La pasión mediática por la paleontología cumple un ciclo que nunca parece llegar a la madurez: comienza en la niñez con el encantamiento por los dinosaurios y termina casi siempre en una obsesión adolescente por el tamaño. Saber quién tiene el dinosaurio más grande es el leitmotiv de muchísimas notas periodísticas de los últimos tiempos. Digno y fálico como siempre, el Cono Sur nunca deja de exhibir sus meritorios animales prehistóricos para mostrar que, en cuestión de medidas, no tiene nada que envidiarle al resto del mundo. Lejos de ser superfluo, en verdad tenemos motivos para estar orgullosos de esto. Porque sí. Porque, aunque algunos salgamos perdiendo, el tamaño importa.
En los últimos meses los medios hicieron notas y refritos con el hallazgo de un titanosaurio encontrado en la provincia de Chubut, dinosaurio que se cuelga la medalla del más grande del planeta. En reconocimiento a ese mérito, una réplica se exhibe en este momento en el Museo de Ciencias Naturales de New York. Pero, cuando aún no terminábamos de enorgullecernos por este animalito, en Mendoza publicaron hace unos días el hallazgo del Notocolossus, un nuevo dinosaurio que, según los medios, destrona a su vecino chubutense que apenas llegó a disfrutar del podio. A lo lejos miran el mítico Argentinosaurus, el Futalognkosaurus y el Dreadnoughtus que también ostentaron ese título.
Pero claro, nadie quiere quedarse afuera de esta competencia. Los europeos reclaman justicia por el Turiasaurus, los norteamericanos se jactan de tener al Amphicoelias fragillimus y varios otros diplodócidos (esos dinosaurios de cuello largo como Pie Pequeño), tan sólo por nombrar ejemplos primermundistas. El escenario de la contienda son prestigiosas revistas internacionales que en muchos casos están dispuestas a sacrificar un poco de su rigurosidad con tal de publicar algo sobre dinosaurios copados, esos que garpan. Todos tienen con qué, tanto fósiles como argumentos. Cada cual con su bandera.
El error consiste en pensar la paleontología como una herramienta chauvinista y no como disciplina científica. Acá es cuando la bardean.
El tamaño importa, sí. Pero, en defensa de los que no estamos muy favorecidos, podemos decir que el tamaño es secundario y que es la utilización que se le da a las magnitudes lo que prima (no sabemos si la paleontología le robó esta idea a la Cosmopolitan o al revés). La longitud de un dinosaurio –o el peso, como alternativa– sirve como instrumento para el paleontólogo en su rol de reconstructor de ecosistemas del pasado. Un animal de mayor peso requerirá más materia vegetal para alimentarse. Uno de más longitud requerirá un área de mayor influencia. La idea es estudiar el pasado biológico en todas sus formas de manera compleja y completa para entender la historia de la vida y dilucidar un poco más sobre lo que ocurre en el presente. Las magnitudes son necesarias, pero es llegar a esas magnitudes lo conflictivo.
Preguntar cuál es el equipo más grande del fútbol argentino genera opiniones múltiples. Mientras los hinchas de Boca hablarán de las docenas de copas internacionales en sus vitrinas, los de River van a decir que, en materia de torneos locales, Boca LTA. En paleontología pasa algo similar: dependiendo de qué característica miremos, tendremos un dinosaurio de mayor o menor medida. El criterio lo elige el científico según cómo se le presente el objeto de estudio. Si comparamos vértebras, vamos a ver que un dinosaurio sale más favorecido que el resto. Si elegimos las extremidades, será otro el ganador. Las opciones tampoco son tantas. Casi nunca se encuentran ejemplares completos, apenas si con suerte encontramos unos cuantos huesos. Salvo casos excepcionales, no es demasiado lo que se preserva y lo que se puede recuperar, sobre todo si consideramos el tamaño de estos animales cuyos restos pesan toneladas y requieren de muchos recursos económicos, físicos y temporales para rescatarlos.
Entonces comparamos con lo que tenemos, incluso con un único hueso si fuera necesario. Y es acá donde el ingenio científico del paleontólogo saca chapa: en la elección de las piezas a estudiar, de las especies relacionadas para hacer inferencias, en la agudeza de observación y del conocimiento de otros ejemplares para completar el rompecabezas. En fin, de la multiplicidad de variables para reconstruir un animal que en su puta vida alguien vio vivo. La imaginación al poder (y al paper). Los resultados son bien distintos según los criterios y no es fácil en ninguna ciencia ponerse de acuerdo. Si empezamos a prestar atención a estos detalles, vamos a ver que también los argentinos quedamos muy bien parados, incluso cuando, al final del día, la medalla se la lleve un animal de afuera. Posicionar un dinosaurio entre los más grandes del mundo no es sólo cuestión de azar si no de mérito científico. Después viene la prensa, los fondos para nuevas investigaciones y el consecuente reconocimiento que, en muchos casos como el de ahora, es bien merecido.
Entendiendo todo esto, podemos reírnos un poco del eterno dinodebate colosal. Total, ahora sabemos que lo importante no es mostrar que lo tenemos grande, sino que sabemos cómo se hace. RAWR.