. ¿Cuáles son las consecuencias de aislar un cerebro en un fluido nutritivo y estimularlo adecuadamente mediante pulsos eléctricos? Hagámoslo y veamos qué pasa. ¿Mueren aquellos que usan transportadores de materia como los de la serie Star Trek? Construyamos uno, metamos algunos humanos adentro y averigüémoslo. ¿Una neurocientífica experta en el color que vivió toda su vida en una caja en blanco y negro conoce la sensación causada por percibir el color rojo? Un buen filósofo marciano siempre tiene a mano una caja y unos embriones humanos congelados para cuando surge este experimento “mental” en algún debate.
Encontramos un grupo de filósofos marcianos enzarzados en una terrible disputa sobre lenguaje, significado y privacidad, una disputa que solo parece poder resolverse mediante cierto experimento mental. Como se trata de filósofos marcianos, por supuesto, el experimento mental se transforma en real, y el primer paso (lamentablemente, muy común) consiste en secuestrar a un bebé humano. Mediante el uso de tecnología holográfica y realidad virtual, los marcianos crían y educan al bebé en un entorno familiar terráqueo, rodeado de otros niños y adultos humanos holográficos. Esta crianza virtual es indistinguible de una experiencia típica de un niño en la Tierra, con una única diferencia: el significado de las palabras “dulce” y “amargo” se encuentra invertido. Así, los tutores virtuales le enseñan al niño que las cerezas son amargas y los granos de café, dulces. Pasados diez años y ya resuelta la disputa entre los marcianos, el joven es devuelto al planeta Tierra, desnudo y con la memoria parcialmente borrada (por supuesto, los filósofos marcianos jamás esperarían diez años de verdad: un buen experimento “mental” jamás ha de llevar más que unos pocos minutos, por lo que se sirven de tecnologías para acelerar increíblemente la maduración biológica y mental del niño).
Como el niño fue criado por hologramas en la lengua de Cervantes y con acento rioplatense, sus captores decidieron liberarlo en el territorio argentino. Allí se lo conoce como Gaspar Casas, nombre inspirado en el legendario joven alemán Kaspar Hauser, quien también haría un acto de aparición repentina a comienzos del siglo XIX. A diferencia de su contraparte alemán, Gaspar Casas no tiene problemas de socialización y tampoco se encuentra desprovisto de bagaje cultural. De hecho, es el tipo de niño perfectamente normal que encontraríamos en cualquier escuela primaria. La preocupación por Gaspar se desvanece a medida que los exámenes médicos, neurológicos y psiquiátricos dan resultados normales. Y si bien Gaspar no recuerda prácticamente nada sobre su vida pasada, tampoco parece estar especialmente preocupado al respecto. Finalmente, las autoridades deciden reintegrar a Gaspar en la sociedad junto con un padre y una madre adoptivos.
Pero hay un pequeño problema: no pasa mucho tiempo hasta que los cuidadores de Gaspar descubren que el niño invierte el uso de las palabras “dulce” y “amargo”. Para Gaspar, los postres son deliciosamente amargos y la espinaca es una verdura fea y dulce. Dependiendo de su gen TAS2R38, Gaspar podría decir que la FTU tiene un intenso sabor azucarado.
El primer impulso de los cuidadores de Gaspar es aplicar un correctivo ante su uso equivocado del lenguaje. Cada vez que el joven usa la palabra “dulce”, sus tutores interceden y le recuerdan que en realidad la palabra correcta es “amargo”, de la misma forma en que se corrigen los errores en las primeras palabras que salen de la boca de un niño. Lamentablemente, la anomalía lingüística persiste, hasta que los cuidadores de Gaspar admiten encontrarse frente a un problema demasiado difícil para enfrentarlo por cuenta propia. Es entonces cuando recurren a la comunidad científica en busca de respuestas.
Los científicos debaten por días sin parar sobre la situación de Gaspar. Los filósofos, en particular, se sienten especialmente atraídos por el problema que plantea Gaspar, porque les parece como si cierto experimento mental sobre el lenguaje se hubiese hecho realidad (que es exactamente lo que pasó, por supuesto, aunque ellos no lo saben). Al principio la opinión con más peso es que se trata de un simple uso incorrecto del lenguaje. Los que defienden esta posición se basan en que el lenguaje es un fenómeno social determinado por convenciones, y que las palabras cobran significado únicamente a través del comportamiento colectivo humano. Sea cual sea el pasado del niño, argumentan, ese pasado fue normal excepto en que su entorno utilizó las palabras “dulce” y “amargo” al revés durante su crianza. En este caso, concluyen, la solución es corregir (y hasta castigar) al niño hasta que use ambos términos con normalidad, de la misma forma en que se corregía a los niños zurdos para que utilizaran su mano diestra como todos los demás.
Las voces de oposición no tardaron en manifestarse. El problema es el siguiente: Gaspar no tiene recuerdos de su vida pasada, y por lo tanto, no sabemos nada sobre su crianza; en particular, no podemos afirmar que Gaspar nunca supo cómo usar correctamente las palabras “dulce” y “amargo”. Quizás hace tan solo cinco años Gaspar usaba estas palabras perfectamente, hasta que algo sucedió e invirtió sus sensaciones subjetivas de dulce y amargo. Quizás sufrió algún daño neurológico (imposible de revelar mediante la tecnología actual) que alteró las regiones cerebrales en las cuales se procesa la información asociada al sentido del gusto. Y quizás desde ese momento Gaspar utiliza correctamente la palabra “dulce” para referirse a las cosas que son dulces para él y amargas para nosotros, y viceversa.
Alguien podría contrargumentar, preguntando: ¿cómo es posible que exista este único caso de inversión de los gustos dulce y amargo? Pero esa pregunta, al menos de momento, es irrelevante. Si una única persona del planeta hubiese sido capaz de sentir el gusto amargo de la FTU, ¿sería correcto seguir afirmando que la FTU es universalmente insípida? La situación es perfectamente imaginable, tanto que no tuvimos problemas en imaginarla algunas páginas atrás. Y en ese caso, ¿no sería terrible castigar a un niño por usar el lenguaje correctamente para describir sus sensaciones subjetivas, a pesar de que estas sensaciones se encuentren invertidas respecto de las demás personas?
Es entonces cuando las cosas empiezan a ponerse turbias para el joven Gaspar Casas, porque alguien propone degradarlo (de nuevo) a rata de laboratorio para investigar su sistema nervioso, desde sus receptores gustativos hasta los circuitos neuronales que responden a moléculas con distintos sabores. Los científicos quieren experimentar con el cerebro de Gaspar para responder algunas de las siguientes preguntas: ¿están cruzados los “cables” entre los receptores de gusto “dulce” y “amargo” de Gaspar? ¿Son distintos los receptores en sí mismos? ¿O el problema se encuentra más adelante en el flujo de la información sensorial?
Mientras tanto, uno de los marcianos se pregunta qué habrá sido del niño terrestre que secuestraron, aquel simpático argumento filosófico con patas que tantas satisfacciones académicas les trajo hace algunos meses. De repente, es presa de una emoción culposa: “Otra vez se nos olvidó incluir una carta que explique el asunto del significado invertido de las palabras”. Rápidamente, el marciano envía un comunicado a la Tierra donde explica con detalles todo sobre la crianza holográfica de Gaspar, enfatizando el motivo de su confusión entre las palabras “dulce” y “amargo”. Algo mágico sucede cuando los científicos humanos reciben el mensaje.6Además de un primer contacto con una especie interplanetaria superinteligente que explícitamente afirma estar realizando experimentos filosóficos con bebés humanos secuestrados y criados artificialmente. Minutos atrás, Gaspar era una caja negra, un sistema cerrado con experiencias subjetivas privadas e indescifrables. Nadie era capaz de responder si Gaspar sentía una sensación de gusto dulce ante estímulos amargos y viceversa; más aún, algunos científicos y filósofos estaban empezando a creer que esa pregunta ni siquiera tenía sentido. Incluso luego de diseccionar a Gaspar como a una rata de laboratorio, la pregunta seguiría flotando en el aire… ¿qué sentía el niño cuando decía “dulce” y cuando decía “amargo”? De repente, todas estas cuestiones cayeron en el olvido. En el momento exacto en que los cuidadores de Gaspar supieron sobre la manipulación lingüística que había tenido lugar durante su crianza, la caja negra se volvió transparente y triunfó el consenso de que Gaspar Casas era un niño normal,7Con la salvedad de ser un niño criado y educado por hologramas marcianos. excepto que algo confundido respecto del significado de un par de palabras.
Otra forma de expresar la repentina resolución del problema es la siguiente: el nudo de Gaspar Casas está intacto. No hay modificaciones en el inicio del hilo (como en el caso de las personas sensibles a la FTU) y tampoco las hay en el segmento intermedio del hilo, en el nudo, donde tiene lugar la experiencia consciente. La diferencia entre Gaspar y los demás niños aparece únicamente al final del recorrido, en el momento en que escoge sus palabras para comunicar su experiencia y las escoge de forma invertida:
Al igual que en el caso de la FTU, no parece ser necesario adoptar la perspectiva estadística para explicar la experiencia subjetiva de Gaspar en base a su comportamiento. La repentina claridad que sienten sus cuidadores al recibir el mensaje del filósofo marciano se debe a que su comportamiento puede ser entendido, repentinamente, desde la perspectiva intencional. Gaspar Casas es un niño más, tan racional como puede serlo cualquier niño de diez años, únicamente que es presa de dos creencias equivocadas: “dulce” significa “amargo”, y “amargo” significa “dulce”.
Es inevitable que nos encontremos con individuos peculiares y hasta únicos en el transcurso de nuestros experimentos. Los ejemplos que vimos en este capítulo ilustran dos posibles escenarios:
Pero no todas las idiosincrasias aparecen en los extremos del hilo. En esos casos, nos enfrentamos a un problema distinto y mucho más difícil: se trata de nudos diferentes. La perspectiva intencional es incapaz de lidiar con estas diferencias, en gran medida porque sus explicaciones parten de un denominador común (nuestra racionalidad). La neurobiología del cerebro debería ser capaz de explicar por qué los nudos son diferentes y cuáles son las implicaciones de estas diferencias en la conciencia y en el comportamiento de los individuos. Pero el problema es mucho más complicado que entender receptores en la periferia sensorial: ahora lidiamos con el nudo mismo, un flujo complejo de información en ambas direcciones, un problema comparable en dificultad con buscar las causas de una creencia en el cerebro. En otras palabras, para estos casos la perspectiva intencional es demasiado superficial, mientras que la perspectiva de diseño es demasiado profunda. Lo que llamamos perspectiva estadística surge como una alternativa intermedia para caracterizar y estudiar distintos nudos. El resto de este capítulo está destinado a ilustrar cómo esto puede hacerse en la práctica y cuáles son sus consecuencias.
Nuestros primeros intentos por encontrar correlatos neuronales de la conciencia estuvieron basados en el fenómeno conocido como rivalidad binocular. Recordemos que este fenómeno ocurre cuando presentamos una imagen distinta a cada ojo, y el sujeto solo percibe una de las imágenes a la vez, alternándose, en vez de una superposición de ambas. Como vimos en el capítulo 3, únicamente una de las dos imágenes logra acceder a la conciencia, mientras que la otra es “bloqueada” hasta que, por algún evento azaroso, por algún disparo solitario de una neurona, se inicia una cascada de eventos que la “desbloquea”; recién entonces somos conscientes de la otra figura.
Excepto que esto no siempre es lo que pasa.8En el capítulo 3 afirmamos que esto es lo que dice el consenso científico al respecto, pero también tuvimos la precaución de preguntarnos en una nota al pie qué clase de autoridad tiene el consenso científico respecto de los contenidos de nuestra conciencia y si acaso no somos nosotros la autoridad suprema respecto de su contenido. Esta nota al pie contiene una respuesta a aquella del capítulo 3. El consenso científico de un país donde nadie puede sentir el gusto amargo de la FTU tiene tanto para decir sobre el gusto de esta sustancia como lo que tiene para decir sobre cómo es ver los dos estímulos superpuestos el consenso científico de un país donde nadie puede ver la superposición de los estímulos. Por supuesto, si uno le presenta al sujeto experimental dos botones etiquetados “estímulo A” y “estímulo B”, y luego le pide que apriete uno de los dos botones, entonces el único resultado posible será la alternancia entre ambos estímulos. En este caso, el experimentador no estaría siquiera dejando que el sujeto pueda reportar una superposición de los dos estímulos. Quizás algún sujeto se queje sobre la falta de opciones, aunque en mi experiencia en el laboratorio esto no es lo más común. O quizás (y esto es mucho más interesante) algún sujeto intente apretar ambos botones a la vez, en contra de las instrucciones proporcionadas por el investigador. En este caso el sujeto estaría haciendo algo por fuera de lo pautado, rompiendo los términos del contrato, saliéndose de la alianza. Ante esta situación, un buen investigador debería entrevistar al participante para entender qué quiere indicar mediante la presión simultánea de ambos botones. Si lo hiciese, descubriría que algunos sujetos son perfectamente capaces de visualizar una superposición de ambos estímulos. El investigador debería entonces modificar todos sus paradigmas experimentales para incluir la posibilidad de indicar una superposición, por ejemplo, apretando simultáneamente ambos botones. Como último paso, intentaría comprender por qué algunos sujetos aprietan ambas teclas a la vez, mientras otros no lo hacen prácticamente nunca.
Estamos en una situación similar a aquella en la que nos encontramos cuando discutimos el gusto de la FTU o la confusión lingüística de Gaspar Casas. ¿A cuál de los dos casos se parece más esta situación? Anna Antinori, Olivia Carter y Luke Smillie, de la Universidad de Melbourne, hicieron un experimento para tratar de responder esta pregunta: investigaron los distintos reportes de rivalidad binocular en una muestra de 134 sujetos experimentales y, además, replicaron sus resultados en una segunda muestra (independiente) de 79 sujetos. Además, tal como vamos a ver a continuación, aplicaron la perspectiva estadística para entender por qué algunos sujetos reportan una superposición de ambos estímulos, mientras que otros no lo hacen.
Al igual que en el caso de la FTU y su gusto amargo, tenemos algunos sujetos que reportan algo diferente a todos los demás. ¿Se trata de una situación similar? Podría ocurrir que estos reportes dependan de eventos periféricos; por ejemplo, en el ojo y los receptores de la retina, en el nervio óptico, o como mucho en la primera región del cerebro donde se procesa la información visual (corteza visual primaria). Es decir, en las primeras etapas del hilo, antes de encontrar el nudo. Pero no existen motivos para sospechar que este sea el caso. En primer lugar, la percepción de estímulos superpuestos ocurre en individuos con visión normal. No es preciso tener estrabismo9Las personas con estrabismo son aquellas comúnmente llamadas “bizcas”. ni ninguna otra afección que comprometa la visión binocular. Una vez superada la etapa del ojo y la retina, la información visual se conduce a través del nervio óptico hasta alcanzar una región del tálamo10El tálamo es una pequeña región del cerebro que se encuentra por debajo de la corteza cerebral. conocida como núcleo supraquiasmático. ¿Es posible que para algunos sujetos la información visual de ambos ojos se mezcle con más facilidad en el núcleo supraquiasmático, y que esto resulte en la percepción de estímulos superpuestos? Esto no sucede, precisamente porque la información de ambos estímulos aún no se encuentra separada en esta etapa. Recordemos que diversos experimentos con monos han identificado neuronas que alternan entre estímulos en etapas muy posteriores del procesamiento visual. En las áreas de procesamiento temprano, como en el núcleo supraquiasmático o en la corteza visual primaria, encontramos neuronas que responden a ambos estímulos, todo el tiempo, sin selectividad alguna que refleje su alternancia. Finalmente, podría argumentarse que los sujetos pueden practicar hasta lograr ver una superposición de ambos estímulos. Esta objeción no carece de sustento: la ejercitación prolongada permite modificar la estructura de la corteza visual primaria, es decir, permite alterar el procesamiento temprano de información en el cerebro (este fenómeno se conoce como aprendizaje perceptual). Pero los sujetos del experimento de Antinori, Carter y Smillie tan solo practicaron durante 60 segundos para asegurarse de haber entendido las instrucciones. En otras palabras, parece difícil apelar a la perspectiva de diseño para explicar los reportes de estímulos superpuestos a partir del procesamiento de información en la periferia visual.
¿Es posible que el problema esté en el extremo opuesto del proceso? En este caso, tendríamos una situación similar a la de Gaspar Casas, en la cual el reporte se encuentra influenciado por ciertas creencias anómalas de los sujetos. Por ejemplo, quizás algunos sujetos aprieten simultáneamente ambos botones porque entendieron mal las instrucciones del experimento. No perciben en simultáneo ambos estímulos sino que creen, equivocadamente, que ese comportamiento es el requerido por los investigadores para reportar los estímulos en alternancia. Esta posibilidad pierde peso cuando ponderamos las chances de que más de 100 estudiantes de psicología se equivoquen de esta manera, luego de ser instruidos con detalle y de haber participado de una sesión de práctica supervisada por los investigadores. Existe otra posibilidad: quizás la palabra “superposición” significa cosas distintas para distintos sujetos. Si aceptamos una explicación basada en esta ambigüedad lingüística, entonces podemos descartar que existan diferencias significativas en cómo los sujetos experimentan los estímulos. Quizás durante las transiciones entre estímulos dominantes haya brevísimos episodios en los cuales los estímulos se vean superpuestos y quizás estos episodios se enmarquen dentro de la definición de “superposición” de algunos sujetos, pero no de otros. En otras palabras: si bien todos los sujetos pasan por la misma experiencia subjetiva, algunos creen que la suya califica como una superposición de estímulos y, por lo tanto, actúan al respecto apretando simultáneamente ambos botones. Pero Antinori, Carter y Smillie tomaron precauciones para poder descartar esta posibilidad. Es conocido que el uso de imágenes grandes incrementa la incidencia de reportes de superposición en experimentos de rivalidad binocular y que estos reportes reflejan la forma en que la información visual se procesa en la corteza visual primaria. Si por algún motivo algunos sujetos tienen una tendencia natural a apretar simultáneamente los dos botones (por ejemplo, porque su umbral para considerar que dos estímulos aparecen “superpuestos” es muy bajo), entonces es de esperarse que esa tendencia se exagere, precisamente, a medida que la superposición ocurre con mayor frecuencia. Pero esto no es lo que sucede: al usar imágenes más grandes, todos los sujetos reportan estímulos superpuestos con la misma frecuencia. En otras palabras, no parece ser posible apelar a la perspectiva intencional y encontrar una creencia, deseo o actitud que justifique por qué algunos sujetos aprietan ambos botones con más frecuencia que otros.
¿Qué es, entonces, lo que determina la distinta frecuencia con la que los sujetos reportan la superposición de ambos estímulos? Una vez que descartamos los procesos periféricos que ocurren en la “entrada” y la “salida” del cerebro, debemos empezar a tomar en serio la posibilidad de que el nudo mismo sea diferente. Pero esto significa que Antinori, Carter y Smillie deberían haber sido capaces de explicar las diferencias en la percepción consciente mediante un rasgo fundamental de sus sujetos. Ya no se trata de cambios en en los receptores sensoriales periféricos, y tampoco de malentendidos lingüísticos, sino de algo distintivo y complejo, algo que se encuentra íntimamente ligado a la identidad de los sujetos.11Hablamos de intimidad en el sentido literal: si ahora alguien me preguntara cuáles de mis amigos cercanos reportarían frecuentemente la superposición de ambos estímulos, podría responder inmediatamente con un nivel aceptable de aciertos, sin necesidad de conocer detalles neurobiológicos de sus cerebros y tampoco de diseccionar la lista de sus creencias y deseos. De hecho, en un espectacular contraste con la inmensa mayoría de los trabajos previos sobre la conciencia, Antinori, Carter y Smillie toman un giro inesperado: adoptan la perspectiva estadística para entender por qué sus sujetos se comportan como se comportan.
Resulta que la frecuencia de percepción de estímulos superpuestos está relacionada con la personalidad de los sujetos del experimento. Todos tenemos una idea intuitiva de qué es la personalidad: inevitablemente, apelamos a ella cada vez que adoptamos la perspectiva estadística para predecir el comportamiento de los demás. Los cuerpos físicos de las personas se encuentran animados por algo que determina nuestras expectativas sobre su comportamiento: incluso sin cambios en la apariencia externa de alguien, inmediatamente sabríamos si su personalidad se encuentra modificada. Lo notaríamos, por ejemplo, en su postura física, su tono de voz, el tipo y la frecuencia de las interacciones que tenemos con esa persona, sus costumbres, y muchas otras variables fácilmente perceptibles. Si bien en principio parecería posible reducir la personalidad de alguien a una interminable lista de creencias y deseos, en la práctica esto es muy difícil, de la misma forma en que es muy difícil intentar explicar una creencia en base a patrones de disparo de neuronas. Por lo tanto, debemos recurrir a una caracterización estadística de la personalidad. Esta caracterización no solamente es adecuada para guiar nuestras interacciones cotidianas, sino también para aquellas organizaciones que precisan estimar rápidamente el comportamiento de sus futuros miembros, como por ejemplo los ejércitos, las escuelas y universidades, y las empresas.
La personalidad sería muy poco útil para la ciencia si fuese un intangible, algo que únicamente podemos conocer mediante décadas de familiaridad con otra persona. En realidad, es posible capturar la estructura de personalidad mediante pocas dimensiones, y también es posible estimar estas dimensiones de una forma rápida, robusta y estable mediante una serie estandarizada de preguntas. El modelo de personalidad más aceptado en la actualidad se denomina OCEAN, un acrónimo formado por los nombres en inglés de las cinco principales dimensiones de personalidad del modelo: openness (apertura), conscientiousness (responsabilidad), extraversion (extroversión), agreeableness (agradabilidad), y neuroticism (neuroticismo). A su vez, cada dimensión posee subdimensiones, por ejemplo, la responsabilidad puede subdividirse en prolijidad e industriosidad.
Valores altos en la dimensión “extroversión” definen a individuos energéticos, sociales, interesados por múltiples actividades, típicamente percibidos como felices y realizados. Por el contrario, los individuos introvertidos son tranquilos, retraídos y pueden ser percibidos como más independientes de su entorno.
La dimensión “responsabilidad” refleja la autodisciplina, la capacidad para alcanzar de forma eficiente metas y expectativas, el temple y la regulación de los impulsos. Valores muy bajos de responsabilidad predicen problemas laborales12Los valores de responsabilidad en combinación con el coeficiente intelectual tienen un enorme potencial para predecir el futuro desempeño laboral de una persona. y son típicos de individuos más flexibles y relajados en su comportamiento, pero al mismo tiempo menos confiables.
La dimensión de “agradabilidad” refleja el comportamiento prosocial: generosidad, confianza, empatía, compromiso, y otros rasgos característicos de individuos que buscan la armonía y evitan, en la medida de lo posible, el conflicto con los demás (siempre y cuando evitar esos conflictos no atente contra el bien común). Por el contrario, la baja agradabilidad es predictiva de comportamientos conflictivos, competitivos, desafiantes y egoístas.
La dimensión “neuroticismo” se refiere a la presencia de emociones negativas y la falta de estabilidad emocional, vulnerabilidad al estrés, ansiedad, depresión y a las enfermedades mentales, la tendencia a la preocupación excesiva, la búsqueda de gratificaciones rápidas y la adopción de actitudes pesimistas frente a situaciones desafiantes. Por el contrario, valores bajos de neuroticismo indican estabilidad mental y ecuanimidad ante la vida.
Finalmente, la dimensión “apertura” indica tendencias creativas e imaginativas, actitud exploratoria y sed de nuevas experiencias, curiosidad y sensibilidad. Los individuos con alta apertura son percibidos frecuentemente como impredecibles, aventureros y arriesgados. Por el contrario, aquellos con baja apertura aparecen como perseverantes, dogmáticos y pragmáticos.
La estructura de personalidad de un individuo se mantiene estable una vez finalizada la adolescencia, y por eso representa un rasgo individual robusto que facilita el mutuo entendimiento desde la adultez temprana (y, por lo tanto, también la capacidad para la predicción mutua del comportamiento).13Un lector o lectora de este libro tiene acceso inmediato a muchísimas de mis creencias y opiniones, y aun así difícilmente pueda sentir algún grado de familiaridad conmigo como persona. Esto refleja la dificultad para inferir la personalidad mediante la perspectiva intencional. Quizás el lector sienta mayor familiaridad conmigo luego de conocer cuáles son, aproximadamente, las dimensiones de mi personalidad de acuerdo con el modelo OCEAN: extroversión 65%, agradabilidad 30%, responsabilidad 50%, neuroticismo 50%, apertura 95%. Además, todas las dimensiones de personalidad son parcialmente hereditarias y parcialmente dependientes del entorno. La dimensión de personalidad con mayor componente hereditario es la apertura: precisamente la que fue identificada por Antinori, Carter y Smillie como predictiva del reporte de estímulos superpuestos en la tarea de rivalidad binocular. Más aún, la inducción de estados anímicos positivos mediante la imaginación de escenas con contenido estético (una actividad típica de las personas con alta apertura) también incrementó la tasa de percepción de estímulos superpuestos en el experimento. En otras palabras, tanto el rasgo de personalidad como la variabilidad inducida sobre el estado anímico impactan en el procesamiento consciente de la información visual.
La forma en que las personas con altos valores de apertura ven el mundo parece ser consistente con su desempeño en la tarea de rivalidad binocular. La forma de prestar atención a los alrededores cambia en función de la apertura, como muestran múltiples trabajos del psicólogo canadiense Jordan Peterson. Supongamos que queremos condicionar14Es decir, que el animal aprenda a realizar un comportamiento como respuesta ante un estímulo. un comportamiento ante un estímulo determinado. Tanto en seres humanos como en otros animales (incluyendo algunos insectos, como las abejas), el condicionamiento es más eficaz si el estímulo es poco familiar; en otras palabras, la atención se adapta para filtrar y descartar los estímulos que se presentan una y otra vez, de forma reiterada. Los trabajos de Peterson muestran que este fenómeno, conocido como inhibición latente, se encuentra atenuado en personas con altos niveles de apertura. La facultad para responder de forma sostenida a estímulos ya familiares subyace a la capacidad creativa de ciertos individuos, quienes son capaces de monitorear e integrar detalles relevantes incluso luego de múltiples exposiciones.15La disminución de la inhibición latente también tiene un lado oscuro: se encuentra asociada a la esquizofrenia y a trastornos atencionales, como ADHD. En general, se piensa que la inhibición latente puede resultar beneficiosa solo en aquellos individuos con la inteligencia y los recursos cognitivos para manejar el caudal de información resultante de no suprimir los estímulos reiterados. Podemos imaginar a un pintor redescubriendo detalles nuevos de su modelo ante cada nueva visita de su mirada, o a una talentosa pianista escuchando una y otra vez sus grabaciones para perfeccionar los más sutiles detalles de su técnica. Cuando sujetos de alta apertura participan de un experimento de rivalidad binocular, su atención es incapaz de habituarse a los estímulos para luego suprimirlos, y entonces permite su acceso en simultáneo a la conciencia.
El rasgo de apertura se asocia a modificaciones distintivas en la estructura, función y química del cerebro; no únicamente en las regiones periféricas asociadas a la percepción sensorial y la ejecución de comandos motores, sino de forma global y distribuida en todo el cerebro. Aquellos con valores altos de apertura poseen niveles elevados de serotonina en el cerebro, un neurotransmisor endógeno que regula múltiples funciones cognitivas y corporales, tales como el estado anímico, la memoria, el aprendizaje, el ciclo del sueño, y la vasoconstricción.16El sistema serotonérgico también media la acción de las drogas psicodélicas, tal como vamos a ver más adelante. La aplicación de algoritmos de aprendizaje automático a la actividad global del cerebro (registrada mediante resonancia magnética funcional) permite estimar con precisión razonable el rasgo de apertura; en particular, la sincronización entre regiones del espacio global de trabajo (principalmente la corteza prefrontal) es predictiva de este rasgo de personalidad.
Esto quiere decir, por supuesto, que la apertura tiene una base neurobiológica. Esta base neurobiológica está implicada en las diferencias asociadas a la percepción visual consciente, como en el caso de la rivalidad binocular. Podemos preguntarnos, entonces, ¿por qué no buscar esta base neurobiológica en vez de perder tiempo con etiquetas tales como “apertura”? ¿De qué sirve adoptar la perspectiva estadística? La respuesta es que no deseamos disponer de una lista de eventos neuronales asociados al reporte de estímulos superpuestos. Esta lista por sí misma únicamente nos indicaría que existen diferentes nudos en diferentes sujetos (algo que ya sabíamos), pero no nos ayudaría a interpretar las consecuencias de esas diferencias. Interpretar un enorme caudal de datos sobre la estructura y actividad del cerebro puede ser extremadamente desafiante; en cambio, adoptar la perspectiva estadística nos permite resumir estas diferencias mediante los conceptos que usamos (ya sea de forma explícita o intuitiva) para elaborar modelos útiles de las demás personas.17Existen varios trabajos que vinculan rasgos objetivos del cerebro (por ejemplo, el tamaño o la superficie de sus distintas regiones) con el reporte de sujetos en paradigmas como la rivalidad binocular. El problema de estos trabajos es el siguiente: ¿cuál es el significado de ese rasgo objetivo del cerebro, más allá de lo que se reporta en ese mismo trabajo? De seguro tendrá consecuencias más amplias en la conciencia y el comportamiento de los sujetos, pero ¿cómo averiguarlas? En cambio, al adoptar la perspectiva estadística, ya partimos con una interpretación en nuestras manos (por ejemplo, el sujeto tiene alto rasgo de apertura) y trabajamos al revés, buscando los rasgos objetivos del cerebro asociados.
Muchas personas se resisten ante la afirmación de que la personalidad determina la percepción. Es verdad, admiten, que la dimensión de la apertura permite un monitoreo perceptual más amplio. Pero aun así su intuición se resiste a la idea de que la personalidad puede, literalmente, influir en la percepción cotidiana del mundo. Y es cierto que nunca vamos a poder verificarlo experimentando en carne propia cómo ven el mundo aquellos con personalidades diferentes a la nuestra. Pero, por suerte, esto no es lo que estamos discutiendo, porque la rivalidad binocular dista mucho de ser una experiencia cotidiana. Tal como la ideología en el caso de un país, la relevancia de la personalidad se manifiesta cuando sucede algo muy fuera de lo común, en el marco de un experimento que exige al sujeto reaccionar ante información muy distinta a la que enfrenta día a día. En otras palabras, no estamos haciendo afirmaciones sobre la forma en que sujetos con alta apertura ven el mundo cotidiano, sino sobre la forma en que ven ciertos experimentos que usamos para estudiar la percepción, lo cual es muy distinto.18Aunque estas diferencias deben tener una consecuencia en su experiencia cotidiana del mundo, es algo que todavía no se ha estudiado con suficiente detalle.
Retomemos la conclusión del capítulo 4 sobre la controversia entre los defensores de la conciencia de acceso (conciencia-A) y los defensores de la conciencia fenoménica (conciencia-F). La conciencia de acceso corresponde a la publicación de la información en todo el cerebro, es decir, su disponibilidad para distintas funciones que incluyen la memoria, el lenguaje, la toma de decisiones, y muchas otras; en particular, la conciencia-A implica la capacidad de producir reportes (verbales o de otro tipo) sobre los contenidos de la percepción consciente. En contraste, recordemos que la conciencia-F es el “cómo se siente” de la conciencia: la clase de sensaciones subjetivas y privadas que experimentamos ante distintos estímulos sensoriales, como por ejemplo la rojez del color rojo. De acuerdo a esta definición, la conciencia-F puede ocurrir sin que necesariamente tengamos la capacidad para reportar sus contenidos. Este último punto es el causal de la controversia. Los defensores de la conciencia-F argumentan que es obvio que nuestras sensaciones subjetivas exceden lo que somos capaces de reportar (por ejemplo, que el mundo visual es mucho más rico y detallado de lo que podríamos expresar con palabras). En cambio, sus detractores insisten con que sobrestimamos la cantidad de información percibida: en realidad, poseemos conciencia de menos cosas, precisamente de aquellas que ingresan a nuestra conciencia-A.
En un famoso experimento, los sujetos reciben la instrucción de contar la cantidad de pases de pelota que ocurren en un video; mientras tanto, una persona disfrazada de gorila atraviesa la escena en la pantalla. Increíblemente, el gorila no suele ser reportado por los sujetos que ven el video por primera vez. Estando el gorila frente al sujeto, argumentan los defensores de la conciencia-F, es absolutamente imposible que no lo hayan visto. Esto es considerado por ellos como prueba de que existe conciencia-F en ausencia de conciencia-A. En cambio, los detractores de esta posición dirán que no es suficiente con que un estímulo esté frente al sujeto para ingresar a la conciencia, también es necesario que el sujeto le preste atención. Y en este experimento, la atención del sujeto está puesta en contar la cantidad de pases de pelota.
Tal como mostraron investigadores de la Universidad de Colonia (en Alemania, no Uruguay), debido a sus valores bajos de inhibición latente, los sujetos con alta apertura tienen una posibilidad mayor de detectar y reportar al gorila, es decir, de que la conciencia-A ocurra en simultáneo con la conciencia-F. Esto sugiere que las intuiciones sobre la existencia independiente de la conciencia-F se verían profundamente socavadas si únicamente investigásemos a sujetos con valores muy altos de apertura, porque en estos sujetos la conciencia-F ya no se encuentra disociada de la conciencia-A (al menos no en el experimento que estamos discutiendo). Entonces, ¿significa esto que la conciencia-F y la conciencia-A se convierten en lo mismo a medida que la dimensión de la apertura aumenta? En ese caso, ¿no sería la conciencia-F análoga al gusto amargo de la FTU? En ambos casos, se trata de una propiedad de la experiencia que no todos los sujetos reportan, y cuya capacidad para reportarla tiene un fuerte componente genético. Incluso parece que podríamos erradicar la conciencia-F eliminando a cierta parte de la población, al igual que con el gusto amargo de la FTU.
Este último párrafo va completamente en contra de la forma en que pensamos la conciencia hasta el día de hoy: la conciencia-F existe o bien no existe; su existencia no puede ser indeterminada, contingente al grupo de sujetos que estamos investigando. Pero esto es exactamente lo que estamos afirmando ahora. En el momento en que aceptamos la existencia de conciencias individuales distintas e idiosincráticas, entendidas e interpretadas desde la perspectiva estadística, esta aparente indeterminación deja de ser un problema.
Estas ideas no son muy populares: si vamos a teorizar sobre distintos tipos de conciencia, por lo menos deberíamos asegurarnos de que estos tipos de conciencia existan. Quizás ya deberíamos haber sospechado que algo andaba mal en el capítulo 4, cuando descubrimos que toda la evidencia experimental parece ser compatible tanto con la existencia como con la inexistencia de la conciencia-F. En otras palabras, la perspectiva intencional no nos sirve para resolver el dilema, porque desde esta perspectiva no tiene sentido afirmar que la existencia de la conciencia-F depende de rasgos íntimos de los sujetos experimentales.
Es muy extraño ver a un científico o filósofo hacer eco de estas ideas y admitir que, quizás, su forma propia de experimentar el mundo pueda determinar sus creencias sobre qué es la conciencia. Mi instancia favorita aparece en el libro Conversaciones sobre la conciencia de Susan Blackmore. En una entrevista entre Blackmore y Ned Block, este se muestra sorprendido por la reacción de sus alumnos cada vez que los introduce por primera vez al experimento mental del espectro invertido, es decir, a la posibilidad de que para algunas personas todos los colores se aparezcan subjetivamente (es decir, en su conciencia-F) como sus opuestos, pero que este cambio sea indetectable ya que las palabras que todos usamos para designar los colores son las mismas (algo análogo a lo que le pasaba al niño Gaspar Casas con las palabras “dulce” y “amargo”). Usualmente, afirma Block, dos tercios del curso entienden inmediatamente el punto del experimento mental (de hecho, es una posibilidad que muchos contemplamos en algún momento de nuestra niñez, incluyéndome).19La vieja pregunta: ¿cómo sé que tu rojo es igual al mío? Pero el tercio restante se muestra confundido y reacio a imaginar la posibilidad del espectro invertido y sus consecuencias.
... creo que es algo que podría ser explorado empíricamente. Podrías conseguir personas ingenuas y hacerles varias preguntas sobre su posición respecto de la posibilidad del espectro invertido y después intentar encontrar qué correlaciona con sus respuestas. No creo que alguien haya estudiado esto hasta ahora, pero no me sorprendería si existe una diferencia entre la imaginería mental de aquellas personas cuya inclinación es pensar que hay un problema de fenomenología y aquellas cuya inclinación es la opuesta.
En otras palabras, Ned Block sugiere que nuestras posiciones respecto de la conciencia-F podrían estar determinadas (o al menos influenciadas) por nuestra capacidad para la imaginería mental, es decir, para conjurar imágenes vívidas y nítidas en nuestra mente. Pero ante la decisiva pregunta de si esto significa que algunas personas no poseen conciencia-F (Block utiliza la palabra “fenomenología”, equivalente en este caso), se muestra más dubitativo:
No estoy diciendo que estas personas no tengan fenomenología, estoy diciendo que existe alguna falla para poder acceder a ella, la clase de acceso que permitiría la apreciación. Algún componente de la imaginería mental es mi hipótesis favorita, aunque nunca intenté probarlo.
Por un momento, Block parece contemplar la posibilidad de que la fenomenología exista únicamente en relación con ciertos sujetos, pero luego retrocede a tierra más firme. Nosotros no. Tanto los adherentes de la conciencia-A como de la conciencia-F querrán saber exactamente cuál es la posición que defendemos en este libro. Vamos a mantener esta duda en suspenso mientras imaginamos la clase de experimento sugerido por Ned Block.20Este experimento no existe aún: es imaginado, aunque definitivamente posible. Quien esté leyendo debe interpretar las páginas siguientes como predicciones concretas que aún no fueron puestas a prueba empíricamente.
En primer lugar, necesitamos una manera de cuantificar la riqueza del mundo visual interior de nuestros participantes. Podemos esperar diferencias muy marcadas entre distintos sujetos. Recordemos que en un extremo encontramos la afantasia, una condición caracterizada por la incapacidad para conjurar imágenes mentales. El comportamiento de las personas afantásicas no es distinto al del resto de las personas. Sus procesos mentales, en cambio, parecen ser diferentes, aunque estas diferencias no actúan en desmedro de sus capacidades. Cuando comparamos colores mentalmente, típicamente imaginamos los colores y luego decidimos la respuesta correcta (¿qué azul es más intenso: el del cielo o el del océano profundo? ¿Son las cerezas en general más oscuras que las frutillas?). Una persona afantásica es capaz de llegar a las mismas respuestas, excepto que las respuestas simplemente están ahí, sin una cuota de imaginación visual asociada.21Debido a que la afantasia no compromete la funcionalidad ni el bienestar de las personas, no se la considera un trastorno neurológico. Muchas personas son afantásicas y no lo saben; de hecho, su reacción típica es sorprenderse de que otras personas sean capaces de generar imágenes en su mente. Quizás algún lector se identifique como afantásico al leer estas páginas. El “diagnóstico” de la afantasia puede hacerse mediante un cuestionario conocido como “Cuestionario sobre la vividez de la imaginería visual”, aunque también existen métodos objetivos. Durante la rivalidad binocular, por ejemplo, uno de los dos estímulos se vuelve más prevalente si es imaginado antes por el participante. Pero como los afantásicos son incapaces de imaginar el estímulo, entonces también son incapaces de modificar su tiempo de prevalencia.
En segundo lugar, necesitamos un experimento que genere intuiciones divergentes sobre la conciencia-A y la conciencia-F. Un buen candidato es el experimento del reporte parcial de Sperling. Recordemos que este experimento consta de la brevísima presentación de una matriz de letras en una pantalla. Luego preguntamos cuántas letras cree haber visto el sujeto y, finalmente, cuáles son esas letras. De acuerdo con los resultados usuales del experimento, esperamos que los sujetos sobrestimen la cantidad de letras vistas, pero que luego se limiten a nombrar correctamente un máximo de cuatro letras.
Pero ¿reportaría lo mismo un sujeto afantásico? El déficit imaginativo de los afantásicos podría impedirles formar representaciones visuales del mundo con la misma facilidad con la que otros sujetos lo hacen. En particular, podría impedirles sobrestimar el alcance de su percepción visual, incluyendo la sensación de haber visto más letras que las que es posible nombrar. Para alguien con una baja capacidad para la imaginería mental, la matriz de letras podría experimentarse de la siguiente manera:
En este caso parece más difícil engañarse respecto de haber visto todas las letras, porque todas salvo cuatro de ellas aparecen como formas difusas. Por otro lado, un sujeto más propenso a representar la información de forma visual podría percibir una matriz llena de letras convincentes, aunque en última instancia solo reportaría las cuatro que ingresaron a su conciencia-A:
Esto resultaría en reportes diferentes entre ambos grupos de sujetos. El sujeto afantásico podría indicar que únicamente cree haber visto las letras que pudo reportar. O bien, podría reportar menor confianza sobre su percepción consciente de las otras letras. Quizás estaría dispuesto a apostar menos dinero que un sujeto no afantásico a su capacidad de percibir más de cuatro letras en la matriz. Fuera de las letras T, A, K, U (las reportadas correctamente), la falta de imaginación visual resulta en la incapacidad de asumir la presencia de letras verdaderas: únicamente aparecen fantasmas de letras, la forma que toman las letras cuando están presentes, pero por fuera de la conciencia-A, y por lo tanto, no podemos nombrarlas.
A diferencia de lo que pasa en la vida cotidiana, cuando las letras se exponen durante un tiempo muy corto es posible que no toda la información relevante se haga pública en el cerebro. En este caso, los distintos módulos funcionales del cerebro tienen a su disposición información parcial sobre las letras, por ejemplo, que se trata efectivamente de letras pero sin identificar cuales son.22Además, podemos suponer que, debido al corto tiempo de exposición al estímulo, las letras no logran permanecer en la memoria de los sujetos. Tal como en el “Argumentum ornithologicum” de Borges, los sujetos se enfrentan a una letra que no parece ser ninguna de las letras del abecedario. La situación es paradójica, y distintos sujetos resuelven la paradoja de distintas maneras. Alguien con dificultad para formar representaciones visuales podría reportar que las letras no aparecieron (y por eso no puede nombrar cuáles son), mientras que alguien con la tendencia opuesta automáticamente conjuraría letras allí donde otros ven manchas borrosas. Por supuesto, seguramente existe una forma de explicar estas diferencias examinando la neurobiología del cerebro, pero no se trata de un problema fácil, y la respuesta podría ser poco interpretable (a diferencia de lo que sucede en los extremos del hilo). Mientras tanto, podemos avanzar separando los distintos grupos de sujetos mediante la caracterización que permite la perspectiva estadística.
Alguien podría objetar que esta explicación se encuentra sesgada contra la existencia de la conciencia-F. Podemos adoptar una explicación alternativa: el sujeto normal percibe conscientemente-F todas las letras, pero luego las olvida y, por lo tanto, no puede reportarlas. Lo mismo sucede para el sujeto afantásico, solo que este es incapaz de concebir la posibilidad de haber visto letras sin ser capaz de nombrarlas luego, y por esto concluye que no las vio realmente.
El punto es que las dos explicaciones son indistinguibles de acuerdo a todo aquello que podemos medir objetivamente, excepto la forma en que los sujetos mismos dicen haber percibido la matriz de las letras.23Parece haber una asimetría entre las explicaciones debido a la decisión de etiquetar a un grupo de sujetos como “normal”. Pero es perfectamente concebible imaginar una sociedad con mayoría de afantásicos. En este caso, estos últimos serían los normales, y los que antes llamamos “normales” serían, por ejemplo, “fantásicos”. La primera explicación muestra a un sujeto normal engañado por su propia imaginación, mientras que el afantásico está a salvo de ese autoengaño. La segunda explicación sugiere lo contrario: ahora el afantásico se engaña respecto de las capacidades de su propia percepción, mientras que el normal está dispuesto a defender, correctamente, que percibió todas las letras. Es lógico, entonces, que el sujeto afantásico se incline por descartar la existencia de la conciencia-F (primera explicación) y el sujeto normal, por defenderla (segunda explicación). ¿Y quiénes somos nosotros para decirles qué es lo que tienen que creer?
Pero seguro tiene que haber una respuesta correcta... ¿o no? ¿Existe o no existe la conciencia-F? Estamos en una situación similar a la del gen TAS2R38, el cual determina la capacidad para sentir el gusto de la FTU. Si eliminamos a todas las personas capaces de sentir el gusto amargo de la FTU, podemos afirmar, como mínimo, que no sentir su gusto es lo normal.24¿Podemos ir más lejos y decir que en ese caso la FTU ha dejado de tener gusto amargo? Esta pregunta es complicada. Podría haber seres humanos con capacidad para sentir el gusto, pero ya no existen (los eliminamos). ¿Alcanza con poder concebir seres humanos que sientan gusto a la FTU para que sea correcto afirmar que la FTU tiene gusto? Si respondemos que sí, entonces tenemos que estar preparados para aceptar que todas las moléculas tienen todos los gustos, porque no es difícil concebir seres humanos con mutaciones en sus receptores gustativos capaces de sentir cualquier gusto en cualquier molécula. Quizás la forma más correcta de proceder sea abstenernos de afirmar cosas sobre el gusto de la FTU (o cualquier otra molécula) sin hacer referencia explícita al ser humano que siente dicho gusto. Entonces, ¿existe la conciencia-F? Si realizamos un exterminio selectivo de todas las personas del planeta incapaces de desarrollar imaginería mental, quizás debamos afirmar que la ausencia de conciencia-F es la normalidad. Pero mientras no cometamos ningún genocidio, tendremos que convivir con el hecho de que nuestras categorías teóricas dominantes sobre la conciencia parecen depender de las distintas formas posibles de percibir el mundo, lo cual no es muy extraño, teniendo en cuenta que la conciencia misma es nuestra capacidad de percibir el mundo.
Afirmar que la FTU es insípida es análogo a declarar que una llave no puede ninguna cerradura, entendiendo que en el caso de la FTU la “cerradura” corresponde a cierto receptor gustativo. ¿Qué pasa si extendemos esta analogía a la existencia de la conciencia-F? En este caso, las “cerraduras” serían los mismos experimentos que usamos para investigar la conciencia. Más precisamente: decimos que el gusto amargo de la FTU es una propiedad relacional, porque existe en relación con cierto individuo con el receptor gustativo correcto. Entonces, estamos proponiendo que la conciencia-F dentro del marco de cierto tipo de experimentos es una propiedad relacional, porque existe únicamente en relación con cierto tipos de individuos con rasgos distintivos (especulamos sobre cuáles podrían ser algunos de esos rasgos, pero estamos lejos de tener una caracterización definitiva). Aclaramos “dentro del marco de cierto tipo de experimentos” porque, en realidad, no quisiéramos negar la existencia de la conciencia-F en cuanto a nuestra experiencia cotidiana del mundo. Aunque, pensándolo bien, tampoco quisiéramos afirmarla: si fuese tan sencillo como decir “miren, partiendo de nuestra experiencia cotidiana, es obvio que existe tal cosa como la conciencia-F”, entonces nunca habríamos diseñado experimentos que se apartan considerablemente de nuestra experiencia cotidiana con el propósito de demostrar su existencia.25Si durante nuestra existencia cotidiana la conciencia-F y la conciencia-A se presentan como una amalgama inseparable, entonces, ¿qué sentido tiene teorizar sobre la existencia independiente de una de ellas? Intentamos escindir ambos tipos de conciencia mediante experimentos cuidadosamente diseñados, como algunos de los que discutimos en este libro, y es precisamente respecto de esos experimentos que proponemos el carácter relacional de la conciencia-F. En otras palabras, mi argumento es que términos como “conciencia-F” o “conciencia-A” están cargados de connotaciones teóricas y tiene sentido aplicarlos únicamente en ciertas condiciones experimentales controladas de laboratorio, y es dentro de estas condiciones restringidas que afirmamos su carácter relacional.
Recordemos nuestra hipótesis sobre el rasgo de apertura y la experiencia de los sujetos durante experimentos de ceguera al cambio. La apertura disminuye la inhibición latente y, por lo tanto, confiere una menor capacidad para inhibir la atención difusa y simultánea de múltiples objetos en la escena visual. Esto podría representar una diferencia a la hora de identificar las letras individuales y, por lo tanto, podría conferir al sujeto una mayor confianza en su percepción de la matriz completa de letras (incluso si posteriormente tan solo cuatro letras permanecen en su memoria). Por esto, valores altos de la variable “apertura” también serían compatibles con la intuición de que la conciencia-F existe. ¿Y qué pasaría en el caso contradictorio de un sujeto afantásico con alta apertura? Ese sujeto sería bastante extraño: la dimensión “apertura” correlaciona positivamente con la capacidad para la imaginación visual, al punto que aquellas personas con valores altos de apertura tienden a ser hiperfantásicas, es decir, son personas con una notable capacidad para conjurar imágenes visuales en su mente.
Para terminar, vamos a analizar la segunda variante del paradigma del reporte parcial de Sperling. Se muestra la matriz de letras en la pantalla, e inmediatamente luego de que desaparezca, suenan distintos tonos para indicar la primera, segunda o tercera fila de la matriz. El sujeto será capaz de recordar con mayor frecuencia las cuatro letras de la fila señalada por el tono. Esta versión del experimento fue utilizada por Ned Block para defender la existencia de la conciencia-F, porque si las letras ya habían desaparecido de la pantalla cuando sonó el tono, ¿cómo es posible que el sujeto pueda reportar las letras de la matriz indicada por lo tono, a menos que antes haya sido consciente-F de todas las letras de la matriz?
Los comportamientos de sujetos no afantásicos y afantásicos son idénticos: ambos serían capaces de recordar, en promedio, la misma cantidad de letras, y, además, serían las letras ubicadas en la fila indicada por el tono. No obstante, si pedimos a los sujetos que nos relaten su experiencia subjetiva del experimento mismo, podremos esperar diferencias asociadas a su distinta tendencia para representar información de forma visual.
La matriz aparece y desaparece rápidamente. La información ingresa al cerebro, presentándose por primera vez en la corteza visual primaria, y comenzando su publicación en el espacio global de trabajo. Entonces suena el tono que indica una de las filas de la matriz. La pregunta es: ¿el sujeto todavía está viendo la matriz en el momento en que suena el tono? ¿O está recordando la matriz y, por lo tanto, también la fila de letras indicada por el tono?
El sujeto afantásico es incapaz de conjurar la fila correspondiente a partir de su memoria. Por eso, para el sujeto afantásico, cuando el tono suena, la matriz todavía está presente en la pantalla, y su atención se dirige entonces a las letras de la fila correspondiente: todas las demás letras son fantasmales. Por el contrario, para el sujeto no afantásico, la conciencia-F de la matriz entera ocurre antes de que suene el tono (precisamente el argumento de Ned Block), y luego, una vez desaparecida la matriz, el tono retroactivamente selecciona una de las filas. El sujeto no afantásico no está viendo la matriz cuando suena el tono, sino que genera una representación visual de las letras luego de que el tono indique la fila correspondiente.
Pero ¿cómo pueden aparecer dos eventos en un orden para una persona y en el orden inverso para otra? ¿Acaso no existe un momento preciso en el cual los eventos se aparecen en la conciencia, un momento determinado por el orden en que se presenta la información a los sentidos? Tal como defendimos en capítulos anteriores, la respuesta es negativa: la conciencia es el resultado de un proceso distribuido en el cerebro, un proceso que involucra el intercambio de información entre regiones separadas espacialmente, y, por lo tanto, requiere un intervalo de tiempo finito para ocurrir. Si dicho proceso distribuido depende de las características individuales anatómicas y neuroquímicas de la red frontal-parietal, entonces es razonable que el orden de los eventos pueda aparecer invertido entre distintos sujetos. Siguiendo con la analogía, la conciencia no ocurre en un instante, sino en un intervalo, el intervalo de tiempo que le lleva a la información atravesar el nudo:
Si marcamos dos puntos sobre un hilo y luego armamos distintos nudos, los puntos terminarán en diferente orden desde la derecha. Esperamos inversiones en el orden en que ocurren los eventos solamente si se afecta el nudo mismo (como en el caso de la imaginería visual o la estructura de la personalidad), pero no cuando se afectan los extremos del hilo (como en el caso de Gaspar Casas o las variaciones en el TAS2R38).
Concluimos así una parte central de nuestro argumento. Fuimos enfrentados a dilemas difíciles, en apariencia irresolubles, pero nuestro enfrentamiento inicial ocurrió desde la perspectiva intencional. Cuando abandonamos esta perspectiva y adoptamos una diferente –la perspectiva estadística–, logramos conciliar algunos de los dilemas que surgieron en relación con la existencia de la conciencia-F. Trabajamos en desarrollar un marco teórico superador y, por lo tanto, no es casualidad que hayamos superado el dilema.
Pero puedo anticipar una actitud de sospecha en algunos de los lectores. Para ellos, hay algo engañoso o tramposo en la forma en que decimos haber superado estas dificultades. Estos lectores dirán que evité pronunciarme respecto de las cuestiones difíciles y controversiales, y, por lo tanto, querrán más precisiones, en particular, sobre mi posición respecto de los problemas que dijimos haber resuelto. ¿Existe para mí la conciencia-F independientemente de la conciencia-A? ¿Podemos ser conscientes de lo que vemos sin ser capaces de hablar al respecto? ¿La riqueza del mundo visual es mayor a lo que podemos expresar en palabras? ¿O los límites de la reportabilidad limitan los contenidos de nuestra conciencia?
Quien haya entendido realmente el punto del argumento sabrá que ya tiene en sus manos respuestas, al menos aproximadas, a estas preguntas. Si busca adoptar la perspectiva estadística respecto del autor, encontrará su punto de partida en una nota al pie en este capítulo. En lo que respecta a poder adoptar una perspectiva estadística todavía más desarrollada y completa, eso lo iremos viendo caso por caso, lector por lector.