"En una cara había cuatro Psilocybe cubensis –altos, finos, curvados–, una de las especies más comunes de hongos alucinógenos. En la otra cara había una cita de William Blake que, se me ocurrió más tarde, alineaba a la perfección el camino del científico con el del místico: 'el verdadero método del conocimiento es la experimentación'."
Michael Pollan - Cómo cambiar tu mente



Repaso mentalmente la lista que me mandó Paloma. Tengo todo listo: el mat de yoga, una manta, una almohada, frutas para compartir después, una botella de agua, un pañuelo para cubrirme los ojos y un cuaderno —a estrenar, especial para la ocasión— que lleva en la tapa dibujos de hongos de todo tipo: el clásico rojo con pintitas blancas, unos azules, gírgolas doradas, algunas que parecen morillas y un ramillete de Psilocybe cubensis, esbeltos y con sus sombreros discretos. Es un cuaderno de hojas lisas que en la primera página tiene una especie de oda que reza así: “Todo empieza con una hoja en blanco”.
Hace meses que vengo investigando sobre hongos y es imposible pasar por alto a los que tienen propiedades psicodélicas: están presentes en cada libro, en cada historia. De alguna u otra forma siempre aparecen. Después de leer tanto, llegó el día: voy a participar de una ceremonia. Junto con otras personas vamos a tomar lo que se conoce como una “macrodosis de hongos psicoactivos”. Estoy tranquila, la persona a cargo me transmite seguridad. Si bien no la conozco, confío en quien me recomendó el contacto.
Me pasan a buscar y vamos hasta una casa hermosa en las afueras de la ciudad, rodeada de árboles. Al llegar, entramos descalzos. El espacio es amplio y el ventanal inmenso da hacia una galería adornada por un sauce añejo, cuyas ramas caen como una cortina verde. Nos invitan a colocar el mat y a elegir nuestro lugar. Opto por acomodar mis cosas en una esquina, contra dos paredes —me da sensación de protección— y con vista al jardín. En el centro están los instrumentos: cuencos tibetanos, tambores, didyeridús y kalimbas —una especie de caja de resonancia pequeña con láminas metálicas que vibran al tocarse con los dedos—. También hay otros artefactos que no sé cómo se llaman ni qué sonido hacen. Salgo a dar una vuelta por el jardín, a sentir el pasto acolchado en los pies, como si fuera un jugador de fútbol reconociendo la cancha antes del partido (aunque no tengo idea de qué hacen los jugadores realmente). Vuelvo a mi rincón. Desde el lugar que elegí puedo ver el sauce.
Va llegando la gente, saludan, se van acomodando. Algunos se conocen de antes, algunos vienen acompañados, otros vienen solos. En un momento llega una chica y me doy cuenta de que la conozco, me pongo muy contenta de ver una cara familiar. Nos saludamos con alegría de reencontrarnos después de tanto tiempo. Ella me dice con honestidad: “Sos la última persona con la que pensaba encontrarme acá”. La frase me quedará resonando.
Cuando ya estamos todos, Paloma se sienta en el centro y nos empieza a contar de qué se trata lo que va a pasar. Es cálida, habla suave y nos muestra los frascos donde ya están macerándose en jugo de naranja las dosis de Psilocybe cubensis de cada uno.
Cuando hace unos días hablamos por teléfono para saber qué tipo de experiencia buscaba y cómo me encontraba física y emocionalmente, además de hacerme preguntas de rutina —mi estado de salud en general—, charlamos sobre mis preferencias sobre la dosis. Yo le decía que tenía mis dudas de tomar una dosis muy alta porque tenía miedo, dada la situación actual del país y del mundo, a estar muy sensible y entrar en una espiral de desesperanza (suelo ser optimista, pero hay días que me cuesta más).
—Claro, entiendo perfectamente. ¿Conocés a Joanna Macy? —me preguntó Paloma.
—No, ¿quién es? —respondí intrigada.
—Es una autora, activista y académica conocida por su trabajo en el ámbito del ecofeminismo, el budismo, y la ecología profunda. Ella dice que el dolor por el mundo no es algo que haya que evitar o suprimir, es un aspecto fundamental de nuestra conexión con la vida. Aquellas personas que son sensibles o de alguna manera tienen el privilegio de poder sentir ese dolor, está bien que lo lloren, lo pasen por el cuerpo y lo transiten. Al honrar ese dolor, accedemos a una fuente profunda de poder y resiliencia.
Inmediatamente y frente a toda sorpresa, se me llenaron los ojos de lágrimas. Nunca lo había pensado así. Le confieso un poco con la voz quebrada que me hizo llorar, y de repente me invade la risa: todavía no empezó el viaje de hongos y ya estoy lagrimeando. Más tarde leo que Joanna Macy reinterpreta la sensibilidad como una fortaleza. Las personas sensibles son las primeras en percibir las señales de advertencia y pueden desempeñar un rol crucial como sistemas sensoriales de la sociedad, despertando a otros y motivando la acción.
De todas formas, se ve que no fui la única con ciertas dudas porque antes de arrancar la ceremonia Paloma nos dice que le pareció adecuado bajar un poquito la dosis en general: fue un año difícil para todos. Nos explica que conviene macerar el hongo en un medio ácido, como jugo de limón u otro cítrico —en nuestro caso, jugo de naranja— para facilitar el pasaje de psilocibina a psilocina, ya que eso favorece una absorción más rápida y eficiente, y mejora la tolerancia en el sistema digestivo.
La psilocibina representa aproximadamente el 1 % del peso seco de los hongos psilocibios. En su forma fresca, estos hongos contienen psilocina, una molécula de la familia de las triptaminas con una estructura química muy similar a la serotonina, un neurotransmisor involucrado en el estado de ánimo, las emociones y el sueño, entre otras funciones.
Esta similitud permite que la psilocina active los receptores de serotonina en la corteza cerebral, lo que genera efectos significativos sobre la percepción y el estado emocional. Al secarse el hongo, la psilocina se transforma en psilocibina, una molécula más estable y soluble en agua. Se recomienda comerlos secos para que no caigan mal a la panza, pero macerados en un medio ácido para que la psilocibina se vuelva a transformar en psilocina, ya que esta atraviesa la barrera hematoencefálica —una especie de protección natural que filtra las sustancias que entran a nuestro cerebro—.
Paloma nos explica lo que podemos llegar a sentir a medida que la sustancia comience a hacer efecto: algunos temblores, tal vez taquicardia. Saber lo que podría ocurrir alivia la ansiedad y ayuda a entregarse a la experiencia. También es posible que alguien llore, o que, dado que los honguitos pueden ser “pícaros”, terminemos riendo, o incluso riendo y llorando al mismo tiempo. Luego, nos reparte a cada uno nuestro frasco, con una etiqueta que lleva nuestro nombre y la dosis. En mi caso son 2 gramos, lo que me deja tranquila, ya que es mi primera vez y no me animo a una dosis más alta. Mientras que las microdosis suelen oscilar entre 0,1 y 0,5 gramos —y no tienen efecto psicoactivo—, entre 0,5 y 1,5 gramos ya se considera una “dosis de museo” o mesodosis. Por otro lado, entre 2 y 4 gramos se considera una macrodosis, y quienes consumen 4 gramos suelen experimentar la disolución del ego, esa sensación de dejar de ser uno mismo y diluirse en el éter.
De todas maneras, cada persona puede presentar distinta sensibilidad, por eso es importante ajustar la dosis a cada situación particular. Más allá de que siempre hay que ser cuidadosos, y hacerlo con acompañamiento es lo ideal, no es recomendable que cualquiera consuma este tipo de sustancias, especialmente personas con antecedentes de psicosis, ya que podrían tener una mala experiencia y les podría costar mucho recuperarse. Además hay poca información al respecto, ya que en general los pacientes con esquizofrenia o trastorno bipolar suelen excluirse de los ensayos médicos. Recién ahora está comenzando a haber más estudios clínicos en estas poblaciones. A pesar de las precauciones que hay que tener, es bueno saber que no se conoce una dosis letal de psilocibina, y se considera una de las sustancias psicoactivas más seguras que existen.
Después de las explicaciones y una ronda para compartir expectativas y agradecimientos, llega el momento. Tengo el frasco en la mano, huelo el dulzor cítrico inconfundible del jugo de naranja, e incluso llego a percibir las notas más terrosas del Psilocybe cubensis.1 “Cubensis” significa “procedente de Cuba”, donde se recolectó por primera vez en 1904. El sombrero es de color marrón dorado con motas blancas y tiene tendencia a mancharse de azul cuando se lo toca.
Nunca hice esto antes así que tengo mucha curiosidad, pero también temor. ¿Y si tengo un mal viaje? ¿Y si me cae mal a la panza? ¿Y si me la paso llorando? Me tranquiliza saber que estoy acompañada por personas con experiencia, que me van a cuidar pase lo que pase. También me tranquiliza observar el sauce, el techo de madera. La casa está rodeada de un jardín frondoso y el día cálido de fines de primavera no podría ser más agradable. Estoy en mi mat, con mi almohada, con mi pañuelo para cubrirme los ojos, con mi acolchado (el clima está perfecto, pero puede que los hongos bajen la temperatura del cuerpo y es lindo taparse y arroparse). Estoy en un lugar extraño pero rodeada de objetos familiares y de personas cálidas y amables. Cuando me tocó hablar a mí en la ronda, dije eso: “Estoy agradecida, el mundo está lleno de personas que desean el bien”. No me hubiera animado a esta experiencia en otras condiciones.
Leí bastante y charlé con personas sobre la importancia de que el set y el setting sean adecuados para tener una experiencia agradable. El set refiere a cómo está uno, el estado emocional o psicológico, cómo nos encontramos, cuáles son nuestras expectativas, nuestra actitud frente a la experiencia. El setting refiere al entorno, cómo es el lugar en el que vamos a transitar la experiencia. ¿Es agradable? ¿Hay naturaleza? ¿Quiénes te acompañan? ¿Hay luz? ¿Música? En nuestro caso la casa es preciosa, el jardín colabora y además de Paloma, hay dos chicas más que van a acompañar tocando los instrumentos y que nos van a poder ayudar en caso de necesitarlo. Están aquí para asistirnos y su presencia me da mucha tranquilidad. Más tarde, al escucharlas tocar, me parecerá que son elfas o druidas, sacerdotisas de la naturaleza.
Respiro hondo y pruebo el macerado. Es sabroso —el jugo de naranja lo es— y el hongo tiene gusto… a hongo, así que también está bien. Voy tomando de a sorbos hasta que lo termino. Le agrego agua al frasco para capturar aquellos trocitos de hongo que quedan pegados al vidrio.
Me acuesto y cierro los ojos. Me cubro con el pañuelo. Podemos pararnos e ir al jardín, pero la invitación es hacer el viaje hacia adentro.
Comienza la música.

Pienso en todo lo que tuvo que pasar para que un grupo de personas estemos ahí, consumiendo un hongo con propiedades psicoactivas y dejándonos llevar por las vibraciones de los cuencos.
La historia de estas sustancias es un cruce fascinante de múltiples aventuras, una sucesión de eventos concatenados que han moldeado las culturas humanas y nuestra percepción del mundo.
En América, los “hongos mágicos” 2 “Dice Celeste Romero, una médica psiquiatra experta en medicinas de la conciencia: “lo cierto es que mágicos, mágicos, no son, abren posibilidades donde antes había rigidez o bloqueo”. eran conocidos y utilizados por los aztecas mucho antes de la llegada de los españoles. Consumidos en ritos chamánicos, ceremonias y rituales de transición hacia la adultez, su uso tiene una historia de cientos, posiblemente miles de años. Los aztecas los llamaban teonanácatl, que significa “carne de los dioses”, y su consumo estaba profundamente ligado a experiencias espirituales y de conexión con lo divino. Sin embargo, tras la colonización y la imposición de la religión cristiana, su uso quedó relegado al ámbito clandestino y desconocido para la mayor parte del mundo.
Esto cambió a mediados del siglo pasado, cuando el micólogo estadounidense Robert Gordon Wasson realizó un viaje a Oaxaca y participó en una ceremonia con hongos mágicos guiada por la chamana mazateca María Sabina. Wasson recogió muestras de Psilocybe y publicó en 1957 un artículo en la revista Life titulado “Hongos que causan extrañas visiones”, donde relató su experiencia. Este evento marcó un antes y un después, llevando el conocimiento de los hongos mágicos al público occidental.
Un tiempo antes, había ocurrido otro hito histórico en el mundo de las sustancias psicodélicas: el descubrimiento, casi por accidente, de la molécula de dietilamida de ácido lisérgico (LSD) —que también proviene de un hongo, el cornezuelo de centeno— por el químico suizo Albert Hofmann en 1938. Sin embargo, no fue hasta 1943 que Hofmann experimentó el primer “viaje” de LSD en la historia de la humanidad. Entonces se dio cuenta de que había creado una sustancia extremadamente poderosa y con un potencial transformador para la mente humana.
A partir de ahí, estas sustancias comenzaron a ganar notoriedad. Científicos, terapeutas y psiquiatras quedaron fascinados por las posibilidades que ofrecían: el estudio de la mente, la conciencia y el tratamiento de afecciones como la depresión y las adicciones, además de la capacidad de inducir experiencias espirituales intensas, comparables a las descripciones místicas de todas las religiones. Por otro lado, el creciente uso recreativo y su asociación con movimientos contraculturales llevó a una reacción adversa. Surgió una intensa propaganda que presentaba estas sustancias como peligrosas, capaces de desencadenar locura, suicidio o comportamientos incontrolables. Esto derivó en la prohibición de las drogas psicodélicas en la década de 1970, empujándolas a la clandestinidad y deteniendo casi por completo la investigación científica.
Sin embargo, en la década de 1990, comenzó un resurgimiento. De a poco, investigadores en todo el mundo retomaron el estudio del potencial de estas sustancias. Actualmente, las investigaciones muestran resultados prometedores en el tratamiento de la depresión resistente, el trastorno de estrés postraumático, las adicciones y la ansiedad al final de la vida. Además, muchas personas consideran que estas sustancias ofrecen algo aún más profundo: la posibilidad de sanar nuestra desconexión con la naturaleza y con nosotros mismos. Para muchos, los hongos parecen actuar como catalizadores de la neuroplasticidad, ayudando a reconectar el vasto cableado sináptico del cerebro. Esto abre nuevas posibilidades, no sólo en el tratamiento de afecciones mentales, sino también en el fortalecimiento de una conciencia más integrada. Ayudan a las personas a reconocer su cuerpo como una extensión del cuerpo de la Tierra, promoviendo una conexión profunda con el entorno natural. Más allá de los efectos terapéuticos, muchas personas encuentran en estas experiencias una forma de redescubrir su lugar en el mundo, integrando modalidades sensoriales, pensamiento y emoción en una experiencia más holística.

La mente —la voz, ese narrador que todos tenemos— empieza a ir para todos lados. A medida que las vibraciones de los cuencos se hacen más intensas, me cuesta pensar de la manera en que pienso durante la vigilia. Me doy cuenta de que estoy empezando a sentir el efecto de la psilocina, que me tengo que dejar llevar, que va a estar todo bien. La sensación es agradable: se siente como flotar y como si alguien hubiera apretado un acelerador en mi mente, como si todo fuera a mayor velocidad. La música va dibujando colores y los colores van cambiando, como gotas de pintura diluida en agua, pero en ningún momento pierdo la noción de dónde estoy, de quién soy, de qué quiero. Alguien llora al lado mío y me angustio. Pienso: yo quiero pasarla bien.
Me parece increíble que una sustancia fabricada por un hongo… ¿Para qué la fabrica?…se parezca tanto a una molécula producida por mi propio cuerpo, la serotonina, al punto de poder hackearme el cerebro. ¿Cuál es el valor adaptativo de la molécula de psilocina? También me resulta asombroso que sepamos tanto al respecto. Sabemos la posición de cada átomo de las triptaminas, conocemos las zonas del cerebro donde están los receptores —y de qué subtipo son— a los que más se adhiere la psilocina. ¿De qué le sirve al hongo? Por supuesto, aún ignoramos muchas cosas sobre la mente y la conciencia, y lo que queda por descubrir es tan vasto que me abruma. Pero también es impresionante cuánto hemos llegado a entender.
Me vienen a la mente las palabras que me dijeron más temprano: “Sos la última persona con la que pensaba encontrarme acá”. ¿Por qué? ¿Por qué soy la última persona? Quizás lo dijo sin pensarlo demasiado y yo le estoy dando una dimensión que no tiene, pero… no fue la única que me dio a entender algo parecido. Parecería que hay una especie de contradicción entre el materialismo científico que me caracteriza y mi deseo de tener una experiencia que podría definirse como espiritual. ¿La hay realmente?
Hay algo que es cierto, la mayoría de las personas que están ahí conmigo quizás tienen otro abanico de creencias, que me resultan interesantes y del que incluso intento participar para no sentirme excluida, pero que no resuena íntimamente conmigo. No creo en la astrología, no sé qué significa que la Luna esté en Géminis, no creo que haya relación entre Mercurio retrógrado y nada que nos pase en la Tierra, tampoco creo en espíritus o en entidades que puedan entrar en nuestro cuerpo; sí creo en las interpretaciones y en el simbolismo, y en las historias que nos narramos a nosotros mismos.
Las vibraciones y los cantos se intensifican, llenan el espacio. Las ideas se vuelven más difusas y menos lineales. Me cuesta seguir un hilo coherente; son sólo preguntas sueltas que flotan en mi mente. La vibración del sonido, que supongo es el del didyeridú —profundo y envolvente—, me genera una incomodidad inesperada. Resuena en mi cuerpo y, de alguna manera, me hace doler los dientes, como cuando pruebo algo muy frío. Me paso la lengua por toda la dentadura en un intento de aliviar la molestia.
El sonido es penetrante, casi físico, y parece dibujar colores y sensaciones que cambian con las frecuencias. Los tonos más graves se vuelven más violetas. La sensación en los dientes persiste, como si la vibración estuviera perturbando los nervios. No es un dolor exactamente, pero ahora me obliga a buscar alivio. Meto los pulgares en la boca y acaricio una a una las muelas lisas, los colmillos, las paletas. Me sorprende la textura, la forma, la dureza. ¡Están hechos de hueso! De repente, me invade una claridad fascinante: siento mi mandíbula como una escultura ósea, maravillosa en su diseño. Y con esa percepción viene la certeza de que soy una calavera. Es curioso; algo tan evidente como el hecho de que estoy hecha de huesos se convierte en un descubrimiento revelador. Me río por lo obvio de mi hallazgo: claro que soy una calavera, claro que estoy hecha de huesos. Pero hay una diferencia abismal entre saber algo y sentirlo con certeza. Y la diferencia está en la intensidad de la experiencia, en la claridad y belleza de esa certeza.
Pienso en la expresión latina memento mori, que significa algo así como “recuerda que vas a morir”. En ese momento lo siento con profundidad: soy una calavera. Algún día seré sólo una calavera. Algún día ni siquiera eso. Pero, lejos de angustiarme, me invade una sensación de alivio. Tocarme los dientes, sentir mi mandíbula, me llena de paz. La certeza de la muerte no es aterradora; es un recordatorio de lo maravilloso que es estar viva.
El viaje sigue, percibo cada propuesta musical como actos dentro de una obra de teatro. El telón se abre y se cierra, y cambia por completo la escenografía. Los sonidos fluctuantes, por momentos suaves y tranquilos con crescendos explosivos, me transmiten una sensación de aventura —un capítulo que recuerdo especialmente de color azul— y la sensación de que la vida tiene que ser vivida con urgencia. Hay algo inefable pero que perdura, esa emoción de descubrimiento y valentía, tengo la sensación de estar embarcándome en una búsqueda épica y explorando lo desconocido. ¿De qué aventura se trata? En medio de la confusión a veces lanzo una pregunta, como si consultara un oráculo: ¿Quiero tener otro hijo? ¿Cómo hago para terminar el libro? Las contestaciones me las doy yo misma. De acá no van a salir todas las respuestas. El libro ya está escrito. Además… es sólo un libro.
Tengo ganas de hacer pis. Abro los ojos. Todo sigue igual. Pruebo pararme y descubro que puedo caminar perfectamente. Despacio, sin molestar, esquivo los mats y voy hasta el baño. Adentro está oscuro y hay una vela encendida. Hago pis mirando la llama. Es como si estuviera viendo el fuego por primera vez. El azul, el naranja, el amarillo, me cautivan. ¿No es acaso el fuego un misterio profundo? Me río de mí misma: una mujer sentada en un inodoro mientras mira absorta una vela.
Cuando vuelvo a mi rincón, sigo soñando un rato más. Abrazo mi materialismo científico con fuerza. Mi conexión con la naturaleza es real. El escrutinio científico, por más que se lo acuse de reduccionista, es fuente de conocimiento y disfrute para miles de personas. Al final, estamos todos ahí, sintiendo todos emociones parecidas de esa paleta cromática que es la vida. Todos buscamos lo mismo. La aventura científica es para mí aquello que le da sentido a mi breve existencia.
Paloma canta una canción en inglés que, traducida al español, sería algo así: “Fuimos creados por el sonido, fuimos creados por la canción del universo, cantando con los árboles, cantando con la canción del universo, cantando con las ballenas, cantando con las abejas melíferas, toda la creación canta”.

De a poco voy volviendo, con cierta desilusión me doy cuenta de que la aceleración mental del principio ya está mermando. Siento que pasó muy rápido —después me enteraré de que fueron más de cuatro horas—. La música es ahora de una guitarra suave que me va despertando. Abro los ojos y el sauce está brillando por el sol de la tarde, como una cascada verde salpicada de luz. La sensación es de calma y plenitud. No tengo ningún tipo de dolor ni incomodidad. Deseo con todas mis ganas que las personas que sufren no sufran y experimenten un poco lo que estoy sintiendo en ese momento: una mezcla de gratitud, paz, y suavidad. Busco mi cuaderno, el de la tapa de hongos. Todo empieza con una página en blanco. Sonrío. Me siento yo misma una página en blanco. Quiero escribir para intentar retener algunas de las sensaciones, no quisiera que la experiencia se me escurra del todo, pero no tengo fuerzas. Estoy tan bien.
Los psicodélicos relajan las creencias rígidas sobre cómo percibimos el mundo, como si bajaran el volumen de ese murmullo interno que nos sirve para vivir, pero que a veces nos encorseta.
Puede haber lugar para nuevas perspectivas.
Escribo con la poca energía que tengo: “Podría haber vida igual, sin tanta necesidad de sentido”.