Una de mis mayores deudas con la vida adulta es aprender a manejar. En cambio, me gusta mucho conversar con la persona que está al volante, por lo que una buena parte de mi vida consiste en sentarme en el asiento de acompañante yendo a lugares y charlando. Una de las personas con las que más comparto este espacio es mi incansable amiga y colega Carla Pallavicini, quien no solamente sabe manejar (y muy bien), sino que además lo disfruta. Así fue como una noche de invierno mientras volvíamos de hacer un experimento, todavía con un fuerte olor a dimetiltriptamina en la ropa,1La dimetiltriptamina (DMT) es una droga psicodélica que se consume principalmente por combustión e inhalación de sus vapores. Nuestro experimento consistía en investigar a voluntarios consumiendo DMT para entender los efectos de la droga en su conciencia y su actividad cerebral. Carla me hizo la siguiente pregunta: “Si pudieses elegir un superpoder, ¿cuál elegirías?”.
Podría haber respondido con algún lugar común, tal como “volar”o “tener visión de rayos X”, pero en vez de eso, decidí dedicar algunos momentos a entender mejor el significado de la palabra “superpoder”. Porque... ¿qué es exactamente un superpoder? Cuando pensamos en los ejemplos más conocidos, descubrimos que la mayoría de los escritores y guionistas poseen una imaginación muy limitada al respecto. Por ejemplo, Superman es quizás el superhéroe más popular y también es considerado uno de los más poderosos; de hecho, en su versión original era tan poderoso que terminó aburriendo a sus lectores, motivo por el cual sus creadores tuvieron que introducir la kryptonita. Pero a pesar de esto, sería muy poco ambicioso elegir nuestro superpoder imitando alguna de las capacidades de Superman. ¿Por qué conformarnos con volar, tener visión láser o una fuerza extraordinaria? ¿Por qué no elegir el superpoder de alterar a voluntad la materia, el tiempo, e incluso la realidad misma?
El universo de historietas de Marvel Comics contiene, de hecho, un ser con estos poderes, llamado One-Above-All (Uno-Sobre-Todos), que representa a los creadores de Marvel (Jack Kirby y Stan Lee).2Otro ejemplo es Mister Mxyzptlk, un duende transdimensional superpoderoso que enfrenta a Superman. Su única vulnerabilidad (porque tiene que tener una) consiste en decir su nombre al revés (Kltpzyxm). Esto es apropiado, porque los escritores y dibujantes ejercen un poder divino sobre los contenidos de sus propias historietas, y un ser con el superpoder de modificar la realidad a su voluntad sería indistinguible de un dios. Por lo tanto, cuando Carla me preguntó qué superpoder elegiría, decidí extrapolar la pregunta hasta sus últimas consecuencias, entendiendo que la divinidad era una de las posibles respuestas. Y entonces respondí lo único que tiene sentido responder ante semejante oferta: “El superpoder que elegiría es la capacidad de olvidarme de que tengo un superpoder”.
Porque si fuese un dios, todopoderoso y omnisciente, entonces sería completamente transparente a mí mismo. No habría más desafío (porque nada podría desafiarme), ni peligro (porque nada podría dañarme), ni siquiera un futuro (porque nada podría sorprenderme). En resumen: mi existencia sería completamente miserable. A menos, por supuesto, que fuese capaz de engañarme a mí mismo, de esconderme de mí mismo, y de olvidarme por completo de mi verdadera identidad y de mis facultades. Así podría encontrarme una tarde conversando con mi amiga sobre superpoderes, pero creyéndome débil, pobre y mortal, e incluso incapaz de manejar un auto por mí mismo.
Alan Watts, un curioso personaje definido por Aldous Huxley como “mitad filósofo y mitad operador de pista de carreras”, lo expresó con claridad cuando dijo:
Esta es la idea central detrás de algunas de las primeras ideas sobre la naturaleza de la conciencia y su relación con el mundo físico. La escuela de filosofía hindú llamada Advaita Vedanta presenta la idea de que cada uno de nosotros es idéntico a parte de una divinidad que elige escapar de su identidad y sus superpoderes divinos.3A pesar de diferencias fundamentales con la religión occidental, un concepto similar aplica a la vida de Jesús tal como está descrita en la Epístola a los filipenses: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte”. La conciencia que posee esa divinidad es la única cosa que existe en el universo y se denomina Brahman. La ilusión de que existen otras cosas que no son Brahman se denomina Maya, y es la responsable de que se nos presente a cada uno de nosotros por separado un mundo físico. En realidad, en la doctrina de Advaita Vedanta, tal mundo es inexistente: únicamente la conciencia todopoderosa de Brahman existe. El mundo físico es una representación realizada por Brahman y para el beneficio de Brahman, una obra de teatro de dimensiones cósmicas en la cual los actores y los espectadores son idénticos, perpetuamente intentando engañarse a sí mismos. En otras palabras: el universo entero surge cuando Dios se harta de su realidad e inventa una nueva donde desconoce sus facultades y juega a las escondidas consigo mismo.
Es difícil negar que cada uno de nosotros posee una conciencia individual y un punto de vista propio y único del mundo. En Advaita Vedanta esa conciencia individual recibe el nombre de Atman. Pero el principio fundamental de esta escuela de pensamiento puede expresarse sencillamente mediante la fórmula “Atman es Brahman”. Cada conciencia individual es idéntica a la única conciencia cósmica y emana de una misma fuente, de la misma forma en que rayos separados emanan de pequeñas aperturas realizadas sobre una tela que cubre una única y potente fuente de luz.
Brahman tiene una existencia eterna en la que se alternan los días y las noches.4En el hinduismo, cada día de Brahman es igual a un kalpa (4.320.000.000 años), que está a su vez dividido en cuatro períodos: Satya Yuga, Treta Yuga, Dvapara Yuga y Kali Yuga, luego de los cuales el mundo deja de manifestarse y es destruido. Según los hinduistas, actualmente nos encontramos en el Kali Yuga número 50 de Brahman. Cuando Brahman duerme, sueña, y cuando sueña, el mundo físico ilusorio (Maya) se manifiesta. Pero los sueños de Brahman no son como los nuestros, porque Brahman es divino y todopoderoso, y sus sueños no poseen, necesariamente, una faceta sensual o placentera. Cuando Brahman sueña, su objetivo es muy claro: olvidarse de que está soñando, y sufrir las angustias, miserias y vicisitudes como cualquier ser mortal; como yo ahora mismo, por ejemplo, mientras hago una pausa en la escritura para pensar en todos los problemas y necesidades de mi existencia terrenal. Para el pensamiento hindú, el objetivo de la vida es uno solo: darnos cuenta de que estamos soñando y despertar, descubriendo que Atman es Brahman. De lo contrario, estamos condenados a un ciclo interminable de reencarnaciones, un ciclo que imita el alternar del sueño y la vigilia de Brahman. Los preceptos del hinduismo son, por lo tanto, muy diferentes a los de las religiones occidentales, que demandan adherencia a estrictos códigos morales a cambio de alcanzar la vida eterna en la salvación del alma. Para el hinduismo, el objetivo central de la existencia no es la salvación, sino la liberación; no es la vida eterna junto a Dios, sino el conocimiento de que cada uno de nosotros es, de forma literal y secreta, Dios.
Hoy estas ideas nos parecen muy extrañas. Quizás no sean más que una historia divertida, o hasta una forma de entender las profundas diferencias culturales y sociales que tenemos con los habitantes de la India. Pero en realidad son muy antiguas: surgen en la noche de los tiempos, mucho más allá del conocimiento de la escritura. Tanto hoy como hace 2300 años (cuando empezaron a encontrar su forma escrita), nuestra realidad se encuentra dividida en dos mitades aparentemente irreconciliables: por un lado, encontramos la materia física, y por el otro lado, nuestra percepción consciente de esta. Como discutimos extensamente en el capítulo anterior, nuestra introspección revela información muy diferente a la de nuestros sentidos; somos incapaces de inferir las propiedades físicas de nuestro cerebro únicamente a partir del pensamiento, y también de inferir la naturaleza de nuestro pensamiento a partir de las propiedades físicas de nuestro cerebro. Esta grieta se encuentra detrás de especulaciones metafísicas como las que encontramos en Advaita Vedanta, y también atraviesa integralmente la historia de la filosofía occidental, desde la antigua Grecia hasta la actualidad. ¿Qué es más fundamental, la materia o la conciencia? ¿Son igual de fundamentales y existen por separado, independientemente la una de la otra? ¿O es posible explicar una de ellas a partir de la otra, y en ese caso, cuál de las dos es la explicable? ¿Podemos rechazar la materia física como una ilusión que se desvanece ante la primacía de lo mental, como indican las ideas que encontramos en Advaita Vedanta, o bien es posible explicar la mente y la conciencia a partir del estudio de un objeto físico, como es el cerebro humano?
Es justo decir que nuestro pensamiento sobre este problema no evolucionó sustancialmente a lo largo de los siglos. Nuestra posición actual por defecto no es más verosímil que las ideas que encontramos en Advaita Vedanta, y ciertamente tampoco es más sofisticada. Lo que sí evolucionó increíblemente fue nuestro conocimiento del mundo físico. Hoy entendemos cómo distintas fuerzas fundamentales actúan sobre un número reducido de partículas indivisibles para dar origen a toda la materia y sus propiedades. Este conocimiento no es únicamente teórico: desde hace algunas décadas, en todo momento nos encontramos bajo la constante amenaza de la aniquilación mediante ojivas termonucleares, cortesía de los increíbles avances de la física contemporánea. Estos éxitos nos empujan fuertemente en la dirección de intentar explicar toda la realidad a partir de la física, porque la sistematización del conocimiento sobre el mundo físico se encuentra en un estado mucho más avanzado que la sistematización de nuestro conocimiento introspectivo sobre la mente. Pero hace 2300 años, este no era el caso. La naturaleza era muy misteriosa, y los hombres y mujeres nacían y morían en un mundo del cual entendían muy poco, tan poco que la idea de explicar su conciencia y su identidad a partir del estudio de la materia hubiera resultado absurda. Hace siglos, la introspección podía aportar más certezas y seguridades que la física, y por lo tanto tenía sentido imaginar un mundo formado únicamente de sustancia pensante, un mundo con una única conciencia escindida en los fragmentos que somos nosotros mismos.
Los filósofos han trabajado arduamente por siglos catalogando las distintas posiciones que existen respecto del problema de la mente, la materia, y su extraña coexistencia. De acuerdo con este catálogo, decimos que las ideas de Advaita Vedanta son una forma de monismo:5Del griego mono, que significa “uno”. una única cosa existe, y esa cosa es la mente. Podemos representar esta tesis mediante un diagrama, donde los círculos amarillos*O grises, si estás leyendo en un dispositivo en blanco y negro. Esta aclaración, por supuesto, vale de acá en adelante. son eventos físicos y los círculos negros son eventos mentales:
Las flechas indican causalidad entre los eventos. En este diagrama, entonces, los eventos físicos son inertes desde el punto de vista causal (ninguna flecha sale de sus círculos). Cada uno de ellos es causado por los eventos mentales, que, a su vez, se causan entre sí y generan el flujo de la realidad.
En la actualidad, la mayoría de los científicos adhiere explícita o implícitamente a una posición completamente opuesta, llamada monismo materialista, según la cual también existe una única cosa, pero esa cosa es la materia. Esta discrepancia no representa tanto una evolución del pensamiento filosófico, sino un cambio radical en la profundidad de nuestra descripción teórica del mundo físico. Llegado un punto, los éxitos de la física son tan rotundos que empieza a ser extraño declarar que todo es una ilusión generada por el sueño de una conciencia cósmica.6Aunque es justo preguntarse si la explicación materialista (todo lo que existe son partículas elementales y sus interacciones mediante unas pocas fuerzas fundamentales) en verdad es menos extraña.
Hay algo extremadamente interesante acerca del monismo mental que encontramos en la filosofía y el pensamiento hindúes, y tiene que ver con los distintos métodos sugeridos para alcanzar el conocimiento sobre la naturaleza última de la realidad, la cual se encuentra (según esta filosofía) escondida bajo la muy persistente ilusión de que cada uno de nosotros es un centro separado de conciencia y pensamiento que habita en un mundo que está hecho esencialmente de materia. En el hinduismo, existen cuatro caminos diferentes para encontrarse con el infinito interior, también denominados yogas.7La palabra sánscrita yoga posee la misma raíz que yugo en español y yoke en inglés: un instrumento para dominar y guiar a los bueyes. Aquel que practica yoga se denomina yogi. El tipo de yoga más frecuentemente practicado hoy en Occidente se denomina hatha yoga y se considera únicamente un ejercicio físico preparatorio para otras prácticas de autoconocimiento e introspección. Los cuatro caminos son jnana yoga (el camino del conocimiento), bhakti yoga (el camino del amor), karma yoga (el camino del trabajo), y raja yoga (el camino de la realeza). Cada yoga comprende distintas tradiciones y ejercicios; por ejemplo, el jnana yoga abunda en historias y metáforas destinadas a despertar la intuición de que nosotros somos más de lo que aparentamos ser; el bhakti yoga requiere de repetir incansable y amorosamente el nombre de Dios; y el karma yoga requiere de trabajo intenso y desinteresado para el beneficio de los demás.
Pero el camino más interesante en el contexto de este libro es el del raja yoga. Se trata de ejercicios sistemáticos de introspección que se realizan con el objetivo de encontrar la naturaleza última de la conciencia, no mediante la acumulación de nuevo conocimiento, sino mediante la adquisición de nuevas experiencias subjetivas que sirvan a ese propósito. El raja yoga propone balancear la conciencia entre polos de contemplación y tranquilidad por un lado, y atención al mundo exterior por el otro, mediante la clase de instrucciones que hoy solemos identificar colectivamente en Occidente como meditación. La práctica prolongada de ciertas formas de meditación puede disipar la ilusión del mundo físico, aunque sea por instantes breves de tiempo. En estos instantes puede alcanzarse una forma de conciencia denominada no dual, en la cual se desvanece la grieta entre el mundo físico y el mundo del pensamiento.8Un estado similar de conciencia puede alcanzarse mediante el consumo de drogas psicodélicas. De hecho, la investigación de mi laboratorio muestra que la actividad cerebral durante ciertas formas de meditación que surgen del raja yoga (como Vipassana) es notablemente similar a aquella que medimos bajo los efectos de drogas psicodélicas como LSD, DMT y psilocibina. Y si bien la mayoría de los mortales no puede existir constantemente en un estado de conciencia no dual (esto está reservado únicamente para los yogis más experimentados), tampoco es necesario hacerlo para cambiar de opinión sobre la naturaleza de la realidad. Alcanza con un cambio transitorio de perspectiva para que el punto de vista cambie de forma permanente.
Huston Smith, el célebre estudioso de las religiones del mundo, describe el raja yoga de la siguiente manera:
Encontramos, entonces, una nueva forma de ejemplificar una de nuestras tesis principales. En el hinduismo, la grieta aparente entre mente y materia se resuelve a favor de la mente, pero no es suficiente con aprender sobre el mundo y recopilar conocimiento sobre la naturaleza para alcanzar esta revelación. Para lograrlo, es necesario librarnos de la ilusión de que el mundo físico tal como lo concebimos existe, lo cual requiere explorar las distintas formas de conciencia que están a nuestra disposición, asistidos mediante las técnicas y principios del raja yoga. Hoy sabemos mucho más sobre el universo físico y empezamos a entender que la clase de ilusión a la que estamos sometidos es una especie de Maya al revés: la creencia de que nuestra conciencia posee una realidad propia que trasciende ciertas formas de organización de la materia; la ilusión de que existe tal cosa como la sensación de rojez del color rojo o el insoportable puntazo de un dolor de dientes, cuando lo cierto es que tanto el color rojo o el puntazo de un dolor de dientes no son más que la manera en que se organiza la materia de nuestro cerebro durante un determinado intervalo de tiempo. La posición de que nuestra experiencia subjetiva se encuentra engañada respecto de este tipo de sensaciones se suele denominar, acertadamente, ilusionismo. Keith Frankish, uno de los principales defensores de esta posición,9Los psicólogos marcianos que conocimos en el capítulo anterior también adhieren al ilusionismo. la define de la siguiente forma:
¿No es muy extraño negar que las propiedades cualitativas de la conciencia existan? Quizás, pero seguro no es más extraño que negar la existencia de la realidad física. Por lo tanto, proponemos que los defensores del ilusionismo están equivocados al sostener que es suficiente con incrementar nuestro conocimiento sobre el cerebro para entender cómo la conciencia posee propiedades ilusorias. Siguiendo con la estrategia del raja yoga, afirmamos que también es necesario expandir nuestro rango de experiencias y explorar exhaustivamente sus matices y variedades para poder derribar la falsa barrera que separa la mente y la materia.11Hay un grado sorprendente de violencia en la discusión sobre el ilusionismo, principalmente en Twitter y otras redes sociales. Los defensores de formas modernas de monismo idealista agreden con frecuencia a Frankish y a otros defensores del ilusionismo por considerarlos hipócritas que defienden una posición fraudulenta (la negación de los qualia y la conciencia fenoménica). Recientemente, un idealista desafió públicamente a Frankish a consumir psicodélicos y luego seguir perseverando en su posición ilusionista; la extraña lógica detrás de este desafío es que el estado de conciencia no dual inducido por estas drogas demostraría que el mundo no es físico y que está hecho de pensamiento. Este libro sostiene la tesis exactamente opuesta: si uno presta atención, los psicodélicos (y otras formas de modificar la conciencia) constituyen evidencia excelente a favor del ilusionismo.
Más adelante, presentaremos numerosos ejemplos que apoyan la relación entre ilusionismo y estados alterados de conciencia. De momento, vamos a conformarnos con una única observación, que puede ser útil para que el lector entienda las intuiciones que subyacen al ilusionismo. Es justo preguntarse “¿cómo podría alguien estar engañado respecto de la existencia de su propia conciencia? ¿No somos acaso las máximas autoridades sobre nuestras propias experiencias subjetivas?”. Pero recordemos del capítulo anterior que la periferia visual parece ser mucho más detallada de lo que en realidad es; es decir, que estamos engañados respecto de nuestra conciencia cuando se trata de imágenes periféricas. Así como la riqueza de la percepción visual periférica es ilusoria, los ilusionistas nos piden imaginar que todos los qualia de nuestra conciencia también lo son.
La visión hinduista de la conciencia no es particularmente pesimista. Sí, es verdad que todos somos rehenes de un acto dramático que se desarrolla en una escala cósmica, pero también es cierto que cada uno de nosotros es creador y protagonista de ese acto dramático. Más que rehenes, somos víctimas de un autosecuestro, un engaño autoimpuesto con el objeto de que nuestra existencia omnisciente y todopoderosa sea más llevadera. ¿Qué ideas sobre la conciencia emergen de mentes con otras cosmovisiones, no necesariamente tan optimistas? El pensamiento sobre la mente y la conciencia siempre comienza con el pensamiento de alguien. Para ser más precisos, empieza con el pensamiento de alguien reflexionando sobre su propio pensamiento. No sería extraño, entonces, que las conclusiones a las que llegue ese alguien sean un reflejo de su propia identidad, de su historia y su personalidad, sí, pero también de su mundo contemporáneo.
René Descartes fue un francés (quizás sea la forma más fácil de definirlo) que vivió en el siglo XVII. Entre muchas otras cosas, Descartes es conocido por un razonamiento que intenta demostrar la realidad de su propia mente y su independencia de la materia física. El razonamiento de Descartes no empieza de una forma muy optimista. Quizás, imagina, él mismo podría ser víctima de un engaño. La desconfianza funciona como un motor para el genio de Descartes, lo cual nos lleva a preguntarnos: ¿qué tan desconfiada puede ser una persona, y cuáles serían las consecuencias de esta desconfianza?
Imaginemos a la persona más desconfiada del mundo transitando una situación de la vida cotidiana, por ejemplo, comprando en un supermercado. Vamos a imaginar a esa persona en el momento exacto en que recibe el cambio por parte del cajero. Por supuesto, esta persona va a contar varias veces los billetes para asegurarse de que no la engañaron con el cambio. Pero si es realmente la persona más desconfiada del mundo, tenemos que esperar, como mínimo, que tenga dudas sobre si uno o varios de los billetes son falsos. Pero ¿qué tan falsos pueden ser los billetes? Sin duda se ven iguales a todos los demás billetes que la persona más desconfiada del mundo vio en su vida. Pero tiene que existir una manera de distinguir sin dudas un billete falso de uno verdadero, porque si la falsificación fuese exactamente igual a la original, ¿no sería absurdo decir que es una falsificación? La persona más desconfiada del mundo expone sus dudas durante horas al gerente del supermercado, quien finalmente decide cortar por lo sano y acompañarla a un banco, donde revisan los billetes con una lupa, los iluminan con luz ultravioleta y, finalmente, le informan que son auténticos. Incluso están dispuestos a cambiarlos por una cantidad equivalente de dinero proveniente del banco, el cual debería ser considerado seguro incluso para alguien muy desconfiado.
Pero la persona más desconfiada del mundo no quiere saber nada con el intercambio. Para empezar, el gerente del supermercado podría haberla llevado a una sucursal de banco falsa, una puesta en escena donde todos los empleados en realidad son actores que trabajan para el supermercado y su objetivo es intercambiar billetes falsos por otros igualmente falsos para beneficio de la empresa. O bien podría ser el caso que sus billetes fueran en realidad auténticos, pero que la puesta en escena posterior en el banco tuviera como objetivo intercambiarlos por otros que sí son falsos. La única manera de verificar la autenticidad de los billetes sería ir a otro banco a verificarlo, pero hay varios problemas con esta estrategia: el principal es que quizás el primer banco era real y ahora el gerente sí está llevándolo a un banco falso, donde le darán billetes también falsos o, peor aún, le informarán (falsamente) que los billetes son verdaderos, generando una falsa sensación de confianza que será aprovechada en futuras estafas.
¿Y cuánto sabe la persona más desconfiada del mundo sobre el gerente del supermercado? A esta altura, debería cuestionarse qué clase de persona tiene el poder y los medios para engañar con tanta sofisticación a un cliente por un simple vuelto. Sucede entonces que la duda de la persona se extiende desde los billetes hacia absolutamente todas las cosas que la rodean. A punto de entrar en una crisis de nervios, pide que la dejen ir al baño a lavarse la cara. Es verdad, por ejemplo, que el agua de la canilla parece verdadera, pero un gerente de supermercado inmensamente poderoso y malicioso podría reemplazarla por algo que (tal como en el caso del billete) sea indiscernible del agua salvo para un químico experto. El cual, por supuesto, podría también ser un actor.
Si el gerente malicioso es capaz de engañar a la persona más desconfiada del mundo respecto de algo tan básico como la realidad del agua que sale por la canilla, ¿por qué no podría engañarla respecto de la existencia de todo lo demás, por ejemplo, de su propio cuerpo? Los poderes que el gerente aplicó para falsificar billetes, bancos y agua también podrían aplicarse para falsificar las manos, pies y cabeza de la persona. Incluso su propio cerebro podría ser una puesta en escena por parte del gerente. La persona más desconfiada del mundo podría entrar a un tomógrafo y salir con una imagen de su cerebro, y aun así dudar de su veracidad: ¿qué obstáculo impediría que el gerente retire su cerebro y lo reemplace por una sustancia gris sintética, indistinguible por casi todos los medios de materia cerebral real?
Llegamos finalmente a la pregunta crucial: ¿puede la persona más desconfiada del mundo alcanzar la paz y tener certeza aunque sea sobre una sola cosa? Descartes responde esta pregunta de manera afirmativa: la persona puede estar segura de su propia desconfianza, y por lo tanto, de sus propios pensamientos. Existe porque piensa, o lo que es lo mismo: piensa, y por lo tanto, existe. Ningún gerente de supermercado maligno, por hábil y poderoso que sea, podría ser capaz de falsificar la sensación de pertenencia que la persona más desconfiada del mundo siente sobre sus propios pensamientos.
Este es el punto de partida del razonamiento de Descartes sobre la naturaleza de la mente humana. En el pensamiento hindú encontramos la siguiente pregunta: ¿qué pasaría si fuésemos inmensamente poderosos, como un Dios? El razonamiento de Descartes opera desde la posición inversa: ¿qué pasaría si nos enfrentásemos a un ser inmensamente poderoso, a un ser de un poder tan extraordinario que fuera capaz de reemplazar todo lo que existe en el mundo por un símil convincente, por una alucinación sin existencia real? La duda es toda la certeza que Descartes se permite tener. En realidad, la existencia del mundo exterior no es tan confiable como parece: los sueños, por ejemplo, nos sumergen en un mundo alucinatorio que se disipa cuando despertamos, aun si estamos completamente convencidos de que todo es real durante el tiempo que duran. Descartes también concluyó que la materia y la mente tenían que ser ambas por igual ingredientes básicos de la realidad, precisamente porque tienen propiedades tan diferentes. Es posible dudar de la materia, pero no del pensamiento, y por lo tanto no pueden ser la misma cosa. Era también obvio para Descartes que, por ejemplo, un pensamiento no ocupa espacio y, por lo tanto, no puede estar compuesto de materia física, la cual siempre ocupa un espacio determinado.
Si para Descartes la duda es una garantía de existencia para la mente, ¿qué pasa con el mundo físico? Hasta este momento, la conclusión a la que llegamos no es muy diferente a la que propone el Advaita Vedanta: el mundo podría ser una representación ilusoria que existe con el único propósito de engañarnos.
Pero la época de Descartes era muy diferente al siglo III a. C., momento en el que los hinduistas empezaron a escribir sus ideas. Descartes nació en 1596, cuando Galileo Galilei ya tenía 32 años y Johannes Kepler, 25. Fue contemporáneo de Isaac Newton, Robert Boyle y Francis Bacon, a quien se le adjudica frecuentemente el desarrollo del método científico tal como lo conocemos y utilizamos en la actualidad. Antes de las transformaciones radicales catalizadas por la ciencia, el mundo era sin lugar a dudas muy diferente al que habitamos hoy. Las estrellas eran vistas como gemas encajadas en una bóveda invisible de cristal; el rango de colores presente en la naturaleza era incomprensible e inexplicable; el Sol, se creía, giraba alrededor de la Tierra; las personas ignoraban cómo medir adecuadamente la presión del aire, o incluso cómo construir un sencillo reloj de péndulo. Pero a medida que la ciencia avanzaba en sus explicaciones del mundo natural, se hacía más claro que la materia tenía que ser tomada en serio como un constituyente básico de la realidad. Al mismo tiempo, Descartes no veía cómo el pensamiento podría emerger únicamente de la materia, dado que ambas cosas parecen ser tan distintas entre sí. La solución propuesta por Descartes es un compromiso intermedio, llamado dualismo: tanto el pensamiento como la materia existen, pero son sustancias diferentes entre sí y, por lo tanto, inexplicables la una en términos de la otra.
El dualismo de Descartes intenta acomodar simultáneamente en la realidad la mente y la materia, pero al hacerlo presenta problemas muy serios. El problema principal surge de preguntarnos cómo es posible que nuestra mente ponga en marcha a nuestro cuerpo, o que los sentidos de nuestro cuerpo informen a los contenidos de nuestra mente. Si la mente interactúa con la materia, entonces la podemos medir con instrumentos físicos, y si la podemos medir con instrumentos físicos, entonces es una forma de materia.12Los físicos reconocen que el 85% del universo está formado por materia oscura, una sustancia desconocida con propiedades muy extrañas. Pero a pesar de su extrañeza, los físicos no dudan que la materia oscura sea una forma de materia. Quizás haya que modificar las leyes de la física para entenderla, sí, pero una vez hecho, no habrá motivo para afirmar que la materia oscura no pertenece a la realidad física. Y si la mente no interactúa con la materia, ¿cómo es posible para nuestras mentes coordinar y gobernar el movimiento de nuestros cuerpos? Encontramos un dilema similar en muchas historias sobre fantasmas, que están hechos de una sustancia inmaterial (ectoplasma), pero al mismo tiempo caminan apoyando sus pies en el piso y son incluso capaces de mover objetos y hasta dañar a las personas. Pero pensándolo bien, esta situación es inverosímil. ¿Por qué el ectoplasma a veces interactúa con la materia y a veces no? Y si interactúa siempre con la materia, ¿qué impide a los físicos hacer experimentos y desarrollar una teoría matemática sobre la interacción del ectoplasma con la materia? En ese caso, ¿no sería el ectoplasma una forma más de materia?
Descartes entendía plenamente la dificultad que planteaba la interacción entre mente y materia. Para intentar resolverla, hizo algo que era extremadamente novedoso por aquel entonces: diseccionó cerebros con el propósito de buscar un lugar donde le pareciese que podía ocurrir la interacción entre los mundos de lo físico y lo mental. Llegó a la conclusión de que esa extraña transacción tenía que ocurrir en una pequeña estructura del cerebro con forma de pino denominada (apropiadamente) glándula pineal. Esta glándula es única porque, a diferencia de todas las demás estructuras cerebrales, no se encuentra duplicada en cada uno de los dos hemisferios. Para Descartes, la glándula pineal comunicaba cuerpo y mente, funcionando como una especie de transductor entre dos mundos con propiedades esencialmente diferentes. Podemos representar esta situación mediante el siguiente diagrama:
Nuevamente, los círculos amarillos indican eventos en el mundo físico, y los negros, eventos en el mundo mental. Solo que ahora los eventos mentales no se causan entre sí, sino que ponen en movimiento sucesos físicos, que luego (mediante la glándula pineal) causan eventos mentales, y así sucesivamente. Hoy sabemos que la glándula pineal no es el trono de la conciencia en el cerebro, sino que tiene la mucho más modesta función de producir melatonina, una hormona que regula el ciclo del sueño. Removerle la glándula pineal a alguien mediante cirugía no lo transforma en un autómata sin conciencia y sin mente, aunque sí puede afectar profundamente su alternancia entre el sueño y la vigilia.
Pero ubicar la transacción entre la sustancia física y la sustancia mental en una determinada estructura del cerebro no resuelve el problema, porque ¿qué pone en movimiento a la materia de la glándula pineal? ¿Se trata de una acción fantasmagórica sin causas aparentes en el mundo físico? Y en caso de que se genere movimiento espontáneo y sin acción de ninguna fuerza física conocida, ¿no se violaría el principio de la conservación de la energía?13De acuerdo al principio de conservación de la energía, la producción de movimiento (energía cinética) requiere del trabajo de una fuerza física; por lo tanto, la ocurrencia de movimiento espontáneo sin causas físicas crearía energía cinética a partir de la nada. No se conoce violación alguna al principio de conservación de la energía. ¿Y por qué el principio de conservación de la energía se violaría únicamente dentro del cuerpo humano, y dentro del cuerpo humano, únicamente dentro del cerebro, y dentro del cerebro, únicamente dentro de una pequeña estructura con forma de pino? Claramente, el dualismo cartesiano nos debe muchas explicaciones.
Incluso si fuese posible superar estas serias objeciones, ¿qué clase de científica estaría dispuesta a aceptar que la mente y la conciencia aparecen por arte de magia en el cerebro, y que su explicación está al margen de las leyes de la física? Quizás el mayor problema con el pensamiento dualista no sean los argumentos en su contra, sino que simplemente es aburrido. Aceptar alguna variante de pensamiento dualista es equivalente a rendirse en la búsqueda de una explicación científica de la conciencia.
El problema compartido por el monismo idealista y el dualismo cartesiano es que no toman lo suficientemente en serio el mundo físico. A pesar de que Descartes no va tan lejos como para negar su existencia, le niega todo poder explicativo en cuanto a la conciencia se refiere. Quizás una salida de este dilema sea admitir, de una vez por todas, que la mente no existe independiente de la materia, sino que está hecha de materia, más precisamente, de la misma materia de la que están hechos los cerebros. De acuerdo a esta posición, una vez que sabemos todo lo que hay que saber sobre esta materia, también sabemos todo lo que hay para saber sobre la mente que se encuentra identificada con esta materia. No hay nada más que explicar. La idea de que únicamente hay materia se llama, adecuadamente, materialismo, y también puede resumirse mediante un diagrama:
En este caso, los eventos físicos se causan entre sí y, a su vez, causan (o son idénticos) a los eventos mentales. Estos últimos, en cambio, son inertes desde el punto de vista causal: únicamente existen como la sombra de los sucesos físicos correspondientes que ocurren en el cerebro.14Podemos usar este tipo de diagramas para ilustrar otras tesis que no fueron discutidas en este capítulo. Por ejemplo, si dibujamos flechas entre los sucesos físicos y mentales pero no entre ambos, estaríamos ilustrando la idea de que existen dos mundos (físico y mental) que se encuentran correlacionados, pero que no interactúan entre sí.
Actualmente, la física propone la existencia de entidades que van más allá de la materia (por ejemplo, los campos cuánticos) y, por lo tanto, se habla frecuentemente de fisicalismo en vez de materialismo. El fisicalismo es la tesis de que lo único que existe es aquello que los físicos dicen que existe. Esta posición es sin duda muy halagadora para los físicos, aunque también los pone frente al problema central que abordamos en este libro: las propiedades de la conciencia parecen tener muy poco que ver con las de la materia, así que ¿cómo podrían ser la misma cosa?
Todas las civilizaciones del mundo poseen conceptos que representan números abstractos: uno, dos, tres, y así sucesivamente. Entendemos que dos peras o dos manzanas no son el número dos, sino una configuración particular de materia que puede describirse adecuadamente mediante el concepto “dos”. Imaginemos, entonces, nuestra sorpresa al enterarnos de que un grupo de científicos, luego de décadas de arduo trabajo, finalmente han encontrado el número dos: es un pedazo de jabón a medio gastar en un baño público de Londres. Leemos los titulares de los mayores diarios del mundo: “Número dos finalmente encontrado: ¡es un jabón!” o “Declaran ilegal usar el número dos para lavarse las manos”. Claramente, hay algo que no cierra: o bien el número dos no era lo que pensábamos que era, o bien los científicos están equivocados al afirmar que es un pedazo de jabón a medio gastar.
Análogamente, los seres humanos utilizamos conceptos tales como “amor” para describir nuestras sensaciones subjetivas y para interpretar el comportamiento de otros seres humanos. Entendemos que una pareja abrazándose mientras miran juntos el atardecer no es el amor, sino una configuración particular de materia a la que podemos aplicar el concepto “amor”. Imaginemos, entonces, nuestra sorpresa al enterarnos de que un grupo de científicos, luego de décadas de arduo trabajo, finalmente han encontrado el amor: es la activación de un conjunto de neuronas que se encuentran dentro del cerebro, en el sistema límbico, más precisamente en una estructura llamada núcleo estriado. Leemos titulares de los mayores diarios del mundo: “Hallan el lugar exacto del cerebro donde se origina el amor” o “San Valentín: los mejores regalos para el núcleo estriado de tu amante”. Claramente, hay algo que no cierra: o bien el amor no es lo que pensábamos que era, o bien los científicos están equivocados al afirmar que es idéntico a lo que sucede en un pedazo del cerebro.
La diferencia entre estos dos escenarios es que los titulares sobre el amor en el cerebro son (con algunas leves modificaciones) reales. No existe una única versión del materialismo (o fisicalismo), sino varias, y una de ellas nos enfrenta al aparente absurdo de igualar cosas que parecen ser fundamentalmente diferentes. La teoría de la identidad (también conocida como teoría de la identidad psiconeural) argumenta que lo mental es estrictamente idéntico a ciertos eventos físicos que ocurren en la materia del cerebro. El dolor que sentimos cuando nos golpeamos el dedo contra un mueble no se encuentra causado por impulsos eléctricos que viajan a lo largo de fibras C, sino que es idéntico a esos impulsos. Aunque esta afirmación de identidad pueda ser difícil de asimilar (así como nos costaría asimilar que el número dos es un pedazo de jabón), también representa una forma directa y sencilla de acomodar lo mental en un mundo que está hecho únicamente de materia.
La teoría de la identidad no nos explica cómo es posible que el dolor sea idéntico a impulsos eléctricos en fibras C, y tampoco nos dice por qué esos impulsos eléctricos viajando en fibras C se sienten de la manera en que se sienten. Perfectamente podrían sentirse de otra manera, y quizás lo hacen (otra vez, ¿cómo puedo saber que mi dolor es idéntico a tu dolor?). Si un organismo carece de fibras C en su sistema nervioso, ¿podemos afirmar que es incapaz de sentir dolor? ¿No existen otros mecanismos capaces de generar la sensación de dolor? Y en ese caso, ¿no estaríamos equivocados al decir que el dolor es idéntico a la actividad eléctrica en las fibras C?
Por otro lado, ¿qué tipo de afirmación es “el dolor es idéntico a la actividad eléctrica en fibras C”? ¿Es algo que podemos demostrar a partir de las leyes de la física, o se trata de una nueva ley fundamental de la naturaleza? En otras palabras: si tuviésemos completo conocimiento de la física que subyace a la propagación de impulsos eléctricos a lo largo de las fibras C, ¿podríamos inferir que esa propagación se encuentra invariablemente asociada a una sensación subjetiva dolorosa? Por el contrario, si estamos dispuestos a aceptar que la identidad entre ciertos eventos físicos y ciertos eventos mentales es una ley fundamental de la naturaleza, ¿cuántas de estas leyes hay? ¿No necesitaríamos de una nueva ley cada vez que debamos establecer la igualdad entre un evento mental y su evento físico correspondiente? Necesitamos, por ejemplo, otra ley para afirmar la igualdad entre la sensación de color rojo y la actividad de ciertas neuronas en la corteza visual secundaria, o entre una sensación placentera de amor y ciertos patrones específicos de actividad dentro del núcleo estriado. Pero si necesitamos una infinidad de tales leyes fundamentales, ¿por qué las llamamos entonces “fundamentales”?
Nuestra opinión acerca de la teoría de la identidad tiene algunas consecuencias prácticas sobre nuestro comportamiento. Por ejemplo, los adherentes a esta posición no deberían estar muy cómodos con la idea de usar el teletransportador de la serie Star Trek. Este dispositivo es extremadamente práctico para desplazarse instantáneamente entre dos lugares, y por lo tanto es difícil entender por qué alguien pondría objeciones a utilizarlo. Al menos, por supuesto, hasta que averiguamos cómo funciona. Resulta que el teletransportador de Star Trek no teletransporta realmente la materia, sino que genera una copia en el lugar de destino, mientras que destruye el original en el lugar de partida. Si creemos que nuestra conciencia es idéntica a los procesos físicos que ocurren en nuestro cerebro, ¿no sería una pésima idea subirnos al teletransportador? Porque si nuestro cerebro es destruido, es irrelevante que aparezca una copia exactamente igual: nuestra conciencia muere cuando muere su respectivo cerebro, es decir, el nuestro (podemos imaginar también que el cerebro original no es destruido; en ese caso, ¿cómo sabemos dónde quedará nuestra conciencia? ¿En el original, en la copia, o en ambos?).15Esa es la premisa de la película El gran truco, de Christopher Nolan.
No es necesario trasladarnos al mundo de la ciencia ficción para que surjan problemas con la tesis de que la mente y la conciencia son idénticas a la materia del cerebro y lo que en ella ocurre. Consideremos el siguiente pasaje, escrito por Plutarco, el gran historiador y biógrafo griego, en el que describe una antigua leyenda:
Las moléculas que forman parte del cuerpo humano se reemplazan continuamente, de la misma forma en que se reemplazaban las tablas del barco de Teseo.16Otra analogía posible son las relativamente pocas bandas que cambiaron a todos sus integrantes originales, como Yes, Thin Lizzy o Quiet Riot. En algunos años, todas las moléculas del cerebro se renuevan, incluyendo, por ejemplo, aquellas que se encuentran en las fibras C. Entonces, ¿significa que nuestra sensación subjetiva de dolor también se renueva? Esto parece ser absurdo. Si bien la materia de nuestro cerebro atraviesa un proceso constante de renovación, nuestra conciencia parece ser estable a lo largo del tiempo. No necesitamos preservar las mismas moléculas para preservar nuestra identidad biológica; parece ser suficiente con que las moléculas mantengan las relaciones que tienen entre sí a medida que son reemplazadas por otras. En palabras de Carl Sagan, el físico, astrónomo y divulgador de la ciencia: “La belleza de un objeto viviente no está en los átomos que lo componen, sino en la forma en que esos átomos están dispuestos”.
La mayoría de los neurocientíficos adhieren a una posición diferente a la teoría de la identidad psiconeural, una posición que se denomina funcionalismo y establece una analogía entre la relación cerebro-mente y la relación computadora-programa. El funcionalismo es, por lejos, la posición predominante entre quienes defienden el estudio de la mente como una disciplina independiente del estudio del cerebro: así como no es necesario conocer en profundidad sobre electrónica y circuitos para programar una computadora, tampoco sería necesario entender por completo la materia del cerebro para explicar la mente. La disciplina que estudia las mentes abstraídas de su soporte material se denomina ciencia cognitiva, y la teoría científica más aceptada en la actualidad sobre la conciencia se enmarca dentro de esta perspectiva, por lo que vamos a dedicar el resto del capítulo a entender el funcionalismo y sus posibles limitaciones.
Desde la seguridad de su estación espacial, un grupo de cosmonautas17Los cosmonautas son como astronautas, pero soviéticos. investiga Solaris, un planeta cuya superficie está formada por un único y gigantesco océano. Complejos patrones de olas y vórtices se manifiestan sobre la superficie del agua, mientras que los científicos miden estos fenómenos apuntando sus instrumentos hacia el planeta. De repente, pasan cosas: resulta que Solaris no es un objeto de estudio pasivo, sino que reacciona a estas mediciones, modificando profundamente la vida en la estación espacial. Alarmadas, las autoridades terrestres deciden enviar a un psicólogo para asistir a la tripulación y averiguar qué está pasando. Y lo que está pasando es que el océano de Solaris posee una mente. Pero ¿cómo sería posible que un gigantesco océano posea una mente? Y en ese caso, ¿qué clase de mente sería?
Este es el argumento de Solaris, una novela de ciencia ficción escrita por Stanisław Lem y llevada al cine en 1972 por Andréi Tarkovski. No era la primera vez que alguien representaba una mente no humana en la pantalla grande. Algunos años antes, Stanley Kubrick nos presentaba a HAL 9000 en su película 2001: Odisea del espacio. HAL 9000 es una sofisticada computadora capaz de imitar (e incluso superar) todas las funciones del cerebro humano. Pero hay algo mucho más extraño y original en imaginar una inteligencia emergiendo en Solaris, un sistema físico que es tan diferente del cerebro humano. ¿Cuál es la idea que sustenta la extraña intuición de que podríamos encontrar una mente en un planeta acuático?
Retrocedamos al momento del capítulo anterior en el cual nos golpeamos el dedo del pie con un mueble. En ese preciso instante, comienza una cadena de eventos que resultan en nosotros retirando el dedo, gritando y sintiendo dolor. La presión causada por el golpe activa células que generan actividad eléctrica que se propaga a lo largo de fibras C; los impulsos viajan entonces a través de la médula espinal y se proyectan en distintas regiones distribuidas en el cerebro, las cuales poseen distintos roles en el procesamiento del dolor. Por ejemplo, el hipocampo se encarga de consolidar la memoria del dolor; la amígdala, de generar una respuesta emocional; la corteza somatosensorial ubica el lugar del estímulo doloroso en el cuerpo; y la ínsula responde a la intensidad del dolor. Pero ¿qué quiere decir exactamente que una región “se encarga” de tal cosa, o “responde” a tal otra? ¿Por qué la ínsula “se encarga” de percibir la intensidad del dolor y no otras cosas como colores, movimientos, sonidos o texturas? De acuerdo a la teoría de la identidad psiconeural, la actividad en la ínsula no “se encarga” de sensar la intensidad del dolor, sino que es idéntica a la intensidad del dolor. Pero en ese caso, ¿por qué la actividad neuronal de la ínsula y no de otra región del cerebro?
A primera vista, lo más distintivo de las regiones del cerebro es que están, precisamente, en distintos lugares del cerebro. Pero ¿por qué la ubicación en el espacio tridimensional determinaría de qué “se encarga” cada zona del cerebro? Científicos del MIT fueron capaces de alterar los patrones de conectividad cerebral en hurones recién nacidos, de forma tal que las señales provenientes de los ojos se transmitieran a regiones cerebrales que usualmente procesan estímulos auditivos. Este nuevo cableado resultó en el desarrollo de redes neuronales para el procesamiento de información visual en las zonas del cerebro usualmente destinadas al procesamiento auditivo. Algo similar sucede en el caso de las personas ciegas de nacimiento, en las cuales se “adapta” la corteza visual para otras tareas diferentes, tales como la percepción auditiva o el sentido del tacto. Saber dónde está una región del cerebro no es suficiente para determinar qué hace esa región, como ejemplifican los hurones capaces de ver con su corteza auditiva, o los humanos capaces de escuchar con su corteza visual.
El funcionalismo da una respuesta concisa y directa a todas estas preguntas: lo único que importa es el papel que juega cada evento en la compleja sucesión de causas y efectos que se desarrolla dentro del sistema nervioso. Lo que hace que las neuronas de la amígdala respondan a la intensidad del dolor es lo que pasó antes y lo que pasará después, es decir, qué otras neuronas se activan como consecuencia, y qué neuronas tuvieron que activarse antes para que eso pueda ocurrir. Las cosas que pasan en nuestros cerebros son como piezas de dominó dispuestas en patrones extraordinariamente complejos. El hecho de que una pieza de dominó caiga no se determina por propiedades tales como su color, su temperatura o de qué material está hecha, y tampoco por su ubicación en el espacio: lo único que importa es su relación respecto de las demás piezas.
Para el funcionalista es incluso irrelevante el hecho de que las neuronas son células biológicas microscópicas ubicadas dentro de un tejido vivo. Para ellos, una mente surgirá siempre que las relaciones causa-efecto que ocurren en el cerebro se preserven; por ejemplo, podemos imaginar que reemplazamos cada neurona por un dispositivo mecánico que funciona a base de vapor de agua: si logramos reproducir en ese sistema las mismas relaciones causales que existen entre las neuronas del cerebro (“cuando esta neurona dispara, entonces disparan estas otras”), entonces el conjunto de dispositivos tendrá una mente completamente análoga al tipo de mente que encontramos en un cerebro biológico. Si las corrientes de agua en los océanos de Solaris se encuentran dispuestas de forma tal que un rayo X emitido por los científicos de la estación espacial desencadena una serie de eventos donde podemos encontrar los equivalentes exactos de “actividad en fibras C” y “neuronas disparando en la ínsula”, entonces Solaris sentirá lo mismo que sentimos nosotros cuando nos golpeamos el dedo gordo del pie contra una mesa (quizás sea por esto que en la novela empiezan a pasar cosas malas luego de que los científicos emiten rayos X hacia el planeta para investigarlo).
Podemos ejemplificar la posición funcionalista mediante el análisis de un arco reflejo, uno de los circuitos neuronales más sencillos que hay en el cuerpo humano. Muchas de las neuronas que detectan estímulos en la piel no terminan en el cerebro, sino en la médula espinal, donde entran en contacto con neuronas locales llamadas interneuronas. Estas interneuronas se comunican directamente con otras neuronas de largo alcance que terminan en el tejido muscular y son capaces de contraerlo. De esta forma es posible reaccionar rápidamente de forma refleja, sin necesidad de que la información sensorial sea procesada por el cerebro:
¿Qué hace que este sistema sea un arco reflejo? Lo importante no son las neuronas en sí mismas, sino la relación causal de eventos que ellas implementan. Podemos imaginar un organismo en el cual los impulsos sensitivos y motores son conducidos por cadenas de dominó, y en el que la interneurona es reemplazada por un molinete mecánico (“intermolinete”) que les da continuidad a ambas cadenas:
A pesar de que no hay neuronas en este arreglo de objetos, siempre y cuando cumpla una función indistinguible del circuito anterior (“golpear la piel hace contraer el músculo”), podemos decir que se trata de un arco reflejo.
Todo funcionalista es también un materialista (o fisicalista) porque alguna forma de materia (neuronas e interneuronas, o dominós e intermolinetes) es necesaria para que existan eventos y relaciones causales entre ellos. Pero es flexible respecto de la materia en cuestión, siempre y cuando esas relaciones causales se preserven.
Los funcionalistas son muy inclusivos en su definición de qué constituye una mente. Consideremos el ejemplo del termostato, introducido en el capítulo anterior. Lo que define a un termostato no es el material del que están hechos sus sensores, sino qué pasa cuando ocurren ciertos eventos; por ejemplo, si la temperatura está por encima de un umbral, se corta la llama, y si está por debajo, se enciende. Cualquier sistema que implemente la misma función puede ser llamado, con todo derecho, un termostato, porque posee la mente de un termostato. La diferencia que existe entre nuestra mente y la del termostato es únicamente el mayor grado de complejidad de nuestra red de interacciones causales.
La analogía con una computadora es todavía más clara: lo que define a un determinado programa (por ejemplo, el famoso Buscaminas) no es la computadora en la que corre, sino el código del programa. ¿Y qué es el código de un programa? Precisamente, instrucciones sobre qué pasa en la computadora cuando ocurren ciertos eventos; por ejemplo, si cierta variable tiene determinado valor, entonces otras variables cambian como consecuencia, y así sucesivamente. Las instrucciones de un programa de computadora no hacen referencia a cosas tales como circuitos integrados, memorias RAM o ROM, o discos de estado sólido. Esas cosas componen el hardware, y si bien son necesarias para que el programa (software) cumpla sus funciones, distintos tipos de hardware pueden ejecutar el mismo programa (el Buscaminas es el Buscaminas, no importa en qué computadora lo juguemos).18Es importante aclarar que el software refleja de forma indirecta la naturaleza del hardware en el que se ejecuta. Por ejemplo, todos los principales lenguajes de programación constan de secuencias de instrucciones. Estas secuencias de instrucciones se ejecutan de forma serial (una después de la otra) porque así es como funciona el hardware de nuestras computadoras. El software refleja la organización del hardware sin poseer una imagen explícita de este, de la misma forma en que la introspección refleja la estructura de nuestro cerebro aun en ausencia de una imagen explícita de él.
El encanto del funcionalismo es que nos permite desentendernos de la materia, investigando la mente de forma independiente de los detalles de la física, química y biología del cerebro. Esta independencia puede entenderse recurriendo, una vez más, a una analogía con las computadoras. Para entender cómo funcionan los circuitos integrados que encontramos dentro de cualquier computadora, es necesario haber asimilado conocimientos de física cuántica, electrodinámica y mecánica estadística, pero es imposible entender el funcionamiento de una computadora únicamente desde esta perspectiva. Las primeras computadoras ni siquiera tenían circuitos integrados, y en vez de semiconductores utilizaban tubos de vacío; eran aparatos enormes y ruidosos que ocupaban habitaciones enteras y generaban cantidades insoportables de calor. A pesar de estas diferencias, las computadoras primitivas podían correr los mismos programas que las computadoras actuales; por supuesto, dentro de sus limitaciones de memoria y poder de cómputo. Un programa para calcular la raíz cuadrada de dos o los primeros cien números primos podría ejecutarse tanto en un iPhone 10 como en ENIAC (Electronic Numerical Integrator and Computer), la primera computadora digital de propósito general de la historia, construida en 1945. Y si bien es posible entender tanto por qué los circuitos integrados del iPhone como los tubos de vacío de ENIAC computan la raíz de dos, intentarlo sería un despropósito, porque el nivel de descripción adecuado es el de las instrucciones presentes en el programa, es decir, el algoritmo. El algoritmo puede entenderse en completa independencia de su realización física, y un mismo algoritmo puede tener múltiples realizaciones físicas distintas. Intentar describir un algoritmo únicamente en base a los procesos físicos que ocurren en una computadora es análogo a decir que la forma más adecuada de explicar las reglas del ajedrez es mediante detalles sobre cómo debe moverse cada átomo individual en cada una de las piezas.19Para describir una partida de ajedrez, no importa el movimiento exacto de las piezas, siempre que ese movimiento sea lo suficientemente claro para su transcripción simbólica. En ese caso, por ejemplo, no es necesario identificar en qué punto exacto del casillero negro se encuentra el centro de la dama. Por el contrario, si el jugador dispone la mitad de la dama en un casillero negro y la otra mitad en un casillero blanco, resultará imposible plasmar en notación simbólica dicha jugada (y la partida no podrá continuar). De la misma manera, para entender cómo funciona la mente quizás no haga falta absorber una infinitud de detalles sobre el funcionamiento a nivel molecular y celular de las neuronas, sino que tal vez exista un nivel de descripción en el cual nuestras mentes sean como los algoritmos que se ejecutan en computadoras, y por lo tanto podamos analizarlas y entenderlas sin referencia a un sistema físico en particular.
Para los primeros defensores del funcionalismo, la comparación entre mentes y computadoras digitales era mucho más que una analogía. El proyecto de la nueva ciencia de la mente (la ciencia cognitiva) era entender el cerebro exactamente como una computadora digital, y la mente, como un programa implementado en esa computadora. Los científicos cognitivos no estaban interesados en entender la biología del cerebro porque consideraban un mero accidente que la mente humana apareciese en masas de tejido esponjoso. La ciencia cognitiva estaba repleta de diagramas de flechas entre cajas que representaban conceptos tales como “percepción”, “atención” o “memoria”, utilizando programas como experimentos que intentaban replicar pequeños fragmentos de la mente humana en computadoras digitales. Un problema de equiparar la mente con un programa es que, entonces, todas las mentes deben ser el mismo programa, de la misma forma que el Buscaminas es el mismo programa independientemente de la computadora en que esté corriendo. Pero ¿estamos dispuestos a aceptar que todos los seres humanos poseemos exactamente la misma mente? ¿Cuál es el límite de las simplificaciones del funcionalismo y su contraparte empírica, la ciencia cognitiva? Vamos a volver a estas preguntas en un capítulo posterior del libro, cuando abordemos la multiplicidad de distintas mentes que nos revelan los pacientes neurológicos y psiquiátricos, y logremos desarmar conceptos compuestos tales como “percepción”, “atención” y “memoria”, cuestionando la forma en que hablamos sobre nuestra propia mente y sus funciones.
La analogía entre mente humana y computadoras digitales sirve hasta cierto punto, pero empieza a fallar a medida que entendemos mejor las distintas funciones del cerebro. Las computadoras de propósito general fueron inventadas por Alan Turing en la década del 30, usando papel y lápiz, mucho antes de que existiesen armatostes como ENIAC. Turing tuvo la genial idea de construir un modelo de su propia mente, o al menos de parte de su propia mente: la parte que opera de manera serial, secuencialmente, como cuando seguimos las instrucciones para multiplicar o dividir dos números, los pasos en una receta de cocina, o una explicación sobre cómo armar o desarmar un mueble. Más precisamente, las computadoras imitan la parte de la mente humana que se encuentra dentro del control consciente, el cual representa un cuello de botella que nos fuerza a concatenar nuestras acciones una tras otra a lo largo del tiempo. Cuando aprendemos a tocar un instrumento (por ejemplo, el piano), nos enfrentamos al problema de controlar simultáneamente ambas manos, cuando nuestra conciencia parece ser capaz de procesar un movimiento a la vez. En cambio, una pianista experta no tiene que tomar decisiones conscientes para que sus manos ejecuten en paralelo los complejos movimientos necesarios para interpretar una pieza: las manos van hacia donde tienen que ir de forma casi automática. En su cerebro, los programas motores ya no pasan por el control consciente, sino que se encuentran implementados en circuitos subcorticales que funcionan de forma paralela. Las computadoras digitales inventadas por Turing emulan los movimientos conscientes y secuenciales de un pianista aprendiz, pero pueden realizar operaciones con tanta velocidad que, para un observador humano, se genera la ilusión de que hay varias cosas ocurriendo en paralelo, aunque nunca sea el caso. Todas las computadoras digitales cuentan con un cuello de botella donde puede ocurrir una (y solo una) operación a la vez. En cambio, el cerebro cuenta con múltiples vías que permiten el desarrollo simultáneo de varios procesos en paralelo. Un ejemplo puede ser los complicados movimientos realizados por un pianista experto al interpretar una pieza, pero lo cierto es que no es necesario entrenar por décadas para encontrarnos con ejemplos sobre cómo el cerebro procesa información en paralelo. Nuestro sistema visual es capaz de extraer información de una imagen, identificar texturas, colores, bordes y objetos con una precisión y eficiencia difícil de emular en computadoras digitales, porque las neuronas no procesan la información de forma serial, sino en paralelo, mediante un sistema distribuido de circuitos adaptados durante años de aprendizaje para extraer simultáneamente las características más relevantes de una imagen, y luego combinarlas en el proceso de identificar los objetos presentes en la escena visual. Únicamente en los últimos diez años las computadoras han alcanzado (y hasta superado) la capacidad humana para la detección de objetos en imágenes, pero precisamente gracias a la implementación eficiente de redes neuronales convolucionales: algoritmos que reflejan, de manera cruda y conceptual, el procesamiento paralelo de la información que ocurre en el cerebro.20Estos avances son consecuencia directa de innovaciones en el hardware. Actualmente, las redes neuronales que identifican imágenes se entrenan utilizando unidades de procesamiento gráfico (GPU), que son altamente paralelizables.
Si la mente humana posee parecidos parciales con el funcionamiento de un programa en una computadora digital, es precisamente porque las computadoras digitales fueron diseñadas para imitar esas facetas particulares de la mente humana, y no al revés. Cuando investigamos con detalle cómo el cerebro implementa ciertas funciones, tales como la visión o el control motor de movimientos precisos, encontramos que el procesamiento en paralelo de la información cumple un rol fundamental, en contraste con las computadoras digitales, que procesan información de forma predominantemente secuencial. La ciencia cognitiva como disciplina independiente del estudio del cerebro parece condenada al fracaso, pero esto no significa que haya que descartar el funcionalismo. La neurociencia cognitiva propone investigar la mente como el procesamiento de información que ocurre en el cerebro, e intenta explicar cómo las redes neuronales inmensamente complejas que forman el tejido nervioso implementan distintas funciones cognitivas. Aun si los mecanismos explicativos no existen en abstracto, sino en referencia al sustrato biológico del cerebro, de todas formas se entienden en términos de causa y efecto, motivo por el cual podríamos encontrar mentes en lugares tan disímiles como cerebros, circuitos integrados o planetas acuáticos, siempre y cuando estos sistemas reflejen las relaciones causales del cerebro en un nivel de descripción adecuado.
Para muchos filósofos y neurocientíficos, el nivel adecuado corresponde al de las neuronas y sus disparos, los cuales transmiten impulsos eléctricos entre distintos circuitos distribuidos en el cerebro.21Yo no estoy tan seguro, pero es una discusión que amerita otro libro entero. Por lo tanto, si lográsemos replicar el funcionamiento de estos circuitos de neuronas en un sistema artificial, seríamos capaces de crear una máquina con una mente idéntica a la de un determinado ser humano. Lo interesante es que esta máquina tendría una mente, pero no estaría hecha de proteínas y ADN (como el tejido vivo), sino de un material completamente diferente. Por el contrario, crear una máquina biológica capaz de pensar como un humano no es tan desafiante: alcanza con tener hijos, o bien con replicar un ser humano y sus tejidos vivos de forma completa (tal como ocurre en la película Blade Runner, basada en una novela de Philip K. Dick). Nadie duda de que copiar un cerebro humano hasta en sus más minúsculos detalles biológicos producirá un ser con una mente humana; la pregunta difícil es si ese tipo de mente puede ser encontrado en un sistema artificial cuya materia no tenga nada que ver con la clase de materia viva que encontramos en un cerebro. El funcionalismo responde esa pregunta de manera afirmativa.
Para entender cómo construir un cerebro artificial capaz de alojar una mente, consideremos el siguiente proceso, no tan por fuera del alcance actual de la ciencia. Empecemos por observar que ninguna neurona del cerebro es fundamental a la hora de determinar los contenidos de nuestra mente y nuestra conciencia. Hay una cantidad enorme de neuronas en el cerebro humano (escribimos el número en el capítulo anterior: un uno seguido de diez ceros); además, miles de neuronas mueren por día en un cerebro adulto típico y saludable. Ninguna neurona es indispensable: el cerebro es un sistema redundante y siempre que una neurona muere, hay otras disponibles para ocupar su rol.
Seleccionamos, entonces, una neurona de un cerebro para luego matarla y removerla. El paso siguiente será reemplazar esa neurona por un circuito eléctrico completamente equivalente, el cual estará conectado a las neuronas biológicas que estaban antes conectadas a la neurona que removimos. La posibilidad de reemplazar una neurona mediante un circuito eléctrico es real, y fue incluso explorada en un artículo publicado por el grupo de la Dra. Lidia Szczupak, en la Universidad de Buenos Aires. En este caso, el circuito eléctrico fue utilizado para reemplazar una célula de sanguijuela, preservando los patrones de comunicación con las neuronas vivas vecinas. Podemos, entonces, imaginar la posibilidad de elegir una neurona, removerla por un tiempo corto (sin que afecte el funcionamiento global del cerebro) y luego reemplazarla por su equivalente artificial. Pero luego podemos elegir una segunda, tercera, cuarta neurona, y repetir el proceso de reemplazarlas gradualmente por circuitos eléctricos equivalentes. De acuerdo a lo que concluimos anteriormente, la mente asociada con ese cerebro será preservada en cada uno de los pasos individuales (porque ninguna neurona es fundamental por sí misma), y por lo tanto, a lo largo de todo el proceso. Con el tiempo, reemplazamos todas las neuronas por sus contrapartes artificiales, y el resultado es un cerebro sintético equivalente, con una mente que no está siquiera enterada de que fue desplazada de a poco hacia un sistema no biológico. Siempre y cuando creamos, por supuesto, que no son las neuronas en sí lo que determina que exista o no una mente, sino la relación mutua entre ellas, la cual es capturada integralmente en el sistema artificial.
El funcionalismo responde también por qué seguimos siendo los mismos a pesar de que todos los átomos en nuestro cuerpo se renuevan al cabo de algunos años: porque no son los átomos en sí los que importan, sino las relaciones que existen entre ellos. Siempre y cuando el cambio sea lo suficientemente gradual como para que esas relaciones se mantengan, vamos a preservar nuestra mente, conciencia e identidad a lo largo del tiempo. Aunque seguiría siendo una pésima idea utilizar el transportador de Star Trek, porque si nuestro cerebro es destruido en una ubicación y reensamblado en otra, el cambio no es gradual y, por lo tanto, nuestra conciencia dejaría de existir a expensas de la conciencia de nuestro facsímil (que no es la nuestra).
Existen numerosos argumentos que pueden esgrimirse en contra del funcionalismo. Al igual que las objeciones contra otras posiciones sobre la relación mente-materia, algunos de ellos son difíciles de superar sin apelar a razonamientos profundamente contraintuitivos.
Un obstáculo importante para el funcionalismo es la conciencia. Nuestra percepción sensorial, por ejemplo, no parece estar determinada únicamente por su rol funcional en nuestra mente. El dolor, por ejemplo, parece cumplir la función de indicar un daño a los tejidos de nuestro cuerpo, pero ¿por qué el dolor tiene que sentirse de la manera en que se siente? ¿Por qué no podría generar una respuesta motora adecuada para evitar el daño a nuestro cuerpo, sin que esa respuesta tenga que estar mediada por la sensación subjetiva y consciente de dolor? Puesto de esta forma, esta objeción nos lleva a preguntar por qué no somos todos zombis: seres completamente indistinguibles de los humanos en su comportamiento (y, por lo tanto, indistinguibles en términos funcionales), pero carentes de conciencia. Como dijimos en el capítulo anterior, Chalmers distingue entre los problemas fáciles y el problema difícil de la conciencia: en el caso de los primeros, parece ser suficiente entender cómo el cerebro realiza funciones específicas, tales como percepción, memoria, lenguaje, atención, y otras; pero en el segundo caso, el dilema es por qué algunas de esas funciones están acompañadas de experiencias conscientes, las cuales parecen ser completamente optativas desde el punto de vista funcional.
Otra forma de abordar esta objeción es imaginar a una persona cuya percepción de los colores se encuentra invertida respecto de la nuestra. Por lo tanto, para esta persona las bananas serían violetas y las frutillas, verdes. A pesar de la inversión de los colores en la experiencia, la conducta de esta persona es indistinguible de la nuestra, incluyendo las palabras que utiliza para referirse a sus sensaciones subjetivas de color, porque cuando aprendió el significado de la palabra “rojo” fue en referencia a objetos que todos los demás designamos como rojos, pero que él percibe como verdes (por ejemplo, frutillas). Podemos convencernos, entonces, de que el comportamiento de esta persona no se verá afectado en lo más mínimo por la inversión en su percepción de los colores. Por lo tanto, cuando la persona observa y reconoce una frutilla, su percepción del color juega la misma función que para todas las demás personas cuando también observan y reconocen una frutilla; su percepción invertida de los colores no lo vuelve ni mejor ni peor para reconocer frutillas y actuar al respecto, incluyendo pronunciar frases tales como “Estoy viendo una frutilla: la reconozco porque es roja”. Pero a pesar de que nada cambia en cuanto al rol funcional del color percibido, la experiencia consciente de la persona sí es diferente: en vez de tener la sensación subjetiva de experimentar rojo, experimenta verde. Entonces, y en contradicción con lo que defiende el funcionalismo, no parece ser suficiente con describir la mente como un entramado de funciones interrelacionadas que dan origen a nuestro comportamiento, porque esa descripción no alcanza para capturar las sensaciones subjetivas, inefables y privadas (que llamamos qualia) tales como la rojez del color rojo o el verdor del color verde. Llegamos por un camino diferente a la distinción entre problemas fáciles (por ejemplo, cómo el sistema visual es capaz de identificar una frutilla) y el problema difícil (¿por qué esa identificación está asociada a una percepción subjetiva del color rojo?).
Hay funcionalistas muy comprometidos22Los psicólogos marcianos, Keith Frankish, Daniel Dennett, Georges Rey, y yo mismo, por ejemplo. que admiten que no existe lugar para los qualia en una caracterización puramente funcional de la mente y, por lo tanto, niegan su existencia. Puede que sea un poco violento negar la existencia de algo tan familiar como las sensaciones subjetivas que pueblan nuestra conciencia. Al fin y al cabo, la suma de esas sensaciones son lo que hace que valga la pena vivir la vida: el placer que sentimos al tomar un sorbo de vino o escuchar una melodía, o la sensación eléctrica de una caricia que atraviesa la nuca, todos ejemplos de la clase de sensaciones subjetivas que valoramos y disfrutamos, y que algunos funcionalistas declaran inexistentes. Para los ilusionistas los qualia son ilusorios, y por lo tanto el desafío no es demostrar por qué hay qualia (dado que no existen), sino por qué nosotros creemos que hay qualia, es decir, por qué caemos en la ilusión de creer que nuestras sensaciones subjetivas son privadas, intrínsecas e inefables, que impactan de forma directa y sin intermediarios en nuestra experiencia consciente, y que son completamente irrelevantes desde un punto de vista funcional.
Como vimos antes, los primeros defensores del funcionalismo pensaron la mente como análoga a un programa de computadora, pero esta analogía es difícil de defender porque las computadoras digitales procesan información de manera secuencial, mientras que el cerebro humano tiene una manera sustancialmente diferente de hacer las cosas, con procesos que ocurren en paralelo, de manera redundante y distribuida en múltiples circuitos diferentes. Versiones más modernas del funcionalismo (por ejemplo, la defendida por Daniel Dennett en su libro La conciencia explicada) se enfocan en la actividad de las neuronas como el nivel fundamental para describir el funcionamiento del cerebro. La mente surge, entonces, a partir de las relaciones causales que existen entre neuronas disparando, aunque es irrelevante que sean, efectivamente, neuronas. Ned Block nos invita a imaginar a toda la población de China realizando una compleja coreografía en la cual cada individuo representa una neurona que puede “activarse” para pasar mensajes a otros individuos, mensajes que causan que ellos se “activen” a su vez y pasen mensajes a otros, y así sucesivamente.23Se me ha informado que este experimento mental de Ned Block tiene tintes racistas, ya que refleja la concepción de que los chinos son muchos e idénticos entre sí. Por lo tanto, invito al lector a imaginar el mismo experimento mental, pero llevado a cabo por miles de millones de clones idénticos de Ned Block. Para más dramatismo, el lector puede también imaginar que la mente reproducida por los clones de Ned Block es la mente del mismo Ned Block.
Si el funcionalista tiene razón y si la comunicación entre chinos es exactamente análoga a la comunicación entre neuronas (es decir, si podemos poner en perfecta correspondencia la “activación” de los chinos con la activación de las neuronas que ellos representan), entonces deberíamos atribuirle una mente y una conciencia a la población china, al menos mientras se encuentra realizando esta complicada coreografía. Para Ned Block esto es absurdo, ¿cómo podría ser que una conciencia surja a partir de un montón de personas pasándose mensajes entre sí? Pero este argumento no hace mella en los funcionalistas convencidos, quienes están preparados para aceptar que un conjunto de personas dispuesto de la manera correcta y haciendo la tarea adecuada es capaz de reproducir una conciencia como la nuestra.
Es justo preguntarse si alcanza con reproducir la activación de todas las neuronas del cerebro para asegurarse la existencia de una mente, porque hay una multitud de procesos relevantes que ocurren en una escala espacial todavía más pequeña. La activación de una neurona depende de la activación de sus neuronas vecinas, sí, pero esta dependencia es enormemente complicada y tiene que ver con la liberación de sustancias químicas y su interacción con proteínas específicas que se encuentran en la membrana celular de la neurona. Si bien es común imaginar el proceso de comunicación entre neuronas como una cadena de impulsos eléctricos que se transmiten dentro del cerebro, en realidad es más adecuado compararlo con un grupo de perros oliéndose la cola entre sí. Al igual que los perros, las neuronas liberan sustancias químicas (neurotransmisores) que pueden causar (o inhibir) la propagación de actividad eléctrica en otras neuronas. Los detalles de este proceso son inmensamente complicados, porque cuando los neurotransmisores se encajan en las proteínas de la neurona pueden hacerlo de distintas maneras y generar, por lo tanto, distintas respuestas. Además, la activación de una neurona no depende únicamente de que un neurotransmisor se una a la proteína correcta, sino también de cuál es ese neurotransmisor.
Algunos defensores del funcionalismo24Como Dennett en algunas entrevistas recientes. están dispuestos a aceptar que quizás no alcance con reproducir la red de interacciones causales entre neuronas, y sea necesario, por lo tanto, reproducir lo que sucede en el cerebro hasta incluir detalles sobre la interacción entre neurotransmisores y proteínas. Pero es mucho más difícil imaginar a una población de seres humanos representando todos los procesos químicos y moleculares necesarios para que las neuronas se activen y se comuniquen entre sí (en realidad, sería necesaria una población muchísimas veces superior). Cada persona representaría una molécula, e intercambiaría mensajes imitando a la perfección los complicados procesos que ocurren dentro y fuera de neuronas que intercambian neurotransmisores. Pero es todavía peor, porque las moléculas también son objetos complicados: están formados por átomos, que, a su vez, están formados por electrones, protones y neutrones, y los últimos dos están formados por tres quarks cada uno. Quizás la única manera de reproducir una mente a partir de un conjunto de personas sea asignar a una persona por cada quark, y pedirles que interactúen exactamente de la manera en que interactúan los quarks para dar origen a neutrones y protones, y luego a moléculas, y luego a proteínas, y finalmente a neuronas. Pero esto suena todavía más absurdo.
El problema es que es difícil defender el funcionalismo sin identificar un nivel descriptivo determinado y declarar que nada por debajo de ese nivel importa, mientras que es suficiente con reproducir todo lo que sucede desde ese nivel para arriba. Esto nos dice que si no estamos dispuestos a desestimar detalles sobre cómo interactúan átomos y moléculas, entonces el funcionalismo nos dice que las relaciones entre átomos y moléculas determinan la mente, lo cual es cierto pero trivial, porque también determinan todo lo demás. Como ilustramos en el párrafo anterior, pensar en un sistema en el cual algo que no son átomos o moléculas (por ejemplo, un conjunto de personas) reproduce las interacciones causales entre todos los átomos y moléculas del cerebro tampoco tiene demasiada gracia. Para algunos pensadores (por ejemplo, John Searle) es absurdo afirmar que es posible dibujar una línea que separe la actividad neuronal de sus procesos biológicos subyacentes, para declarar “de este lado las cosas importan para que exista una mente, mientras que del otro lado, ya no”. Para Searle y otros críticos del funcionalismo, la mente es un proceso biológico y, por lo tanto, no tiene sentido desestimar los detalles biológicos sobre cómo ocurre, aun si esto implica prestar atención a cada reacción química individual que ocurre dentro de cada neurona del cerebro.
El argumento más divertido que conozco contra el funcionalismo viene de la física, más precisamente, de la segunda ley de la termodinámica, que nos dice que el desorden de un sistema cerrado siempre aumenta. Cuando mezclamos café con leche, por ejemplo, terminamos con una mezcla homogénea de ambas sustancias, pero nunca recuperamos espontáneamente café por un lado y leche por el otro a partir de la mezcla. Es posible separar ambas sustancias, por supuesto, pero no es algo que ocurra por sí solo: tenemos que trabajar para conseguirlo y, en ese caso, el desorden creado al producir ese trabajo supera el orden creado al separar el café de la leche. Si reemplazamos “desorden” por “entropía”, tenemos la segunda ley de la termodinámica. Entropía es la cantidad de configuraciones microscópicas que un sistema puede tener manteniendo su configuración macroscópica, es decir, propiedades observables por nosotros tales como presión, volumen, color, densidad, etc. En el caso del café con leche, las partículas de ambas sustancias se pueden mezclar con absoluta libertad sin que cambie el color amarronado de la mezcla, mientras que cuando ambos líquidos se encuentran separados, las partículas del café tienen que estar por un lado y las de la leche por el otro; es decir, hay más posibles configuraciones microscópicas de las partículas que mantienen las propiedades observables cuando los líquidos están mezclados que cuando no –o, lo que es lo mismo, la entropía es mayor en el primer caso que en el segundo–.
La segunda ley de la termodinámica determina una dirección para la evolución temporal del universo, desde un estado inicial de muy baja entropía (después del Big Bang) hacia estados de entropía más alta. El motivo es que, si el universo en su totalidad es un sistema cerrado, entonces nada puede ocurrir sin que la entropía aumente. Al final de este gran proceso que llamamos vida del universo, encontramos un estado final que tiene la entropía máxima y, por lo tanto, es el estado más desordenado posible. En este estado, nada muy interesante para nosotros puede ocurrir, porque si ocurriese, su entropía aumentaría, lo cual no puede pasar ya que es el estado de entropía más alta. Este estado corresponde a una sopa homogénea de materia y energía en la que no hay planetas, estrellas, ni siquiera agujeros negros. La muerte térmica del universo consiste en permanecer en este estado por siempre, para toda la eternidad.
Excepto que la eternidad es mucho tiempo, y dado suficiente tiempo, todas las cosas que pueden ocurrir terminan ocurriendo. Si esperamos suficiente tiempo, las trayectorias aleatorias de las partículas de café y de leche se separarán durante un instante infinitesimal de tiempo de manera que se puedan ver ambos líquidos de manera separada. De la misma manera, si esperamos suficiente tiempo, estructuras interesantes podrán aparecer espontáneamente a partir de fluctuaciones estadísticas en la sopa cósmica de máxima entropía. Simplemente por azar, la materia podría reorganizarse espontáneamente en objetos como sillas, cables o caras, durante un brevísimo momento, para luego disolverse nuevamente en el más absoluto caos.
Dentro de todas las configuraciones posibles de materia que pueden emerger de esta sopa aleatoria, hay algunas muy interesantes: son aquellas equivalentes a un cerebro en términos funcionales, aquellas en las cuales podemos encontrar fragmentos de materia que hacen las veces de neuronas, de forma tal que sus interacciones causales se encuentran en perfecta correspondencia con las interacciones causales en el cerebro, al igual que ocurre en los océanos ficcionales de Solaris o en la población entera de un país que realiza una compleja coreografía imitando los patrones de comunicación neuronal a la perfección. Esta estructura que puede (y, por lo tanto, debe) aparecer en los confines de la eternidad se llama cerebro de Boltzmann, por Ludwig Boltzmann, el físico que interpretó por primera vez la segunda ley de la termodinámica a partir de la teoría atómica, dando origen a la termodinámica estadística.
El funcionalista, entonces, estará presto a aceptar que un cerebro de Boltzmann alberga una mente y una conciencia. Pero esto es lo interesante: la probabilidad de que ocurra una fluctuación estadística determinada que revierta la entropía de la sopa cósmica homogénea en el fin de los tiempos decrece exponencialmente con el tamaño de la fluctuación. La probabilidad de que una mente surja mediante la organización espontánea de la materia en un cerebro que habita un cuerpo, y que vive en un cuerpo que habita un planeta junto con otros cuerpos, animales y plantas, un planeta que es como la Tierra y gira alrededor de una estrella que es como el Sol, esa probabilidad es exponencialmente menor que la de obtener un cerebro de Boltzmann rodeado completamente por caos, una estructura física que dura un instante infinitesimal de tiempo, pero que en ese instante infinitesimal reproduce el sustrato físico de una mente con todas sus peculiaridades, historias, y recuerdos. Se sigue, entonces, que si el funcionalista está en lo correcto, la inmensa mayoría de mentes que existen a lo largo de la vida del universo habitan en cerebros de Boltzmann. Y entonces hay una certeza casi absoluta de que tanto yo como vos, querida persona que lee, ¡somos cerebros de Boltzmann! Estaríamos, entonces, en una situación parecida a la de Descartes cuando imaginó que todo el mundo físico podía ser ilusorio y sujeto a la duda debido a la manipulación de un Dios maligno, solo que en este caso, el Dios maligno sería únicamente la combinación del azar y la segunda ley de la termodinámica.
En aproximadamente 10.000 palabras recorrimos la historia del pensamiento sobre la mente y la conciencia, enfocándonos en tres instantáneas separadas por muchos siglos: el monismo mental de la escuela de pensamiento Advaita Vedanta, el dualismo de sustancia cartesiano y, finalmente, el materialismo, del que nos encontramos con dos variantes distintas. Una de ellas, el funcionalismo, se encuentra presupuesta en las intuiciones de la neurociencia cognitiva, el enfoque predominante que se sigue en la actualidad para entender la mente y la conciencia en relación con su sustrato físico cerebral. Nos cruzamos con superhéroes, Solaris, Star Trek, el barco de Teseo, naciones coreografiadas, nubes de partículas que imitan cerebros y con la segunda ley de la termodinámica, pero dejamos de lado una infinidad de ideas que enriquecen y dan una estructura real y continua a la filosofía de la mente. Este capítulo no fue más que un brevísimo y muy simplificado compendio de conceptos para facilitar la comprensión y poner en perspectiva el resto del libro.
En los cerebros, la mente y la materia se encuentran anudadas, y las ideas que recorrimos en este capítulo indican distintas posiciones desde donde comenzar a tirar para desatar el nudo de la conciencia. Vimos cómo en ausencia de desarrollos avanzados en física, por ejemplo, podría resultar natural inclinar la balanza hacia el lado de la mente. A medida que incrementamos nuestro conocimiento físico del mundo, empieza a parecer obvio que es imposible dejar la materia de lado, pero al mismo tiempo también es imposible descartar la existencia de la mente (¡porque todos tenemos una!). Entonces, encontramos el dualismo cartesiano como intento de compatibilizar la existencia de dos sustancias diferentes e independientes, una para la física y la otra para la mental. Pero esta solución lleva a conclusiones muy incómodas. Concluimos adoptando la posición más popular en la actualidad, apoyada implícita o explícitamente por todos los neurocientíficos, psicólogos y científicos cognitivos: la respuesta al misterio de la mente debe ser buscada y encontrada únicamente en la materia y las leyes de la física que rigen su comportamiento.
El hinduista buscará encontrarse con la naturaleza mental de la realidad, y con el infinito que habita en el interior de su ser mediante estudio y conocimiento, pero también mediante la práctica de la meditación y la exploración de nuevas experiencias. Este balance entre conocimiento y experiencia se encuentra alterado a favor del conocimiento en el pensamiento occidental, al punto tal que defensores del funcionalismo hablan del carácter ilusorio de la experiencia subjetiva sin preocuparse por mencionar de qué maneras podemos disipar esa ilusión. La situación es la imagen especular del hinduismo: transitar nuevas y distintas experiencias para hacer conexión con la naturaleza física de la realidad, y alcanzar así a entender nuestra naturaleza infinita, no como Brahman, sino simplemente como una expresión de un universo hecho de materia y energía. Concluimos que el materialismo (o, más precisamente, el materialista) también necesita empezar a inclinar la balanza hacia el lado de la experiencia para desatar el misterioso nudo que ata lo físico con lo mental.