Directo a tus tripas

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"La casa de shiitake es un lugar misterioso y brumoso, donde 10.000 troncos cubiertos de hongos reposan en estantes que se elevan hasta el techo en ocho niveles. Era inquietante. El lugar se sentía más como una granja de animales que comoun vivero de plantas. Había algo casi consciente en todos esos hongos. Emitían una fuerza vital intensa, como un árbol muy antiguo que ha estado allí el tiempo suficiente para adquirir cierta conciencia."

Eugenia Bone - Mycophilia

Manuela Donnet tiene la energía de un rayo. Y en Japón dicen que cuando un rayo golpea el suelo, los shiitake brotan como locos. 

Siempre trabajó. Comenzó a los 12 años con changas para pagarse el viaje de egresados, y desde entonces no dejó de moverse. Entró a McDonald´s en la época en que los lunes las hamburguesas costaban 40 centavos, y allí aprendió el ritmo frenético de la cocina. Ese caos la fascinaba; sentía la necesidad de vivir en adrenalina y tensión. Odiaba la escuela. Siempre fue autodidacta. Trabajar también era una forma de aprobar las materias: le tenían un poco de consideración. En las cocinas no necesitaba ni títulos ni estudios formales. Le gustaban el ruido, las corridas, el rush, todo ese desorden. Mientras, dedicaba su tiempo libre a proyectos culturales: tuvo una editorial independiente, organizaba fanzines y fiestas con bandas de punk y noise. Pero en un momento que no puede precisar, la cocina comenzó a importarle más que cualquier otra cosa.

—Nunca me cerraba la receta de nadie, ni la fórmula de nadie. Eso sí, me encantaba cocinar, y pensé: “Bueno, me voy a armar un restaurante con mis propias recetas”, que creo que es lo que hace cualquier cocinero cuando no encuentra su lugar en el mundo: necesita hacerse su propio espacio.

Originalmente, en su sueño el restaurante era de sopas. Sin embargo, las estaciones del año la obligaron a cambiar de planes: abrió en noviembre y tuvo que dejar de lado la idea de cocinar un plato tan invernal. En ese entonces todavía trabajaba en un puesto del mercado de San Telmo. En el puesto de al lado, había una chica que vendía productos naturales sueltos y siempre tenía su cajita de champiñones. Manuela le pidió uno para probar, y así empezó todo.

—En 2016, en Buenos Aires sólo se conocía el champiñón y el portobello, que, bueno, son prácticamente lo mismo. Pero de a poco empezó a llegar gente que cultivaba gírgolas. Yo decía: “Bueno, que las traigan”. Venían a comer y me traían un paquete de gírgolas. Después alguien dijo: “Ah, yo conozco a uno que hace shiitake”. Y así, de la nada, el restaurante se transformó en un restaurante de hongos.

De la nada, no. Ella no lo sabe, pero es como un rayo que golpea el suelo.

—Yo creo que el shiitake es el hongo más sabroso por excelencia, cumple con todo. Lo tirás en un aceite, lo sofreís y es riquísimo; lo hervís, le ponés sal, y sigue siendo riquísimo; lo fermentás y también es riquísimo. Incluso crudo es riquísimo, no falla. No hace falta ser cocinera para disfrutar del shiitake. En cambio, otros hongos suelen tener poco sabor porque tienen mucha cantidad de agua. Un champiñón, por ejemplo, está compuesto en un 93 a 95 % de agua, y eso influye en su intensidad de sabor. El shiitake, en cambio, es mucho más compacto y carnoso. Te da una sensación de saciedad en la boca y tiene ese sabor umami, ese sabor que trabajan todos los hongos, pero en el shiitake está ahí como —hace una pausa y un gesto con la mano señalando bien arriba— elevadísimo. 

El umami —que en japonés quiere decir “sabroso”—  es el quinto gusto que percibimos con nuestras papilas gustativas además de los clásicos: dulce, amargo, ácido y salado. Fue el último en descubrirse. Químicamente, el responsable de este sabor es el glutamato, un aminoácido; aunque difícil de describir, esta molécula le da a los alimentos un sabor profundo que algunos podrían describir como  a carne, a caldo de pollo, a proteína. El ajinomoto, un conocido potenciador del sabor, no es otra cosa que glutamato de sodio. 

El shiitake —o Lentinula edodes—, además de un sabor umami profundo que se mantiene en la boca, tiene una textura aterciopelada y es carnoso, con muchas vitaminas, sobre todo vitamina B, y presenta altos niveles de zinc, hierro, manganeso y fósforo. Su sombrero es marrón, tostado. En la naturaleza crece en madera en descomposición, puede ser de roble, arce, haya o castaño. Es probable que el shiitake sea el primer hongo cultivado por la humanidad. Hay registros que se remontan al año 1200 en China. Y en Japón se aplicaba una técnica peculiar: los artesanos cortaban troncos, les realizaban unos agujeros en la superficie y los rellenaban con inóculo de shiitake. Luego se cubrían los agujeros con cera y se apilaban. Cuando el micelio llegaba a los extremos de los troncos, ya estaban listos para fructificar. 

Con el shiitake, Manuela creó un plato que se ha convertido en uno de los clásicos de su restaurante. “Shiitake anchoíta” tiene ya unos tres años y es uno de los pedidos más populares. Se trata de un plato frío, algo difícil de lograr con hongos, pero que Manuela fue perfeccionando. Es como un tartar —una preparación de carne o pescado crudo condimentado—, pero en este caso la base del plato es un puré de berenjenas asadas, mezclado con un paté de nuez que agrega suavidad y un matiz ligeramente dulce. Sobre esta capa se disponen las fetas de shiitake, previamente marinadas en sal para realzar su sabor. El montaje se completa con láminas de manzana verde deshidratada, brotes frescos que aportan un toque crujiente y esferificaciones de vermut que explotan delicadamente en el paladar. 

Hay otro plato que me llama la atención: es a base de fermento de castañas de cajú,1Los fermentos no son otra cosa que el producto de bacterias o levaduras, que también son hongos, que descomponen azúcares y otros compuestos orgánicos para conservar los alimentos y transformar su textura y sabor. champiñones enteros sarteneados en un licor de aceitunas, acompañado de galletitas de semillas deshidratadas durante 50 horas a menos de 40 grados —para conservar todos sus nutrientes—, que representa de alguna manera un bosque: en la base está el micelio, sobre él, las setas y el verdín. 

—Todo esto pasa directo a tus tripas, lleno de sabor y textura.

—Cuando era chica mis abuelos vivían en una quinta en Ezeiza. Los fines de semana, y en los veranos, íbamos a visitarlos. Para mí, viajar hasta allá era toda una aventura. Mi abuelo nos pasaba a buscar en su auto, y ese trayecto de una hora y media, cruzando por el Mercado Central, era mágico. Veía los bosquecitos y los árboles al costado del camino. Sentada en el asiento trasero observaba cómo las sombras de los pinos cortaban el cielo al atardecer. Esos recuerdos quedaron grabados en mí, y el plato refleja ese viaje y esos momentos tan felices. Cuando empecé a crear platos en Fraga y Maure —el primer local estaba ubicado en esa esquina—, esos recuerdos de mi infancia volvieron con fuerza. Siempre me ha parecido importante mirar hacia atrás. Al fin y al cabo, la comida que nos gusta, aquella que nos emociona, está conectada con nuestra niñez.

Cada elemento es una imagen que evoca momentos de su infancia. Son pequeños detalles que, aunque puedan parecer simples, cuentan su historia. 

—Recuerdo que mi abuela, alemana, hacía goulash. Cuando ella falleció, sentí que no podía seguir sin comer un goulash. Fui a un centro alemán, pedí el plato, y me largué a llorar. Terminé abrazando a la mujer que lo había preparado. Ese acto de volver al pasado, a través del sabor, cura y sana. Es algo que intento transmitir en cada plato. 

Es que, a través de la comida, los muertos vuelven a la vida. Manuela me cuenta de la vez que un turista de Nápoles se emocionó en su restaurante al probar unos redonditos de ricota que le recordaban a su nona. Pero la memoria es caprichosa y no se sabe qué mecanismo puede activar un recuerdo.

—Siempre les digo a los comensales: “Nunca voy a cocinar como tu abuela, pero si logro que algo de lo que preparo te provoque ese recuerdo en el espíritu, para mí es suficiente”.

Para Manuela, la cocina se transformó en una forma de responder una pregunta existencial: ¿qué huella quería dejar en el mundo? Decidió que, como cocinera, quería alimentar bien a las personas, de manera rica y sana. Creía que una comida podía ser nutritiva y deliciosa al mismo tiempo, sin ser aburrida ni carente de alma. De ahí que tenga sentido que le guste tanto el shiitake. Su restaurante se convirtió en una extensión de ese principio. Allí no hay harinas, carnes, conservantes ni ingredientes ultraprocesados. Su misión es crear la comida más rica y sana posible. Para ella, ese es su legado.

—Como restauradora, tengo que ir también con lo que le pasa a la sociedad, y la verdad es que hoy en día la gente no está para el fine dining, esa cocina ultrameticulosa con muchísimos pasos. 

—¿Restauradora

—Sí, restauradora, las personas que tenemos un restaurante somos restauradores. Antes decía “Hola, tengo un restaurante”. “Entonces, ¿vos sos la jefa?”, me preguntaban. Y esa palabra me molesta mucho, ¿la jefa de qué? No tengo el control de absolutamente nada, hago lo que puedo. Entonces me fijé cómo se llama, y se llaman restauradores los que tienen un restaurante. Los restaurantes eran el comedor de una familia que abría sus puertas y daba de comer lo que se comía ese día. Esto surgió por necesidad, durante las guerras, para los soldados que quedaban en la nada y necesitaban un lugar donde comer. O para los comerciantes que iban de Jerusalén a Irán transportando condimentos; esa gente tenía que comer. En cada pueblito había uno o dos. Y no sólo iban a comer, también dormían y se bañaban, y seguían su camino. Es algo que te restaura. Estás sucio, muerto de hambre y con sueño, llegás a ese lugar, te dan una cucha, comés algo, quizás subís a un segundo piso tipo fonda, como en El Zorro, donde había un montón de literas. Al día siguiente desayunás, y eso lo pagás con lo que tengas: una moneda de cobre, de oro, un kilo de arroz o de comino.

Manuela tiene una preocupación genuina por compartir la información, que cada vez más familias puedan comer más conscientemente. No quiere que ninguna persona se pierda el mundo de los hongos. 

—Cuando era chica, a mí no me educaron para comer hongos. Hay tantos prejuicios sociales alrededor de los hongos que hay que revertir... Es un trabajo de hormiga, pero creo que con los años puede llegar a todas las familias. Es algo que no me da ningún rédito económico; simplemente creo que tenemos que comer hongos porque están buenísimos. Son muy sanos, nutritivos, y pueden reemplazar la carne. Además, no todos podemos darnos el lujo de comprar carne que no esté llena de químicos y que cumpla con estándares básicos. Hoy todo viene en bandejas de plástico, con film, y ni sabés las cosas que le han metido. Más allá de si sos vegano, no vegano, cheto, hippie o lo que sea, la alimentación es clave. Es importante saber de dónde vienen las cosas que comemos. Si uno tiene la posibilidad, vale la pena destinar dinero a alimentos de buena calidad, ya sea un hongo, carne o leche, y aprender a no dejar que los ultraprocesados nos arruinen la salud. Es un país que no está acostumbrado al hongo, y la verdad es tristísimo porque toda la costa atlántica tiene hongos, y en nuestro sur hay una variedad increíble.

Con ese espíritu de expansión, junto a su amiga y socia La Negra, se embarcaron en el ambicioso proyecto de hacer un festival. Así nació Acción Fungi, levantando el teléfono y comenzando a contactar a personas apasionadas: productores, cocineros, científicas, artesanos. En Acción Fungi no sólo se habla de hongos, sino que se generan momentos de encuentro. Es un espacio para disfrutar charlas, adquirir conocimientos simplemente conectando con personas apasionadas. Aún así, y sin perjuicio del costado humano, lo que más recuerdo de la última vez que fui son unos deliciosos panchitos de shiitake. Mi memoria también se guarda en las tripas.    

Recientemente un grupo de investigadores japoneses buscó estudiar el fenómeno en el cual los shiitake proliferan luego de que un rayo impacta en el suelo. Descubrieron que exponer al micelio a una carga eléctrica de más de 50.000 voltios duplica el volumen de las setas. La explicación que encontraron es que tal vez exista un mecanismo que haya sido seleccionado por la evolución para desencadenar la fructificación una vez producida la descarga: un rayo podría representar un peligro para la propia supervivencia y, por lo tanto, la señal de que es hora de buscar nuevos destinos. Además la descarga eléctrica podría proporcionarle al hongo un árbol muerto, es decir, un sustrato que hay que aprovechar. 

Manuela Donnet, con la fuerza de un rayo, hace fructificar proyectos y transforma ideas en realidades. Al igual que el shiitake, su propuesta no sólo nutre y restaura, sino que está cargada de sabor y profundidad. Amplía la textura del mundo, fomenta la colaboración, abre puertas, suma voces, conecta personas y crea espacios. 

Para ella es simple: 

—Todos te pasan la data. Son así. Es una especie de militancia del hongo. Si no nos ayudamos entre nosotros, esto se muere. 

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