Piensa
Ni el miedo ni el valor nos salvan. Vicios innaturales
Son engendrados por nuestro heroísmo. Nuestros crímenes
Descarados nos imponen virtudes.
Estas son lágrimas arrancadas al Árbol de la Ira.
T. S. Eliot, Gerontion
El 27 de mayo de 1610 una multitud se agolpó en lo que hoy es la Place de l’Hôtel-de-Ville de Paris y literalmente alquiló balcones para asistir a la tortura y ejecución pública de François Ravaillac, condenado por el “…muy detestable parricidio cometido en la persona del finado Rey Enrique IV”. Por supuesto, Ravaillac no era hijo del rey, así que el término parricidio, asesinar al padre, parece una curiosidad inexplicable. Pero si reflexionamos un poco veremos que, si cada familia estaba —según las ideas de la época— encabezada por un padre, y Francia estaba encabezada por el rey, entonces el rey era el padre de la familia de todos los franceses. Una familia es parte de un reino que es también una familia. La idea no era nueva entonces (ya los romanos llamaban Pater Patriae, Padre de la Patria, a ciudadanos distinguidos). Y cuando en 1757 Robert-François Damiens intentó asesinar a Luis XV, también fue condenado como parricida.
Es que la idea de que los sistemas complejos, como los reinos, están compuestos de otros sistemas del mismo tipo, uno dentro de otro, es una idea muy común, tal vez una de las más comunes de nuestra historia intelectual.
Pensemos en Nicolaas Hartsoeker, pionero de la microscopía, y el primero en observar espermatozoides, a los que dibujó como pequeños hombrecitos (¿de qué otro modo podría construirse un ser humano sino a partir de otro ser humano diminuto?). Cada uno de estos hombrecitos tenía que tener también espermatozoides, con lo cual cada uno tenía incluido en sí a todas las generaciones futuras de la humanidad (algo no tan difícil de creer para esa época, que pensaba en un mundo que no había de durar más que unos 6 mil años, del Génesis al Apocalipsis). Su idea fue vigorosamente discutida por otra escuela biológica, que sostenía que los espermatozoides no podían ser esos homúnculos (como los llamaron) ya que la lógica indicaba que los homúnculos estaban en los óvulos.
Que un reino no sea una familia, que lo que da origen a un ser vivo no tenga pinta de un ser vivo, que las causas no se parezcan a sus consecuencias es todavía anti-intuitivo para nuestras mentes que, viviendo en un mundo que se entiende con las reglas de la ciencia, a menudo siguen narrándolo con las reglas de la magia.
En 1705, Bernard Mandeville, economista y médico, se preguntó si las causas tenían que parecerse a las consecuencias en su Fábula de las Abejas, donde muestra cómo las virtudes privadas (en su caso, la frugalidad y el ahorro) se pueden convertir en vicios públicos (si nadie gasta, nadie trabaja pues no hay a quien venderle lo que se produce):
“Las abejas, que se volvieron económicas y moderadas, no gastaron ya nada: no más lujos, no más arte, no más comercio.”
O sea que, si las abejas fueran menos virtuosas, el mundo de las propias abejas funcionaría mejor. Haciendo lo que está bien logran empeorar la vida de todas. La mejor de las acciones provocando un resultado malo es un ejemplo de por qué, a veces, las causas y sus consecuencias no se parecen mucho, o incluso van en sentido contrario, y eso nos dificulta actuar para ir hacia donde queremos ir. En 1971, el futuro Nobel de Economía Thomas Schelling escribió un paper explicando cómo modelar situaciones en las cuales el resultado agregado de las acciones de los sujetos, que actúan basados en sus preferencias, terminan en un resultado que nadie prefiere, que es a veces más extremo que las preferencias, y a veces incluso todo lo contrario de lo que buscan, contrariando la idea de que las causas se entienden como reflejo de las consecuencias, o viceversa. Un reino donde las familias no tienen reyes, un conjunto de familias que no tienen como padre un rey.
Partes y Todo
Si miramos una ciudad y vemos cómo se distribuye en ella la gente, podemos preguntarnos si esa distribución es al azar o no. Si vemos patrones que se repiten más allá de lo esperable, si vemos que los bancos están todos en el centro, y los bares están todos en otra zona, podemos deducir que probablemente esa distribución no es al azar, y que hay algún otro tipo de proceso en funcionamiento; a eso lo llamamos segregación: cosas que se separan de un modo que no es uniforme.
Por ejemplo, esta es la ciudad de Chicago, EE.UU., según cómo se distribuyen en ella los distintos grupos étnicos:
No importa qué color es qué grupo, lo importante es notar que la distribución de gente en el mapa es bien distinta de la que veríamos si hubieran llegado ahí por casualidad. Y como no es una distribución aleatoria, tiene que haber algún tipo de proceso cambiando lo que pasa.
Si pensamos en qué tipo de proceso ocurrió, una hipótesis interesante es que haya sido por las elecciones, por las preferencias y rechazos, de quienes habitan en la ciudad. A este proceso mental, a esta elección, la podemos llamar discriminación: no es un hecho observable como la segregación, sino el proceso mental de los sujetos que forman la ciudad (Discriminar sigue un gradiente curioso, viene del latín discriminare, que quiere decir distinguir, discernir, separar, cada vez menos inocente, hasta que llegamos a que viene de la misma raiz que crimen. En fin).
Si miramos el mapa de Chicago, vemos claramente que está segregado por grupo étnico, y lo primero que quizá nos venga a la mente es que dicha segregación está causada por algún tipo de discriminación racial. Sería lógico, casi evidente, un homúnculo de Hartsoeker. La gente se agrupa de acuerdo a sus preferencias, y si se agrupan mucho es porque tiene preferencias muy fuertes. Ahora bien, como Schelling analiza con sutileza, es difícil definir por qué sucede. Podría ser puro y simple racismo. Podría también ser discriminación basada en cuestiones económicas disfrazadas de cuestiones raciales (por ejemplo, si los azules son más pobres que los rojos, en los barrios donde hay rojos los precios suben, porque hay quienes pueden pagar más, lo que hace que los azules migren a barrios más baratos, que justamente están poblados de otros azules que mantienen precios más bajos porque son más pobres). Podría ser una segregación de tipo cultural (los azules son monjes budistas, los rojos son hinchas de Unión, unos se mudan cerca de la cancha y otros se alejan del ruido de los partidos en busca de silencio para meditar). Es decir, el efecto que vemos no necesariamente se produce por las características que estamos mirando, sino por otras que están correlacionadas por ellas. Hasta acá, todo normal. Los tradicionales confounding factors (factores de confusión) de cualquier investigación científica. No sabemos exactamente la causa, pero tenemos segregación y, por lo tanto, algún tipo de discriminación. Parece obvio pero no lo es. A Schelling se le ocurrió ir un poco más allá.
Al fondo lo paramos con línea de Cuatro Nobles Verdades
Imaginemos que queremos hacer un simposio sobre fútbol y su relación con las Cuatro Nobles Verdades del budismo, e invitamos a 30 hinchas de Unión y a 30 monjes budistas del barrio. Disponemos de una mesa ovalada y sentamos a su alrededor a los invitados. Ahora bien, nuestros invitados no son demasiado discriminadores, entienden que hay otros con otros intereses y los aceptan. Pero, para estar cómodos, quieren una condición mínima: que al menos uno de sus dos vecinos sea de su grupo. Lo cual es comprensible: es un poco tensionante pedirle al otro que mencione a su bodhisattva favorito y que conteste ‘Pumpido, el mejor arquero de todos los tiempos’. Siendo así, podemos definir dos variables a medir:
- Felicidad: un conferenciante es feliz si se cumple su deseo de que al menos uno de sus dos vecinos sea de su mismo grupo.
- Aislamiento: un conferenciante está aislado si sus dos vecinos son del mismo grupo que él.
Todos los aislados son felices, claro.
¿Qué pasa si los sentamos al azar? Escribimos unas simulaciones y nos da que, en promedio, 74% de los invitados son felices y 24% están aislados. Por ejemplo, un grupo al azar se ve así:
Schelling se pregunta ¿qué pasa si los infelices no se conforman con su suerte e intercambian sus asientos con otros infelices (por ejemplo, todos los infelices se ponen de pie y se mueven hacia la derecha hasta encontrar el primer asiento libre)? En algún momento pasa una de dos cosas: o todo el mundo es feliz, y por lo tanto nadie quiere cambiarse de lugar, o todos los infelices son del mismo grupo, y cambiarse de lugar no les sirve de nada. Estas cosas se pueden ver haciendo simulaciones, Schelling lo hizo con monedas, pero nosotros tenemos computadoras a las que les podemos pedir que pseudo-tiren monedas. Después de un rato nuestro ejemplo se ve parecido a esto:
En este caso, tenemos sólo dos infelices, que como son del mismo grupo no pueden mejorar cambiando de lugar entre ellos. Y vemos que hay muchísimos aislados (30 de 60, cuando al inicio, al azar, eran 17 de 60). Si repetimos el experimento muchas veces, sentándolos cada vez al azar y volviendo a hacer toda la operación, la felicidad promedio se va al 98% (casi todo el mundo es feliz), el aislamiento al 54% (más de la mitad está rodeado exclusivamente por gente de su mismo grupo).
Nuestra mesa está balanceada. La mitad de los invitados son de cada grupo. Así que, desde un punto de vista global, cada invitado debería ser feliz: en el grupo más o menos la mitad es de los suyos. Y siempre existe una configuración óptima, donde nadie está aislado y todos son felices: los sentamos en secuencias de dos de un grupo seguidas de dos del otro, como en este esquema:
Sin embargo, también hay una configuración en la que todo el mundo es feliz y el aislamiento es máximo (56 de 60)
La dinámica del sistema se debe a dos cuestiones. Primero, es puramente local. Como la mitad de los participantes es de cada grupo, no importa cómo se sienten, la mitad de la mesa siempre será del propio grupo. La infelicidad proviene de que, en vez de mirar toda la mesa, solo miran a los vecinos inmediatos. De hecho, cuanto más grande sea lo que miran (si en vez de mirar un vecino para cada lado, miran 5 vecinos para cada lado), mayor probabilidad de ser felices tienen. El segundo tema es que el problema admite montones de configuraciones, algunas que minimizan el aislamiento, otras que lo maximizan. Como la configuración a la que llegamos también está basada en información local (me muevo a la derecha hasta encontrar una silla vacía), aún en un contexto donde los participantes no son particularmente discriminadores, y hay otras configuraciones posibles, es probable que más felicidad resulte en más segregación y aislamiento. Una consecuencia sistémica que va más allá de la voluntad de los participantes.
No es tan raro. Después de todo, esa es casi la definición de sistema: un conjunto de partes y sus interacciones que producen fenómenos que, si bien son causados por esos elementos, no pueden ser explicados puramente en términos de ellos, del mismo modo que la vida, si bien esta compuesta de un montón de procesos bioquímicos, produce fenómenos que no son explicables exclusivamente mediante cada uno de esos subprocesos. No hay una proteína que te haga Budista o hincha de Unión.
Sweet Home, Chicago.
¿Podemos extender estas ideas al problema de la segregación en una ciudad? Pensemos que en vez de una mesa redonda tenemos una playa rectangular, dividida en cuadraditos en los que podemos tirar la manta y la sombrilla, y que la población, como la de Chicago, está dividida en cuatro grupos, Azules (35%), Rojos (30%), Celestes (25%) y Grises (10%). Un espacio así, seleccionado al azar, se ve como sigue:
Se ve más o menos como lo esperábamos: un montón de puntos de cuatro colores sin forma sobre el vacío. Si no hubiera ninguna discriminación, si a nadie le importara a qué grupo pertenecen sus vecinos, las cosas quedarían como están. Todos felices, casi nadie aislado. 0% discriminación, nada de segregación, 100% felicidad. Ahora bien, supongamos que la vecindad de cada sujeto fueran los 24 cuadraditos que están en el cuadrado de 5×5 del cual él es el centro (los de los bordes tienen menos vecinos, claro):
Cada uno quiere que en ese pequeño mundo se reproduzca la distribución de grupos que ocurre en la ciudad como todo (el error de creer que los mundos pequeños deben reproducir el mundo en grande se llama, irónicamente, Ley de los Pequeños Números, y es un sesgo cognitivo muy estudiado). Por ejemplo, cada Azul quiere que el 35% de 24 −redondeando da 9− sean Azul para estar feliz. Los Grises quieren que el 10% de 24 −es decir, 3− sean de los suyos, y así. Igual que antes, los que no están felices pueden intercambiar lugares entre sí, y lo hacen al azar con cualquier otro infeliz de la ciudad. Podemos mirar el mapa de dos maneras, como el que mostramos antes con la distribución espacial de los grupos, y otra versión con la distribución de Infelices (en verde), Felices No Aislados (en naranja) y Aislados (en amarillo). El mapa empieza a transformarse como sigue:
La diferencia es evidente, hay grandes zonas exclusivamente azules, rojas y celestes. Los Grises, teniendo menores requerimientos, se acomodan en grupos más pequeños, en general en las fronteras entre otros dos grupos. En este caso, casi todo el mundo es feliz (95%) pero empieza a aparecer el aislamiento en el mapa, que alcanza alrededor del 6% de la población.
¿Qué pasaría si los sujetos se volvieran un poco más exigentes, si ahora quisieran ser mayoría en su vecindad, si de los 24 vecinos, cada uno esperara que al menos 12 fueran como él? El resultado (de nuevo, un resultado, esto es aleatorio) es como sigue:
Las áreas se vuelven más claras y definidas. La separación es casi total, excepto por algunos pocos que aún flotan por las fronteras. La felicidad es alta (96%), pero el aislamiento se va a casi el 65%. Una enorme cantidad de la población está en contacto solamente con gente de su mismo grupo, cuando en realidad el requerimiento que hacían no era tan extremo: querer que la mitad de sus vecinos fuera ‘como ellos’ hizo que casi todos sus vecinos fueran como ellos.
Hasta ahora parece ser que, a medida que aumentan los requerimientos de cada grupo, esto conduce a un nivel de aislamiento cada vez mayor, aunque eso no es lo que quería cada grupo. Parece simplemente un problema de control: tenemos frío, prendemos la calefacción, la temperatura sube hasta que hace más calor del que queríamos, apagamos la calefacción, la temperatura baja, tenemos frío, y así seguimos hasta vaya uno a saber cuándo porque la dinámica del sistema tiene una inercia que no podemos manejar. Cuanto más alto ponemos el termostato, más se calienta la habitación, y también más se sobrecalienta, como acá con la segregación y aislamiento.
Pero hay algo más, algo que se escapa un poco a esto. ¿Qué pasaría si, con la misma distribución inicial, tuviéramos una población 100% discriminadora, una población que quiere que todos sus vecinos sean iguales a ellos? Si seguimos con la metáfora del termostato, la habitación debería convertirse en un sauna.
Pero no: el resultado es indistinguible de la situación inicial. O sea, cuando la discriminación se eleva al 100% la segregación se comporta como si no hubiera discriminación. Lo que midamos (aislamiento, tamaño de grupos promedio, etc.) muestra que la población se distribuye del mismo modo en ambos casos. Es cierto que con el 100% de discriminación el 100% de la gente está infeliz, y que con el 0% de discriminación todo el mundo está feliz. Pero desde el punto de vista de lo que podemos medir (la distribución de la gente en la superficie) dan exactamente lo mismo.
Medir la segregación no nos permite medir la discriminacion. Medir las consecuencias a veces no nos dice mucho acerca de las causas. Tenemos mapas idénticos de mundos distintos. Test.
Para el bolsillo de la dama o la cartera del caballero
La distribución de gente en función de preferencias es muy relevante, sean en el espacio real o en el virtual (donde se forman topologías fantásticas). No es sólo por cuestiones usuales que estudian la sociología o el urbanismo, también sucede si lo miramos desde el punto de vista de cámaras de eco (grupos de gente más o menos homogéneos que como solo se escuchan entre si creen que lo que escuchan es la única opción posible), y otros fenómenos ligados a la difusión de ideas y a la construcción de consensos.
Hay un paper de Cass R. Sunstein, Reid Hastie y David Schkade (citado por Guadalupe Nogués en el libro Pensar con Otros) que muestra resultados muy interesantes. Se formaron grupos de discusión de gente ideológicamente similar (unos de todos conservadores, otros de todos liberales) y se les dio un tiempo breve para debatir sobre preguntas que tocaban temas sensibles para cada grupo, e intentar lograr un consenso. Los resultados fueron los siguientes:
- Al finalizar la deliberación, el promedio de la opinión de los individuos de cada orientación ideológica se había vuelto más extrema que el promedio antes de la deliberación. Los individuos se volvieron más extremistas.
- Aunque cada orientación ideológica tiene extremistas, también tiene gente que se superpone con la de la otra orientación. Esa superposición se redujo muchísimo después del debate. Los grupos se separan y casi dejan de tener contacto.
- La diversidad interna de cada grupo se redujo.
- En los grupos que lograron llegar a un consenso, el consenso logrado fue más extremo que las opiniones promedio de los integrantes del grupo antes del debate.
O sea, en nuestro mapa podemos suponer que el aislamiento conduce a cada grupo a posiciones más extremas y homogéneas (aun sobre temas que no tienen nada que ver con cómo y por qué se generaron dichos grupos). A menos que entendamos cómo y por qué se generan comunidades aisladas y homogéneas (y cómo puede tener poco que ver con lo que desean los miembros de dichos grupos y algo que ver, por ejemplo, con lo que desean los miembros de los otros grupos) es poco probable que le encontremos la punta a la madeja.
Más allá de este problema, tan urgente como particular, el argumento es más general. Como dice Mark Granovetter, sociólogo y profesor de Stanford, centrarse en las preferencias, motivos o creencias de los participantes para definir su comportamiento social es insuficiente para explicar los actos de los grupos. Por ejemplo, la adopción de una moda, de una marca de teléfono celular, la decisión de emprender una obra en el barrio, la de pedir un microcrédito, o cualquier otra que involucre la coordinacion y colaboracion entre individuos puede modelarse con la idea de que todos quieren o piensan lo mismo, pero eso no funciona porque no considera las interacciones y cambios que cada uno provoca en los demás; es apenas otra versión de la teoría homuncular, que trata a los sujetos como grupos pequeños o a los grupos como sujetos extendidos. Más peligrosamente, conduce a la idea tan recíproca como equivocada de que si vemos colaboración entre individuos, se debe a la uniformidad de valores o creencias, y que las únicas sociedades que pueden construir algo son las compuestas por individuos esencialmente idénticos.